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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (26 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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—Como ya dije una vez —jadeó Fabio, apoyado en la pared—, Julia es una mujer difícil de seguir.

—Lo siento —dijo ella con tono contrito—, pero me ha vencido el pánico. No volverá a ocurrir.

—No te preocupes ahora por eso —terció Basia, que estaba abriendo la maleta transmisor—. Hemos de establecer contacto con Control para saber dónde está el pozo.

—Espero que esté cerca —apuntó Fabio, asomándose por una de las ventanas y escudriñando la llanura de remolinos y espuma blanca en que se había convertido la isla—. ¿Qué demonios? —exclamó de repente, mientras forcejeaba con el cierre del estuche que contenía las gafas de visión nocturna—. Me ha parecido ver un movimiento hacia el oeste.

Julia se puso a otear la oscuridad siguiendo la dirección que Fabio estaba escudriñando con los grandes anteojos, pero tan sólo veía remolinos de agua blanca que se elevaban hacia el cielo cuando una ola chocaba contra una roca. Y de pronto, vislumbró un destello plateado, la luna reflejada en algo que no tuvo dificultad en identificar, puesto que lo había visto mientras cruzaba el mar en el ferry, camino de Austria.

Fabio se convirtió de nuevo en un torbellino de actividad. Abrió dos maletas y extrajo diferentes piezas metálicas que ensambló a toda velocidad y con una precisión de movimientos extraordinaria.

Al finalizar la operación, sobre el suelo descansaban dos rifles equipados con una mira telescópica que emitía un suave resplandor azul. Sin vacilar, metió uno de los cargadores que Basia había mostrado a Julia en el avión en una de las armas y se apostó con ella en una de las ventanas.

Basia continuaba conversando con alguien, pero el ruido del mar hacía imposible oír sus palabras. La pantalla del aparato mostraba un gráfico con el contorno de una isla girando, y una serie de puntos rojos agrupados en la parte oeste. Al otro lado, había un punto amarillo y, justo al lado, uno verde que parpadeaba con rapidez. Basia dejó el auricular y se volvió hacia Julia.

—Tienes que buscar el pozo —dijo forzando la voz para sobreponerla a la del agua que seguía entrando en la parte baja—. Está en este edificio, en algún lugar de la planta baja. Parece que hemos llegado a tiempo. Esta noche habrá la máxima subida de la marea y por lo que se ve, ya están llegando.

—¿Por qué yo? —preguntó Julia, confusa—. No sé qué he de buscar, ni qué hacer cuando lo encuentre.

—¿Prefieres disparar? —preguntó a su vez Basia mientras le ofrecía el otro rifle. Su tono era seco y áspero y sus ojos brillaban como canicas de cristal. A Julia no se le escapó la amarga nota sardónica de su voz. Era evidente que no estaba preparada para defender la posición con el extraño rifle y parecía más lógico que su instinto la condujera hasta la abertura del segundo pozo.

—Está bien —dijo tratando de sostener la mirada de la polaca—. ¿Qué he de hacer?

Basia pareció relajarse. Señaló con la cabeza hacia el maletín de Julia mientras cargaba el rifle.

—Coge el amplificador y el disco del profesor Baxter. Cuando hayas encontrado el pozo, ponlo en marcha y deja que se oigan los fonemas a todo volumen. Eso tendría que regenerar el escudo protector, al menos durante el tiempo que necesitamos para que llegue el segundo equipo y lo selle definitivamente. Llévate también una pistola y varios cargadores —añadió, señalando hacia la pantalla del transmisor—. No sé por cuánto tiempo podremos retenerlos.

Julia miró la pequeña pantalla y vio que habían aparecido más puntos rojos, que ahora se desplegaban por el norte y el sur del islote.

Lentamente, los Profundos estaban rodeando su presa. Julia no quiso contar el número de puntos rojos que salieron del mar mientras miraba la pequeña pantalla. No tenía sentido hacer cábalas sobre algo que aumentaba continuamente de forma exponencial. Entonces se oyó el cántico.

La serie de horrendas palabras que se alzaban en el aire, guturales e inhumanas, un clamor ensordecedor producido por todas las criaturas que se arrastraban hacia ellos, se abatió sobre Julia como una tonelada de ladrillos. Cayó de rodillas mientras se cogía la cabeza con las manos y trataba de taparse los oídos.

Al cerrar los ojos con fuerza, una sucesión de vívidas imágenes se abrió paso. Su memoria intentaba desencallar los recuerdos borrosos de caras achaparradas, ojos saltones y enormes bocas abiertas de las que surgía la espantosa letanía.

Con espantosa familiaridad, reconoció las palabras del cántico, ya que su propio padre se lo había susurrado al oído más de una vez cuando creía que estaba dormida, una horrenda canción de cuna que iba dejando su impronta malsana en una niña inocente y pura. Sin darse cuenta, en voz baja, empezó a repetir las sílabas que creía olvidadas, una a una, sintiendo la terrible fuerza que poseían, y entrevió por un instante la gloria del dios deforme que la llamaba por su nombre.


