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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (51 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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Y sin dar ocasión a ninguna réplica, Basia se internó por el pasillo que conducía hacia las salas interiores del complejo subterráneo. Julia dudó un instante y echó a correr en pos de ella.

—¡Basia! —llamó. Vio cómo se detenía el tiempo suficiente para que Julia llegara a su altura—. ¿Qué quieres hacer? ¿Quieres contraatacar? ¿Con qué y dónde? Ni siquiera sabemos dónde están…

—Oh, sí que lo sabemos, Julia —replicó Basia con tono duro, mientras reanudaba el camino—. Tal vez no lo hayamos interpretado aún, pero hay alguien que nos puede aclarar la situación.

Julia vio que se estaban dirigiendo hacia el cubículo donde habían dejado a Isabel. Una sensación de miedo la atrapó con sus gélidas tenazas.

—¿Qué vas a hacer con ella? —inquirió tratando de sujetarla por el brazo. Fue como intentar detener un tren de mercancías en marcha—. Basia, ¿qué vas a hacer?

Por toda respuesta, la aludida entró en el departamento, se acercó a la camilla y se quedó mirando el rostro de Isabel con una expresión que tenía la dureza del granito. Julia vio cómo tensaba los puños y temió que fuera a golpearla.

—No ha tenido la culpa —musitó.

Basia se volvió hacia ella. Su mirada tenía una fuerza devastadora.

—No, Julia —contestó, y su nombre sonó como un disparo a bocajarro—. Ya sé no ha sido
ella
quién ha matado al padre Marini, pero quiero saber a cualquier precio, aunque sea a costa de su vida, qué significa lo que nos dijo antes de desmayarse. Necesito saber algo más de la profecía. Y quiero vengar a Marini —añadió mientras se le quebraba la voz y se volvía de espaldas con rapidez. Sus hombros se estremecían levemente.

Julia se acercó y la abrazó con toda la suavidad con que fue capaz. Le recordó la vez en que había sido la propia Basia la que la había tratado de consolar en el refugio de Londres. Parecía haber pasado una eternidad desde el terrible momento en que había aceptado la descarnada verdad de su herencia paterna.

Y ahora era ella, Julia la condenada, la que intentaba hacer más llevadera la pérdida a la destrozada Basia, que había visto morir al que había sido su mentor y confesor, el hombre que casi había sido el padre biológico para la mercenaria desorientada y aterrada que había despertado años atrás de una inimaginable pesadilla.

—Todo saldrá bien —le dijo, aunque supo de inmediato que el tono que le había salido indicaba precisamente todo lo contrario.

Basia inspiró profundamente y se desasió del abrazo de Julia con suavidad, aunque siguió sujetándole la mano mientras se acercaba a la camilla donde yacía, ajena a todo el desastre, una Isabel que iba a tener un despertar muy duro, pues en cierta manera era la responsable de haber dejado que los monstruos se adentraran en el recinto.

Todo había ocurrido demasiado rápido y no habían dispuesto del tiempo suficiente para entrenarla ni para asignarle un puesto menos peligroso o simplemente encerrarla, como a los otros técnicos, en las salas que contenían equipos o información crítica para la organización secreta. Su mente no había resistido la inmensa presión y había sucumbido a la peligrosa llamada del Dios Dormido, a las alucinaciones y a las falsas promesas que transmitía desde su lecho en el fondo del océano.

Y así fue. Isabel despertó de su letargo aturdida y desorientada, incapaz de comprender la magnitud de la tragedia y asumir el papel protagonista que tenía en ella. Poco a poco, la expresión le fue cambiando, a medida que Basia le iba relatando todo lo ocurrido con una dulzura que sorprendió a Julia, que esperaba una reacción un poco más agresiva. Pero la polaca parecía muy calmada, serena, dispuesta a hacer las cosas tal y como las hubiese hecho el malogrado Marini.

—¿Qué sabes de la profecía? —preguntó a renglón seguido a una Isabel que sollozaba sin poder contenerse.

Aquello cogió por sorpresa a Julia, que desconocía por completo el asunto y había supuesto que se trataba de los delirios inconexos de la mente enferma de Isabel.

—Las estelas de Moisés son la profecía —articuló penosamente ésta entre respingos—. Las he visto. Están colgadas en una sala llena de vitrinas. Hablan de nosotras tres y de otra mujer.

Basia frunció el ceño y se encaró con Julia.

—¿Te dijo algo de esto el padre Marini?

Julia negó con la cabeza, intentando recordar. Pero en esos momentos le era muy difícil pensar en algo más que en el rumor de las olas y su tentadora llamada.

Basia ayudó a Isabel a levantarse y a salir con ella al corredor.

—Vamos a la cámara de las reliquias —anunció, echando a andar y sosteniendo a la otra por un brazo—. Tienes que leer el contenido de las estelas y decirme su significado exacto.

