Read Detrás de la Lluvia Online
Authors: Joaquín M. Barrero
De repente, justo a las cuatro de la tarde, oyeron los impactos de las balas en la fachada principal del convento. Significaba que la Guardia de Asalto y la Comandancia de Carabineros habían sido arrolladas por los revolucionarios, que ahora estarían lanzados sobre la guarnición que el Ejército tenía en el Pelayo, suponiendo que no lo hubieran tomado ya. Significaba también que les consideraban un objetivo militar y parecía que iban a tomarlo a sangre y fuego. Ya no hubo dudas. Había que escapar. Sin tiempo para organizarse muchos cambiaron a toda prisa el atuendo por ropa seglar, José Manuel entre ellos, y se abalanzaron hacia la parte de atrás que daba a un gran prado y a la vía del ferrocarril minero El Vasco, medio de transporte para el carbón desde las cuencas hasta el puerto de San Esteban de Pravia. Se descolgaron por las ventanas y corrieron a la desbandada tratando de dispersarse por el monte, solos o en grupos. Otros grupos, entre ellos quienes no habían renegado de la sotana, prefirieron refugiarse en las casas adyacentes.
En la febril huida José Manuel se vio atrapado en un grupo que comandaban Ángel Cuartas y José Méndez Méndez, también subdiácono y de veintisiete años. Bajaron a un sótano que parecía haber sido carbonera. Allí encontraron escondido a Esteban Sánchez, un padre dominico. Hacía un frío tremendo. Pocos tenían ganas de hablar y cuando lo hacían era en susurros. Fuera se oían gritos y detonaciones. La oscuridad les cubrió y se arrinconaron unos con otros en el húmedo suelo para pasar la noche. El tiempo avanzó. Las campanas de la catedral habían enmudecido y en su lugar surgían disparos de los revolucionarios apostados en la torre. Nadie sabía en qué parte de la madrugada estaban.
—¿Alguien tiene reloj? —musitó José Manuel. Ninguno tenía.
—¿Para qué quieres saber la hora?
—Debemos escapar ahora que es de noche.
—Estás loco. Precisamente a estas horas nadie puede circular —señaló Mariano Suárez Fernández, de veinticuatro años y ordenado de menores—. Seguro que esa gente disparará a quien no sepa el santo y seña.
—Éstos no tienen santo. Se llamará de otra manera.
—Consigna. Lo llaman así.
—Vale, pero no la sabemos.
—Éste tiene razón —dijo José Méndez—. Tendremos que salir en algún momento. Mejor ahora.
—Esperemos a que se haga de día.
—Entonces nos atraparán y no sabemos lo que nos harán.
—Nos matarán.
—¿Otra vez? —dijo Gonzalo Zurro Fanjul, de veintiún años y que cursaba segundo de Teología—. ¿Por qué no te calmas?
—Nos estaban disparando. Por eso escapamos. ¿Quieres mejor prueba?
Hablaban sin verse, intentando conocerse por las voces.
—Si nos entregamos verán que no tenemos nada que ocultar —adujo Gonzalo Zurro—. Propongo que esperemos a que se haga de día y salgamos. Y que recemos.
Pero José Manuel no estaba preparado para ser martirizado.
—Yo salgo ahora —dijo.
—¿Quién habla?
—Soy José Manuel González.
—Ah, el más joven. Deberías confiar en el instinto de los mayores.
—Yo soy mayor y estoy de acuerdo con él —dijo José Méndez.
—¿Adónde pensáis ir?
—A encontrar un sitio mejor, una casa abandonada. Esta no parece estarlo y los dueños pueden venir y denunciarnos.
Tanteando se dirigieron a la puerta. Al abrirla un atisbo de claridad delimitó sus figuras.
—Que Dios os guíe.
—Que El os cuide.
