Read Detrás de la Lluvia Online
Authors: Joaquín M. Barrero
—¿Qué hay que hacer?
—La Legión, como Cuerpo, seguramente no intervendrá. Los que vayamos tendremos que apuntarnos como voluntarios, no sabemos si bajo mando español o alemán. Te daremos los datos hoy mismo. La cosa va rápida. La recluta empezó ayer y termina el martes. Sólo han dado seis días.
—Bien, señor. Tengo ganas de conocer Alemania.
* * *
La posición estaba en los altos de unos montes cercanos a Kaddur, defendida por unidades de otros cuerpos. Participaban la 1.ªy 3.ªCompañías de la misma bandera. Quinientos hombres en movimiento. Debían tomarla, con fuego real simulado. En la subida, reptando por la escabrosa ladera sembrada de matojos, Carlos sintió el impacto de una bala tan cerca que las esquirlas de roca arañaron su mejilla. Pensó que alguno se había descuidado. Siguió hacia arriba sin darle más importancia. Pero cuando un segundo proyectil dio junto a una oreja instintivamente rodó rápido hacia un lado. Un tercer proyectil golpeó en el lugar que antes ocupaba. Volvió a rodar hasta topar con otro compañero, que le miró extrañado. Por la posición de los impactos supo que los disparos salieron desde detrás. Tumbado en el suelo, boca arriba, miró a los que le seguían, que avanzaban disparando. Los vio progresar por las cuestas y esperó a que todos le sobrepasaran. Finalmente avanzó hasta la cima.
Ya en la posición, todos reunidos en descanso, estuvo intentando encontrar indicios de culpabilidad en algún rostro, amigo o desconocido. Por experiencia sabía que hay gestos delatores. El culpable casi siempre vuelve al lugar del crimen o deja caer su mirada sobre el objetivo fallado. Los legionarios se movían despreocupadamente, charlando y riendo. Le pareció que nadie se había percatado. Pero lo cierto era que alguien había intentado matarle aunque no podría denunciarlo por la falta de pruebas. El suceso le hizo pensar. ¿Quién tendría deseos criminales contra él? ¿Un amigo del macarra de Nador, quizá?
Más tarde, ya en el cuartel, el sargento Ramos le reclamó.
—¿Qué hay contigo? Llegaste el último a la loma.
—Me sentí mal de repente.
—Me diste un susto. Creí que te había alcanzado alguna bala. Esos ejercicios son de cojones.
Carlos le miró. Tenía jeta de chusquero y vociferaba en demasía. No era el arquetipo de doblez pero todo era posible. No había nada seguro en la vida.
* * *
Cabo de Agua era otro de los poblados creados por el Ejército español, justo enfrente de las islas Chafarinas. Desde Melilla, por mar, había veintiséis millas náuticas. Desde Tauima, serían unos cuarenta kilómetros. Pero en ese lugar, como en otros recorridos, no se cumplía la regla geométrica básica de la línea más corta porque por tierra era imposible tender una carretera hasta el cabo. Lo impedía la cordillera de los Ciento y un Barrancos con toda la colección de accidentes geográficos. El teniente Martín no se paró en minucias. Había que hacer marcha a pie hasta ese saliente de la árida costa marroquí, la última antes de partir para Alemania.
Salieron nada más pasar lista de diana y tras un desayuno a pie firme, todos pertrechados. Llegaron desfondados a Cabo de Agua todavía con el sol alto. Como ejercicio de despedida había sido una auténtica paliza. El río Mauluya, que nace en el Atlas, forma un delta de magníficas playas vírgenes y arenas limpísimas donde les permitieron nadar, una vez desembarazados de sus arreos en el cuartel de Infantería.
En el atardecer, Carlos y Javier pasearon por el pueblo y por el puerto. Miraron al mar, hacia las Chafarinas, ahí mismo, en las que destacaba imponente el faro de la isla Isabel. Parecía surgir de las aguas como si fuera el testigo de una ciudad sumergida. Los pescadores entraban y extendían sus redes, punteando su presencia con faroles.
—No voy contigo a Alemania. Me quedaré por aquí y luego iré a Málaga, donde ella vivió antes de que el cabrón la esclavizara —dijo Javier, la voz quebrada—. Y le buscaré.
El sol poniéndose detrás de las Chafarinas puso argumentos al silencio posterior. Era una imagen tan bella que se prendió para siempre en la memoria de ambos. Y cuando llegó la oscuridad todavía siguieron sentados mucho rato.
Madrid, mayo de 2005
Iñaki Perales estaba en la treintena y poseía características diferenciadoras: cabello rufo, ojos azules, sonrisa amagada, casi dos metros de talla y cuerpo atlético. Un aspecto semejante normalmente sugiere que dentro de tanta armonía no pueda haber huecos para la doblez y la maldad. Por eso no encontré obstáculos en aceptar su encargo tiempo atrás.
Me recibió en su chalé de El Escorial plagado de plantas y árboles, y me hizo pasar a un salón con dos paredes totalmente de cristal por las que entraba todo el verde del jardín. Volví a subyugarme con tal espectacularidad.
