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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (18 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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—Gracias —consiguió farfullar Julia, intentando hacer desaparecer la bruma que se había estancado en su cerebro como en una ciénaga. Cuando empezó a sorber el zumo, se dio cuenta que estaba rabiosamente hambrienta y de que, en efecto, se sentía mucho mejor que unas horas antes. Había dormido sin pesadillas, y el nivel de ansiedad y miedo se iba derritiendo con la luz del día, cálida y tonificante.

—Hemos encontrado varias cosas —dijo Fabio, arrugando la prominente nariz e inspirando bruscamente. No se había afeitado y lucía unas acusadas bolsas bajo los ojos que brillaban como diamantes—. Por un lado, lo que queda de un diario personal del profesor que narra la historia de Ûte y su ingreso en el asilo Webster de Irlanda.

—Al parecer —continuó Basia, a quien no se le notaba demasiado la noche en vela—, el profesor fue psiquiatra internista en el asilo donde estuvo Ûte. Fue un encargo especial de alguien que nunca menciona por su nombre, pero cuyas iniciales son WTM.

—Hemos encontrado también la correspondencia con el que parece ser el enigmático profesor de Halifax que publicó los hallazgos iniciales —dijo Fabio—. Las cartas son muy reveladoras y el firmante sigue siendo WTM.

—El profesor Grosshinger empezó a tratar a Ûte en el asilo irlandés —siguió Basia—, y redactó todas las conversaciones que mantuvieron, así como los aberrantes tratamientos a que fue sometida. Hay incluso un certificado de defunción, pero tiene algunas partes bastante confusas, como la causa de la muerte y la ausencia de autopsia. Adivina quién se encargó del cadáver —concluyó enarcando las cejas.

—¿El propio profesor Grosshinger? —aventuró Julia.

Basia asintió con una sonrisa.

—Y un tal Angus O’Herrold. Pero resulta que Grosshinger no era la víctima, sino el verdugo. Escucha esto —añadió cogiendo una carta de aspecto amarillento.

Julia se despejó de golpe. La referencia al despertar del Dios Dormido le erizó los pelos de la nuca. La invadió una sensación aterradora de familiaridad, de
déjà vu
, de haber oído esas palabras y de haberlas enterrado en lo más profundo de su inconsciente.

—Todas las conversaciones mantenidas están disimuladas como alucinaciones al principio del diario —intervino Fabio—, pero a medida que va avanzando,
herr
Grosshinger va dejando caer el pretexto, se torna cada vez más brutal y totalmente volcado en los espantosos experimentos. Sin duda una gran pérdida para el Tercer Reich —ironizó con tono sepulcral—. Hacia el final hay unas curiosas alusiones a un cambio
físico
de Ûte.

Julia no dijo nada, concentrada en escuchar la narración, juntando en su cabeza las partes que podían encajar y asimilando que había cometido graves errores.

—Pero lo más interesante —continuó diciendo Basia, recogiendo una vez más el testigo de su compañero—, es que el diario también hace mención de que alguien, o algo, iba a visitar al profesor en esta finca. Una visita que le aterró de tal forma que preparó un refugio en lo que llama la galería. Eso fue poco tiempo antes de su desaparición.

¿La galería? Un arco eléctrico pareció saltar de un lado a otro de la mente de Julia. El galerista vienés le había dicho que el profesor tenía más cuadros traídos desde tierras inglesas, lienzos valiosos que todavía no había visto. Lo que quería decir que…

—Exacto —afirmó Fabio con una sonrisa. Julia se dio cuenta de que todos sus pensamientos se habían ido reflejando en su cara—. Hemos de encontrar la galería.

—Y aún hay más —añadió Basia, levantando un dedo y señalando hacia la maleta transmisor—. Resulta que la Starfish Alliance es una vieja conocida de nuestra organización, aunque se ha cambiado de nombre y ha maquillado un poco su imagen. Su cabeza visible es un tal Daniel Blankenship, pero en la sombra opera Wilbur Thaddeus Marsh, o W.T.M., descendiente directo de una familia norteamericana de Massachussets tristemente célebre que el gobierno federal de los Estados Unidos trató de exterminar en 1928 en un no menos famoso
raid
nocturno cerca del Arrecife del Diablo.

