Detrás de la Lluvia (29 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

BOOK: Detrás de la Lluvia
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Por el camino veían pequeñas aldeas arruinadas, con gente fantasmal merodeando por entre las isbas calcinadas. Atardecía cuando llegaron a Grozno, antes ciudad polaca, después rusa y ahora alemana. A la entrada vieron seis cuerpos suspendidos por el cuello de unos postes. Eran civiles, y en sus pechos estaban clavados unos papeles donde en trazos gruesos se leía: «JUDE PARTISAN», el calificativo infamante, definitorio, de su culpabilidad. Los colgados no eran partisanos simplemente, ni polacos, rusos o lituanos. Sobre el delito de ser guerrilleros estaba el de ser judíos, los sin patria, segregados en todas las naciones, la raza despreciada. Podían haberse ahorrado pintura y en el papel poner solamente «
jude
», porque es lo que golpeaba de la lectura. En España había una tradición de prejuicios sobre ellos y en el lenguaje persistían palabras denigratorias derivadas, como «judiadas». En los tiempos medios se les imponía elevados tributos para permitirles estar en libertad y les tenían prohibida la convivencia con los cristianos. Pero de eso hacía siglos. Y aunque habían oído sobre el trato que estaban recibiendo de los alemanes del actual Reich, no imaginaban lo que iban viendo a medida que se adentraban en las tierras conquistadas, irredentas para el sentir alemán.

Ningún divisionario había visto gente ahorcada. En España no se empleaba ese tremendo sistema. Carlos observó los cadáveres. Eran jóvenes, adolescentes algunos y ya todos hermanados por la muerte y el rictus del desespero final.

Cruzaron el ancho Niemen, que partía en dos la ciudad, y se apostaron en las pequeñas aldeas del lado este. El 2° Batallón del 269 y el 1.° del 262 acamparon en una de nombre Obuchovitsch, no muy lejos de un denso bosque, y de inmediato comenzaron a liberar la carga de los sufridos caballos y a estacionar los equipos y las armas pesadas. El situar las doce unidades de morteros pesados de 81 mm, las ametralladoras ligeras M-34 del 7,92, los cajones de municiones, las piezas ligeras de artillería TG-18 de 75 mm, y las bicicletas de la compañía ciclista les ocupó bastante tiempo. Luego instalaron las tiendas, que se formaban con la pieza que llevaba cada soldado. Abrochada con otras se transformaba de poncho individual en tienda capaz de albergar hasta ocho hombres. Otro ejemplo de la inventiva alemana para conseguir artilugios prácticos. Las cubrieron lo mejor posible con ramas, lo mismo que el armamento pesado y los vehículos. Era la teoría del camuflaje en la acampada, algo de dudosa efectividad. Los batallones necesitaron doscientas tiendas, formación demasiado evidente en medio de la extensa planicie acosada de girasoles. No engañaría a los aviadores rusos en caso de que aparecieran. Con las últimas luces hicieron requisa de haces de paja por las granjas de los alrededores para formar sus camastros. Al acabar se estableció un cordón perimetral de vigilancia del campamento y esa noche pocos tuvieron insomnio.

A la tarde siguiente pudieron visitar la ciudad. Grozno era una muestra de población ocupada, con pelotones armados de las SS y los Feldgendarmen patrullando por todos los lugares. Acercándose al centro vieron grupos trapajosos de mujeres y niños revolviendo entre los escombros con la esperanza de rescatar objetos donde antes debieron de estar sus hogares. Otras mujeres, junto a hombres barbados de edad indefinida, hacían tareas de desescombro y reconstrucción bajo la atenta mirada de vigilantes germanos fusiles en ristre. Todos, incluidos los niños, llevaban un brazalete amarillo con la estrella de David. Había ancianos sentados en las ruinas, la mirada extraviada como si esperaran ver resurgir lo que el trueno deshizo.

—Seguro que bajo esos escombros hay cientos de cadáveres —dijo Alberto.

