Detrás de la Lluvia (26 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

BOOK: Detrás de la Lluvia
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—Aun siendo hombres de gatillo presto, ¿no tuvieron reparos esos amigos suyos? No se trataba de matar rojos sino gente que podrían apreciar como adictos al Régimen y además con relaciones policiales. Había una marcada diferencia.

—Eran dos asesinos, dos ladrones que robaban para su propio beneficio, lo que era contrario a los postulados de Falange, uno de cuyos objetivos era el reparto de la riqueza y la eliminación de los corruptos. Con gente así no se iba a construir la nueva España. Además sus amenazas eliminaban cualquier duda. Estaba claro que se chivarían y nos harían la vida imposible. Había que cerrarles la boca. Y eso fue lo que pasó.

—¿Era Carlos ladrón de mercancías, como dice el informe?

—Para nada. Estaba incapacitado para caer en delitos.

—¿Qué robaban?

—Ni idea. Ese no era mi problema. Los pobres estrangulados parece que no supieron guardar el secreto o descubrieron algo que no debían. Matarlos era la mejor salida para aquellos criminales. En aquella época unos cadáveres más no conmocionaba a las autoridades.

—¿Dónde está la pistola?

—La tengo bien guardada. Nunca volvió a usarse. Si no tiene dudas de que es la misma es que me la robaron porque nada tengo que ver con dispararle a usted. Nunca disparé a nadie. Iré a buscarla.

—Espere. ¿Dónde está Graziela?

—¿Graziela? ¿Por qué...?

Me había colocado estratégicamente dominando los dos accesos al salón, que no había perdido de vista en ningún momento. Por eso estaba preparado cuando Graziela apareció con el arma en la mano. El disparo salió desviado, aunque yo no estaba ya en el mismo lugar. Rodé por el suelo mientras un segundo disparo daba en un reloj de cuco, que se puso a funcionar sincopadamente. Lancé un jarrón chino contra la chica, estrellándolo contra su cara. Se vino abajo, soltando el arma. Fui a ella y agarré la pistola con un pañuelo. La metí en una bolsita de plástico mientras los hombres contemplaban el desaguisado con total estupefacción.

—Un botiquín —pedí, cogiendo a la joven y llevándola a un sofá. Estaba sin conocimiento. Conseguí detener la hemorragia de la frente, taponándole la herida. Había que ponerle puntos y le quedaría una nueva marca en el rostro—. Hay que llevarla a urgencias.

—Voy yo, con Pedro —se ofreció Dionisio, corriendo a vestirse.

Graziela abrió los ojos y me miró. Un bulto fue avanzando en su frente como si estuviera naciéndole un cuerno. Sus ojos no estaban desposeídos de ira.

—No puedes ir por ahí matando a la gente —le dije.

—Graziela, ¿por qué has hecho eso? —dijo Alfonso.

—Acabado el mal, la felicidad sigue —contestó con voz firme.

Dionisio llegó con el mayordomo y se la llevaron. Alfonso pareció quedar desvalido. Se puso a recoger los pedazos del jarrón. Le ayudé en la tarea.

—Es de la dinastía Ming. Si conseguimos pegar los trozos conservaremos algo de su valor —dijo, aunque estaba claro que hablaba mecánicamente, sin pensar en ello—. ¿Cómo supo que era ella?

—El agresor era demasiado menudo para ser hombre. Le colgaba el abrigo, que obviamente no era suyo. Sus pasos cortos. Dejó una estela de jazmín en el portal, que identifiqué. Y fíjese: sin su intento no hubiera podido establecer quién mató a aquellos criminales.

—Debió de volverse loca.

—No. Lo hizo por amor a usted. No el amor de amante sino a su comportamiento para con ella, a la felicidad que llevó a su vida desde hace años. En mi anterior visita intuyó que usted guardaba un secreto que, si lo descubría, le perjudicaría. Quiso eliminar esa amenaza.

Recogí los casquillos y con un cuchillo horadé para sacar los proyectiles. Al cuco se le había acabado la cuerda y estaba colgando, falto de toda arrogancia. La primera bala había entrado por la boca del retrato de un hombre, dando la sensación de que se le había caído el cigarro. Los guardé junto con el arma.

—¿Y ahora qué?

—No lo sé, aunque es mi deber dar cuenta a la policía. La chica cometió un doble intento de asesinato.

—Saldrá todo lo del pasado...

—Eso le preocupa, ¿verdad? Sin embargo, no le preocupó que Carlos estuviera perseguido por algo que no hizo. Incluso ha intentado ocultar su participación de usted en el asesinato hasta el último momento, cuando mis razones le impidieron seguir con la mentira.

—¿Qué podía hacer, inculparme?

—Todavía puede vaciar su conciencia. Dígaselo a Carlos. Nunca es tarde.

—Lo es. Porque le juro que no sé dónde está ni si vive. Puede usted romper todos los jarrones. No conseguirá que diga lo que ignoro. Fue él quien se perdió en el misterio.

—Quizás intuyó que usted cometió los crímenes y no le perdonó el silencio.

