Detrás de la Lluvia (30 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

BOOK: Detrás de la Lluvia
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—¡Rápido, gritad! —urgió Carlos, añadiendo en voz alta—:
Spanichen soldaten
!

—¡Españoles, somos españoles!

—¡España,
Spanien
!

Un pelotón de soldados alemanes salió de una calle y se abrieron en abanico delante de ellos, apuntándoles con las metralletas. Sus uniformes negros se fundían en la noche. No eran Feldgendarmen. Varías linternas lanzaron sus luces sobre ellos.


Hait! War da
?


Spanichen soldaten
! —gritó Indalecio.


¡Spaniche
División! —subrayó Braulio.


Die Ausweis
! —requirió el SS-Unterscharführer agitando una mano.

Sacaron los
Personalausweis
, que el sargento examinó uno a uno a la luz de una linterna.


Die richtige Ausweis für ghetto
—reclamó.

—¿Qué dice?

—Parece que piden un pase especial para el gueto.

—No tenemos —exclamó Alberto, haciendo gestos y mirando a los alemanes.


Verbotten ghetto, verbotten jetzt
—dijo el alemán, sin devolverles sus identificaciones.

Les costó trabajo indicarles que no tenían. Fueron obligados a caminar, el grupo rodeándoles. Salieron del gueto y los llevaron a un edificio de buena traza que mostraba heridas en su fachada. Grandes banderas con la esvástica y las águilas germanas, y un cartelón:
KOMMAN-DANTUR
. La entrada estaba custodiada por centinelas armados y en las aceras cercanas dos vehículos blindados permanecían estacionados, con soldados alerta en su interior. Los llevaron a una sala amueblada pero vacía y cerraron la puerta.

—¿Qué nos harán? —dijo Indalecio.

—Puede que nos fusilen —bromeó Alberto, pero en sus ojos no había chanza.

—Bah, sólo nos hemos pasado un poco de la hora.

Al rato asomó un soldado armado.


Folgen sie mir, schnell
!

Pasaron a un despacho grande donde les esperaba un SS-Hauptsturmführer al lado de una mesa maciza con papeles y objetos ordenados con pulcritud. Iba impecable en su negro uniforme, con las altas botas de media caña espejeando. La gorra de plato mostraba la calavera bajo el águila. El parche de cuello izquierdo llevaba las tres estrellas en diagonal indicativas de su graduación, mientras que el del lado derecho mostraba la runa de las SS. En el centro de la bien cerrada guerrera, la Cruz de Caballero. Dos grandes fotografías colgadas de una pared y entre banderas mostraban los rostros hieráticos de Adolf Hitler y de Heinrich Himmler, jefe supremo de las Schutz Staffeln, las Escuadras de Protección. En otra pared, un plano grande del centro de operaciones. El soldado cerró la puerta y se quedó dentro con el arma terciada.


Heil Hitler
! —exclamó el capitán, alzando el brazo derecho y chocando los tacones. La mezcla de ruidos retumbó y dejó impresionados a los divisionarios, que respondieron torpemente.

—¡Soldados, firmes! —dijo en español de academia—. Repetiremos a ver si sale bien. Si no, volveremos a insistir.

No hubo necesidad de una tercera vez. El oficial les ordenó posición de descanso.

—Puede que el saludo obligado a nuestro jefe no merezca su entusiasmo —dijo, quitándose la gorra y depositándola cuidadosamente en la mesa como si fuera una figura de porcelana—. Pero debo recordarles que hicieron juramento de total obediencia a su persona y que pertenecen al ejército alemán. Se les concedió el honor de ser una de sus gloriosas divisiones y eso les obliga a observar la máxima disciplina, de la que parecen hacer caso omiso.

El hombre era muy joven y su aspecto representaba el ideal propagandístico de la nueva Alemania: alto, atlético, con cabello dorado y ojos azules donde no brillaba la complacencia. No había dudas de que parecía esperarle una brillante carrera.

