Read Despertando al dios dormido Online

Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (23 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
11.69Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Suspiró profundamente y siguió con mirada distraída el recorrido de una onda que atravesaba la bañera impulsada por su aliento, para estrellarse contra el otro extremo y finalmente desaparecer, reproduciendo una perfecta analogía de la vida.

Al día siguiente, empezaría el principio del fin. Para bien o para mal, el viaje a Irlanda iba a convertirse en iniciático y sería el eslabón definitivo que transformaría por completo una vida que hasta entonces había sido plácida.

Salió de la bañera y se envolvió en un albornoz. El calor del agua había penetrado en sus poros y le producía una agradable sensación de somnolencia, que aprovechó metiéndose en la cama. Al poco rato estaba profundamente dormida.

Capítulo XII

La fiebre había sido su peor enemigo durante la corta pero intensa gripe. Las subidas bruscas de temperatura habían alcanzado los cuarenta grados varias veces y Julia había experimentado el delirio febril más absoluto, viviendo inquietantes alucinaciones que le habían dejado un extraño regusto a mar en la boca reseca. Los sueños eran perversos, vívidos y recurrentes, imágenes de extrañas construcciones ciclópeas, desiertas y barridas por vientos huracanados, con grandes edificaciones parecidas a templos cubiertas de bajorrelieves y grabados que narraban cruentas historias de épocas que desafiaban al tiempo.

El mar estaba siempre junto a esas ciudades, un mar tenebroso y cubierto de nubes oscuras, en el que se agitaban formas que no alcanzaba a vislumbrar y del que salían cánticos de los que no podía librarse, disonancias que flotaban más allá de las fronteras del sueño, letanías ininteligibles que iban creciendo hasta hacerse dolorosamente insoportables. Ella corría, tratando de hallar la salida de la ciudad o simplemente un cobijo de la lluvia, del viento que aullaba burlón por entre las piedras carcomidas y del frío que sentía en el tuétano de los huesos, una sensación gélida de la que no conseguía deshacerse ni siquiera al despertar, cubierta con mantas eléctricas y atiborrada de infusiones calientes.

Durante uno de esos períodos, mientras yacía en la cama sudando y tiritando, gimiendo en voz queda mientras corría entre los desolados muros de la ciudad muerta, huyendo de la aterradora sensación de peligro, había notado la suavidad de un paño que le acariciaba la frente. A través de un espeso velo, había visto a su madre sonriente pero con una expresión preocupada ensombreciendo su rostro, y había cerrado los ojos de nuevo, incapaz de contrarrestar el peso de sus párpados. Pero había seguido sintiendo la caricia sutil, la mano suave y fresca que la relajaba y le devolvía la lucidez…

Abrió los ojos y vio que todo era azul y gris. Recordó que estaba en Inglaterra, pero notó con horror que seguía sintiendo la mano de su madre acariciándole la frente. Giró la cabeza con brusquedad y se encontró con el rostro de Basia, al que la luz de los focos exteriores confería el aspecto pétreo de una gárgola. Ésta retiró la mano de inmediato cuando Julia se incorporó de golpe y se arrebujó en el albornoz en un arrebato de pudor.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó con sobresalto.

—Estabas teniendo un mal sueño —replicó Basia, con expresión inescrutable. También llevaba puesto un albornoz—. He oído cómo gemías y he venido a ver qué te pasaba. Siento haberte asustado.

Julia se estremeció bruscamente, sacudida por un escalofrío incontrolable. Notó que estaba empapada en sudor y que tenía las mejillas mojadas por las lágrimas. De repente tuvo miedo por lo que iba a ocurrir al día siguiente, miedo por su vida y por el aterrador futuro que la esperaba, miedo por la respuesta que estaba vislumbrando en las pesadillas cada vez más reveladoras. Vio que Basia se apartaba de la cama y la sujetó por la muñeca.