—Lo he pensado y, aunque no se lo crea, vengo cargando con ello año tras año.

—¿Por qué no se desprendió usted del arma? ¿Por qué la guardaba?

—Venga conmigo —dijo, después de unos momentos de duda.

Me llevó a un pequeño dormitorio y abrió el armario. Estaba vacío salvo por dos perchas, de las que colgaban sendas fundas de tela. En la balda, una maleta también enfundada.

—Es la ropa y las cosas de Carlos, lo que nos dejó al irse a la Legión. En la maleta estaba la pistola. Lo guardó mi madre por si regresaba. Ella no supo lo del arma porque nunca husmeó en la maleta. Cuando murió, pude haberme desprendido de todo ello. Habían pasado muchos años y Carlos no volvía. Pero lo he conservado en recuerdo de mi madre.

Capítulo 39

Ducum volentem fata nolentem trahunt

(El destino guía a quien de grado le sigue, al díscolo lo arrastra.)

SÉNECA

Oviedo, julio de 1936

La noticia corrió enganchándose en rostros sorprendidos y sabedores, entre júbilos y lamentaciones, entre jóvenes con el nervio tenso
y
mujeres cargadas de pesadumbre, entre espíritus esperanzados
y
ánimos aterrados. Corrió desde las emisoras de radio, los periódicos
y
las bocas no enmudecidas; se extendió por los bares, las oficinas, las fábricas y los hospitales; se propaló desde las grandes ciudades a las poblaciones medianas y llegó a las míseras y apartadas aldeas. Y la mayoría de los ciudadanos sensatos supo que iba a correr mucha sangre, mucho dolor y mucho llanto. Pero también supieron que nada podían hacer para frenar esa locura. La decisión la había tomado gente con poder y medios, los dueños de las vidas de todos, de las conciencias, de los bienes terrenales, de los sentimientos, del futuro, y se lo jugaban fríamente sabiendo que todo ello iba a ser afectado y puesto patas arriba. Los amos del mundo lanzaban el caballo de la ira, que llenaría los hospitales y los cementerios. La civilización quedaría cubierta por los escombros y ya nunca nada sería igual.

José Manuel estaba en periodo de vacaciones y llevaba tres semanas en casa de otro seminarista de su mismo curso, Amador Fernández, rendido a la insistente invitación de que conociera a su familia y, en realidad, a que le ayudara en algunas asignaturas que le eran arduas y que hubo de aplazar para septiembre. Cuando los sucesos de octubre de 1934, el padre, previsoramente, fue a buscarle al convento y se lo llevó a casa. Comentarios posteriores entre los estudiantes vinieron a afear no esa conducta sino el no haber dado refugio a otros seminaristas. Amador hizo valer que nadie podía imaginar el carácter que tomó la rebelión y la gran desgracia que causó.

El domicilio familiar estaba en el piso principal de una de las Casas del Cuito, que se abría a la calle de Uría con una gran terraza. José Manuel pudo apreciar lo que era una familia sembrada de religión y de nivel alto, y cómo vivían. El padre, un cuarentón vigoroso, de estatura media y barnizado convincentemente con la seguridad que da el pertenecer a una clase social diferenciada, vestía con pulcritud e iba siempre afeitado, manteniendo en orden su tupido cabello negro. Estaba muy inmiscuido en política, sin practicarla de forma profesional, y conservaba gran relación con altos cargos políticos y militares locales. Era dueño de caserías heredadas de diversa extensión, que mantenía arrendadas a foreros de tradición y de las que obtenía pingües beneficios. Viajaba mucho a Madrid por negocios relacionados con la madera y la importación y la exportación.

—Pero no es como antes. Esta pandilla de malvados que nos gobiernan ha hundido no sólo la industria y el comercio sino sus fundamentos. Con la Monarquía vivíamos mucho mejor.

El hombre tenía predisposición a llevar el timón de las conversaciones y se metía sin recato en los temas, tratando de suavizar lo escabroso con sonrisas, a veces estratificadas. Irónico, ocurrente y de avasalladora verborrea, aparentaba ser la máxima autoridad de la casa, siempre con un veguero en su boca, incluso en las comidas. Tenía algo de diletante. Pero era su esposa, doña Dolores, quien con elegancia, distinción y tacto ponía el sosiego. No había cumplido los cuarenta y pertenecía al grupo de esas bellas mujeres de Oviedo que por tradición estaban a un nivel inasequible para la mayoría de los varones. Se complementaban con el contraste necesario para mantener una aparente armonía. El ambiente de la casa era netamente burgués y en su proceder y conversación el matrimonio derrochaba bondad, menos cuando hablaban de la clase obrera. Entonces a él se le ponía serio el rostro y sus palabras perdían el encanto y la equidad.

—La República ha dejado de garantizar el orden y las masas sovietizadas campan sin freno quemando iglesias y asesinando. Tendrá que hacer algo urgente el Ejército.

