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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (28 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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El joven monje se dio la vuelta, cayó de rodillas ante la increíble reliquia y se persignó de nuevo, recitando un confuso Padre Nuestro en voz muy baja.

La voz del abad le sobresaltó de nuevo.

—Montecassino no resistirá hasta la primavera, y es posible que yo tampoco esté aquí para ver su caída. Es necesario que todo esto salga de este lugar cuanto antes, y que el gabinete ocultista del Führer ni siquiera llegue a sospechar que ha estado tan cerca de conseguir su sueño.

Marini se alzó del suelo con esfuerzo y se dejó caer en un banco de piedra que había en el centro de la sala.

—¿Cómo han llegado…? ¿Quién los ha…? ¿Por qué nadie…? —Era tal el caos de pensamientos que se le superponían en la mente que no conseguía hilvanar una sola frase. Se cogió la cabeza con ambas manos y soltó un gemido.

—Calmaos, hermano Roberto —oyó que le decía el abad, mientras notaba que una mano callosa le acariciaba la cabeza—. Concededme un rato de vuestro tiempo, y os lo trataré de explicar lo mejor que pueda.

Unas horas más tarde, un Marini exhausto se derrumbaba en el estrecho catre de su celda. Le dolía la cabeza con intensidad y no conseguía detener el río de lágrimas que fluía de sus ojos. Las revelaciones que le había confiado el abad habían sido devastadoras, mucho peores que cualquier pesadilla que le hubieran provocado los horrores de la guerra.

Ahora comprendía mucho mejor algunas acciones de la comunidad religiosa. Ahora sí que entendía con claridad el porqué de las reiteradas negativas del hermano bibliotecario a las peticiones del joven novicio para consultar cierta parte de la enorme biblioteca de la abadía. La guerra que estaban sufriendo era un episodio más en la historia sangrienta del ser humano, pero lo que le había desvelado el abad sobrepasaba con mucho los peores momentos de cualquier guerra entre los hombres. Hitler pretendía exterminar a la etnia judía e iniciar la construcción de un imperio ario, pero el objetivo de los que acechaban desde el umbral de los tiempos abarcaba la aniquilación de
toda
la humanidad.

Buena parte de los objetos que había en la cripta secreta habían sido arrebatados, por auténticos héroes anónimos, a unos seres surgidos de las brumas de la historia más olvidada. Hasta el momento, la Iglesia había conseguido mantener en secreto la ubicación de los tesoros, pero Heinrich Himmler, jefe supremo de las SS, fascinado por las reliquias que mencionaban los antiguos textos sagrados hebreos y, atraído por el poder latente que se les atribuía, se había lanzado a una búsqueda sistemática que ya había cosechado sus primeros frutos. La ocupación alemana de Italia había agravado la situación hasta el punto que la Santa Sede había ordenado al abad sacar los tesoros de Montecassino y esconderlos en un lugar más seguro.

Las últimas bajas de la comunidad benedictina habían obligado al anciano monje a buscar más recursos humanos para poder llevar a cabo la enorme tarea que tenían por delante. Marini había sido seleccionado por el abad por su juventud, por sus ansias de aprender y por la entereza mostrada ante las adversidades. Su misión consistía en conseguir camuflar los objetos de la cripta secreta entre los que había en la abadía y seguir después su periplo hasta poder recuperarlos de nuevo. No parecía un plan muy sólido, pero era lo único que podían hacer, dadas las circunstancias.

Al día siguiente, la estrategia del abad se puso en marcha. Sin embargo, no habían contado con la férrea disciplina teutona y su puntillosa burocracia. Los alemanes tenían la invariable costumbre de empaquetar los objetos que expoliaban frente a varios oficiales y subalternos que apuntaban meticulosamente sus características, sellaban las cajas y las cargaban de inmediato en uno de los camiones constantemente vigilados. Tras varios intentos frustrados, el abad suspendió el plan y decidió esperar una ocasión mejor.

Pasaron los días y los meses, y en la abadía sólo quedaron nueve monjes, Marini y el abad. El resto habían sido trasladados en los camiones de transporte. Algunos irían a Roma, algunos a otros monasterios del Norte del país. Todos sabían que no volverían a Montecassino y que tal vez no llegarían nunca a su destino.

Con el alba de cada mañana llegaban más y más rumores del avance incesante del ejército aliado y de la alarmante probabilidad que el valle del río Liri fuera escogido para progresar hacia el Norte, lo que significaba que serían sin duda alguna objetivo militar, y que complicaba aún más la arriesgada operación.

Al llegar el invierno, casi no quedaba nada de valor en la abadía. Ahora era prácticamente imposible salvar las reliquias, no sólo por la intensa vigilancia de los alemanes y por el rudo clima, sino porque, suponiendo que pudieran sacarlo todo de la abadía, tampoco tenían ningún lugar a donde ir. El ejército aliado estaba replegado al sureste, y la
Wermach
se había desplegado por el norte con la intención de frenar el avance de las tropas de liberación a cualquier precio. Estaban sitiados.