Sabían que dos meses atrás la ciudad había soportado tremendos combates donde dos millones de hombres se empeñaron en despedazarse: unos, los rusos, que la invadieron dos años antes e intentaban conservarla, y otros, el espolón del Tercer Grupo Acorazado alemán, porfiando por ocuparla. La mortandad fue alta y la población quedó diezmada. Las huellas estaban visibles en sus edificios destruidos y las iglesias desmoronadas, destacando los armazones de las torres de San Miguel Arcángel. Pero ya en el centro aparecían fachadas de piedra intactas y calles adoquinadas, limpias de cascotes. La vida quería abrirse paso. Gente vestida de paisano caminando o en bicicleta, la mayoría muchachas. La guerra, los muertos y el dolor estaban latentes pero no había ruido de obuses, bombas y ametralladoras. Funcionaban los restaurantes, los comercios y los hoteles. Entraron en el viejo Comercial, muy animado de gente. Se abrieron paso hacia el bar donde numerosos uniformados alemanes bebían cerveza entre risas y cánticos. De pronto alguien dijo algo y todos los alemanes se quedaron rígidos como estatuas mientras se hacía el silencio en el local. Luego empezaron a cantar:

Deutschland, Deutschland über alles

über alles in der Welt...

Allí estaban, los conquistadores de Europa y quizá del mundo, emocionados y con lágrimas la mayoría. Cuando terminaron volvieron lentamente a las risas y al entrechocar de jarras. Asombrados por el espectáculo, el grupo se acercó a una mesa donde bebían otros divisionarios, falangistas por sus aderezos.

—Oye —dijo Antonio—. ¿Alguno sabe lo que cantaban para ponerse así?

—Es el himno de Alemania —dijo uno, también con ojos llorosos—. Las primeras estrofas son del
Das Deutschlandlied
, «La Canción de Alemania», y dicen:

Alemania por encima de todo,

por encima del mundo entero...

—Joder...

—Luego han añadido el himno del partido nazi, el
Horst Wessel Lied
, que ya escuchamos en Grafenwörh cuando juramos fidelidad a Hitler —recordó, quedando un momento en sobrecogimiento—. Es admirable el amor de esta gente por su patria, algo que nos falta conseguir en España. Sembraremos ese amor en los niños cuando volvamos con una nueva victoria.

Más tarde decidieron visitar el gueto, cuyo acceso estaba prohibido. Era el antiguo barrio hebreo de la ciudad, que había sido tapiado en todo el perímetro por los alemanes. Sólo dejaron una puerta de entrada y salida con una barrera delante custodiada por soldados de las SS. Carlos y sus amigos no pudieron convencer a los inamistosos vigilantes de que les dejaran pasar, pero más tarde, aprovechando un cambio de turno, dieron con un Feldgendarme más permisivo que les advirtió por señas de estar atentos al toque de queda. Caminaron por las calles poco concurridas pero limpias entre gente silenciosa de miradas huidizas, como niños asediados de castigos. Todos iban con ropas oscuras, intentando pasar desapercibidos mientras se dirigían a sus quehaceres controlados. De vez en cuando se cruzaban con un pelotón alemán, gestos hieráticos, fusiles al hombro, haciendo repicar sus bruñidas botas sobre el pavimento. Un halo de tristeza envolvía las calles. Vieron casas derruidas porque los bombardeos no tenían como misión destruir objetivos militares solamente, sino también aterrorizar a la población civil. Pero el barrio no recibió los grandes daños que otras zonas por no albergar cuarteles ni fábricas. La mayor parte de los comercios estaban precintados y muchos edificios desalojados. A diario salían grupos con salvoconductos, en su mayoría mujeres y hombres mayores, para trabajar en las obras de reconstrucción en las zonas libres. Todos deberían llevar en la espalda la estrella de David bien visible. Regresaban portando pan y otros alimentos permitidos, que entregaban a un colectivo autorizado y encargado de repartirlos conforme a un criterio de necesidades.