—No te vayas —musitó, tirando con suavidad de su brazo—. Me da miedo volver a soñar. Son unos sueños tan extraños…

—Sueñas con
ellos
, ¿verdad? —el tono triste de Basia denotaba conocimiento—. Sueñas con la ciudad perdida y con su llamada, sueñas con tu destino.

Julia volvió a estremecerse al oír la sucinta confirmación de un espantoso hecho que se negaba a afrontar.

—¡No! ¡No, no soy como ellos! —respondió Julia casi gritando, con el pánico atenazando su voz—. ¡No puedo ser como ellos!

Y se echó a llorar, hundiéndose en la cama y dando la espalda a Basia. Lloraba con desconsuelo, con rabia y con impotencia, con el pánico cerval de convertirse en algo que la horrorizaba. Notó que Basia se sentaba en la cama y la cogía por un hombro con suavidad.

—Nosotros te ayudaremos, Julia —oyó que decía mientras notaba su mano acariciándole la mejilla mojada por las lágrimas—. No eres la primera ni serás la última. Has de confiar en nosotros y todo saldrá bien, te lo prometo. Aún hay tiempo.

Julia rodó sobre sí misma y enterró la cara en el regazo de Basia, incapaz de contener por más tiempo el miedo y el dolor que sentía y se entregó sin reservas al llanto mientras seguía notando las caricias balsámicas de la joven polaca.

—Estás empapada, Julia —oyó que le decía—, quítate el albornoz antes de que cojas frío.

Julia se dejó ayudar, de nuevo una niña inocente, para librarse del albornoz húmedo y se metió de nuevo en la cama, tiritando con violencia. Al cabo de un momento, sintió que Basia se había metido bajo las sábanas y notó su cuerpo desnudo y cálido que la abrazaba por la espalda con gentileza, transmitiéndole su calor.

—No te preocupes —oyó que susurraba en su oído—. Duerme, Julia. Todo va a salir bien.

Por primera vez en muchos meses, tal vez años, Julia se sintió en paz. La tibieza del cuerpo de Basia la reconfortaba. El frío se disolvió como la escarcha con los primeros rayos de sol. El miedo que le contraía el vientre se fue trocando en frágil esperanza, en ilusión y en deseo de vivir, de liberarse para siempre de un terrible pasado que no había recordado hasta ese momento, un pasado surgido de las tinieblas profundas de una psique que se negaba a reconocer que por sus venas corría sangre de la estirpe de aquellas insidiosas blasfemias.

Julia anhelaba ser absuelta de los espantosos pecados cometidos por sus progenitores, acciones que no tenían justificación alguna y que sólo eran consecuencia de la codicia y el ansia de poder.

Ahora era fácil ver cómo una simple pareja de pescadores de la Galicia más profunda había podido enviar a su hija a la universidad y prosperado en una tierra en la que el resto del pueblo había fracasado, y por qué su casa era la más grande y su coche el más lujoso, y por qué la cruel guerra civil parecía no haberles tocado.

Las lágrimas volvieron a anegarle los ojos, pero esta vez lloraba por sus padres muertos y por sus almas atrapadas en aquel infierno eterno. Notó cómo Basia la abrazaba con más fuerza y oyó una especie de canturreo en una lengua que desconocía, gutural pero armoniosa, una suave cantinela que la fue acunando con dulzura hasta que se durmió.

Cuando despertó, Basia se había ido. La luz mortecina de otro típico día británico trataba de entrar con timidez a través de los visillos. El reloj de pulsera que descansaba sobre la mesilla de noche la informó de que eran las 8:35.

Mientras se daba una ducha con agua muy caliente, se encontró pensando en Basia y en la inusitada reacción que había tenido con ella. De no haber sido por ella y su dulzura, habría sido absorbida por la espiral de locura que acechaba desde el borde de su yo consciente. El mensaje de esperanza y la paz que le había sabido transmitir habían actuado como riendas del miedo desbocado que había sentido. «Un ángel negro» —se dijo—, y sonrió.

