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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

El club de los viernes se reúne de nuevo (31 page)

BOOK: El club de los viernes se reúne de nuevo
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—Hasta las ancianas van a la moda —comentó Dakota, mientras volvía la cabeza para ir mirando por ambas ventanillas.

—Sí —asintió Ginger con entusiasmo—. ¡Qué señoras más guapas!

El taxi cruzó a toda velocidad las fortificaciones de la antigua metrópoli, con la piedra marrón y el ladrillo sorprendentemente intactos.

—¿No te parece notar los pasos de marcha de los centuriones? —preguntó Dakota.

—Eso no es más que el petardeo de una Vespa a lo lejos —se rió el taxista—. La energía de Roma os robará el corazón. ¡Os va a encantar!

—¡Oh, Dios mío! —dijo Dakota a modo de respuesta. Allí estaban los amplios arcos del Coliseo, más impresionante que cuando se veía en cualquier programa de televisión—. Fíjate, está ahí mismo, al lado de la calzada.

—Sí —la secundó Ginger—. Mira, mamá.

El taxi continuó avanzando entre el tráfico —no había ocasión ni lugar donde detenerse—, pero los bocinazos y el ruido de la ciudad se desvanecieron mientras Dakota miraba boquiabierta. A ambos lados de la calle había columnas que antaño sostuvieron edificios y ahora se alzaban, solas y majestuosas, como recuerdo de épocas pasadas.

—Es absolutamente... real —comentó Dakota—. El pasado es presente. Aquí mismo. Esto son personas. Es como sentir los fantasmas.

Dakota estaba tan sobrecogida como nunca antes lo había estado, de un modo que sus viajes a Escocia, e incluso la visita a sus castillos, no habían hecho del todo patente. A pesar de los actores romanos vestidos como gladiadores que se hacían fotos con los turistas, Dakota sintió una profunda alegría al ver la prueba de aquella antigua civilización. Un mundo que había dejado atrás sus restos. «Míranos —parecía decir la destrucción—. Estábamos aquí. Esto era nuestro. Y ahora ya no existimos. Todo desaparece. Y todo permanece.»

En definitiva, pues, aquélla era una ciudad que comprendía su alma.

—Dakota está llorando —le dijo Ginger a Lucie en tono confidencial—. No le gusta Roma.

—¿Bromeas? —Dakota alargó la mano y se la restregó en la cabeza a Ginger—. ¡Me encanta!

—¡A mí también! —gritó Ginger, con lo que consiguió que el taxista les lanzara una mirada severa mientras se dirigían al V.

Dakota sabía que aquel verano sería de descubrimientos. Cada segundo que pasaba revelaba algo nuevo y magnífico... ¡y eso que ni siquiera había salido del coche todavía!

No tenía ni idea de lo que andaba buscando. Pero allí, en Roma, iba a encontrarlo. Lo sabía.

Llegar al V, registrarse, subir en ascensor hasta la
suite
—una habitación para Lucie y Ginger y otra para Dakota— y pedir una bandeja con el desayuno era más que suficiente por un día, declaró Lucie. Ginger estaba prácticamente grogui en el sofá, se iba apoltronando por ahí e intentaba mantenerse despierta para seguir escuchando a Dakota, quien continuaba hablando del Coliseo.

—Y eso que todavía no has estado dentro —observó Lucie.

—Lo sé —gritó Dakota, y entonces bajó la voz—. ¡Si es tan guay desde la calle, imagínate cómo será cuando cruce la entrada!

—Lo veremos todo, te lo prometo —dijo Lucie—. Las dos juntas y lo que explores tú por tu cuenta. Pero de momento vamos a echar un sueñecito.

—No.

Ginger había mascullado la negativa por la fuerza de la costumbre. A duras penas podía mantener los ojos abiertos. Lucie la tapó con una manta y, tras asegurarse de que la puerta estaba cerrada, se dirigió al dormitorio, se dio una larga ducha con agua caliente (siempre se sentía sucia después de volar) y luego se desplomó en la cama y se quedó dormida.

Cuando abrió los ojos la habitación estaba a oscuras. Levantó las persianas; era de noche. Se vistió rápidamente y se aventuró a salir al salón. Ginger, aferrada a Dulce, no se movió. Dio unos golpes en la puerta de Dakota; no hubo respuesta. Fue a buscar el bolso, sacó su teléfono móvil global y miró la hora: las dos menos cuarto de la madrugada. ¿De verdad habían podido dormir diez horas seguidas? ¡Caray! Debían de estar más agotadas de lo que le parecía. Tomó a Ginger en brazos, la llevó al dormitorio, la desnudó y metió entre las sábanas a su encantadora niña y a Dulce. «Tendría que haberme traído espinilleras», se dijo al recordar las patadas que llegaba a dar Ginger en sueños. Entonces se metió en la cama con cuidado junto a su hija y se durmió enseguida.