—Cuánto tiempo —dijo, enseñando unos dientes demasiado perfectos—. Llamamos a tu oficina y nos dijeron que estabas fuera. Creíamos que habías abandonado nuestro caso. ¿Vienes a darme noticias del escondido?
—No. Me gustaría conocer más datos. Los que me facilitaste son insuficientes. He detectado lagunas que me impiden hilvanar la madeja.
—Te di todo lo que tengo.
—No lo creo. Debe de haber cosas que te reservas.
—Bueno, te facilité la información que juzgué esencial para la investigación —dijo, la risa bloqueada.
—No es suficiente. Soy yo quien decide qué datos son los necesarios.
—¿Qué es eso de la madeja? Se trata sólo de encontrar a un tipo.
—No lo vendas tan fácil. Dijiste que lleváis años en ese empeño. Necesito respuestas.
—Bien. Podemos quedar...
—Estoy aquí para ahorrar tiempo. Quisiera esa información ahora.
—¿Ahora? —dijo, la sonrisa escabullida.
—Ahora.
Estábamos parados. No era mucho más alto que yo aunque más corpulento y más joven. Sus hermosos ojos cambiaron del azul al gris y por un momento tuve la sensación de que deseaba golpearme.
—Iba a salir y... —arguyó, dudando. No le ayudé en el cuento y seguí mirándole fijamente—. Bueno, ven por aquí.
La biblioteca estaba al nivel del salón en cuanto a esplendor. En este caso sólo una pared era de vidrio. Las estanterías, con libros en la parte de arriba y escondrijos con puertas en la parte baja, ocupaban dos alas. En la cuarta, la de la puerta de acceso, toda una colección de pinturas marinas, bodegones y retratos. Señaló un sillón junto a una mesa alargada y se dejó caer en otro.
—Te ruego que seas consciente del tiempo —masculló.
—Quieres que encuentre a Carlos Rodríguez porque tu abuelo le hace culpable de varios asesinatos. Verás. No es usual que un policía deje como herencia no la búsqueda de un ciudadano normal desaparecido, sino la captura de un presunto asesino sin relación con su vida particular, uno de tantos casos para la rutina policial. Acepté el trabajo sin sopesarlo. Pero durante la investigación ocurrieron cosas que me han hecho meditar. Debe de haber una razón más convincente que el simple deseo abstracto de justicia; algo que explicaría por qué un terne envidiable como tú, que deberías estar inmerso en impulsos adecuados a tu edad y situación, tenga interés en algo tan lejano y difuso.
—¿Qué me cuentas? Atosigó a mi abuelo. Para él fue relevante y...
—Para él —interrumpí—. Hablo de ti.
Me miró con un mohín de impaciencia en sus labios carnosos.
—Coño, no me sobra el tiempo, por eso te contraté.
—Venga, no te vayas por las ramas. No creo que tu abuelo se te presente por las noches reclamándote resultados. Hay algo fuera de lo normal. Y ello me impide desarrollar mi trabajo a satisfacción.
Estuvo un rato mirando la vidriera como si a través de ella pudiera llegarle la decisión.
—¿Puedes esperar un momento? Vendré con mi tía abuela. Es una persona muy sensible y devota, incapaz de hacer maldad, ni siquiera imaginarla. Espero estés a la altura y lo tengas en cuenta.
Se adentró en la casa. Minutos después oí un golpeteo en las baldosas. Por la puerta apareció el musculado con una señora muy castigada de años que se equilibraba con un bastón. Parecía una mota a su lado. Llegaron hasta mí lentamente y ella me miró con ojos desteñidos. La indefinición de sus rasgos faciales hacía inútil cualquier intento de situar su edad. Se paró y se mantuvo sin titubeos apreciables. Me dio una mano huesuda, que estreché con suavidad.
—Me llamo Inés —dijo con voz trompicada—. La verdad es que quien le contrató fui yo a través de él.
—Ha sido un buen intermediario.
—Parece que no lo suficiente. Quizá debería haber sido yo quien le hablara. Porque soy la viuda de uno de los asesinados por ese tal Carlos. He sufrido mucho. Los años no han aliviado mi dolor.
—Lo siento de verdad —dije, mientras mi cerebro giraba—. Entonces su marido era...
—Juan Bermúdez Bermejo Perales, primo segundo del inspector Perales. Ya sabe que los apellidos maternos desaparecen. Pero no sólo eran familia sino grandes amigos. Se criaron juntos. ¿Explica eso nuestro interés y el del inspector Perales?
—¿Por qué tienen tanta seguridad en que ese Carlos Rodríguez mató a su marido y a su cuñado?
—Porque el inspector lo aseguró. ¿Por qué no vamos a creerle, cuando tanto trabajó en esa idea?
—Seguiré en el caso pero dejo de buscar a Carlos.
La sinceridad siempre incomoda cuando no se ajusta a lo esperado. Algo pareció desconectarse en la mirada de la mujer mientras se le quebraba el pálido color.
—¿Por qué quiere dejar de buscarle?
—Porque él no fue el asesino, señora. Durante años han estado equivocados.