Amador tenía dos hermanos, Juanjo, de veinte años, y Eduardo, de diecinueve, que estudiaban Leyes en el edificio de la Normal, sede de la Escuela de Magisterio, dado que la vieja Facultad de Derecho y de Filosofía y Letras de la calle de San Francisco fue destruida en octubre del 34. Así que sólo tenían que andar unos metros desde casa. Estaban afiliados a Falange y eran chicos alegres, envidiablemente sanos, que participaban en competiciones deportivas y hacían cada año el descenso del Sella en canoas propias regaladas por su mentor. Loli, de veintiún años y primogénita de los hermanos, estudiaba Farmacia en Madrid y vivía en una residencia femenina de la calle Marqués de Riscal, junto a la Castellana. Desde allí veía el enorme y frondoso parque de coníferas y los jardines simétricos que rodeaban el hermoso palacio de Anglada. Era la única que se atrevía a contradecir al padre en algún asunto puntual, siempre con una sonrisa en su boca. Tenía el cuerpo y rostro atractivos aunque no era tan bella como la madre. Pero sabía manejar como armas de seducción sus ojos celtas y su agradable voz. Desde el primer día miraba a José Manuel con socarronería y se dirigía a él con desenfado, procurando evitar perturbarle. Y finalmente una hermana de quince años, que estudiaba bachillerato en el colegio público Pablo Miaja de la calle General Elorza, al haber desaparecido también el Instituto de Enseñanza Media. Con frecuencia venían amigos y amigas y escuchaban música en uno de los salones, llenándolo todo de alegría. En las vacaciones toda la familia estaba junta.

—Antes íbamos todos los veranos a San Sebastián. En el hotel Reina Cristina teníamos piezas reservadas y era un gozo coincidir con el rey Alfonso y participar en las cenas y actos protocolarios con gente de alcurnia. Había fiestas y eventos deportivos, como carreras de caballos y competiciones de pelota vasca. Ahora todo eso se arruinó. Hace pocos años y parece que fue en otro siglo.

José Manuel no había estado nunca en una vivienda tan grande, con tantas habitaciones y tan albergada de muebles señoriales y camas con dosel, cada una con un orinal de fina porcelana debajo. Disponía de dos cuartos de baño completos, con bañera y bidé, aparatos que también le llenaron de asombro. El piso circundaba un gran patio interior a través de un pasillo corrido. Varias habitaciones estaban vacías y algunos dormitorios sin uso. Los ocupados por los miembros familiares se distribuían sin proximidad, lo que permitía que las conversaciones quedaran a resguardo. La cocina era enorme, con un fogón de hierro fundido fabricado en Vascongadas. Utilizaba el carbón y tenía horno y carbonera. De un lado subía un tubo hasta el techo, por el que se conducían los gases de combustión, lo que impedía que hubiera humos en la casa. Todo limpio como la patena. En el cenobio había fogones, pero no de hierro sino construidos de mampostería, y las chimeneas, también de ladrillos, expelían el hollín a través de las rendijas, ocasionando que toda esa zona estuviera cubierta de grasa y suciedad. Para José Manuel aquello era un descubrimiento. No menor fue la impresión que le produjo el agua caliente. En la parte alta de la cocina y los baños había unos depósitos cilíndricos de cien litros donde se almacenaba el agua calentada. Disponer de agua caliente para lavarse y ducharse con solo abrir el grifo estaba más allá de lo imaginado por él.

Tenían teléfono con extensión para la biblioteca, el despacho del financiero y la sala de estar. La línea estaba frecuentemente ocupada por los jóvenes, con el consiguiente enfado del cabeza de familia. La finca también tenía ascensor, que se deslizaba con lentitud para mayor agrado de los vecinos. Los ocupantes se sentaban y les parecía estar viajando en calesa. Todo ese lujo le hizo guarecerse en su natural timidez. Su amigo procuraba diluir su confusión.

—Tampoco yo estoy muy de acuerdo con esta sociedad de privilegio, pero la comprendo porque nací en ella. Lo importante para ti es que todos te aprecian.

Para él, que tenía añeja costumbre de hacerlo todo por sí mismo, le resultaba embarazoso el servicio de las criadas, que eran dos y muy jóvenes.

—Atiendan a nuestro joven sacerdote en todo lo que pida —les indicaba la noble dama con indulgente autoridad.

Y las fámulas, impecables en sus uniformes, se anticipaban a sus movimientos mientras le cosían a miradas sugerentes y no exentas de riesgo.

Las comidas, donde todos debían acudir perfectamente vestidos, se regían por un orden: desayuno a las nueve, almuerzo a las dos y cena a las nueve. José Manuel había aprendido el uso correcto de los cubiertos, que eran de plata en orden de su posición respecto a los platos, y también que cada copa y vaso, todo de la Real Fábrica de Cristales de La Granja, estaban destinados para una bebida concreta. No había día que no se acordara de cómo eran las comidas en su casa y estableciera la enorme diferencia. Allá, cuando vivía, un solo plato desportillado, una cuchara procedente del Ejército, tres o cuatro vasos de estaño usados por todos alternativamente, y dos cuchillos a compartir. La mayoría de las veces empleaban los dedos y no existían ni manteles ni servilletas, sólo un trapo para secarse.

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