Después de vestirse con lo que halló en el brazo del sillón —pantalón de lana gruesa y oscura, suéter de cuello alto de lana color crema y botas de montaña marrones de media caña— bajó al gran salón-comedor del restaurante.

Había varias personas sentadas a varias mesas, entre ellas Basia. No sabía qué actitud tomar ante ella, ya que por un lado la embargaba la vergüenza de la situación y la flaqueza demostradas, pero por otro se sentía inmensamente agradecida por la noche de paz que le habían proporcionado sus cuidados.

Cuando se aproximó a la mesa que ocupaba, se sintió aliviada al ver que Basia la cogía de la mano y le sonreía.

—¿Has conseguido descansar? —le preguntó mirándola mientras le servía una taza de café.

Julia asintió sin decir nada, sonrió a modo de respuesta e inhaló el penetrante aroma del café recién hecho, al estilo italiano, muy fuerte y concentrado.

—Nos vamos de aquí dentro de una hora —continuó Basia, levantándose de la mesa y dándole un pequeño llavín—. Cuando acabes de desayunar, baja a la sala de control. Sótano 5. El padre Marini quiere hablar contigo. Tranquila —añadió al ver que Julia la miraba con sobresalto—, todo va a salir bien —y diciendo eso le dio un apretón cariñoso en el hombro y salió de la gran sala.

A pesar de las penurias pasadas y de que el cuerpo todavía le dolía en varios sitios, Julia no había perdido el apetito y devoró un desayuno descomunal. Tras saborear una segunda taza de auténtico café
expresso
, se levantó y se dirigió hacia el ascensor que descendía a la parte reservada del edificio. Entró en él, insertó la llave, pulsó el botón B5 e inhaló profundamente cuando se cerraron las puertas.

El padre Marini tenía un aspecto intimidador, de pie junto a la mesa que había en uno de los cubículos acristalados de la planta baja. La corpulencia del eclesiástico y la sobriedad de su oscuro atuendo, del que destacaba como un faro la cruz de plata que destellaba bajo la luz, y la mirada acerada le recordaron a un depredador dispuesto a saltar sobre su presa. Basia, con su habitual inexpresividad acentuada por la frialdad de la luz, se mantenía a su lado y también la observaba. Sin embargo, el tono que empleó el padre Marini con ella fue cordial y cariñoso.


Buon giorno
,
Giulia
—la saludó mientras le ofrecía asiento frente a la mesa y sonreía—, espero que te encuentres mejor. Hoy tienes mejor cara, desde luego.

Julia asintió en silencio, esbozando una media sonrisa, temerosa de la reacción que iba a provocar cuando se supiera la verdad sobre su horrible herencia genética. Era probable —y así lo esperaba en su fuero interno— que Basia no hubiera comunicado aún la grave noticia a sus superiores, y confiaba en poder acabar la misión y demostrar que no constituía ninguna amenaza, ningún tumor que se tuviera que extirpar. Pero las siguientes palabras del padre Marini le desmontaron la frágil esperanza de un solo plumazo.

—Supongo que Basia te ha dicho que no debes tener miedo —dijo con los ojos fijos en los suyos y las manos apoyadas sobre la mesa en actitud tranquila. Basia se había colocado detrás de ella y había cerrado la puerta—. Nosotros te ayudaremos a superar esa etapa, cuando se presente. Por desgracia, tenemos una amplia experiencia. Lo único que has de hacer es confiar en nosotros y, por encima de todo, confiar en ti. Has vivido media vida sin descubrir qué llevabas dentro, y puedes vivir la otra media controlándolo con un poco de voluntad… y esto.

Julia vio que en sus manos había aparecido un curioso colgante que colocó frente a ella. Tenía una forma irregular, pero recordaba de manera vaga a una estrella de mar de cinco puntas. Mediría unos cinco centímetros de largo por otros tantos de ancho, y era de un material gris verdoso que brillaba con suavidad.

