Detrás de la Lluvia (23 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

BOOK: Detrás de la Lluvia
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Le miraron con ojos poco avenidos.

—¿Qué cojones dices, ho? Son unos criminales. Han de acabar con todos.

—Dicen que el teniente coronel Yagüe dio orden de no dejar uno vivo —dijo otro, ceñudo.

—¿A qué todos?

—A todos los revolucionarios, esos asesinos que saquearon nuestras propiedades y mataron a tanta gente.

De vez en cuando algún soldado salía de la fila y remataba a algún caído. Allí quedaban, como los otros, sus gestos últimos de terror e incomprensión, algunos de ira.

En los rostros mayoritariamente juveniles, los ojos aún húmedos mostraban los azules que le faltaban al cielo. José Manuel pensó que había salvado la vida de milagro. Aquellos legionarios tenían orden de matar y sin embargo le llevaron ante un juzgador sanguinario. Le creyeron. Era una experiencia desconcertante, otra más a añadir a la confusión que llenaba su cabeza.

Se acercaban a Oviedo por Lugones y La Corredoira y más gentes salían de sus escondrijos a recibirles. En la distancia se oían explosiones, cañoneo y gran estrépito, como si una trituradora gigante estuviera en marcha. Humo y polvo cubrían la ciudad. Los militares pararon la comitiva perseguidora y desde unos camiones repartieron pan. Cada uno buscó un grupo y todos se dispusieron a pasar la noche mientras allá seguía un infierno de disparos y estruendo. Pocos durmieron, ansiosos por saber qué había ocurrido con sus familiares, propiedades y bienes.

Las horas fueron desgajándose y el alba tardó en llegar, negligente, acaso fatigada de alumbrar infortunios. El humo, que escapaba lentamente hacia el cielo negruzco, impedía la visión esperanzada. Sólo cuando el día empujó empezaron a verse los contornos de las cosas. La gente iba presurosa, algunos corriendo. José Manuel caminó con prudencia y quedó anonadado. Según avanzaba veía desolación por todos los sitios, como si hubiera pasado un terremoto. No entendía que en tan poco tiempo pudiera causarse tamaña destrucción. La hermosa ciudad estaba en ruinas. Era como si conociendo su derrota, el canto de cisne de sus utopías, los revolucionarios hubieran dedicado sus últimas energías en arrasar lo que simbolizaba su enemigo de clase, el centro de la burguesía asturiana. Ninguna calle del centro estaba indemne, las vías férreas cortadas y los puentes volados. Cadáveres de personas y animales yacían aquí y allá mientras sombras fantasmales buscaban y llamaban a gritos. La mayoría de los abatidos llevaban el mono de revolucionarios. Allí quedaron con el orden nuevo que pretendían crear. Las ambulancias se esforzaban en cumplir su cometido, rebotando sobre los escombros y ensordeciendo con sus sirenas.

José Manuel vagaba por ese mundo extraño en que se había convertido la hermosa Oviedo. Tiendas y hoteles saqueados, coches y tranvías reventados, edificios humeantes. El Palacio Arzobispal ya no existía, al igual que la Universidad, donde se convertían en cenizas los centenares de miles de volúmenes de su biblioteca, lo mismo que el tesoro documental de la Real Audiencia. El Instituto de Segunda Enseñanza, el Banco de Asturias, la Delegación de Hacienda, el Teatro Campoamor, el Monte de Piedad, todas las casas de la calle de San Francisco, las iglesias, algunos grandes hoteles... la catedral erguía su torre maltratada de impactos. Oyó que la Cámara Santa, que contenía una riqueza arqueológica incalculable datada de los siglos X y XI, había quedado hecha añicos.

Según se acercaba al que había sido su hogar durante el largo año anterior, José Manuel sentía que la estupefacción se imponía sobre la congoja. Había gente moviéndose, sonámbula. Las prostitutas habían desaparecido. El viejo caserón conventual ya no existía. Entró al patio humeante, tan lleno de vida ocho días antes. No había techumbre pero el cielo seguía sin intervenir, resguardado tras una nube acerada. Se sentó en un cascote, llenándose de preguntas que se sumaban a las muchas que almacenaba desde que era niño.

Capítulo 33

... estoy mojada todavía

de aquel tiempo de furia extraordinaria

de amor imperdonable

bajo la lluvia equivocada.

VANESA PÉREZ-SAUQUILLO

Madrid, julio de 1941

Acaso no fuera una tormenta, aunque por las fechas no podía ser otra cosa. Se había presentado tras una aspaventosa embajada de truenos y relámpagos, que no impidieron filtrarse unos cánticos infantiles:

Que llueva, que llueva,

la Virgen de la Cueva,

los pajaritos cantan,

las nubes se levantan...

Pero no era una nube porque todo el cielo estaba cubierto justo encima de las casas, como si quisiera frotarlas, y la lluvia caía en goterones constantes. Desde el quiosco, Cristina veía llover sobre el paseo, los árboles y las mesas, ahora vacías tras la desbandada. Y apreciaba el fenómeno doble de la lluvia y la evaporación en la superficie ávida, como si el agua cayera sobre el fuego. Llevaba mucho sin llover y el calor era tan intenso que aparecían gorriones muertos de asfixia sobre la tierra seca y aplastada.