Subieron con cuidado los escalones, tropezando, hasta dar con la siguiente puerta. La cruzaron y salieron al callejón. Se asomaron. Todo estaba en penumbra y se oían disparos y cañonazos de forma continua, no muy lejos. Caminaron unos metros y vieron una casa con partes derrumbadas, sin signos de vida. Aun siendo más joven, José Manuel dirigía. Se adentraron y caminaron sobre cascotes. La casa era de dos plantas. Ascendieron, esquivando los desprendimientos, y se guarecieron en una especie de palomar lleno de agujeros, bajo una parte indemne del tejado. Se acurrucaron y dejaron pasar las horas temblando de frío y sin poder pegar ojo.
Amaneció el domingo que nunca olvidarían. Oyeron voces y ruidos. Se asomaron sigilosamente. Unos milicianos armados estaban frente al callejón que abandonaran la noche anterior. Salieron siete seminaristas. Les pusieron en fila india y los vieron caminar hacia la carretera de Santo Domingo y desaparecer en el cruce, seguidos por varias prostitutas blasfemantes. No cesaban los disparos. Tiempo después llegaron otros rebeldes encañonando a un seminarista y se plantaron frente al convento. Con dinamita volaron la puerta y parte de la fachada. Entraron todos. Más tarde los vieron salir llevando a otros dos seminaristas que habían permanecido escondidos y al rector Vicente Pastor. A él le reconocieron pese a la distancia pero no a los compañeros. Llegaron unas mujeres gritando.
—¡Mataron a los que sacaron antes! ¡Acabar con éstos también!
—¡Sí, matarlos a tos pa questo sarregle!
Los llevaron calle abajo, con las mujeres de recua. Aparecieron otros milicianos que colocaron más cargas en el desmochado edificio. La explosión derribó la mitad del mismo. Insatisfechos, echaron un caldero de gasolina. Las llamas se extendieron con rapidez y hasta las piedras parecieron arder.
—¡Registrar los alrededores!
José Manuel y José Méndez retrocedieron y se colocaron tras un parapeto de tablas y escombros. Pasó un tiempo. Oyeron crujir el suelo y dos sombras avanzaron hacia el lugar que ocupaban. Empujando las sombras aparecieron dos milicianos armados.
—Mira, mira. Dos pajaritos pal cementerio.
A punta de fusil les hicieron bajar a la calle entre los vítores de las mujeres.
—¡Cogieron a otros!
—¡Que los maten aquí mismo!
—¿Pa qué matarles? Nanecho na —se atrevió a decir una, entre otros rostros acobardados.
—¡Hay que eliminar a tos los que viven a costa el pueblo! ¡Viva la Revolución! —gritó otra.
Un miliciano se acercó. Llevaba el fusil en la mano derecha como si fuera una maleta. Era tan alto como José Manuel y tenía su misma contextura delgada. Presentaba la imagen del revolucionario aguerrido. Sucio, boina calada hasta las cejas, barbado, chaqueta sobre el mono azul, ancho cinturón de cuero, botas y morral. José Manuel le notó un parecido con alguien conocido, impreciso en ese momento.
—Yo me hago cargo. Seguir por otro lado.
—Son míos, yo los vi... —protestó el que mandaba. Cuando vio los ojos del recién llegado, se atragantó—. Vale, vale. Son tuyos.
El minero señaló el prado a los seminaristas y les hizo caminar cuesta abajo hasta llegar a las vías del ferrocarril. Los paró tras una caseta de obras. Había gente a lo lejos, nadie cerca.
—Hacer exactamente lo que os diga —dijo, pareciendo que no había abierto la boca. Hurgó en sus bolsillos—. Poneros estas boinas, ensuciaros las ropas y rasparos los zapatos para envejecerlos.
Anduvieron hacia el sur, junto a las vías, hasta la fábrica de explosivos la Manjoya. Pasaron la estación y siguieron por la vía hacia el oeste sin detenerse. José Manuel tenía frío, hambre y estaba cansado. Supuso que al silencioso fusilero le pasaría lo mismo aunque su ritmo decidido daba sensación de gran vigor.
