Read Detrás de la Lluvia Online
Authors: Joaquín M. Barrero
RAFAEL OBLIGADO
Grigorovo, Rusia, abril de 1942
La 2.ªSección del Estado Mayor era la encargada del Servicio de Información de la División. Dentro de ella existía la Subsección bis, cuya misión específica era el control de los divisionarios para detectar posibles infiltrados comunistas o izquierdistas con el objeto de sembrar la agitación y el derrotismo en la soldadesca. En los primeros meses no hubo una esmerada dedicación de los agentes dado el entusiasmo general de la tropa, lo que inducía al descarte de elementos subversivos. Pero durante el transcurso del terrible y recién acabado invierno, donde tantos habían sido muertos o heridos, se detectó un ambiente de pesimismo, incluso en gran parte de los siempre animosos falangistas, que alarmó a los mandos. Aunque las deserciones fueron pocas hasta entonces, se temía que aumentaran, al igual que las automutilaciones para conseguir bajas médicas. Los de la Sección bis extremaron su celo no sólo en analizar los expedientes de aquellos que formaban las expediciones de relevo que ya estaban llegando, en los que había muchos obligados a alistarse por presiones políticas, sino a examinar con más atención las fichas y correspondencia de los aún vivos llegados en la primera recluta del año anterior.
El sargento Pereira, escribiente de profesión y meticuloso en su tarea, miraba atentamente los documentos: cartas, órdenes e informes recibidos en su momento y concernientes a los divisionarios que integraron originariamente la División. En la mayor parte no había nada sospechoso. De repente quedó rígido. Volvió a leer el documento. Luego buscó en el fichero general y contrastó los nombres. No perdió tiempo en plantarse en el despacho del jefe de la bis, capitán de la Guardia Civil. El oficial leyó los folios y quedó tan sorprendido como el subordinado. Miró unas listas y luego pasó al despacho de su superior jerárquico, el teniente coronel jefe del Servicio de Información.
—¿Este hombre vive? —preguntó, tras leer el comunicado y examinar la ficha.
—No lo sabemos. Está en el 2.° del 269, a las órdenes del comandante Román.
—Ya veo. Y ahora andan en el lío de Krutik. —Movió la cabeza—. Este hombre tiene la Medalla Militar Individual y la Cruz Roja del Mérito Militar. Los alemanes no le dieron la Cruz de Hierro al no ser oficial ni suboficial, pero sí la Medalla de la Campaña de Invierno y el Distintivo por la destrucción de carros en solitario. —Se miraron—. Tenemos aquí a un buen combatiente.
—Que no excluye la acusación, señor.
—Veamos. Esta petición nos llegó, según veo en la fecha, estando todavía la División en Grafenwöhr. Está claro que se nos pasó. Pero si lo hubiéramos detectado y cumplido la orden, ahora no tendríamos un buen soldado que, a tenor de sus medallas, ha debido de destruir importantes fuerzas enemigas, lo que supone haber salvado la vida de muchos de los nuestros.
—Así es, señor.
El jefe dio unos pasos de un lado a otro. Se paró y miró al capitán.
—Bien, informaremos al general. El decidirá.
* * *
Muñoz Grandes leyó el memorial y luego miró a sus ayudantes.
—¿Cómo se os ha colado esto?
—Ese Carlos estaba en la Legión, en Melilla. Se alistó allí para la División. La responsabilidad era de los mandos del Tercio o de la Capitanía de Sevilla porque, según el escrito, otro fue enviado anteriormente a Tauima.
—No nos interesa lo que otros hayan hecho mal sino lo que hicimos nosotros —dijo el general volviendo a los papeles. Tras una pausa añadió—: Vamos a ver cómo se desarrolla lo de Krutik. Si ese hombre sobrevive tendremos que dar cumplimiento a esta orden. No podemos buscar disculpas por buenas que sean porque entonces esto sería un coladero. Deberá salir en el primer grupo de repatriados, debidamente custodiado, junto a los «indeseables» detectados. Por supuesto tenéis que informar de su condición de héroe. Espero que sea merecedor de un buen trato.
* * *
Días antes, Krutik, situada junto a la carretera de Leningrado y a varios kilómetros al norte de Grigorovo, había sido ocupada por el 2.° del 269 tras una cruenta batalla. Ahora, en plena Semana Santa, los soviéticos volvieron a cruzar el Voljov y se lanzaron en oleadas sobre las posiciones españolas con apoyo de la artillería. La obstinada resistencia hizo flaquear a los soviéticos, que retrocedieron en desbandada dejando el campo sembrado de cadáveres. En la pausa, aprovechada para atender a los heridos y organizar la defensa, oyeron ruidos chirriantes. Consternados vieron acercarse una treintena de carros T-34. No tenían armas para repeler a esos monstruos de hierro.
—¿Dónde están los antitanques? —preguntó un capitán.
El comandante Román le miró sin hablarle. Tendrían que defenderse con lo que tenían.
Los carros llegaron en formación abierta, disparando sus cañones y ametralladoras. Román apostó por un envite desesperado.