—Bien. ¿Quién está al mando?

—Nadie manda. Estábamos de paseo, señor —dijo Alberto.

—Siempre hay uno que lleva la voz cantante. En este caso es usted, según se ve. Así que hable.

—Verá, señor. Nos extraviamos.

—Son las nueve —dijo el alemán señalando un reloj de pared—. Ha sido un largo extravío.

—Se nos pasó la hora. Sabemos que hemos incumplido el toque de queda, pero...

—No sólo ignoraron el toque, a respetar por todo el mundo —interrumpió el capitán—. Hay advertencia expresa de no tener trato con la población civil y una total prohibición de relacionarse con los judíos, y mucho menos de entrar en el gueto. —Paseó una helada mirada de uno a otro—. ¿Qué buscaban allí? Nada, porque el lugar carece de atractivo alguno. Emplearon artimañas para colarse, sólo para demostrar que son... ¿Cómo dicen? Sí: unos tíos.

—Disculpe, señor. Lamentamos nuestra imprevisión, pero... Bueno. No entendemos por qué nos han traído aquí.

—¿No? Los SS somos una policía militarizada y estamos en un escenario de guerra. Puedo meterles en el calabozo ahora mismo. —Se tomó un tiempo para tenerles en la incertidumbre—. No lo haré por respeto al Estado Mayor de su División, cuyo Cuartel General han instalado aquí, en Grozno, como saben. Ellos no tienen culpa de su indisciplina ni andan por ahí buscando problemas. Deberían tomar ejemplo.

Dio unos pasos con las manos a la espalda. Carlos dudó si no se estaba dando demasiada importancia, pero la advertencia del alemán le hizo considerar una idea distinta.

—Viven de milagro. Mis hombres han podido dispararles. En realidad es raro que no lo hayan hecho. Lo normal era creer que eran partisanos. Esos criminales atacan de noche, degüellan a mis soldados y les roban los uniformes para poder infiltrarse luego. Se llevan las armas, los vehículos, ponen minas que causan mortandad. Si esta noche hubieran rondado, les hubieran matado a todos como pertenecientes a la Wehrmacht. Ellos no hacen distingos. Tampoco es fácil para mis hombres distinguirles a ustedes. En general su aspecto no difiere de los polacos, judíos y otros. Deberían esforzarse en vestir el uniforme con el necesario decoro.

Alberto notó que el agravio le invadía.

—Somos españoles, señor. Un orgullo.

—Ya sé. Orgullo no les falta. Estuve en su guerra. Allí he visto a oficiales del Tercio fusilar a legionarios por menos de lo que han hecho ustedes —dijo con dureza. Luego cogió los
Ausweiss
de la mesa—. 5.ªCompañía del 2° Batallón del 269. ¿En qué lugar están instalados?

—En Obuchovitsch.

—¿Quién es su jefe?

—Comandante Román García.

El oficial ocupó su sillón tras la mesa y con una pluma estilográfica Montblanc escribió un texto medio. Lo firmó, lo sacudió y lo guardó en un sobre, cerrándolo y poniendo el nombre del comandante. Se levantó y tendió el sobre a Carlos, que tenía los ojos fijos en la mesa.

—¿Qué mira usted, cabo?

—Perdone, señor. Miraba la pluma.

El oficial la cogió y se la tendió.

—Véala más de cerca. Modelo Meisterstück 149, una joya de la industria alemana.

Carlos la hizo girar entre los dedos. Era de un negro brillante y dentro de un círculo blanco había una marca blanca que parecía representar una estrella de seis puntas redondeadas. Tenía tres anillos dorados en la capucha haciendo juego con el clip y el plumín.

—Lo metálico es oro —dijo el alemán sin perder la gravedad—. No podía ser de otra forma.

—Es una belleza —ponderó Carlos haciendo gesto de devolverla.

—Quédesela. Si sobrevive a esta guerra tendrá recuerdo de este exigente nazi.