Cuando se volvió a despertar todavía era de noche. No. La oscuridad era aún mayor. De hecho, no había luz en absoluto: las persianas ejercían su función con mucha eficacia. Faltaba algo. No había ningún radiodespertador con números rojos parpadeantes. Era eso. Lucie, que se sentía desorientada, sedienta y, además, tenía apetito, fue a trompicones hasta el salón de la
suite.
En ese preciso momento Dakota salía de su dormitorio, vestida con una camiseta larga.

—¿Qué hora es? —preguntó frotándose los ojos y con un bostezo.

—Sinceramente, no lo sé.

Lucie tomó el teléfono para llamar a recepción. Dakota esperó mientras ella preguntaba la hora y luego colgaba.

—Son las dos menos cuarto de la madrugada —comunicó a Dakota—. Pero sucede que juro que me he levantado a esta misma hora hace muchas.

—¿Hemos dormido hasta la madrugada?

—Sí —dijo Lucie, quien metió la mano en el bolso y comprobó la hora en su teléfono, que registraba las diez menos cuarto de la mañana—. ¡Dios mío! —exclamó—. Podríamos habernos despertado a una hora normal, pero la alarma del teléfono estaba desconectada. Así que, oficialmente, hemos pasado nuestro primer día en Roma durmiendo.

—Me muero de hambre —dijo Dakota—. ¿Hay límites en cuanto al minibar?

—Esta noche, no —contestó Lucie—. Arrasemos ese cacharro y comamos todas las chocolatinas y refrigerios excesivamente caros que encontremos.

—¿Tendríamos que despertar a Ginger? —preguntó Dakota.

—Oh, no, Dakota. Definitivamente, no —dijo Lucie—. Veo que todavía tienes mucho que aprender.

Tres billetes de primera clase. Eso compró Catherine el lunes por la mañana, un billete para ella y dos más para la joven pareja de las mochilas gigantescas que esperaba en la estación.

—¿Por qué? —preguntaron, a todas luces desconcertados, cuando ella los obsequió con los billetes.

—Porque nunca he hecho algo así antes.

Se sentía muy satisfecha consigo misma. No se había comprado ningún libro o revista para el viaje en tren hasta Roma. En cambio, iba a estarse un rato sentada a solas mirando por la ventana. Y luego utilizaría sus muy caros minutos de teléfono para llamar a una persona a quien nunca se había molestado en intentar conocer: K.C. La única persona que, según suponía Catherine, no se quedaría horrorizada por el desastre de Nathan. Imaginaba que, en realidad, podría ser que tuvieran mucho en común.

Además, iba a comerse un delicioso sándwich estilo panini con tomates secados al sol y pollo, y no se preocuparía por si se le caían migas en la blusa de seda rosada y la falda de color crema, y no pensaba limitarse a tomar sólo medio sándwich por miedo a que se le pusiera en las caderas.

Catherine se acomodó en su asiento y se puso las gafas de sol, lista para dejarse deslumbrar por la verde campiña italiana.

Al cabo de una hora de empaparse de todas las casas preciosas que podía ver, llamó a K.C. al número de su despacho. Ya casi era el fin de la jornada.

—K.C. Silverman —retumbó una voz con un fuerte deje neoyorquino.

—K.C, soy Catherine. Catherine Anderson.

—Uy, esto no es normal —soltó K.C, que no era de las que se callaban las cosas—. ¿Algo va mal? ¿Te han metido en la cárcel? Porque no soy de ese tipo de abogados, ¿sabes? Yo hago contratos.

—No, sólo te quería saludar —repuso Catherine.

—Vaya, eso es estupendo —dijo K.C. sin cambiar el tono—. ¿Y qué se celebra?

—No tengo nada que celebrar.

—Bueno, en cinco años nunca has hablado conmigo fuera de las reuniones del club —siguió K.C.—. Ves a Lucie, pasas por la tienda y está claro que conectas con Dakota y Anita. Apuesto a que hasta ves a Darwin. Pero a mí nunca me habías telefoneado antes.

Catherine tardó un momento en responder, pensando en cómo actuar. Podía echarle la culpa a K.C., convencerla de que le había enviado señales poco amistosas. O podía fingir que se interrumpía la conexión y perdía la llamada. Eso sería más fácil. Al fin, sin embargo, decidió abrazar a la Catherine de su fuero interno y ser franca.

