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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (24 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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—¿Qué habría pasado si no hubiera conseguido coger la piedra? —consiguió articular Julia.

La expresión del padre Marini se ensombreció. Sus manos juguetearon por un instante con la cadena de plata antes de contestar con un tono desprovisto de emoción.

—Lo único que debe importarte ahora es que la has cogido —dijo por respuesta—. No habrá más sueños a partir de ahora.

Julia comprendió el significado no verbalizado.
Gli Angeli Neri
no podía permitirse errores y no había excepciones. Quizá sería un accidente de tráfico, o un desgraciado asesinato en las callejuelas de Londres. Sea como fuere, la desaparición de la joven galerista española no importaría más que a un puñado de personas que no eran sino un minúsculo punto insignificante en un complejo tablero de proporciones gigantescas.

No había buenos ni malos en esa historia. Se hacían sacrificios a los dioses, fueran cuales fueran. Dios único o blasfemia pagana del fondo de los océanos, todos cobraban tributos de sangre. Siempre había sido así y así lo sería hasta el fin de los tiempos. Matar o morir en nombre de algo o alguien. No importaba la raza, el método empleado o el propósito. Ahora pertenecía a un bando, y se iban a juzgar las cosas con la subjetividad oportuna, basándose en la supuesta posesión de la verdad y la justicia, y cualquier acción, por cruenta que fuera, sería analizada desde el prisma correspondiente, justificada y excusada en nombre de esa verdad y esa justicia que se tambaleaban en el filo de la Gran Espada.

—Comprendo, padre —se oyó decir Julia con una voz que la sorprendió por lo hueca y desapasionada que sonó—. ¿Qué hacemos ahora?

—No, Julia, todavía no lo comprendes —replicó el padre Marini, mirándola con tristeza—. Ni siquiera yo lo entiendo a pesar de todo lo que he visto y sufrido. Pero hay que seguir adelante y el tiempo es primordial.

El eclesiástico cogió unas hojas de papel de encima de la mesa y se las entregó a Basia.

—Irlanda es la pieza clave que nos faltaba para descubrir qué está haciendo la gente de Marsh. Después de analizar los datos que habéis traído, esto es lo que hemos deducido. Que Dios nos ampare si fallamos.

A medida que el padre Marini les fue explicando sus conjeturas, Julia descubrió que el plan de los Profundos y sus aliados era aterradoramente sencillo y eficaz.

Eones antes de la aparición del ser humano, la guerra entre los Dioses Primigenios se había saldado con el encierro de uno de sus líderes más crueles bajo el suelo del océano Atlántico. La prisión submarina había sido sellada posteriormente por los humanos que se erigieron en custodios y que transcribieron el secreto en numerosos códices y grabados.

Los cinco continentes se mantenían en su sitio mediante grandes placas de piedra y sedimento que
flotaban
sobre el magma incandescente que formaba el núcleo del planeta. Esas placas tectónicas de más de ochenta kilómetros de grosor, cuya burda ilustración había dibujado el profesor en su diario, se movían unos centímetros al año con movimientos denominados convergentes, divergentes o fallas de transformación, según fuera su dirección. Ahora bien, si se aportaba la fuerza suficiente para poder desplazarlas tan sólo unos centímetros de golpe, se podría lograr que entraran en violenta colisión.

El pozo de la isla de Oak y lo que hubiera en Irlanda —presumiblemente otro pozo— constituían los cierres que mantenían prisionero al engendro primigenio. Incapaces de invertir los conjuros, los adoradores de Cthulhu y sus servidores habían llegado a la conclusión de que lo único que se podía hacer para liberar a su dios era reventar las placas tectónicas que hacían las veces de lápida.

Los pozos iban a ser el cañón de un arma de potencia nuclear que iba a provocar la colisión de las placas euroasiática y norteamericana. Era asombrosamente fácil crear un dispositivo nuclear si se tenía a mano el material fisible, y era sorprendente la relativa poca potencia que se necesitaba para desencadenar el holocausto.

El resultado más inmediato sería el levantamiento del suelo del océano Atlántico y la liberación del Dios Dormido. Después, la sucesión de terremotos y tsunamis que azotarían a todos los continentes, ecos de la primera colisión desplazándose como las ondas en un estanque, cambiaría la orografía del planeta para siempre y dejaría libre el camino para que la horrenda raza, oculta todos estos años, se alzara de nuevo sobre las ruinas y gobernara una vez más, convirtiendo en esclavos a los escasos supervivientes.

La organización vaticana suponía que el segundo pozo debía hallarse en Irlanda, cerca del asilo de Innishshark, y no se había descubierto su existencia hasta la aparición pública del cuadro de la belga, lo que debía de haber acelerado los planes de los Profundos.