—Disculpe, señor, no puedo aceptarla.

—Acéptelo como un premio a su comportamiento. Usted también es cabo pero no ha venido con cuentos. Es hombre prudente, el único que viste ordenadamente de su grupo. En cierto modo no parece usted español.

—Gracias, no sé qué decir.

—¿Puedo preguntarle qué es eso de los españoles, señor? —se aventuró Alberto.

—Desde su llegada a Alemania no han dado más que quebraderos de cabeza, saltándose todas las normas. Se toman esto como un juego pero es una guerra dura. Ya hay muchos cientos de miles de soldados alemanes muertos. Espero que cuando entren en combate sepan estar a la altura. —Miró al rígido vigilante de la puerta y le habló en su idioma. Se volvió—. Un pelotón de mis hombres les acompañarán a la salida de la ciudad. Llegar a su campamento es su cometido. Lleven el máximo cuidado.
Heil Hitler
!

Ya solos caminaron por un lado de la carretera, camuflando sus pasos con la hierba y alumbrados por las estrellas. El recelo les invadía cuando pasaban por delante de zonas boscosas.

—Joder, cómo camelaste al alemán. Eres la hostia. Nos ha estado tocando las pelotas —señaló Alberto en voz baja.

—No opino así —dijo Carlos—. Creo que nos puso en nuestro lugar.

—Claro, a ti no te ha llamado gitano.

—Es que practicáis una rebeldía disciplinaria absurda. ¿Por qué no os abrocháis el cuello de la guerrera y os ponéis el gorro centrado en la cabeza y no caído sobre la oreja como si fuerais actores de cine? No estamos en África, el pecho al aire, la camisa remangada.

—Eso son gilipolleces. Cuando haya que partirse el pecho, demostraremos que a cojones no nos gana nadie.

—¿Qué va a pasar con Antonio? —dijo Indalecio, al rato.

—Mañana regresará durante el día. Es un veterano.

—Y un puto buscabullas con sus amores de marinero.

—Toda la culpa la tuvo el viejo judío. Buen rollo nos soltó, pero ellos mataron a Cristo.

—Esta gente no hizo eso. Han pasado siglos.

—No podemos perdernos en consideraciones. Estamos aquí para acabar con el comunismo, no para arreglar los males del mundo. ¿Tú qué opinas, Carlos?

—Mejor que guardemos silencio.

Ya cerca del campamento, gritaron:

—¡España! ¡Eh, tú, guripa, no tires!

De las sombras surgió una voz.

—¡Alto! ¿Quién va?

—¡Españoles, 5.ªCompañía del 2.° Batallón!

—¡Seña y contraseña!

Se la dieron y pasaron al silencioso recinto. Parecía imposible que bajo esa oscuridad vacía de ruidos hubiera tantos hombres descansando. Carlos se llegó a la tienda del capitán Dávila y entregó el sobre del oficial germano al sargento de guardia. Luego fue a su sitio, se quitó las botas y se tumbó sin desvestirse.

En mitad de la noche se oyeron explosiones, tableteo de ametralladoras y gritos. Carlos no negoció con la sorpresa. Se puso las botas, se colocó el casco y requirió su fusil. Fuera había mucha luz. Una bengala había expulsado la oscuridad y todo lucía como si hubiera una colección de lunas llenas. Más acá de la línea de árboles se movían sombras entre chispazos de fuego. Desde la zona de seguridad ya empezaban a devolver los disparos. Carlos corrió agachado hacia la posición de un centinela, que estaba tumbado. Se tendió a su lado y miró al frente. Los atacantes retrocedían sin dejar de disparar. La bengala descendía con lentitud, como si estuviera colgada de un paracaídas, y su luz, ahora rojiza, empezó a ceder sitio a las tinieblas. El intenso fuego desde el campamento pareció alcanzar a algunos partisanos antes de que desaparecieran en el bosque y dejaran un muro de silencio. Carlos miró al centinela. Estaba herido en el pecho. Se puso en pie y trató de imponer su petición de ayuda sobre el griterío. Al resplandor de las llamas de dos isbas vio soldados correr en varias direcciones, unas camillas flotando entre ellos, lo que indicaba que había otros caídos. Una bala silbó junto a su oído. Se agachó. Otro silbido. Se tiró al suelo y esperó a que llegaran los camilleros. Luego regresó a la tienda y se reunió con sus compañeros. Los miró de soslayo, escuchando sus comentarios. Los disparos que casi le alcanzan no vinieron del lado de los partisanos sino del campamento. Como en Tauima y Grafenwöhr, uno de ellos había vuelto a intentar matarle.