Ésa fue una de las Navidades más tristes que oficiaron los monjes de Montecassino. Todos los retablos, figuras y cualquier otro objeto que pudiera tener valor habían sido trasladados en los camiones. Sólo había quedado el gran Cristo que presidía el altar mayor, el único testimonio que había conseguido conservar el abad tras acaloradas discusiones con el suboficial al mando del saqueo. La gente de los pueblos del valle subió a la abadía como cada año, y Diamare ofició la misa conmemorando el nacimiento de Cristo, pero de alguna manera todos los allí presentes, incluidos los oficiales y los soldados alemanes, intuían que tal vez fuera la última ocasión de que disponían para salvar sus almas y arrepentirse de sus pecados. Las plegarias se elevaron con más fuerza que de costumbre y los cánticos de alabanza al Señor resonaron con inusitada energía entre los muros descarnados de la despojada basílica.

Una vez finalizada la eucaristía, los fieles y los oficiales se marcharon. Marini se quedó en la basílica vacía, apagando con tristeza las velitas que habían encendido algunos asistentes en un intento desesperado por conseguir que algún milagro les librase del terrible mal que estaba por venir. Al pasar frente al altar, y hacer la acostumbrada genuflexión, sintió que algo irreprimible le subía por la garganta. Al igual que hizo durante sus primeras semanas de noviciado, se tumbó boca abajo con los brazos extendidos y lloró desconsolado a los pies del hijo de Dios crucificado, que miraba al cielo con expresión dolida: «Padre, ¿por qué me has abandonado?».

Febrero llegó y con él se acrecentaron los rumores de que el grueso del ejército aliado estaba llegando a las costas de Sicilia. Las tropas de liberación trataban de llegar a Roma y plantar allí un estandarte simbólico. La zona del río Liri y el pueblo de Cassino habían sido bombardeados unos meses antes. Cientos de civiles sin hogar y una congregación de monjas cuyo convento había sido destruido eran ahora huéspedes forzados de la abadía. Todos creían que nadie sería tan desalmado como para bombardear el lugar que en teoría custodiaba el reducto artístico de la Cristiandad pero donde en realidad sólo reposaban los huesos de San Benedicto y su hermana Santa Escolástica.

El pequeño avión que sobrevoló la colina de Montecassino la mañana del día catorce rompió en pedazos la débil esperanza de salvación. Los cientos de panfletos lanzados sobre la zona avisaban con claridad de que, a pesar de todos los esfuerzos por evitarlo, la abadía era ahora objetivo militar y por lo tanto aconsejaban su evacuación inmediata. El abad dudó ante el enorme problema de logística que aquello representaba. Eran casi dos mil las almas que se apiñaban en los edificios de la montaña sagrada, y organizar la salida a pie de todas esas personas, muchas de ellas enfermas o heridas, era demasiado complicada para poder ser realizada por unos cuantos monjes. Tras muchas discusiones, los monjes decidieron confiar en la misericordia divina y quedarse en la abadía.

Así, el amanecer fatídico del quince de febrero llegó, trayendo consigo el temido rumor del inminente ataque. Marini fue a ver al abad, al que halló absorto en la oración ante un pequeño crucifijo que había sido desestimado por los saqueadores nazis.


Dom
Gregorio —susurró arrodillándose a su lado—, no creo que podamos evitarlo.

El abad siguió un momento más en silencio, se persignó y se incorporó con esfuerzo.

—Hemos de confiar en la Providencia, hermano Roberto —respondió con voz cansada. Los ojos le brillaban húmedos tras los gruesos cristales—. Tomad esto, llevadlo siempre con vosotros, y que Él os guarde —añadió depositando entre las manos del monje una cadena con un pequeño crucifijo de plata y haciendo la señal de la cruz sobre su cabeza.


Amén
—contestó Marini, besando con devoción el crucifijo y colgándoselo del cuello. Inclinó la cabeza, cerrando con fuerza los ojos, y rezó como nunca antes había rezado. Después, más sereno, fue hasta la basílica.

La gran nave, al igual que los edificios anejos, estaba abarrotada de civiles. Algunos estaban apiñados como ovejas desconcertadas, rezando arrodillados frente a los podios y los marcos, ahora vacíos, que jalonaban la nave. Otros, atendidos por los monjes y algún médico venido de los pueblos vecinos, gemían en voz baja sentados en algún rincón. Algunos simplemente miraban al frente con ojos desprovistos de expresión.

Cuando se oyeron los primeros silbidos precursores de las bombas, en el interior de la abadía se hizo un silencio sepulcral que acentuó aún más el aterrador sonido de los proyectiles acercándose.