Julia contempló anonadada cómo el padre Marini y otras dos personas de las que no escuchó el nombre detallaban los preparativos para la incursión en tierras irlandesas. El plan tenía dos partes bien diferenciadas. La primera consistía en una primera aproximación del equipo que formaban Fabio y Basia, reforzado por la propia Julia, para comprobar
in situ
y sin despertar sospechas el lugar donde en teoría se hallaba el segundo pozo que daría acceso a la placa tectónica euroasiática.

De ser localizado, un segundo equipo entraría en acción para
limpiar
la zona y sellar el pozo y su contenido. Simultáneamente, la red del Vaticano iba a contactar con una organización paralela al otro lado del océano Atlántico, la Fundación Wilmarth, para que se ocupara del pozo de la isla de Oak. Al parecer, existía más de una organización secreta dedicada al control de las abominaciones, incluso alguna financiada por ciertos gobiernos en el más absoluto de los secretos.

El padre Marini acabó de conferenciar con uno de los operadores de comunicaciones y se volvió hacia Julia y Basia.

—La gente de Wilmarth nos ha comunicado que la Starfish Alliance está preparando un avión con medidas de seguridad desproporcionadas. Sospechan que en su interior viajará la segunda bomba. Van a intentar que no sea así. El plan sigue adelante y os esperan en el aeródromo en menos de cuarenta y cinco minutos.

Las dos mujeres se levantaron y el padre Marini las acompañó hasta el ascensor.

—Que Dios omnipotente os bendiga y os guíe —dijo haciendo la señal de la cruz sobre sus cabezas.

Capítulo XIII

Connemara, Irlanda

El Shorts 360 de hélice recorrió los 700 kilómetros que separaban Londres de una pequeña pista militar situada en la península de Connemara en una hora y media. Basia empleó ese tiempo para instruir a Julia de forma concisa y eficiente en el manejo de las armas que llevaban en varias maletas metálicas parecidas a las de Austria. Ella no había disparado a nada en toda su vida, pero aprendió con rapidez los conceptos básicos de seguro, gatillo y cargador.

Basia le mostró a continuación la munición que empleaban contra los Profundos. No se trataba de balas ordinarias, ya que el plomo no surtía demasiado efecto con la piel dura y escamosa de los monstruos y eran necesarios demasiados disparos para matarlos. La organización había desarrollado un tipo de munición basado en gelatina de sílice, un producto corriente que se encontraba en cualquier embalaje y que tenía la propiedad de absorber la humedad.

Puesto que los seres dependían mucho del agua, la gelatina de sílice tratada químicamente para reforzar su efecto conseguía absorber buena parte de la fuerza vital, y un par de impactos bien colocados en el torso o la cabeza podían dejarlos fuera de combate.

Pasaban tres minutos del mediodía cuando el pequeño avión tomó tierra en el discreto aeródromo militar irlandés. Un todoterreno negro aguardaba con la puerta de carga abierta. Una figura salió del automóvil, vestida con un abrigo corto de cuero y bufanda marrón al cuello. Julia reconoció a Fabio, que se acercó a las dos mujeres y les dio un abrazo. Después, sin decir nada, empezó a trasegar con el equipaje, inusualmente serio. «Las malas noticias vuelan», pensó Julia.

El paisaje de la península de Connemara le recordó a Julia los escenarios de las grandes producciones cinematográficas de época. Allí se habían librado grandes batallas en la antigüedad. Sobre la tierra verde y desolada se había derramado sangre en nombre de la libertad, y le pareció un lugar muy apropiado para repetir la gesta. La Isla Esmeralda iba a ser, una vez más, testigo de excepción del triunfo o del fracaso de la humanidad.

Basia preguntó a Fabio si había observado actividad en el estrecho de la Mancha o en el mar de Irlanda.

—Todo está demasiado quieto —dijo éste, sorbiendo de nuevo por la nariz.

Julia aferró con fuerza el maletín que le habían dado en Florencia, que contenía un dispositivo de amplificación y una copia digital del disco de los fonemas del desaparecido profesor Baxter. Según lo que habían determinado los técnicos, la letanía que había grabado el profesor servía para reforzar el conjuro de protección y contrarrestar cualquier intento de apertura del pozo. Ahora lo importante era conseguir encontrarlo antes de que lo hicieran los sicarios de la Starfish Alliance.

A los pocos minutos de viaje, el vehículo entró en el pueblo de Cleggan y se embarcó en un ferry bastante desvencijado que aprovisionaba diariamente la isla de Inishbofin, la más cercana a Inishshark.

La temperatura había descendido bastante a pesar del sol que jugaba al escondite con las numerosas nubes, y Julia se arrebujó en el coche. Fabio y Basia, más inmunes al frío, contemplaban el mar desde la borda mientras el ruidoso y cimbreante barco cubría la escasa distancia que separaba la costa de la isla.