Capítulo 41

Juvenile vitium est regere non posse impelus.

(Es vicio de la juventud no poder vencer los ímpetus del corazón.)

SÉNECA

Oviedo, octubre/noviembre de 1936

Primero fue el silencio, el que aparece en los momentos álgidos, el que acude sin ser llamado cuando el pensamiento se desvanece a la espera de lo que acontecerá irremisiblemente. Ya habían ido cesando las bromas, los comentarios, los ruidos de las armas al ser comprobadas, los movimientos en las sombras de las trincheras y parapetos. Todo ello lo había cubierto una calma tensa y predestinada. Y entonces empezó a llover, suavemente al principio. No había relámpagos en esa lluvia que se hizo grande y duradera. A lo largo de la noche el agua fue deshaciendo muchos sacos terreros e impregnando de aluvión de barro las galerías y los puestos de los defensores.

Desde tres meses antes, salvados los tiroteos iniciales, no hubo verdaderas batallas, sólo bombardeos. Cada bando levantó trincheras en zonas determinadas. José Manuel estaba en una de las compañías parapetadas en la Cruz del Naranco que, con los Altos de Buenavista, el Cristo de las Cadenas, la Manjoya, la Cadellada y la Corredoira formaban el primer cinturón de defensa diseñado por Aranda en torno a la ciudad. El segundo cinturón, llamado intermedio, tenía sus posiciones en el Canto, barrio de la Argañosa, barrio de las Adoratrices, barrio de San Lázaro y la Tenderina. Si ambos círculos defensivos cedían quedaría la zona de «los Cuarteles» ya en el asfalto urbano. Todas las carreteras y el ferrocarril estaban cortados, por lo que Oviedo quedó totalmente aislado del resto de Asturias. Por parte republicana, cientos de obreros que sitiaban la capital construyeron nuevas pistas sobre los caminos vecinales y pasos de ganado para mantener abiertas las comunicaciones y el abastecimiento de los frentes en consolidación.

José Manuel aprendió a convivir con la servidumbre de la guerra, a soportar un asedio con carencias alimenticias y a sufrir ataques de artillería y aviación. Apenas empleó el arma y vio poco a su amigo Amador, que cumplía en otra compañía del batallón Ladreda. La censura militar se había impuesto y por eso nada sabían de cómo iban las cosas, sólo que el «Movimiento» libertador triunfaba en toda España, lo que no les era posible comprobar. Por comentarios dados en voz baja y con sonrisas de satisfacción, se supo que la cárcel Modelo, constituida en prisión provincial, estaba llena de presos, en muchos casos simples simpatizantes de la República. También que secciones de falangistas se encargaban de detener y fusilar sin Consejo a muchas personas pertenecientes a organizaciones gubernamentales, tan destacadas algunas como el gobernador civil y el comandante de Seguridad y Asalto. Se decía que en Madrid había gente oculta, muchos de ellos tentados por la «quinta columna». Arganda y sus militares no querían que en Oviedo ocurriera algo similar. Nadie quedaría agazapado para una posible rebelión interna. La ciudad, aunque hambrienta, desabastecida y bombardeada, sería como una isla limpia de elementos disidentes.

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