Tras un rato de deambular, en el que se cruzaron con otros grupos de divisionarios, llegaron a una ancha glorieta donde numerosos árboles ponían verdor nuevo en sus troncos negruzcos. Había gente mayor sentada en ruinosos bancos de madera y se escuchaban trinos, como pidiendo que volvieran las primaveras. En ese momento un anciano, al que acompañaba una joven, tropezó y cayó al suelo. Antonio se adelantó presto y le ayudó a levantarse, sentándolo luego en uno de los bancos. El hombre expresó su agradecimiento en un español raro pero comprensible.

—Sefardí —aclaró la muchacha, en español normal. Y entonces todos se percataron de lo bella que era, aunque se apreciaba el esfuerzo que hacía para ocultarlo.

El hombre, de forma más sumisa que educada, lamentó no poder invitarles por razones evidentes, lo que resolvieron los divisionarios prestándose a resolver la dificultad. Les condujeron a un cercano café que debió de haber vivido mejores momentos. Dentro, unas pocas mesas apenas ocupadas por hombres barbados. Era como un colmado donde se vendían diversos productos, aunque las estanterías estaban menguadas de existencias. Antonio se acercó con la chica al mostrador y pidió cervezas mientras repartía tabaco a todos los boquiabiertos parroquianos. No imaginaban tal generosidad en un soldado de la Wehrmacht.

El hombre se llamaba Nicolás y se presentó como profesor de universidad, depurado por su raza. Tenía el rostro tan amarillo que parecía un anuncio de limones. Hizo muchas preguntas sobre España y los soldados se asombraron de saber que había muchos judíos hablantes de ese español arcaico y de que al cabo de los siglos siguieran con la esperanza de volver a Sefarad, la Ítaca de esos judíos hispanos, tan enquistada en sus rezos como Jerusalén. Su prosa era suave y en sus giros había un tintineo que les sonaba como un eco musical lejano. En su mirada no latían reproches velados, sino la fascinación del encuentro con algo que estaba prendido en sus recuerdos de niñez. Y luego de un tiempo, varias cervezas por medio, se dio a expresar la realidad de los momentos que estaban viviendo.

—Nosotros somos judíos, pero polacos en primer lugar. No todos somos sionistas ni nos consideramos apátridas aunque, después de tantos sufrimientos y persecuciones, comprendemos a quienes desean tener un territorio propio para no vivir en el desprecio. Aquí vivíamos con normalidad desde el término de la Gran Guerra, todos polacos. Pero cuando supimos del Pacto de No Agresión firmado por los alemanes y soviéticos en agosto del 39, entendimos que no nos podía ir bien por estar entre dos países poderosos con discursos reivindicacionistas, a pesar de que Polonia tenía en vigor un tratado con Alemania desde 1934. Luego se confirmó que ese pacto incluía cláusulas secretas para el desmembramiento y reparto de nuestro país. Sobre el mapa trazaron una línea irregular desde la antigua Prusia oriental, en el Báltico, hasta el sur, en la frontera con Hungría, dividiendo el país en dos mitades. La parte izquierda para Alemania y la otra para la Unión Soviética. Polonia desaparecía como país.

Antonio no prestaba mucha atención al monólogo del hombre. Sus ojos apuntaban a la chica, que poco a poco le fue devolviendo las miradas. No se perfilaba su cuerpo dentro del astroso ropón, aunque debía de ser de líneas escurridas, pero su rostro estaba impelido de dulzura.

—¿Es su hija?