Mucho tiempo después, y sin transición, el cielo azul asomó como si una mano poderosa hubiera descorrido el manto nuboso. El sol volvió a sacar las sombras de los edificios en un contraste tan definido que parecían pozos profundos esperando tragarse a la gente. Los gruesos regueros fueron desapareciendo y la tierra quedó calmada. Cristina esperó con impaciencia el reencuentro mil veces pensado; la brasa quemando dentro de ella, la angustia de disimular el nerviosismo. A escondidas miraba el reloj de bolsillo que su padre colgaba de un clavo, y le parecía que las manillas no avanzaban. En la última carta, enviada como todas a la dirección de Alfonso, le advertía de su llegada. No iría a Alemania con el contingente africano. Mintió al capitán diciendo que iba a casarse y obtuvo un permiso de dos días. Sólo quería verla, sentirla y darle algo de él. En sus cartas no hablaba de amor ni de promesas, sólo unas letras costumbristas y casi hueras como si fueran a pasar por la censura, pero que ella llenaba de esperanzas.

Cuando la tarde declinaba cogió la cesta y se despidió de su padre y de su tío. Contuvo las ganas de correr y caminó al ritmo normal por la estrecha acera que había delante de las paralizadas obras de los Nuevos Ministerios. Lo vio más allá del vallado, junto a los árboles grandes que escoltaban el Instituto Farmacológico Latino, un hermoso palacio con un gran jardín enrejado. Alto, luciendo el uniforme legionario y con su aire de misterio. Se detuvo ante él y no supo qué decir, sólo mirarle.

—Hola.

—Hola.

—No me dejan casarme —dijo ella, apurando la mirada.

—Me lo dijiste. En el fondo comprendo a tu padre. Me ve como un aventurero. Y puede que lo sea. No sé si te merezco. Necesito tiempo.

—Vas a una guerra...

—Vivimos momentos tremendos, fuerzas poderosas gobiernan millones de vidas absorbiéndonos como un torbellino. Pero volveré. Me queda toda la vida por delante. Y la quiero junto a ti.

Él le ofreció caminar por el terreno existente entre los solares y terraplenes de la calle Modesto Lafuente. Ella le preguntó sobre África, la Legión, sus experiencias. Un hombre tan joven y con tantas cosas en su vida. A ella, que apenas conocía Madrid y que sólo una vez salió del barrio para ir al pueblo de donde procedía la familia, las vivencias del hombre le hacían sentirse insignificante.

Cruzaron el indefinido paseo de Ronda y él le cogió una mano. Nunca se habían tocado y fue como si hubieran asido un cable eléctrico. Ella nunca había estado con ningún hombre, sus partes íntimas eran incluso secretas para ella. Y aunque había escuchado a las amigas fantasear en asuntos de sexo, nunca había intervenido en esas suposiciones que tampoco la atraían por lo que, en ocasiones, pensaba si acaso no estaría destinada a ser monja. Pero ahora estaba sintiendo ese ardor desconocido, mareante.

Estaban en el campo enorme que llegaba a Chamartín de la Rosa. Había quintas de gente adinerada, hoteles y huertas. Fueron por el curvo camino de Maudes, las manos anudadas y con cada vez más espesos silencios. A hurtadillas se miraban. El veía el perfil de la mujer, ya en contraluz menguante. Tenía la boca ligeramente abierta, anhelante, como si intuyera algo o quizá lo deseara. A través de la pequeña mano él sentía sus impulsos y miedos entrar dentro de sí. Era más que un sentimiento. Notaba su palpitar enmarañándose en la intrincada red de órganos y conductos de su pecho como si ya fuera una parte de su cuerpo.

—¿Y luego...? —dijo ella, prestándole sus ojos. Al hacerlo grujió los bordes de su mirada dejándola tan limpia que algo en él se deshizo en el vértigo de la inocencia rendida.

—Quisiera... Me gustaría ir a Méjico, si la guerra me pasa de largo.

En las sombras invasoras destacaban esparcidas las débiles luces de las villas y palacetes. Ella tuvo un escalofrío, que él notó.

—¿Qué tienes?

—No sé... Mucho miedo.

El la besó ligeramente, mojándose en sus lágrimas. Un contacto tan suave como el aleteo de un pensamiento.

—Vendrás conmigo, volveré por ti.

Ella dejó caer la cesta, le abrazó con fuerza y se rindió a las caricias. De la tierra brotaba el olor de la cercana lluvia. El la tendió suavemente mientras ella le miraba intentando controlar su dicha y su desconsuelo.

—¿Quién... quién eres, Carlos?

El puso sus labios sobre los suyos y luego dejaron que ocurriera.

Capítulo 34

Est felicibos difficilis miseriarum vera aestimatio.

(La gente feliz difícilmente consigue juzgar bien las miserias de los demás.)