Julia caminó cansinamente detrás de las otras dos mujeres, sintiendo una inesperada punzada de celos al darse cuenta de la absoluta confianza que había depositado el padre Marini en Basia. También estaba francamente molesta por la actitud conciliadora que la polaca mantenía con Isabel, que a la postre
era
la responsable de la masacre, pues había cometido el error de dejar sin protección las puertas del recinto.

En el ascensor, contempló con genuino asombro cómo Basia introducía la diminuta llave en el orificio y cómo se abría la compuerta de la gran sala tras la identificación de retina. Ardía en deseos de preguntar adónde conducía la otra compuerta, pero la visión del contenido de las numerosas vitrinas y estantes le hizo olvidar la cuestión casi de inmediato. Un inusitado instinto le iba diciendo qué era cada uno de los singulares objetos que refulgían bajo los pequeños focos. Ni siquiera tuvo que alzar los paños negros que cubrían dos formas rectangulares en una de las paredes para saber que allí detrás estaban los impresionantes retratos de las dos damas que, con sus enigmáticas miradas, habían sido el punto de inflexión que había transformado su apacible vida en un infierno inacabable.

Era evidente que Basia había estado allí en más de una ocasión, pues la vio encaminarse sin titubeos hasta el rincón donde colgaban las cinco estelas proféticas. La familiaridad que demostraba la indignó aún más. ¿Por qué le había sido ocultado todo aquello? ¿No había demostrado, en más de una ocasión, ser merecedora de la confianza del padre Marini? ¿Es que su legado paterno pesaba más que su firme voluntad y lealtad a la organización vaticana?

Una espiral de pensamientos encadenados la sumió en conjeturas confusas y sólo escuchó a medias lo que Isabel iba leyendo a una Basia que se había quedado, de repente, muy callada. Uno a uno, los versos de las estelas iban rellenando el rompecabezas final. La profecía no ofrecía resquicios ni dudas y todo lo que en ella se exponía se había ido cumpliendo con aterradora precisión. Sólo faltaba la última pieza que sellaría el destino de los hombres: la batalla final de las Cuatro Damas.

—Pero ¿dónde está la Primera Dama, la Sacerdotisa? —se preguntó Basia mientras miraba alternativamente las estelas y a Isabel—. ¿Crees que el diario del profesor Baxter contiene las claves para encontrarla?

La joven periodista seguía contemplando las runas con expresión extasiada. La lectura de los extraordinarios versos la había vuelto a transportar por un instante al recién abandonado mundo de los sueños.

—La clave está en el mapa de Uzbekistán —contestó sin dudarlo ni un sólo instante—. La Sacerdotisa está en algún lugar cerca de Bukhara. Debemos hallar las ruinas que menciona el profesor.

Basia y Julia se la quedaron mirando con expresión atónita.

—¿Qué ruinas? ¿Has conseguido descifrar el diario? —inquirió Basia mientras taladraba a Isabel con sus gélidos ojos.

De manera sucinta, la periodista les narró la extraña experiencia que le había permitido leer el cuaderno de viaje del difunto Baxter.

—Hemos de averiguar todo lo que podamos de ese lugar antes de iniciar cualquier operación —dijo Basia tras una larga pausa—. Vamos, volvamos al centro de comunicaciones. Todavía queda mucho por hacer y el tiempo se está agotando.

Julia sentía que se ahogaba en la atiborrada sala de control del
palazzo
. Todo el mundo parecía tener algo que hacer menos ella, que andaba de un lado a otro como una sonámbula. Finalmente, decidió salir al exterior y respirar un poco de aire fresco. La tormenta había cesado por completo y dado que de momento no parecía haber peligro de un nuevo ataque, Basia había ordenado a los soldados que apilaran los cadáveres de los monstruos en una pequeña plazoleta que había adyacente al
palazzo
Ariosto.

El río Arno pasaba por allí y Julia se apoyó en la barandilla de hierro para contemplar las aguas oscuras. Una forma blancuzca impelida por la corriente se deslizó ante su mirada indiferente. ¿Qué significaba el cuerpo de un mísero humano más en aquella lucha entre titanes y hormigas?

Un sonido a su espalda la hizo volverse. La indiferencia se vio trocada en tristeza al ver cómo rociaban con líquido inflamable la enorme pila de cadáveres de Profundos que ocupaba casi por completo la plaza como una macabra falla valenciana. En ese momento, sintió un odio infinito por los soldados, siempre acatando órdenes, siempre indiferentes a la muerte, fuera cual fuera el bando en el que militasen.

Los cadáveres gelatinosos ardían mal y un humo nauseabundo se esparció por el aire de la Florencia abandonada. Julia tosió con violencia cuando el hedor invadió sus pulmones, pero la malsana combinación de olores a podredumbre y a mar propició una nueva oleada de recuerdos de su infancia en su tierra natal.
Pronto llegaría el día en que podría dejar todo aquello y volver allí, y ser una vez más feliz para siempre en los nuevos arrecifes que el cataclismo habría creado, y desde allí escucharía la voz de su Dios, hasta ahora lejana y débil, pero que pronto, muy pronto, recuperaría Su Grandeza…

Un acto reflejo de su inconsciente obligó a las manos de Julia a buscar con frenesí el medallón de la Estrella, y entonces se dio cuenta, con una extraña mezcla de placer y pavor, de que ya no estaba allí. Había dejado el talismán en manos de Isabel para ayudarla a superar la última crisis.

