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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Desfiladero de la Absolucion (6 page)

BOOK: El Desfiladero de la Absolucion
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—¿Y estás seguro que no la dejó allí Galiana?

Pronunció con ligereza el nombre de la mujer, pero Escorpio podía imaginarse el dolor que le causaba. Especialmente ahora, mirando el mar. Escorpio tenía ciertas ideas de lo que el mar significaba para Clavain: pérdida, y la forma más cruel de esperanza. En un momento de descuido, poco antes de su exilio voluntario de los asuntos de la isla, Clavain había comentado:

—Ya se han ido todos. El mar ya no puede hacerme nada más.

—Siguen estando ahí —le contestó Escorpio—. No se han perdido. Si acaso, están más seguros que antes.

Como si Clavain no lo viera por sí mismo.

—No, Escorpio —dijo, volviendo de pronto al presente—, no creo que Galiana lo dejara olvidado. Creía que podría contener un mensaje de su parte, pero me equivoco, ¿no? No habrá ningún mensaje. No de ese modo, ni de Galiana, ni de Felka.

—Lo siento —dijo Escorpio.

—No lo sientas, así son las cosas.

Lo que Escorpio sabía del pasado de Clavain provenía tanto de rumores como de cosas que el anciano le había contado directamente. Los recuerdos siempre han sido inconstantes, pero en la era actual eran tan maleables como la arcilla. Había aspectos de su propia vida de los que incluso Clavain no podía estar seguro.

Pero de algunas cosas sí que estaba seguro. Clavain había amado a una mujer llamada Galiana. Su relación comenzó hace muchos siglos y duró muchos de esos siglos. Tenía claro que habían alumbrado, o creado, a una especie de hija, Felka, que había resultado a la vez terriblemente dañada y terriblemente poderosa, que había sido amada y temida en igual medida. Siempre que Clavain hablaba de aquella época, era con una felicidad mitigada por lo que había sucedido después.

Galiana había sido una científica fascinada por el aumento de la mente humana. Pero su curiosidad no se detenía ahí. Lo que quería en última instancia era una conexión íntima con la realidad en su nivel más profundo. Sus experimentos neuronales habían sido únicamente parte necesaria del proceso. Para Galiana, la exploración física era una consecuencia natural, despegando hacia el cosmos. Deseaba llegar a lo más profundo, más allá de los desiguales bordes de los mapas del espacio, ver qué había realmente allí fuera. Por el momento, los únicos indicios de inteligencia alienígena que se habían encontrado eran ruinas y fósiles, pero ¿quién le aseguraba lo que se llegaría a encontrar más allá?

Los asentamientos humanos en aquella época se extendían en un radio de veinticuatro años luz, pero Galiana quería viajar más de cien años luz antes de regresar.

Y lo había logrado. Los combinados habían lanzado tres naves, a una velocidad ligeramente menor que la de la luz, hacia el espacio interestelar profundo. La expedición duraría al menos un siglo y medio. Igualmente deseosos de vivir aventuras, Clavain y Felka emprendieron el viaje con ella. Todo marchaba según lo planeado; Galiana y sus aliados visitaron muchos sistemas solares, y aunque nunca encontraron ningún signo inequívoco de inteligencia activa, catalogaban cualquier fenómeno reseñable. Además, descubrieron nuevas ruinas. Más tarde llegaron informes, ya obsoletos, de una crisis en casa: las tensiones crecientes entre los combinados y sus aliados moderados, los demarquistas. Clavain debía regresar a casa para aportar su apoyo táctico a los combinados que quedaban.

Galiana consideró que era más importante continuar con la expedición. Su separación amistosa en el espacio profundo acabó con una nave volviendo a casa con Clavain y Felka mientras las otras dos continuaron explorando la galaxia.

La idea era volver a unirse, pero cuando la nave de Galiana regresó finalmente al Nido Madre de los combinados, lo hizo en piloto automático, dañada y muerta. En algún lugar del espacio, un ser parasitario había atacado a ambas naves y había destruido una de ellas. Inmediatamente después, unas máquinas negras se habían anclado al casco de la nave de Galiana, anatomizando sistemáticamente a su tripulación. Uno a uno habían sido asesinados, hasta que solo quedó Galiana. Las máquinas negras se habían infiltrado en su cráneo, estrujándose en los intersticios de su cerebro. Lo más horrible es que ella seguía con vida, pero completamente incapaz de actuar independientemente. Se había convertido en la marioneta viviente del parásito.

Con el permiso de Clavain, los combinados la congelaron en previsión del día en el que fueran capaces de eliminar el parásito con seguridad. Quizás algún día lo hubieran logrado, pero se abrió una escisión en los combinados: el principio de la misma crisis que finalmente trajo a Clavain al sistema Resurgam, y más tarde a Ararat. Durante el conflicto, el cuerpo congelado de Galiana había sido destruido.

El dolor de Clavain había sido inmenso, le absorbió el alma. Lo habría matado, creía Escorpio, si su gente no hubiera estado tan necesitada de liderazgo. Salvar a la colonia de Resurgam le había proporcionado algo en lo que concentrarse aparte de la pérdida que había sufrido. Lo había mantenido cuerdo. Y después había encontrado una especie de consuelo.