Después, todo se fundió en un bramido incesante y en la destrucción imparable de los muros que les rodeaban. Lo último que vio Marini antes de cerrar los ojos y encomendar su alma al Altísimo fue la pared del altar mayor explotando y un rayo de sol recortando la imagen del Cristo que lo presidía mientras se quebraba y caía hecha pedazos. La expresión de dolor de la mutilada figura se quedó grabada para siempre en su mente.

Una eternidad más tarde, sólo le quedó un extraordinario zumbido en los oídos. Pero al cabo de unos instantes se oyó de nuevo el rugido de los motores de los aviones y una nueva oleada de bombas cayó sobre ellos. Y otra, y otra, y aún una más. Marini dejó de contar y empezó a rezar con todas sus fuerzas hasta que la onda expansiva de una deflagración cercana le hizo perder el conocimiento.

Cuando recobró el sentido, Marini se enderezó con dificultad, maravillado de seguir todavía con vida. Estaba cubierto de polvo y yeso y la espalda le dolía con intensidad. Algo debía haberle caído encima durante los bombardeos, pero no había sido consciente de ello. Poco a poco, como estatuas vivientes, se fueron alzando del suelo cubierto de escombros aquellos que habían resistido el demoledor ataque aéreo.

Miró a su alrededor. Un sol indiferente iluminaba con claridad cegadora un resto de pared exterior, lo único que quedaba de la imponente nave. Por un momento, creyó que estaba en otro mundo. De hecho, así era. Por tercera vez en su historia, la abadía de Montecassino había sido destruida por completo.

El mundo también había cambiado. Mucho tiempo después, Marini supo que el sacrificio de la montaña sagrada dejó por fin expedito el valle del Liri para el avance del ejército de liberación. Pero el precio que habían pagado por ello se reflejaba penosamente en la acumulación de escombros en que se había convertido la abadía. El hermoso grupo de edificios se parecía ahora a los restos de un castillo de arena en una playa barrida por la tormenta.

No quedaba absolutamente nada en pie. Aquí y allí surgían los restos de un muro, de una torre o de un contrafuerte. El coro, el órgano barroco, los frescos que había pintado Luca Giordano, el altar mayor, todo había dejado de existir. La abadía de Montecassino se había deshecho, literalmente, para desparramarse por los costados de la montaña y difuminarse entre los cráteres humeantes y el mar de muertos que alfombraban las laderas.

Como un sonámbulo, deambuló entre las pilas de cascotes, tratando inútilmente de reconocer algún lugar. Toda la montaña parecía haber sido pasada por un tamiz. Incluso la carretera había desaparecido bajo la tremenda lluvia de fuego y metal. «La destrucción de Sodoma y Gomorra debió de ser algo así», pensó.

Los gritos de los heridos hendían el aire. Los demás monjes, que se habían refugiado en una habitación del piso inferior, no habían resultado heridos. Al parecer, Dios había tenido tiempo de apiadarse de ellos. Miró hacia el centro de la nave y vio que el abad estaba dando la extremaunción a un hombre que yacía frente a las ruinas del altar. Sólo entonces se dio cuenta de la gran cantidad de muertos que el ataque había ocasionado entre los civiles, muchos de los cuales habían salido corriendo despavoridos cuando cayeron las primeras bombas.

Con la mente aturdida, Marini se aproximó hasta una mujer herida y vio con horror que una deflagración le había segado ambos pies. La mujer gemía débilmente, en estado de shock, pero antes de que el joven monje pudiera hacer algo por aliviar su sufrimiento, una nueva oleada de bombas cayó sobre ellos. Todo volvió a saltar por los aires, cascotes cayendo sobre cascotes, ruinas sobre ruinas. En esta pasada, los bombarderos destruyeron ambos claustros y la hermosa
Loggia di Paradiso
. La larga lista de muertos volvió a engrosarse con los civiles que habían abandonado los refugios de la carpintería, la prensa de aceitunas y la diminuta oficina de correos para correr ciegamente entre las explosiones de los obuses que caían por doquier.

El segundo ataque cesó media hora más tarde. Un grito del hermano Pietro le atrajo hacia la escalera que conducía a los aposentos del abad.

—¡Ayudadme, hermano Roberto! —oyó que le decía mientras le hacía señas frenéticas—. ¡
Dom
Gregorio está atrapado!

Marini saltó por entre los escombros, obligándose a no escuchar los gritos de auxilio de las víctimas que habían quedado atrapadas bajo los cascotes. Se aproximó a la escalera y ayudó al otro fraile a agrandar un pequeño agujero en uno de los muros hasta que tuvo el tamaño suficiente para poder sacar de allí al anciano monje y a
Dom
Martino Matronola, que no había querido separarse del abad.

Los cuatro tuvieron el tiempo justo de descender por otra escalera hasta las capillas del piso inferior y reunirse con los cientos de refugiados que había allí antes de que una lluvia de fuego de mortero cayera sobre la destrozada abadía. De nuevo, la tierra y las paredes temblaron con las inacabables explosiones que sacudían los cimientos de la abadía benedictina.

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