Julia

Iba a gozar por fin de su destino, y sumergirse para siempre en las acogedoras profundidades del océano para adorar a Aquel Que No Ha Muerto, Pero Que Duerme Para Siempre…

—¡Julia! ¡Julia! —una voz se entrometió en sus sueños de gloria, pero no era el Dios Dormido—. ¡La estrella! ¡Por el amor de Dios, coge la estrella! ¡Julia!

De pronto, un estampido resonó al lado de su oreja, un ruido seco y agudo que la obligó a abrir los ojos con rabia, furiosa de ser despertada. Su mirada se encontró con la de Basia, que dejó de gritar su nombre y retrocedió con expresión de espanto hasta que se golpeó contra la pared. Su mano tanteaba buscando la pistola de la sobaquera.

Confusa, irritada y desorientada, Julia recordó la Estrella de los Ancianos que llevaba colgada al cuello y sonrió. «Sí, pensó, súbitamente alborozada, la estrella será un bonito regalo para mi dios triunfante…»

El latigazo de dolor que sintió al asir la piedra fue todavía mayor que el que había sufrido en Londres. El espasmo nervioso la proyectó hacia atrás con fuerza demoledora y cayó sobre las tablas hecha un guiñapo, con el pecho ardiendo y sin aire. Basia fue a su lado de inmediato, pero esta vez no había fármaco milagroso y lo único que pudo hacer fue soportar con los dientes apretados el dolor que le causaba la tenaza de hierro en que se había convertido la otra mano de Julia, agarrada con desespero agónico a su brazo mientras intentaba respirar.

Fabio seguía disparando, cada vez con más frecuencia, girándose ocasionalmente para controlar la situación. Al cabo de lo que pareció una eternidad, Julia volvió a respirar con cierta normalidad y se soltó de Basia, indicando que estaba bien con débiles gestos. Ésta volvió a su puesto tras echar una ojeada a la pantalla, en la que ya predominaba el color rojo.

Julia consiguió incorporarse. Desde su posición, veía las espaldas de sus dos compañeros mientras iban disparando hacia la oscuridad, cada vez más rápido. El cántico había incrementado su volumen, pero ahora sólo oyó un ensordecedor clamor parecido al croar de miles de ranas. Las palabras habían dejado de tener significado y pudo arrastrarse hasta la maleta, coger el amplificador con el disco y abrocharse la sobaquera y el cinto con varios cargadores de recambio. Bajó la escalera y se internó chapoteando en la parte más oscura del edificio en ruinas.

La estructura de puertas a ambos lados de un ancho pasillo, algunas conservando restos de lo que parecían ser rejas, y el revestimiento de azulejo blanco que reverberaba bajo la luz de la luna, le confirmaron que habían encontrado lo que quedaba del asilo Webster.

Julia intentó concentrarse, buscó de nuevo su cada vez más esquivo centro vital, su ojo del huracán, y se refugió en él, observando el remolino de nubes deshilachadas que giraban alocadamente a su alrededor. Era difícil mantenerse en el centro mientras las ráfagas del cántico imperioso la iban empujando hacia el torbellino que la rodeaba, pero una vez más, aferró el talismán de piedra y esperó.

Un instante más tarde, su mirada se dirigió por sí sola hacia una de las puertas destrozadas que había en el fondo del pasillo y supo que el pozo estaba en ese lugar. Chapoteando en el agua que la cubría hasta más arriba del tobillo, se acercó hasta la puerta y contempló la cámara inundada.

Las paredes descarnadas, cubiertas de algas marchitas semejantes a costras, brillaban con el reflejo de la luna que, por un extraño efecto óptico, ocupaba por entero el suelo cubierto de agua. Julia observó con extrañeza que allí no llegaba el clamor de los monstruos y reinaba un espeso silencio que se le antojó aún más aterrador cuando comprobó que la superficie del agua que cubría la cámara estaba inmóvil, sin rastros de ondas, como si se tratara de un lago que yaciera olvidado en una caverna subterránea.

Se adentró en la habitación sin techo y se detuvo en el centro. El agua tenía la consistencia de la gelatina. La imagen de la gigantesca luna, que parecía enferma de lepra, reflejada en el agua sin ondas, le provocó una sensación de vértigo, una alucinación de estar flotando en el espacio exterior.

Entonces, notó cómo algo que estaba muy dentro de ella, el secreto que le habían ocultado tantos años, se revolvía como una serpiente acorralada. Algo se desgarró en su interior, y el velo de Isis se alzó por fin. Alguien que no era ella miró a través de sus ojos la mano que sujetaba el dispositivo amplificador. Y vio impotente cómo la mano se abría y dejaba caer al suelo inundado la última esperanza de victoria.

«¡No!», aulló su cerebro desesperado, tratando inútilmente de hacer agachar a su cuerpo rebelde para recuperarlo. Sin embargo, en lugar de eso, inspirando profundamente, aquella Julia renacida se situó en el centro de la habitación y de su boca salió lo imposible.

