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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (54 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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—¿Julia? —inquirió, posando la mano sobre su brazo e intentando romper el contacto.

La aludida se mantuvo quieta un instante más, parpadeó varias veces y se giró hacia la polaca con expresión angustiada.

—No podré resistir mucho más, Basia —contestó con la voz hueca—. Es demasiado fuerte.

La ex mercenaria se volvió hacia la figura suspendida mientras alzaba el rifle.

—Ha tenido toda una vida para hacerse fuerte —replicó—. Pero al menos la haremos recordar qué es el dolor.

Desde la precaria protección que ofrecía la balconada, los rifles de precisión habían ido segando metódicamente las vidas de los monstruos que atendían a la Sacerdotisa. Los primeros Profundos habían caído sin saber de dónde les había llegado la muerte. Los discretos fogonazos de los cañones habían delatado finalmente la presencia del grupo en la balconada y un contingente de monstruos se había dirigido hacia allí con presteza, mientras que unos cuantos se quedaban atendiendo a las gigantescas larvas. El largo alcance de los excelentes rifles había hecho inútil el intento de contraataque y el suelo de la caverna estaba alfombrado de cadáveres. Al caer el último, Basia había dado a los soldados la orden de bajar y empezar la colocación de los explosivos. Ellas lidiarían personalmente con la horrible Madre.

Pero la interminable escalera de piedra que descendía hasta el borde del lago no parecía haber sido diseñada para la raza humana. Tuvieron que dejarse caer de escalón en escalón, arrastrando tras de sí el equipo, procurando no perder el equilibrio mientras avanzaban con cuidado por la piedra cubierta de líquenes blancuzcos de malsana apariencia.

Cuando pusieron los pies en el suelo de la caverna, las dimensiones se hicieron todavía más patentes. Los edificios que la luz de las linternas iba rescatando de la oscuridad que las había envuelto durante milenios no estaban diseñados a la medida de los hombres, sino a la de inimaginables dioses. La aberrante arquitectura se erguía hasta desaparecer en la oscuridad de la bóveda o se curvaba sobre sí misma como una serpiente enfurecida. Las irregulares proporciones de los sillares y la descomunal mampostería creaba extrañas ilusiones ópticas, y los descriptivos bajorrelieves que cubrían cada uno de sus ángulos imposibles relataban con crueldad impenitente las atrocidades que la Gran Raza había cometido antes de exiliarse más allá de las Pléyades.

Los aterrados humanos avanzaron por aquel dédalo de pesadilla, sorteando con infinita precaución las colosales trampillas de metal que sugerían la presencia de abismos aún más espantosos y de los que salían sonidos que implicaban la existencia de cosas que prefirieron ignorar. Subieron o quizá bajaron por rampas labradas en las que la dirección parecía no tener sentido, atravesaron arcos que desafiaban a la geometría euclidiana, intuyeron túneles que se adentraban en la negrura insondable de los inmensos palacios, quizá templos, quizá moradas de seres que ni siquiera las mitologías más antiguas habían tenido el valor de mentar.

Julia lo sabía todo de aquel lugar. Su mente le traía recuerdos de Irem, la ciudad de los mil pilares, el lugar donde nacieron las primeras leyendas, allí donde, por primera y única vez en toda la historia de la raza humana, un hombre había conseguido entrar y leer los secretos que él mismo había escrito en una vida anterior. Sobrecogida por la inenarrable emoción de contemplar lo que sólo había podido intuir en fugaces planos oníricos, anonadada ante la majestuosidad de la morada que un día había albergado al Dios Dormido, Julia se debatía entre las aguas turbulentas que preceden a la infinita catarata de
finis terrae
, el final del mundo, el punto sin retorno, el momento de inflexión entre las dos realidades.

Había llegado el momento de escoger a Dios.

Isabel también había reconocido las siluetas de las imponentes edificaciones que precedían en varios milenios a cualquier intento de construcción del ser humano. Los sutiles retazos de imágenes que destellaban ante sus ojos asombrados la llevaron de nuevo hasta las palabras apresuradas del diario de Baxter. Mucho antes de que el ser humano hiciera su primera y torpe aparición sobre la Tierra, en la época en que los Dioses caminaban entre estrellas muertas y soles extraños, los habitantes de la colosal ciudad habían gozado bajo la luz de dos lunas, y en los ornamentados altares de sus templos se había rendido culto a un Dios cuya inacabable sed de sangre y pleitesía se había convertido en la causa de su caída. Las historias que los intrincados bajorrelieves le cuchicheaban al pasar la hicieron aferrar el medallón estrellado con más fuerza, y aún así no pudo evitar sentirse tentada, durante un fugaz y vertiginoso momento, de gritar el cántico de alabanza que incontables generaciones de adoradores habían entonado en aquel mismo lugar sagrado.

¡Iä! ¡Iä! Cthulhu fhtagn!