—Dejaremos pasar los tanques y tiraremos contra los infantes. Atacaremos luego a los carros por detrás con bombas de mano y «cócteles».
Los T-34 penetraron en la aldea derribando los muros y aplastando escombros y cuerpos. Varios hombres saltaron sobre las máquinas y dejaron sus bombas sobre las orugas. La desventaja era insufrible. En ese crítico momento entraron en liza carros Pánzer III y antiaéreos de 88 milímetros del 424 Regimiento alemán. La posición pudo ser mantenida.
* * *
Muñoz Grandes llamó a Román.
—Resistimos, mi general, aunque hemos perdido muchos oficiales y soldados.
—Pero conserváis la posición.
El comandante miró los derruidos muros. La aldea había desaparecido y ellos intentaban cubrirse en el bosque.
—Sí, mi general. La conservamos.
—Por curiosidad. ¿Qué es del cabo Carlos Rodríguez, el de la Medalla Individual?
—Ha destruido dos carros enemigos él solo. ¿Sabe una cosa? El batallón no sería lo que es sin tíos como ése. Se merece otra medalla. Como a mí, le protege la suerte y ha sobrevivido a la escabechina. Estuvo en el Hospital de Riga con pulmonía. Sanó increíblemente y regresó al frente. Es un superviviente nato.
—¿Qué hombres le quedan?
—Ciento diez.
El general en jefe guardó un silencio.
—Bien. Es nuestra contribución a la victoria. Notificaré al general Lindemann. Espero que se sienta satisfecho.
¿Dónde está aquel hombre
que en los días y noches del destierro
erraba por el mundo como un perro
y decía que nadie era su nombre?
JORGE LUIS BORGES,
Odisea
Madrid, abril de 1942
La parte alta de la calle Serrano, en conjunción con el adivinado paseo de Ronda, se diluía en un campo natural de suaves colinas salpicadas de bosquecillos de pinos y abetos. Aquí y allá, los hotelitos de gente adinerada, con sus dotaciones de arbolado, transmitían una diferenciada calidad de vida frente a los súbditos, que se arracimaban en miserables casuchas en todos los barrios de Madrid excepto en la zona de Argüelles, Salamanca y alguna otra. Por esos campos la guerra no había pasado o, al menos, no había dejado huella.
La Maternidad, a cargo de Auxilio Social, era un edificio de tres plantas, no muy grande, al que se accedía por una cuestita frente a un pequeño corro de pinos y plantas. Las cocinas estaban en la planta baja y tenían gran actividad porque había muchas gestantes a las que alimentar. En una de las habitaciones para diez camas Cristina esperaba desde dos días antes el momento único del primer parto, ese instante en que la mujer pierde un poco la noción de sí misma y se disocia de lo que fue hasta ese momento porque después su vida ya nunca será igual. Ese vientre monstruoso del que se avergonzaba, como todas las embarazadas desde largos tramos de la historia, pronto desaparecería y surgiría un ser nuevo. Una criatura que siempre sería de ella en un cien por cien, porque ese cuerpo era un trozo suyo únicamente, carne única de su carne, siendo la aportación del padre un infinitesimal espermatozoide desaparecido. Ello se lo había explicado muy bien Josefina, una enfermera que, a escondidas, transmitía su progresismo feminista y su desilusión por el cambio social frustrado.
Cristina no sabía si el feto era niño o niña. Y durante meses no supo si en el fondo deseaba tenerlo. Como en todas las madres de clase obrera que llegaban a ese momento, tanto las que practicaron intentos fallidos de abortos como las que dejaron que el tiempo llegara, persistía en ella la intensa y sufriente lucha entre el amor hacia el vástago inocente, sus propias entrañas, y la imposibilidad de hacer frente a lo que parecía una tarea inmensa: ser madre sin marido.
Miró a las demás compañeras de habitación. Varias habían parido y tenían a sus niños en una cuna, a su lado. Todas eran muy jóvenes, algunas con marido y otras desasistidas de compañero, como ella. Por las noches oía llorar, lo que indicaba que la felicidad no era completa en todas. Vidas desguazadas, con la existencia marcada por las penurias y la desesperanza.
El lugar era muy agradable. Había mucha luz y a diario fregaban los suelos, cambiaban las sábanas y lavaban a las parturientas. Todo era muy blanco: las paredes, las camas, los uniformes. A los niños les limpiaban con frecuencia y preparaban biberones a las pocas que no tenían leche suficiente. Les daban cuatro comidas al día. Nunca se habían alimentado tan bien. Todo era gratuito y estaba claro que el Estado quería demostrar que todos los niños que nacieran tendrían total amparo, al menos durante los ocho días posteriores al parto, tiempo máximo que les permitían quedar.
Las enfermeras y matronas, con sus impolutos uniformes, eran de una amabilidad extrema además de eficaces, algo que a la mayoría, mujeres de izquierdas, llenaba de confusión por considerar que todos los fachas eran malos y dar por sentado que las enfermeras pertenecían al bando conservador.