—Tienes razón —admitió—. Es curioso que puedas moverte en un círculo de amistades y aun así no tener una relación estrecha con ciertas personas. La verdad es que no era consciente de que tú y yo no nos habíamos esforzado demasiado para remediarlo.

—Bueno, no todo es cosa tuya —dijo K.C., aplacada. Ladraba pero no mordía—. En cualquier caso, supongo que eres un poco arrogante.

—Oh —murmuró Catherine, cuyo tono herido cruzó el océano con un leve retraso de diez segundos.

—Vamos, mujer, no te molestes. También tienes muy buen sentido del humor.

—Sí, lo tengo, ¿verdad? —coincidió Catherine con entusiasmo.

—Catherine, ¿ha ocurrido algo? A ti, quiero decir, y ahora hablo en serio —dijo K.C.—. Esta llamada es tan... tan inesperada... Y sólo quiero que sepas que puedes hablar conmigo, ¿sabes?

—Por eso te llamo —repuso Catherine—. Estoy depre por una mala ruptura. Pero quería hablar como mujer soltera y triunfadora con otra.

—¿Triunfadora, yo? No sé qué decirte. Pero, en general, estoy satisfecha de estar en mi pellejo. Creo que incluso podría ser que mejoraran las cosas.

—Me paso mucho tiempo fingiendo —declaró Catherine—. ¿La gente me toma en serio? Tengo mis dudas.

—Puedes ser un poco... difícil de conocer.

—K.C., en la fiesta de Darwin sugeriste que tú y yo nos parecemos porque no queremos tener hijos —comentó Catherine con cierta incomodidad. Pero si iba a compartir, más le valía aceptarlo—. Pero la verdad es que, sencillamente, no los tengo. No es que no quiera tenerlos.

—Vaya, me estoy enterando de algo nuevo. Pero ¿por qué me lo cuentas?

—Me lo estoy contando a mí misma —repuso Catherine—. Pero la última vez que hablé en voz alta me dirigieron unas cuantas miradas raras —se echó a reír—. Supongo que imaginé que tú lo entenderías.

—¿Porque se me ha pasado el arroz y te preguntas si lo lamento? —preguntó K.C.

—Quizá en cierto modo —contestó Catherine. Y añadió—: Sí.

—Hay muchas cosas que cambiaría; sin embargo, algunas personas no están hechas para ser madres y hay otras que no necesitan serlo. Yo soy una de ésas. No siento la falta de hijos.

—Entonces todo va a las mil maravillas, ¿no?

—Ni mucho menos —respondió K.C.—. También he cometido errores.

—¿Como por ejemplo?

—¿Qué es esto? ¿Oprah a larga distancia? —K.C. suspiró y acto seguido transigió—. Me dediqué en cuerpo y alma a mi profesión cuando era editora. Y cuando en su día me despidieron, me quedé completamente perdida.

—Como cuando yo dejé a mi marido.

—Parecido pero distinto —replicó K.C.—. Tú tomaste una decisión. La mía la tomaron por mí. Pero al final, ambas tuvimos que reinventarnos. Ahora invierto más energía en mí misma. Mi carrera de abogada es intelectualmente estimulante pero no me define.

—Yo todavía estoy intentando definirme —dijo Catherine—. Abracé mi independencia, pero, no sé por qué, todo parece girar en torno a mí. Estoy completamente centrada en mí misma.

—Todos lo hemos notado.

—Bueno, pues estoy harta de eso.

—La necesidad es la madre de la reinvención. ¿Lo ves? Al fin y al cabo somos madres.

—Estoy mirando por la ventana y hay una mujer robusta que tiende la colada en una cuerda —dijo Catherine—. ¡Parece tan maravilloso! A veces pienso que ojalá supiera lo que me va a deparar cada día.

—Ya lo sabes. Depara más preguntas. A propósito, espero que con nosotras no vayas a ponerte en plan «volver al campo, los frutos de la tierra y tal», ¿eh?

—No, lo que pasa es que... —empezó Catherine, y se interrumpió.

—Por lo visto, el síndrome de la hierba siempre es más verde, no conoce fronteras internacionales —comentó K.C.—. No te hagas ilusiones suponiendo que tus retos son más complejos que los de esa mujer que tiende la colada. No conoces su historia. Ella no conoce la tuya.

—Pareces diferente fuera de contexto —observó Catherine—. Más inteligente. Me alegro de haber llamado.

—Oh, no, no hagas eso.

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