Basia miraba a ambos lados con nerviosismo. El pequeño grupo seguía avanzando con el terror reflejado en los rostros, pero nadie más parecía haber oído el grito que sacudió su memoria con la fuerza de un tornado. Volvieron las borrosas imágenes de su cautiverio y la humillante y aterradora ceremonia en la que había participado con extasiado fervor. De pronto, todo lo que su mente había logrado esconder en las partes más profundas de su psique se abrió paso como el cruel espadón de un galeón español. Recordó haber visto
aquella
forma difuminada y oscura, agazapada en lo alto del insólito monolito negro alrededor del que rugían los fuegos de cien hogueras sobre las que se retorcían entre aullidos otras tantas víctimas, ofrendas de sangre para un Dios infame e impío. Se volvió a ver, desnuda, cubierta de fango y sangre, dominada por un frenesí que la envolvía con el abrazo ardiente de un amante. Se encontró con sus propios ojos, en los que brillaban los fuegos helados de un infierno que había abierto sus puertas de par en par aquella noche aciaga. Y por fin saltaron los últimos cierres y del pozo del horror salieron los recuerdos de los terribles actos que cometió bajo la luz de la luna gibosa.

Incapaz de soportarlo, Basia cayó de rodillas mientras trataba de concentrar las últimas gotas de voluntad que le quedaban en la estrella de piedra. Casi no sentía el dolor de las puntas que se le hincaban dolorosamente en la mano. Oyó una voz lejana que pronunciaba su nombre con tono preocupado, pero su mente desbocada sólo tenía oídos para el grito que se estaba formando en su garganta y que salió imparable, rasgando el velo del silencio de la caverna con miles de poderosos ecos, tan largo como la aterradora y blasfema ceremonia por la que imploraba clemencia a un Dios que parecía haberles abandonado.

Notó que unos brazos la estrechaban con fuerza. Se agarró a ellos con desespero, dejando caer el arma, dejando la piedra, aferrándose con un pavor infinito y primitivo al único vestigio de cordura que representaba aquel gesto inequívocamente humano. Siguió gritando hasta quedarse sin aliento, hasta que las dulces palabras de Isabel pudieron entrar en su maltrecha mente.

—Tranquila, Basia —decía la voz junto a su oído—. Todo va a salir bien.

Isabel siguió estrechando entre sus brazos a la desvalida mujer mientras observaba cómo los soldados vaticanos iban colocando metódicamente las cargas explosivas en los edificios que tenían más próximos. Algunos se giraban de vez en cuando para mirar a las tres mujeres con expresión angustiada. Isabel les hacía una seña con la cabeza, tratando de infundirles una confianza que no sentía. Julia estaba de pie junto a ellas, inmóvil, con la mirada puesta en la Sacerdotisa. Su rostro mostraba una expresión aterradora. Le brillaban los ojos con una intensidad casi malsana, tenía las pupilas dilatadas y parecía estar hechizada por la escalofriante visión de la monstruosidad en que se había transformado la pintora flamenca.

La joven periodista le tiró con suavidad de los bajos del pantalón. Al bajar la vista, la dura expresión se suavizó un tanto.

—Tenéis que salir de aquí cuanto antes —dijo con un tono de voz gutural—. Ya casi han llegado.

Isabel se tensó mientras ayudaba a Basia a incorporarse del cenagoso suelo.

—¿A quiénes te refieres? ¿Quiénes están viniendo?

Julia no contestó pero se giró hacia el lago mientras alzaba un brazo y señalaba.

Las aguas del lago empezaron a agitarse con furia, casi como si estuvieran hirviendo y de pronto, un auténtico geiser explotó y dejó en la orilla a decenas de Profundos que iniciaron de inmediato el avance hacia ellos, haciendo temblar de nuevo los ecos con el infame clamor de sus gritos.

La visión del dantesco ejército pareció sacudir a la polaca como una descarga eléctrica. Recogió el rifle y corrió gritando órdenes y abriendo fuego sobre la primera fila de Profundos, que se derrumbó como una hilera de bolos. Pero tras ellos había más, y aún más tras éstos, una masa compacta y furibunda que insistía en avanzar apartando a manotazos los cadáveres de sus horribles congéneres.

Los primeros soldados empezaron a caer tratando de proteger las cargas que ya habían colocado, y Basia vio con espanto que aún no estaban armadas. Habían perdido un tiempo muy valioso luchando contra los embates mentales de la Sacerdotisa y aquello les iba a costar muy caro.

—¡Atrás! —gritó intentando que su voz se alzara por encima del clamor de los atacantes—. ¡Todos a la escalera!

Pero trepar por la empinada escalera les resultó mucho más complicado, y la lluvia de tridentes y lanzas que cayó sobre ellos acabó con más de la mitad de los soldados que habían dado la espalda al enemigo para poder auparse en los colosales escalones profusamente labrados. Julia había seguido al grupo hasta la escalera pero no había disparado ni una sola vez.