Galiana no los había guiado a Ararat, pero resultó ser uno de los mundos que había visitado tras su separación de Clavain y Felka. El planeta la había atraído por los organismos alienígenas que llenaban el océano. Era un mundo de malabaristas, y eso era de vital importancia, ya que pocas cosas que hubieran visitado un mundo de malabaristas eran olvidadas por completo.

Los malabaristas de formas habían sido hallados en muchos mundos que se ajustaban al mismo patrón acuático de Ararat. Tras años de estudio, no existía aún un acuerdo sobre si estos alienígenas eran inteligentes o no por derecho propio. Pero igualmente estaba claro que apreciaban la inteligencia, conservándola con la amorosa devoción de un comisario de arte.

De vez en cuando, si una persona nadaba en el mar de un planeta de malabaristas, los microorganismos entraban en su sistema nervioso. Era un proceso más suave que la invasión neuronal que había tenido lugar en la nave de Galiana. Los organismos malabaristas únicamente querían tomar nota, y cuando habían desentrañado el patrón del sistema neurológico del nadador, solían retirarse. La mente del nadador había sido captada por el mar, pero el propio nadador era casi siempre libre de regresar a tierra. Normalmente no notaban ningún cambio. Ocasionalmente obtenían un don sutil, un giro en su arquitectura neurológica que les confería cognición o entendimiento sobrehumano. La mayoría de las veces duraba tan solo unas horas, pero en alguna rara ocasión, eran permanentes.

No había forma de asegurar si Galiana había obtenido algún don después de nadar en el océano de este mundo, pero su mente había sido sin duda captada. Ahora estaba allí, congelada bajo las olas, esperando dejar huella en la consciencia de otro nadador.

Clavain había adivinado todo esto, pero no había sido el único en intentar una comunión con Galiana. Ese honor había recaído en Felka. Durante veinte años había nadado inmersa en los recuerdos y en la consciencia glacial de su madre. Durante todo ese tiempo, Clavain había evitado nadar, temiendo que quizás, cuando encontrara la huella de Galiana, la encontraría de alguna forma falsa, desleal a sus recuerdos de lo que había sido. Sus dudas habían disminuido con los años, pero no había podido tomar la decisión de nadar. Sin embargo, Felka, quien siempre había deseado alcanzar la complejidad de la experiencia que el océano le ofrecía, nadaba regularmente, y le había contado sus experiencias a Clavain. A través de su hija había alcanzado de nuevo alguna conexión con Galiana, y por el momento, hasta que reuniera el valor para nadar él mismo, esto le había bastado.

Pero hacía dos años el mar había atrapado a Felka y no había regresado. Escorpio pensaba en ello ahora, y eligió sus siguientes palabras con sumo cuidado.

—Nevil, comprendo que es difícil para ti, pero también debes entender que esta cosa, sea lo que sea, podría ser un asunto muy grave para el asentamiento.

—Ya lo sé, Escorp.

—Pero crees que el mar es más importante, ¿no?

—Creo que ninguno de los dos tienen ni idea de lo que de verdad importa.

—Puede que no. A mí desde luego no me importa la visión de conjunto. Nunca ha sido mi fuerte.

—Ahora mismo, Escorp, el conjunto es lo único que tenemos.

—Entonces, ¿crees que hay millones —billones— de personas ahí fuera que van a morir? ¿Gente a la que no conocemos, gente a la que no llegaríamos ni en un año luz ni en la vida?

—Ese es más o menos el alcance.

—Pues lo siento, pero esa no es la forma en la que funciona mi cabeza. No puedo procesar ese tipo de amenaza. No entiendo de extinciones masivas. Estoy más centrado en el área local. Y ahora tengo un problema local.

—¿Eso crees?

—Tengo a ciento setenta mil personas aquí por las que preocuparme. Esa es una cifra que mi cabeza puede procesar más o menos. Y cuando algo cae del cielo sin avisar, me quita el sueño.

—Pero en realidad no lo has visto caer del cielo, ¿verdad que no? —Clavain no esperó a la respuesta de Escorpio—. Y eso que tenemos el espacio alrededor de Ararat cubierto por todos los sensores pasivos de nuestro arsenal. ¿Cómo ha podido saltárselo una cápsula de reentrada, y mucho menos la nave que la ha soltado?

—No lo sé —dijo Escorpio. No sabía decir si estaba perdiendo la discusión o si hacía bien en enzarzar a Clavain en un debate sobre algo concreto, algo distinto de las almas perdidas y el fantasma de una extinción masiva.

—Pero sea lo que sea, ha llegado recientemente. No es como ninguno de los demás artefactos que hemos rescatado del océano. Todos estaban medio disueltos, incluso los que debían haber estado en el fondo del mar, donde hay menos organismos. Esta cosa no parecía haber pasado más de unos pocos días sumergida.

Clavain se alejó de la orilla y Escorpio lo interpretó como un signo de bienvenida. El viejo combinado se desplazó con pasos rígidos y ahorradores, sin mirar el suelo, navegando entre charcas y obstáculos con facilidad aprendida. Volvían hacia la tienda.