CICERÓN

Oviedo, diciembre de 1934

José Manuel entró en el Hospital Provincial y en recepción preguntó por don Celestino. Accedió a una larga sala donde se alineaba una treintena de camas ocupadas por hombres de varias edades. Su antiguo maestro era uno de ellos. Había un crucifijo en la pared donde se apoyaba el cabecero de la cama. La vejez se le había apresurado en el siempre sereno semblante. Ahora mostraba inéditas arrugas.

—¿Qué le han encontrado?

—No lo saben. Me han hecho radiografías y análisis. Pero yo sé lo que tengo.

El seminarista le miró.

—Lo mío es la soledad, a la que ahora se une la pena. Siempre estuve solo, pero cuando la edad aprieta y los huesos empiezan a barruntar la meta propincua se echa a faltar compañía, alguien que esté a tu lado a diario.

—Usted no es viejo. Aún puede encontrar esa compañía. Y aquí tendrá compañeros.

—Son tan infelices como yo y ya no me interesan las historias de gente doliente. Y menos después de lo que hemos pasado. —De su cuerpo desfallecido brotó una tos entrecortada—. Te veo muy serio.

—Nunca fui muy alegre.

—Es cierto, pero hay algo en ti... ¿En qué curso estás?

—En segundo de Filosofía, ya sabe, con la Crítica, la Psicología.

—Todo desde la escolástica. O sea, los silogismos. Discusiones que no llegan a ninguna parte. El sexo de los ángeles. Y detrás, el amedrentador mensaje de san Ignacio. —Movió la cabeza—. ¿Seguirás hasta el final?

—No sé, quizá sí. —Se miró las manos—. Sigo afectado por los sucesos de octubre. Vi cosas terribles esos días.

—Esos días... y los que siguieron.

—¿Los que siguieron? No sé qué quiere decir.

—Dime lo que viste.

—Compañeros míos fueron asesinados por los revolucionarios. Yo estuve a punto. Esa gente estaba llena de furia asesina.

—¿Crees que todos los mineros fueron asesinos?

—No, todos no —dijo José Manuel, pensando en el miliciano misterioso—. Pero...

—¿No te has parado a considerar lo que hizo después la otra parte, la represión?

—Bueno, fui testigo de algunos hechos reprobables por el Ejército. Pero no es comparable.

—¿Reprobables? ¿Esa es tu consideración de los hechos? Tienes capacidad de reflexión, estudias Lógica. ¿Por qué no aplicas esas aptitudes a la realidad? Naturalmente que no es comparable, pero en sentido contrario al que sostienes.

—Según parece vemos dos realidades diferentes. Mi buen maestro. Usted y sus propuestas de comprensión para las acciones destructivas de las masas. ¿Nunca se conmovió ante las atrocidades cometidas por los obreros?

—Hablas de los obreros con la misma irrealidad que las clases altas. Pero tú sabes del mundo trabajador y campesino. Tus hermanos lo son. No creo que te hayas apartado totalmente de la clase amarga de la que procedes.

—He visto Oviedo arrasado. ¿Qué amargura puede justificar tal atrocidad? El caos, en su más pura esencia.

—La destrucción de Oviedo obedeció a la ira y a la impotencia.

—¿Destruir el Instituto y la Universidad, los centros de la cultura?

—¿Para quiénes? Ningún obrero ni campesino puede estudiar, apenas primaria. No incluyo, desde luego, a los que conseguís entrar en seminarios. La enseñanza media y universitaria son inaccesibles para el trabajador. Son predios elitistas. Al destruirlos no atentaban contra la cultura sino contra los órganos diferenciadores, lo que les distingue.

—¿Y los bancos?

—Lo mismo, son la encarnación del poder económico. ¿Qué pobre tiene cuenta en los bancos? Su destrucción eliminaba el templo del dinero, lo que los obreros no tienen. La ostentación de los bancos, esos edificios como palacios, es insultante para una sociedad con tanto pobre y hambriento.

—¿Y los hoteles? ¿Son también centros económicos?

—Piensa, muchacho. Es otro signo de la clase alta. ¿Qué obrero se aloja en un hotel? Sólo pueden albergarse en malas posadas. Un hotel está en la misma línea que la Universidad y los bancos. Oviedo era y es una ciudad burguesa, ricachona. ¿Viste las casas de la calle Uría? Los dueños entran por los portales de las lujosas fachadas, los sirvientes por los callejones traseros. Dos mundos, los señores y los esclavos. —La exigente tos volvió a interrumpirle. Se limpió con un castigado pañuelo—. Los revolucionarios de octubre no estaban animados de ideales asesinos, pero sí llenos de odio hacia los ricos y sus bienes, a lo que les era representativo. Querían un reparto de la productividad, querían comer, querían acabar con la inmensa diferenciación. Tabla rasa para un nuevo orden. Lo malo es que no sirvió para nada porque todo sigue igual.

José Manuel estuvo un buen rato sin responder, sopesando lo escuchado.

—Pero la quema de la biblioteca de la Universidad, creo que era la segunda más completa del país y que fue establecida por los hombres de la Institución Libre de Enseñanza.

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