El grupo de los humanos había quedado segregado en dos, y el combate cuerpo a cuerpo con los que se habían quedado rezagados para dar cobertura a los que trepaban acabó de diezmarlos. Uno a uno, entregando el último hálito de vida por una causa que ni siquiera los supervivientes podrían ganar,
Gli Angeli Neri
fueron barridos de la ciudad subterránea.

Al final, cumpliendo así con las revelaciones de la profecía, sólo Julia, Basia e Isabel quedaron en pie, en medio de los grandes peldaños, rodeadas por docenas de cadáveres de amigos y enemigos, listas para la última batalla.

Algo metálico cayó a los pies de Isabel. Era el cargador modificado del arma de Julia.

—¿Qué estás haciendo? —exclamó Basia al verlo.

—Cargando munición convencional —contestó Julia con un tono que heló la sangre en las venas de Isabel.

Basia miró primero a Julia y después a los Profundos que trepaban por la escalera con torpeza. Al parecer, tampoco estaba diseñada para ellos. Su mente inquisidora se preguntó qué oscura y olvidada raza habría construido aquel ciclópeo lugar.

—No permitiré que lo hagas —exclamó asiéndola por los brazos y obligándola a mirarla—. Hoy no vas a morir, ¿entiendes?

—Es la única esperanza que nos queda, y tú lo sabes —repuso Julia desasiéndose con violencia—. Llévate a Isabel y volad la cueva desde la entrada. Yo les contendré aquí.

—¿Estás loca? —le espetó Isabel, intentando a su vez sujetarla por un hombro—. ¡Te van a hacer pedazos en cuanto se te acaben las balas!

—Las balas no son para ellos. Haré explotar las cargas con ellas.

Isabel sintió que se le erizaba el vello de la nuca.

—¿Y luego? ¿Cómo vas a sobrevivir?

Julia acabó de cargar sus dos armas en silencio.


Ella
cuidará de mí —respondió finalmente con una sonrisa que helaba la sangre mientras señalaba la forma colgante con el cañón de uno de los revólveres.

Isabel se apretujó jadeando en el estrecho balcón de piedra junto a Basia, que había cogido un rifle con mira telescópica y apuntaba hacia la forma que descendía los enormes escalones con cuidado.

Un silencio espeso reinaba en la inmensa caverna, roto únicamente por los ocasionales chapoteos de más monstruos que acudían al requerimiento de su Sacerdotisa. Todos estaban inmóviles, contemplando a Julia, que acabó de bajar los últimos escalones y desenfundó las dos armas. Extendió los brazos y apuntó hacia los explosivos más cercanos, sujetos mediante cintas a dos de las innumerables columnas que formaban parte de uno de los aberrantes edificios. Lentamente, sin dejar de apuntar, empezó a caminar hacia el lugar donde se encontraba la Primera Dama.

Desde allí no se oían las palabras, pero Isabel estaba convencida de que Julia estaba
hablando
con las abominaciones, que se iban apartando de su camino. La Tercera Dama avanzó entre ellos como Moisés debió hacerlo en su travesía del Mar Rojo.

Basia se enjugó el sudor de la frente con la manga sin apartar los ojos de la mirilla telescópica.

—¿A qué esperas, Julia? —musitó entre dientes—. ¡Vamos, dispara de una vez!

Pero Julia continuaba avanzando sin dar muestras de querer abrir fuego. Ya casi estaba a los pies del grotesco ente que semejaba una burda y blasfema representación del Cristo crucificado. Su cabeza resonaba con la voz de la Sacerdotisa, urgiéndola en su avance, haciendo cada vez más difícil entender a la otra voz, la que gemía cada vez con menor fuerza y pronunciaba palabras de redención cuyo significado casi no comprendía.

Miró al techo sumido en tinieblas y trató de enfocar los desconcertantes ojos del horror colgante. Miró a izquierda y a derecha. Sus brazos en cruz seguían apuntando a los explosivos. Pero no disparó. No sabía por qué. No sabía a qué debía disparar. Bajó los brazos, dejó caer las dos armas al suelo y se giró un instante hacia la balconada antes de proseguir. Su mirada reflejaba una inmensa tristeza.

Isabel se incorporó como un resorte.

—¡Julia! —gritó con todas sus fuerzas, despertando miles de ecos en la silenciosa caverna—. ¡Julia! ¡Por lo que más quieras, dispara!

Basia apuntó al bloque de explosivos que tenía más cerca. Una cabeza de monstruo se interponía entre ella y el blanco. Aguardó un instante, pero el Profundo no parecía tener intención de moverse. Lanzando una interjección en polaco, desvió el arma hacia la siguiente carga, colocada en una columna muy cercana a la posición de Julia.

Con un brillante
flash,
vio en su mente la explosión subsiguiente, y contempló con inenarrable emoción el cuerpo lacerado de la española lanzado hacia atrás en medio de un surtidor de sangre y fragmentos de carne ennegrecida. Impotente, dejó caer el rifle al suelo y apoyó la frente sobre la balaustrada. Un estremecedor gemido se le escapó del pecho y empezó a sollozar.

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