Cristina miró desde su cama la cima de los abetos que se movían ligeramente, el brillo del sol sobre los tallos húmedos por las últimas lluvias. Oía el trinar de los pájaros y supo que eran momentos para la paz. Pero no conseguía vencer su desaliento. Sus padres, al principio afectados negativamente por la situación, no dudaron en darle el mayor amparo y aceptaron acompañarla en ese peregrinar por la adversidad.
¿Qué sería del amado, del que hacía tiempo carecía de noticias? ¿Qué le habría ocurrido? Decidió que el bebé nacería porque era algo de ese hombre misterioso del que se enamorara con toda la fuerza de su adolescencia cuando el mundo se había desgarrado y seguía destruyéndose en lejanas tierras.
Dio a luz en el paritorio, auxiliada por dos animosas matronas. Le dijeron que era una niña. Cuando después de limpiarla y vestirla se la entregaron, ya de nuevo en la cama, lloró durante largo tiempo. Era la niña más bonita que jamás viera. Lloró por ella, por la alegría reencontrada en su padre y por su hombre lejano. Las compañeras de habitación, desconocidas pero cercanas, la felicitaron. Cada nacimiento era celebrado como si hubiera sido realizado por todas a la vez, como si el nuevo ser les perteneciera por igual. Puede que nunca volviera a verlas. Pero en ese momento se sintió confortada con su presencia.
Se notó débil y poco predispuesta a enfrentar lo que le venía encima. Le hubiera gustado permanecer allí por tiempo indefinido. Nunca jamás iban a estar mejor cuidadas ella y la niña. Pero lo bueno casi nunca coincide con los deseos. Cuando las despedían, les daban un paquete de pañales, un biberón y un chupete. Y luego, a la estrechez acostumbrada, a la rutina mecánica del subsistir.
¿Qué nombre le pondría? Había confiado en que él estuviera presente cuando ocurriera. Ahora tendría que decidir ella sola. El bautizo era obligado, lo que aportaba un grado más de seriedad en el malestar aún latente de su padre, hombre sembrado de agnosticismo y que consideraba que el bautizo debía ser decidido por cada persona en edad de razón. La convicción contra el ritual.
El cura apareció al día siguiente. Era uno de los párrocos de la iglesia de San Agustín, a la vuelta del paseo de Ronda. Después del habitual saludo preguntó por el padre del nacido.
—Está en Rusia.
—Dame el certificado matrimonial.
Ella notó que la sangre le zarandeaba las mejillas.
—No... No lo tengo.
—¿Lo perdiste? Dime dónde te casaste. Pediremos una copia y bautizaremos a la niña mañana.
—No hay certificado —dijo el padre de Cristina, alzando la barbilla y tratando de que sus ojos no centellearan—. No hubo matrimonio.
El cura se tomó un tiempo para asegurarse de que su autoridad no era algo a cuestionar.
—La niña nació bajo pecado. No puede ser bautizada.
—Tanto mejor —espetó el agnóstico.
—Hay que hacer las cosas como Dios manda —añadió el sacerdote, como si no hubiera oído, dirigiéndose a Cristina—. Si tanta excitación tenías, podías haber tenido la misma exigencia en pasar antes por el Santo sacramento. Así hubieras evitado la fornicación, que es contraria a la Ley de Dios. Lo olvidaste, lo mismo que al niño que podría nacer como accidente no deseado. Secuelas del amor libre que se practicaba en la República. Como los animales.
La mañana, que empezó con las esperanzas que traen todos los amaneceres, se tornó irrespirable. Las otras mujeres intentaban apartar sus miradas. Pero algo sombrío se había apoderado de la blancura de la sala. La enfermera Josefina miró al párroco.
—Él está luchando en la División Azul. ¿Oyó? Tuvo que salir urgente, como muchos sacerdotes.
El cura miró a la enfermera durante un rato. Había notado un mayor énfasis en lo de «muchos sacerdotes».
—He estado de páter en un batallón en el frente del Ebro. Sé lo que es estar luchando en primera línea. —Volvió sus ojos a Cristina—. Bueno, veamos. Doy por hecho que os casaréis cuando él regrese. Ningún niño debe vivir sin padres unidos por matrimonio. Quiero verte por la parroquia cuando ya estés en casa. Vamos con el bautizo. ¿Quiénes son los padrinos?
—En el fondo no es mala persona ni desea humillaros —dijo la enfermera, más tarde, una vez ido el religioso—. Lo que desea es forzaros para que comulguéis con la doctrina de la Iglesia lo antes posible.
Cristina miró a su padre. Fue la primera vez que le vio llorar, la impotencia nadando entre sus lágrimas.
Mucho más tarde, después de la cena, Cristina miró a la niña, arrebujada contra ella como si aún no hubiera nacido. No quiso que durmiera en el nido. Ambas necesitaban estar juntas. Le dio de mamar y se prometió que lucharía porque tuviera una vida feliz, lo que significaba que tendría que encontrar, antes o después, al hombre que sembró dentro de ella.