Apenas había pasaje, un camión cargado con leche y alimentos, una mujer joven y su hijo de corta edad que miraba muy serio el mar y señalaba de vez en cuando, un par de jóvenes de aspecto aburrido, ataviados como pescadores, que apenas si echaron una ojeada a los extranjeros, y la tripulación, compuesta por el capitán, un hombre de edad incalculable debido a los estragos del tiempo y el alcohol y un joven pelirrojo que hacía de timonel y marinero.

La arribada al puerto de Inishbofin fue toda una sorpresa. Desde allí se veía toda la isla, y sus tres o cuatro kilómetros de extensión desolada, salpicada con casitas aisladas de piedra gris, mostraban a las claras que el plan de llegar como simples observadores se había ido al traste.

Por mucho que quisieran, era imposible no hacerse notar en una isla que tan sólo contaba con una posada, un pub, una iglesia, y un par de casas con barcas de pesca amarradas en los pequeños muelles que se internaban en el mar como lenguas de piedra.

A la derecha del embarcadero del ferry partía una carretera de tierra que circundaba la isla serpenteando por entre las casitas aisladas, rodeadas de prados de hierba donde pacían rebaños de ovejas rechonchas.

—Bueno, parece que tendremos que pasar al plan B. No creo que podamos actuar con discreción —opinó Fabio, soltando una risita.

—¿Cuál es el plan B? —preguntó una inocente Julia y vio por el reflejo del espejo retrovisor que Fabio se reía.

—Go get them!
[2]
—exclamó Fabio entre risas y sorbetones. Desembarcó el todoterreno y lo dejó aparcado frente al pub. Basia se giró hacia Julia y le hizo un gesto significativo para que olvidara la broma de Fabio, que parecía estar cada vez más nervioso.

El interior de The Plough estaba bastante oscuro, y el tono de la madera de roble envejecida no ayudaba demasiado. La parroquia del desarrapado local la formaban dos mujeres sentadas frente a sendos vasos, que miraban a los recién llegados con expresión curiosa, arropadas en chales de gruesa lana negra. En la barra, un hombre de complexión robusta, pelo rojizo y nariz enorme los examinó de arriba abajo con ojos penetrantes de color azul cielo antes de preguntarles si deseaban tomar algo.

Los tres coincidieron en pedir cerveza Guinness y Fabio pidió además un malta, lo que le valió una mirada de reprobación de Basia y un guiño cómplice del camarero. Era casi la hora de comer y optaron por el plato del día, cordero y verduras estofados con salsa de cerveza. A Julia le supo a gloria y le dio la sensación de tranquilidad cotidiana que había perdido días atrás y que su impenitente estómago le recordaba con embarazosa frecuencia.

Mientras comían, un hombre entró en el establecimiento, se dirigió a la barra y fue saludado con efusión por las dos mujeres y por el camarero.

Tras dar un gran sorbo a una enorme jarra de cerveza que apareció ante él casi antes de llegar a la barra, el corpulento hombre que aparentaba unos sesenta años, de cara curtida y pelo oscuro muy corto y escaso, se giró hacia los recién llegados y se dirigió hacia la mesa con paso seguro y una gran sonrisa.


Good afternoon, ladies, sir
—dijo con un acento irlandés cortado a cuchillo—. Soy el padre Flannery, el párroco de esta pequeña comunidad, y les doy la bienvenida a Inishbofin.

Fabio hizo un gesto para que el hombre se sentara con ellos mientras comían, lo que hizo soltando un gran suspiro. El italiano presentó al grupo como fotógrafos profesionales y exhibió con toda tranquilidad unas credenciales del
National Geographic
. Después, con gran habilidad, empezó a sondear al cura preguntando por cosas tan inocentes como el turismo, la pesca y el clima de la región. Las respuestas que dio el párroco, entre bocado y bocado de un plato humeante que había traído el camarero al cabo de un par de minutos, les indicaron que al menos no había indicios de actividad de la Starfish Alliance en la zona.

Pero lo que les sorprendió fue el comentario que hizo al ser preguntado por la vecina isla de Innishshark.

—¿Shark? Oh,
aye
—exclamó con tristeza—. Una auténtica tragedia. Hace años, la comunidad de granjeros y pescadores era muy grande. Centenares de personas. He visto a los últimos veintitrés supervivientes, los miembros de seis familias, marchándose de Shark igual que una guarnición rindiéndose tras el asedio de toda una vida. El Atlántico los machacó, los martilleó sin piedad, los separó del mundo durante semanas y semanas, a veces incluso meses. La bahía que servía de embarcadero y refugio de barcas se convirtió en un peligroso caldero, demasiado a menudo y demasiado fácilmente, aunque los vientos fueran muy débiles. Y durante años, mientras emigraba familia tras familia, el problema de los que se quedaban se hizo cada vez más grave. Y un buen día, se fueron todos.

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