Tiempo después llegaron a Las Caldas y luego a Fusa. En todas las estaciones había mineros gesticulantes, casi todos armados. Ya de noche alcanzaron Trubia. La estación y calles principales hervían de gente llena de ardor combativo enarbolando fusiles. Los saludos con el puño en alto eran repetidos, así las coreadas consignas. El desconocido les hizo caminar hasta las afueras donde varias casas desperdigadas hacían frontera con el campo. Abrió la puerta de una de ellas y les hizo pasar. Raspó una cerilla y encendió un candil de aceite. Era una vivienda de una sola pieza, llena de bártulos, un camastro en un rincón y dos ventanas cubiertas con lonas. En otra esquina el lugar para el fuego, ahora apagado. Hacía tanto frío como en la calle. El desconocido dejó el fusil en una pared y buscó en una alacena. Encontró pan duro como único alimento y lo puso en un banco corrido. Luego echó agua en una jarra y acercó unos vasos. Les invitó a sentarse y a roer los mendrugos, haciéndolo él mismo. Luego los miró.
—Esta casa ye de un amigo que anda por ahí batallando. Lo despidieron de la mina. Ya veis cómo viven en nuestra tierra los que nada tienen. Lo que coméis ye parte de lo frecuente. Quizá podáis comprender algo de lo que ocurre fuera de la Iglesia.
José Manuel entendió que no era una invitación a la conversación. Le contempló sin insistencia, de soslayo. No era posible adivinar su edad, con aquella pinta de guerrillero, pero no cabía duda de su juventud. Su voz era bien timbrada, con fuerte entonación asturiana. Tenía manos fuertes, de largos dedos, y una mirada profunda. Algo en sus ojos azules le resultaba tranquilizador, cercano, conocido, como si se contemplara en un espejo. Tuvo un estremecimiento. Acababa de encontrarle parecido con él mismo.
—Gracias. Le agradecemos... —intentó.
—Sabemos lo que es la vida mísera —interrumpió Méndez con prudencia—. Yo, y supongo que mi compañero, soy de familia muy humilde. Muchos hermanos, poco futuro. Por eso no entendemos que nos quieran matar.
El barbudo lo miró y Méndez se estremeció.
—En realidad no ye a vosotros a quienes odian sino a vuestras sotanas, a lo que representáis. Siglos de preponderancia de una institución distanciada del pueblo y complaciente con el poder, del que forma parte. —Recogió las migas, las puso en el cuenco de la mano y las llevó a la boca—. Hay muchas formas de matar. Ahora mismo multitud de niños son matados por las enfermedades producidas por la desnutrición. —Bebió un largo trago y se levantó—. Supongo que estaréis deseando volver a vuestros hogares. ¿De dónde sois?
—De Navia.
—De Lena.
—Hay un pasillo que cruza el Nalón y conecta con Grado, Cornellana, Salas, La Espina y Luarca. Se dice que de Galicia ha partido una columna del Ejército al mando del general López Ochoa y que avanzan por ese pasillo, aunque les costará porque oponemos fuerte resistencia. En Navia no hay lucha. —Miró a José Manuel—. Hemos tomado Pola y otros pueblos de Lena. Por ahí no hay camino para ti. Puedes ir hacia Avilés. Dicen que a ese puerto y al de Gijón se dirigen barcos con tropas legionarias. Deberás caminar hasta El Escamplero y llegarte a Marinas. Allí decides si seguir a Avilés o desviarte a Gijón. Aquí no podéis estar. Mañana tenéis que marchar antes de la amanecida. —Miró a Méndez—. Ten cuidado de no quitarte la boina. Si te ven la tonsura lo pasarás mal. Yo he de irme ahora. No debiera venir nadie. Si así fuera, no abráis. No encendáis el candil, salvo necesidad. —Se acercó a un rincón y de un revuelto de ropa extrajo dos chaquetones muy gastados—. Ponerlos. Os quitarán el frío y disimularéis. Al marchar llevaros el resto del pan y una cantimplora. Cuando salga, trancar con la aldaba. Salud y suerte.