Un brutal escalofrío la recorrió de arriba abajo. La parte racional de Julia estaba francamente asustada. Notaba que su voluntad se estaba resquebrajando y sentía que toda su terrible herencia, hasta ahora cuidadosamente atada y amordazada, se estaba liberando de sus ataduras e inundaba su parte consciente como una marea, cada vez más rápido, cada vez más adentro. Se agarró a la barandilla con ambas manos y apretó con todas sus fuerzas mientras inspiraba profundamente varias veces y notaba cómo la bañaba una súbita oleada de sudor. Trató de concentrar sus pensamientos desbocados en su madre, en Basia, en el desdichado Marini e intentó acallar las voces que recitaban los pasajes de las estelas e ignorar la urgente llamada que las oscuras aguas del río le transmitían con su interminable susurro…

Julia, Julia…

Capítulo XII

Estaba de nuevo en el Sombrero de la Meiga, pero hoy el paisaje parecía aquejado de algún mal misterioso, quizá la maldición de alguna de las muchas brujas que habitaban los oscuros parajes. Los líquenes y los musgos que antes lo adornaban con sus inacabables matices de verde estaban ahora marchitos, ennegrecidos, como destruidos por algún parásito que les hubiera robado la vida. Incluso las mismas rocas parecían exudar un limo negruzco y viscoso que despedía un olor acre y nauseabundo.

Julia frunció el ceño, preocupada. Había algo que no encajaba. Miró a su alrededor y su corazón se encogió, angustiada. No se había dado cuenta hasta ese momento, pero una densa niebla cubría el paraje con su blanca mortaja. No se veía nada que estuviera a más de cuatro pasos de distancia, pero lo que era más preocupante era el silencio ominoso y poco natural que reinaba en el lugar que, de pronto, ya no reconocía.

Una figura cubierta por un manto oscuro con ribete azul salió de improviso de la muralla de niebla que la rodeaba como un anillo. Julia se sobresaltó y trató de volver sobre sus pasos, pero el anillo se contrajo aún más, impidiendo la huida con su blancura impenetrable.

En ese instante una voz habló en su cabeza, una voz desprovista de matices, una presencia que hasta entonces había conseguido ignorar, pero que una vez más trataba de seducirla con las altisonantes sílabas que habían estado ahí, trabadas en el fondo de su mente, desde los mismos tempranos días en que trepaba para jugar en las apartadas rocas.

—Ha llegado la hora del Despertar.

Julia se tapó los oídos con las manos, en un vano intento de desoír la odiosa voz.

—Debes despertar —siguió oyendo en su mente, al tiempo que la figura embozada daba un paso hacia ella. Una ráfaga de viento echó hacia atrás la capucha y dejó al descubierto la terrible cabeza deforme, de labios anormalmente gruesos y ojos imposiblemente grandes que alzó una mano palmeada en su dirección.

Julia se tocó el pecho para protegerse con la Estrella de los Ancianos, y comprobó con horror que no la llevaba colgada del cuello.

—Despierta…

Uzbekistán, dos días más tarde

—¿Julia? Despierta, ya casi hemos llegado.

Con un sobresalto y una terrible sensación de miedo, Julia abrió los ojos y fue invadida de inmediato por el atronador ruido que inundaba la cabina y la luz que provenía de las ventanillas del helicóptero. Su mano buscó el medallón en su pecho y encontró únicamente un amargo vacío.

Una punzada dolorosa le aguijoneó las entrañas. Algo no estaba bien. Algo había cambiado, algo que había propiciado la irrupción de los malditos sueños de los que creía haber sido liberada para siempre. Le acometió la horrible sensación de que iba a suceder algo definitivo en la insensata expedición, un presentimiento de muerte que acentuó aún más la opresión que la atenazaba desde el ataque de Florencia.

Esperó encogida en el incómodo asiento, un tanto mareada por el incesante zumbido de las poderosas aspas. Al cabo de un rato, inspiró varias veces con fuerza y trató de serenarse. Tenía que ocultar los sueños y las extrañas sensaciones a sus compañeras y hablar cuanto antes con el padre Marini.

Sólo entonces, al buscar la imagen del eclesiástico, su mente recordó la tragedia de Florencia y el dolor se expandió por todo su cuerpo. Se revolvió en el asiento una y otra vez para disimular el ataque de nervios que la estaba poseyendo. Estaba perdiendo el control, pero no podía permitirse el lujo de ser descubierta y apartada de la misión, tenía que llegar hasta el final y ver qué había tras la estúpida profecía que todos daban por cierta.

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