Entre las cuatro paredes de la extraña cámara, las potentes sílabas reverberaron con fuerza, produciendo ecos que sentía impactar en su cuerpo como balas de goma. Cada fonema producía una onda de choque que iba alterando la superficie, una y otra, y otra vez, hasta que la imagen de la luna se desdibujó por completo. Siguió pronunciando los fonemas, uno tras otro, terribles en su grandeza, horrendos en el significado que ahora comprendía con perfección abrumadora mientras sus manos trazaban los terribles símbolos en el agua.

De pronto, el clamor ensordecedor de los Profundos estalló en el interior de la cámara mientras que el agua del mar entraba a borbotones, furiosa por haberle sido negado el acceso durante tanto tiempo. Las olas barrieron la habitación y chocaron contra las paredes, levantando surtidores de espuma blanca que arrastraron a Julia como si fuera un corcho y la lanzaron al pasillo, desde donde vio cómo se iba formando un remolino que iba creciendo en altura pero sin salir por la puerta, como frenada por un cristal invisible.

No tuvo tiempo de ver lo que iba a suceder, ya que por el rabillo del ojo vio una forma monstruosa acercándose a ella con extraños saltos. Allí, caída y medio cubierta por la vertiginosa espuma del mar, viendo avanzar a su horroroso destino, el velo acabó de desgarrarse y la nueva Julia comulgó por fin con el mar y se hizo partícipe de su furia, una furia desatada que barrió para siempre la inmundicia acumulada en su mente.

Aún arrodillada, echó mano a la pistola, quitó el seguro, apuntó a la cabeza de la odiosa criatura y apretó los dientes con una mueca enfurecida.

—Llévale este mensaje a tu dios —gritó. Y apretó el gatillo. Una. Dos veces. Casi no sintió el brutal retroceso del arma y se puso en pie. La criatura yacía inmóvil en el agua que seguía arremolinándose vengativa por todo el edificio. Julia avanzó por el pasillo, chorreando agua, disparando cada vez que una de las blasfemias aparecía en su campo de visión. El clamor se había convertido en un alarido incesante de pura furia, pero Julia ya no oía nada, concentrada, contando los tiros, cambiando de cargador. Un disparo, dos, tres.

No vio la inmensa columna de agua blanca y verde que, refulgiendo con luz cegadora, se alzó durante un brevísimo instante desde la habitación del pozo y se elevó hacia el cielo con la espuma retorciéndose como un tentáculo agonizante e inmenso que quisiera tratar de alcanzar la luna.

Tampoco vio cómo los Profundos habían logrado trepar por los muros de piedra a pesar de la mortífera cortina de balas, ni a Fabio caer con la cara destrozada por una monstruosa garra, empalado en un tridente de oro, riendo, enajenado, y disparando con dos armas, arrastrando consigo a varios enemigos en su caída.

Tampoco fue consciente de los focos que se encendieron por encima de las ruinas ni de la llegada de los silenciosos helicópteros de combate que vomitaron figuras embozadas en negro que se precipitaron al vacío colgadas de cuerdas, disparando ráfagas precisas. El caos se apoderó de las criaturas, que se fueron replegando en las aguas embravecidas, dejando tras de sí una alfombra de cadáveres que el mar iba amortajando con su espuma salvaje.

Julia no notó que uno de los encapuchados le quitaba de las manos el arma descargada que seguía disparando una y otra vez hacia un enemigo que sólo ella podía ver.

Y al final, todo se volvió oscuro.

Su padre la miraba con una expresión de disgusto y reprobación. Julia volvía a estar enferma, con fiebre bastante alta, pero una vez más el médico del pequeño pueblo no había sabido diagnosticar cuál era la extraña dolencia que aquejaba periódicamente a la joven muchacha.

—Nunca será una de los nuestros —le decía su padre a su madre con acritud—. Está resistiéndose con mucha fuerza y ya se está haciendo mayor. Es igual que tú, no comprenderá cuál es su destino hasta que sea demasiado tarde.

Julia miró a su madre intentando vencer el sopor que la envolvía como un sudario viscoso. No acababa de comprender qué había hecho enfadar tanto a su padre y buscó refugio y consuelo en las manos maternas que le acariciaban la frente sudorosa con suavidad. Su mirada vidriosa y febril se encontró con los ojos redondos y diáfanos de su madre, y vio pasar por ellos un fugaz destello triunfal, la diminuta chispa de luz que delataba el logro de un deseo secreto que nunca jamás iba a ser revelado.

Despertó con la luz del sol hiriéndole los ojos bajo un techo blanco y sin adornos. Sentía el cuerpo agarrotado. Aunando toda su voluntad y apretando los dientes para soportar el dolor que apareció al instante en forma de espasmos, consiguió ladear la cabeza y vio que estaba tendida en la cama de una habitación de color verde claro. La cabellera oscura y brillante de Basia se desparramaba en un lecho a su lado.

Intentó incorporarse pero lo único que consiguió fue otro espasmo de dolor y un incremento en el ritmo de un bip que salía de una máquina que había en el cabezal de la cama. Se oyó un rumor de sábanas y escuchó la voz ronca de Basia.

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