Cogió el fusil, apagó el candil y abrió. Un turbión de aire frío se abalanzó hacia dentro. Vieron su silueta marcándose en el vano unos momentos y luego regresó la calma al cerrarse la puerta. Los seminaristas se miraron.
—¿Sabes? Ese tío se te parece mucho —señaló Méndez—. Si se quitara la barba podría pasar por tu hermano. O al revés.
El comentario de su compañero reforzó la impresión en José Manuel. Eso podría explicar que sintiera tan gran desazón cuando le vio marchar. Era como si se hubiera ido una parte de él.
—Iré a Navia por ese pasillo —dijo Méndez.
—Yo a Gijón, y de allí a Villaviciosa.
Se acostaron y, acostumbrados a madrugar, se levantaron cuando la noche seguía negra.
—Nos despedimos aquí. Cuando lleguemos al cruce cada uno seguirá su suerte. Que Dios nos ilumine —dijo Méndez.
Se abrazaron y salieron, cruzándose con sombras presurosas. Más tarde, solo en el camino, José Manuel volvió a pensar en el minero misterioso que les dio la oportunidad de salvar la vida. Quizá nunca sabría quién era y por qué lo hizo.
Dolorido me arranco la costra de mi herida
tan secamente dura, por mísera y por vieja
me peino mis ideas revueltas y procuro
ser hombre con decoro.
GABRIEL CELAYA
Tauima, Protectorado de Marruecos, junio de 1941
El capitán Rosado entró en la compañía con el rostro de pocos amigos. El cabo y los soldados de guardia se envararon cuando miró a su alrededor desde el umbral. No era infrecuente que decidiera encontrar el dormitorio sucio, aunque reluciera, o que no le saludaran con la debida marcialidad o que había exceso de relajación en el vestir, lo que conllevaba unas horas de tensión en todos y un castigo para los depositarios de su arbitrariedad.
—El cabo Carlos Rodríguez. Que me vea. Inmediatamente.
Carlos se presentó y se cuadró. El capitán le miró fijamente desde su asiento tras la mesa. Detrás de él, el teniente Martín fumaba con parsimonia mientras el furriel y el encargado de almacén parecían estatuas.
—Vosotros, fuera —dijo a los soldados, que salieron de estampida. Cuando la puerta estuvo cerrada, añadió—: Descanso, cabo.
Abrió un portafolios y sacó un papel, que dio al teniente para que lo leyera. Luego ambos volvieron a mirar al legionario.
—Este papel ha llegado al coronel del Tercio. Está firmado por el jefe superior de policía de Madrid y lleva el sello de la DGS. Es una orden de arresto contra ti. Pide te mantengamos en calabozo hasta que pueda habilitarse tu traslado a Madrid.
Carlos no respondió.
—Sabes que nos caes bien al teniente y a mí. Hicimos que te quedaras en esta compañía, lo mismo que ese amigo tuyo al que mataron la novia. Una de las señales de identidad de la Legión es que a nadie interesa la vida anterior de un legionario. Es como si aquí se volviera a nacer, una nueva oportunidad en la vida. —Enganchó una pausa—. No sé lo que has hecho y me importa tres cojones. Para mí eres un legionario ejemplar. Pero tengo que cumplir con la petición. —Los ojos de Carlos no pestañeaban—. ¿Qué dices al respecto?
—Que debe usted hacer lo que le ordenan, supongo, señor.
—Sólo veo una forma de contrarrestar la orden, y de paso burlar al que quiere amargarte la vida. Sabrás que hace unos días, concretamente el domingo pasado, Alemania invadió la Unión Soviética. En Madrid se está creando una división de voluntarios. Allá todo el mundo desea ir a luchar. El coronel lo anunciará mañana a todo el Tercio. Por supuesto que iremos el teniente Martín y yo junto a otros mandos. Ninguno queremos perdernos esta gran ocasión. Te invitamos a venir.