Alargó la mano para cogerlo y de pronto sintió que se estremecía sin poder controlarlo y se detuvo a mitad de trayecto. El padre Marini la miraba con intensidad pero sin decir nada, tan sólo asintió con brevedad, como para darle coraje, aunque se le había tensado la mandíbula y tenía los nudillos de las manos blancos.

Julia empezó a sudar profusamente, con la mano inmóvil en el aire y los dedos vibrando a escasos centímetros del extraño colgante, mientras trataba por todos los medios de hacer avanzar el brazo, intentando acallar los cánticos airados de sus sueños, que se habían alzado como una muralla de sonido, una ola sonora gigantesca que amenazaba con engullirla y arrastrarla hacia el fondo del océano para siempre.

La sala, el padre Marini, Basia, todo se había difuminado. Sólo quedaba la estrella, nítida, envuelta en una vorágine de vértices blanquecinos deshilachados que giraban formando una especie de túnel. Algo en su interior trataba de alejarla de la estrella, algo que aullaba furioso y desesperado. Consciente de que era su última oportunidad, Julia concentró su energía, inspiró profundamente y gritó con todas sus fuerzas mientras su mano vencía la resistencia y se cerraba sobre el talismán de piedra.

Cientos de agujas al rojo vivo se le hincaron a la vez en la palma de la mano, y sintió un ramalazo de dolor tan intenso que la hizo saltar hacia atrás. Derribó el asiento e impactó con la espalda contra la puerta de cristal, que se hizo añicos. Julia cayó al suelo entre una lluvia de fragmentos de cristal, y se quedó allí, desmadejada como un muñeco, jadeando, con un dolor lacerante en el pecho y la espalda.

Al instante, Basia y el padre Marini estaban a su lado, ayudándola. Con los ojos muy abiertos, entre espasmos de dolor, vio cómo el padre Marini le administraba una inyección que había sacado de un pequeño estuche que había visto encima de la mesa.

—Tranquila, tranquila —le repetía una y otra vez Basia mientras la sujetaba y le acariciaba la frente sudorosa—. Ya ha pasado todo. Lo has hecho muy bien. Ahora puedes soltar la estrella.

Abrir la mano supuso para Julia otro tremendo esfuerzo que la dejó extenuada. Con horror, vio que la fuerza con la que había asido el colgante de piedra había dejado el contorno marcado en su palma con claridad, y cinco rastros de sangre resbalaban por su mano entumecida.

Ayudada por los otros, se incorporó, regresó al cubículo y se sentó en la silla, respirando todavía con dificultad y con una pregunta asomando en los ojos arrasados por las lágrimas. Basia le limpió las pequeñas heridas con una gasa y le vendó la mano con una destreza que daba a entender que no era la primera vez que lo hacía.

El padre Marini volvió a ocupar su puesto frente a Julia y guardó el pequeño estuche en un cajón de mesa. Después, la miró con una mezcla de culpabilidad y aprobación. Basia se quedó tras ella, sujetándola con suavidad por los hombros y dándole a la vez un suave masaje en el trapecio agarrotado.

—Era absolutamente necesario hacer esto, Julia —exclamó el eclesiástico, pasándose la mano por el blanco cabello—. La estrella es un talismán muy fuerte, pero el instinto atávico que llevas dentro es también muy poderoso. Hay que averiguar cuanto antes quién es el dominante y quién el dominado.

BOOK: Despertando al dios dormido
11.69Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

1636: Seas of Fortune by Iver P. Cooper
Numbers Don't Lie by Terry Bisson
Gangway! by Donald E. Westlake, Brian Garfield
Liberty Silk by Beaufoy, Kate
Fighting Back by Helen Orme
The Darwin Conspiracy by John Darnton
The Conquering Tide by Ian W. Toll
Prince of Magic by Linda Winstead Jones
Caroline's Daughters by Alice Adams