—Observo mucho el cielo, Escorp —dijo Clavain—. Por la noche, cuando no hay nubes. Últimamente he visto cosas allí arriba. Destellos. Rastros de cosas moviéndose. Atisbos de algo más grande, como si las cortinas solo se hubieran levantado un instante. Imagino que crees que estoy loco, ¿no?

Escorpio no sabía qué pensaba.

—Aquí fuera, solo, cualquiera vería cosas —dijo.

—Pero no había nubes anoche —dijo Clavain—, ni la noche anterior, y he estado observando el cielo ambas noches sin ver nada. Desde luego, ningún rastro de una nave orbitándonos.

—Nosotros tampoco hemos visto nada.

—¿Y transmisiones de radio? ¿Corrientes de láser?

—Ni rastro. Y tienes razón, no tiene mucho sentido. Pero nos guste o no, sigue habiendo una cápsula y no va a desaparecer. Quiero que vengas y la veas por ti mismo.

Clavain se retiró el pelo de los ojos. Las líneas y arrugas de su cara se habían convertido en brechas y tajos, como los contornos de un improbable paisaje desgastado por el tiempo. Escorpio pensó que había envejecido diez o veinte años en los seis meses que llevaba en esta isla.

—Has dicho algo sobre que quizás hubiera alguien dentro.

Mientras hablaban, las nubes habían empezado clarear. El cielo más allá de las nubes tenía el color pálido y enloquecido de los ojos de un grajo.

—Sigue siendo un misterio —dijo Escorpio—. Solo unos pocos saben que hemos encontrado algo. Por eso he venido en barca. En lanzadera habría sido más fácil, pero no habría pasado desapercibida. Si la gente descubre que te hemos traído de vuelta, pensarán que se avecina una crisis. Además, se supone que no sería fácil traerte de vuelta. Aún piensan que estás a medio camino de la vuelta al mundo.

—¿Insististe en esa mentira?

—¿Qué crees que hubiera sido más tranquilizador? ¿Dejar que la gente pensase que te habías ido de expedición, una potencialmente peligrosa, la verdad, o decirles que te habías ido para sentarte en una isla y meditar la idea de suicidarte?

—Han superado cosas peores. Lo podían haber aceptado.

—Precisamente, por todo lo que han pasado, creí que era mejor mentirles —dijo Escorpio.

—De todas formas no sería suicidio. —Se detuvo y volvió a mirar al mar—. Sé que ella está ahí, con su madre. Lo noto, Escorpio. No me preguntes cómo ni por qué, pero sé que sigue estando aquí. He leído que estas cosas han pasado en otros mundos malabaristas. De vez en cuando toman a nadadores, desmantelan su cuerpo completamente y los incorporan a la matriz orgánica del mar. Nadie sabe por qué. Pero los nadadores que entran más tarde en el océano dicen que a veces notan la presencia de los que han desaparecido. Es una impresión mucho más fuerte que la normal de los recuerdos almacenados y las personalidades. Dicen que experimentan algo parecido a un diálogo.

Escorpio ahogó un suspiro. Ya había oído exactamente el mismo discurso antes de llevar a Clavain hasta aquella isla hacía seis meses. Obviamente, el período de aislamiento no había ayudado a desanimar la convicción de Clavain de que Felka no se había ahogado.

—Entonces métete y averígualo por ti mismo —le dijo.

—Lo haría, pero me da miedo.

—¿Que el océano te tome a ti también?

—No —Clavain se giró para mirar a Escorpio a la cara. Parecía más ofendido que sorprendido, claro que no. Eso no me asusta en absoluto. Lo que me da miedo es la idea de que me deje atrás.

Hela, 107 Piscium, 2727

Rashmika Els había pasado gran parte de su niñez oyéndoles decirle que no fuera tan seria. Y eso mismo le repetirían si la vieran ahora, sentada en su cama casi a oscuras mientras elegía los pocos efectos personales que podría llevar en la misión. Y les respondería exactamente con la misma mirada ofendida que siempre proyectaba en estas ocasiones. Excepto que esta vez sabía, más convencida si cabe que de costumbre, que ella tenía razón y los demás se equivocaban porque, aunque solo tenía diecisiete, sabía que tenía todo el derecho a estar tan seria, tan asustada.

Había llenado una pequeña bolsa con ropa para tres o cuatro días, aunque suponía que el viaje duraría bastante más. Había incluido un puñado de objetos de aseo, provenientes del cuarto de baño familiar, sin que sus padres se dieran cuenta; algunas galletas deshidratadas y un trozo de queso de cabra, por si acaso no había nada que comer (o quizás nada que a ella le apeteciera comer) a bordo de la Crozet. Había añadido una botella de agua purificada porque había oído que el agua cerca del Camino a veces contenía cosas que te podían enfermar. La botella no duraría mucho, pero al menos le hacía pensar que era previsora. Y luego tenía el hatillo envuelto en plástico con las pequeñas reliquias scuttlers que había robado de la excavación.

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