Nihil tam acerbum est in quo non aequus animus solatium inveniat.
Ninguna cosa hay tan adversa en la que el alma justa no encuentre algún consuelo.)
SÉNECA
Oviedo, octubre de 1934
José Manuel caminó sin descanso, unas veces por la carretera y otras por senderos, procurando apartarse de la gente. Cruzó Tuernes. Vio a lo lejos un palacio en Cucao, y más adelante una torre. Estaba en Posadas, una población grande. El pan duro del desconocido se le acabó en esas jornadas pero encontró castañas caídas, que la Revolución impidió recoger. La mayoría estaban podridas aunque halló las suficientes para calmar su necesidad. Bebía agua de los arroyos y dormía en quintanas abandonadas, luego de explorarlas. Llevaba el calzado muy gastado y gracias al andrajoso chaquetón podía soportar el frío. Unos días después, y cerca de Lugo de Llanera, oyó a lo lejos disparos, gritos y ruido de camiones. Bordeó la carretera y miró, aplastado a la tierra. Era una columna de soldados blancos y moros, de raros uniformes, que atravesaba Prubia en dirección a Oviedo. Legionarios y Regulares. Había gente que saludaba con manos y pañuelos mientras los de vanguardia disparaban, escaqueándose hacia los lados. Dos mineros armados aparecieron por una cuesta y cruzaron por detrás de él, escapando.
—¡Corre, tú! ¡Ya están ahí esos cabrones tirando contra tó!
Desaparecieron monte arriba. José Manuel siguió mirando la columna hasta que creyó que toda había pasado. Salió de su escondite e inició la bajada por la pendiente arbolada. Al momento oyó disparos y sintió zumbar las balas. Se tiró al suelo, escudándose en un árbol.
—¡Seminarista, cura! —gritó, asomando las manos. De pronto se dio cuenta de su vestimenta. Se desprendió de la vieja chamarra y de la boina, tirándolas lejos. Oyó pasos escalando la cuneta. En un momento dos legionarios aparecieron tras los ojos de sus fusiles. La muerte mirándole.
—¡Soy seminarista, del convento de Oviedo! ¡No disparen!
Los dos soldados lo levantaron y le examinaron. Nada tenía para atestiguar lo que decía más que un crucifijo pequeño enganchado a una cadenita colgada del cuello, que nunca se quitó por pertenecer a su madre. Sus ropas y desastrado aspecto no le ayudaban. Los militares le hicieron bajar a la carretera, donde estaba pasando la retaguardia de la columna. Un automóvil se había parado, la puerta abierta y un oficial de pie mirándoles.
—¿Por qué no lo habéis fusilao? —dijo con gesto impaciente.
—Este no parece de ellos, mi teniente.
El oficial le hizo varias preguntas, le miró las manos y las olió, tratando de encontrar evidencias de haber disparado un arma. Le abrió la camisa y examinó sus hombros, buscando huellas de haber soportado la culata de un fusil en el retroceso. Observó su extrema delgadez, su educada forma de hablar. Finalmente se convenció y le dejó ir adonde varios civiles miraban.
—¡Vamos! —Acució a sus hombres mientras subía al coche—. Ya hemos perdido mucho tiempo.
Una mujer le hizo entrar en una casina y pudo confortarse con el fuego y con el cuenco de sopa que le dieron. El rumor de los camiones y de la tropa fue diluyéndose en la distancia. Tiempo después oyó un ruido sordo. Se asomó. Una muchedumbre se desplazaba en pos de la columna militar. Algunos iban en carros y en algún que otro coche, pero la mayoría arrastraba sus pies por el adoquinado camino cargando con maletas y bultos. Mujeres, hombres y niños hablando en voz alta, riendo, expresando su felicidad. Por un momento a José Manuel le recordaron esas masas que en la edad media y hasta la era napoleónica, según leyera, seguían a los ejércitos. Eran familias y pueblos enteros que cargaban con sus enseres y tiendas y vivían de las tropas, ofreciéndoles sus múltiples oficios, alimentos, diversiones y servicios durante las acampadas entre batallas. Pero esta multitud parecía ser, al menos la mayoría, los habitantes que huyeron de Oviedo incluso antes de los primeros disparos y que volvían para recuperar sus casas y pertenencias. Sus trazas y vestiduras les delataban. No pertenecían al mundo obrero. Buscó con la mirada y no vio a nadie conocido. Allá delante, en la cabeza, los disparos se intensificaban.
—¿Qué día es hoy? —preguntó.
—Jueves once.
Aceptó un abrigo de sus desconocidos benefactores y se integró en el grupo seguidor. A medida que progresaban veía muertos en las cunetas, todos con el mono azul. Se adelantó hasta la primera fila de los seguidores, a la vista de los últimos soldados. De vez en cuando algunos mineros salían a la carretera y se entregaban, manos en alto, sin armas. Les formaban en línea y un pelotón se encargaba de fusilarles allí mismo. Los hombres caían como la yerba en la siega.
—Así está bien. Ojo por ojo —dijo alguien a su lado.
—Pero se habían entregado, eran prisioneros —dijo José Manuel, impresionado.