—Se llama María y es mi nieta. Estuvo en Chile. Sabe el español moderno, como han podido comprobar. Vivimos solos, antes éramos una familia grande. —Enmudeció un momento como sopesando si debía continuar. Al final se decidió—. El 1 de septiembre del 39 Alemania nos invadió. Les hicimos frente, a costa de grandes pérdidas. Pero cuando diecisiete días después los soviéticos rompieron las fronteras desde el este, supimos que nada teníamos que hacer. Los rusos enviaron a Siberia a nuestros oficiales y a gran parte de la tropa. Nunca hemos sabido de ellos. Otros quedaron en campos de concentración. Aun así tuvimos convivencia con los invasores. Nuestro barrio continuó siendo libre como los otros, donde circulaban personas de todo signo aunque lo habitara una mayoría judía. Siguieron funcionando las tiendas, los mercados, las sastrerías, las casas de música, los restaurantes... hasta que llegaron los alemanes.

Se detuvo, no tanto para recobrar el aliento como para eliminar cualquier indicio de debilidad o emoción. En ese momento Antonio se levantó y la chica le secundó. Se cogieron de la mano y salieron del local.

—Joder, ya estamos —dijo Alberto.

—¿Qué le parece a usted? —preguntó Braulio al profesor.

—Es natural. Hay muy pocos hombres jóvenes en el gueto. Su compañero representa para ella un soplo de aire fresco, la posibilidad de ejercer la única libertad que le queda. Ello renovará su esperanza de que algún día se romperán los muros que nos aprisionan. —Tomó aire—. Es licenciada en Filología y en literatura española. Siempre fue libre como un pájaro antes de...

Repitieron las cervezas y el hombre prosiguió.

—Quizá no debiera contarles esto porque al fin ayudan a los alemanes. Pero no son como ellos, no lo son gracias a Dios. —Movió la cabeza—. Ellos llegaron, imparables como el rayo. Nubes de aviones y regimientos blindados. Pero eso ya lo saben ustedes. Y también sabrán que los rusos, antes de retirarse, asesinaron a miles de presos polacos, lituanos e incluso rusos que se hallaban internados en cárceles desde la derrota del 39, temiendo que se aliaran con las fuerzas alemanas. Los nazis no llegaron como libertadores, cosa que sabíamos desde que tomaron el poder. Convirtieron en gueto este barrio e iniciaron las requisas, embargos de bienes, prohibiciones y deportaciones, transformando un barrio activo, alegre y productivo en este sombrío suburbio, y llenándonos de temor.

Tiempo más tarde el mesonero se dirigió a ellos y le habló al anfitrión, que tradujo.

—Son las siete, es la hora del toque. Han de cerrar el local de inmediato y cubrir las ventanas con los postigos o con cortinas negras. No puede salir ninguna luz de ninguna casa. Las patrullas disparan sin avisar.

—¿Podemos quedarnos aquí a esperar a nuestro compañero?

Los hebreos cuchichearon.

—Sí, pero si hablan en voz baja. Les acompañaré un rato, si me lo permiten.

El dueño echó el cierre y cerró la puerta. Luego arrimó una vela encendida.

—Dígale que traiga más cervezas.

Pero el tiempo corrió. De vez en cuando se oían claveteos rítmicos en los adoquines de la calle y gritos guturales.

—Son las ocho y media —dijo Alberto después de mirar su reloj—. Este cabrón no vuelve. Se quedará toda la noche. Ya nos ha jodido. Volvamos.

Les abrieron la puerta con el mayor sigilo y salieron a la vacía calle. Al sentir la madera ajustarse a sus espaldas se dieron cuenta de lo peligrosa que era su situación. Caminaron con presura, atentos, con un hilo de espanto agallinando sus carnes como si fuera electricidad estática. No era la hora, ni la noche, ni la tenebrosidad, ni las calles solitarias. Era la sensación de algo ominoso palpitando en el gueto, como si estuvieran caminando por el valle infernal. Sentían el pálpito del miedo, la indefensión de los seres despreciados por su raza que allí vivían y el fatalismo de que esta vez, con Alemania vencedora, se agotaría su ancestral habilidad en sobrevivir a todas las persecuciones. De pronto un ruido lejano como tablas batiendo. Se acercaba. Era un retumbar de clavos sobre el encintado.

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