—Lo cual nos lleva a deducir —concluyó Fabio, dando otro brusco sorbetón, como si tuviera problemas de respiración— que lo que sea que ocurre en el pozo de la isla de Oak tiene mucho que ver con la inusual actividad de la compañía durante estos últimos meses. Lo que no cuadra es la falta de coincidencia entre los caracteres de la piedra del pozo y los del medallón, pero estoy convencido de que si logramos dar con la galería del profesor Grosshinger, hallaremos una respuesta. Propongo que nos centremos en el sótano y en el garaje. Si no hallamos nada podemos mirar por los alrededores de la finca. Durante la guerra pudo construirse algún bunker o algún refugio por esta zona.

—Ganaremos tiempo si nos dividimos el trabajo —opinó Basia, mientras se levantaba del sillón—. Yo me ocuparé del garaje y Julia puede buscar en el sótano. Lamberti, coge un rastreador y peina un poco el jardín. —Hizo una pausa y consultó su reloj—. Si nadie encuentra nada, nos reuniremos aquí dentro de una hora, y si alguien descubre algo, que avise a los demás con el TP.

Mientras hablaba abrió un compartimiento de la tapa de la maleta transmisor, sacó tres objetos y entregó dos a Fabio y a Julia. Ésta cogió lo que parecía ser un auricular unido a un tubo de plástico flexible de unos quince centímetros de longitud que acababa en algo que tenía todo el aspecto de ser un micrófono. Vio que los otros dos se introducían el auricular en la oreja y ella hizo lo mismo.

—Para hablar, aprieta el auricular.

Julia oyó la voz de Basia por el auricular, precedida de un corto
bip
y también por el otro oído—. Para escuchar, no hace falta que hagas nada. Pongámonos en marcha, el tiempo apremia.

Julia se encontró de nuevo sola en la casa. Fabio había montado en un santiamén un aparato que parecía un buscador de metales y había salido con Basia, ambos armados con los rifles y las pistolas que portaban en la sobaquera. Con el aguijón del hambre taladrándole el estómago, Julia cogió la potente linterna que le había dejado Basia y bajó la escalera del sótano.

Lo primero que hizo fue abrir de par en par las puertas por las que había entrado la noche anterior, para que el aire limpiara el hedor que aún invadía el recinto. A lo largo de la casa había una serie de troneras a ras de suelo que dejaban entrar la luz, así que apagó la linterna.

El sótano estaba dividido por las estanterías que ya había visto a su llegada a la casa. Se veía claramente el registro efectuado por Basia la noche anterior. Examinó el suelo buscando alguna trampilla que ocultara un segundo sótano, pero el cemento cubierto de polvo era sólido y no presentaba más resquicios que los propios del uso. Entonces dirigió la atención a las paredes y las fue golpeando, una a una, intentando encontrar huecos que delataran una puerta oculta.

En una de las esquinas, casi debajo de la escalera que conducía a la trampilla exterior, había una pila de sacos de yute que impedían llegar a la pared con comodidad. Al arrastrarlos para dejar libre el camino, descubrió unos arañazos en el suelo formando una figura de media luna casi perfecta. Eso no podía ser fruto de la casualidad, así que trazó con un dedo el rastro de la semicircunferencia y, al llegar a la pared, observó que coincidía con una juntura del muro que se elevaba en línea recta hasta el techo del sótano.

Cogió un trapo grasiento de una de las estanterías cercanas y limpió las junturas de la pared y del suelo con todo cuidado. A continuación, buscó y encontró una vela, la encendió y la acercó a las junturas. Su excitación creció como la espuma cuando vio que la llama se inclinaba hacia afuera en algunos puntos, como si alguien estuviera soplando con suavidad. Si había una corriente de aire, había un hueco. Ahora sólo faltaba descubrir el mecanismo de apertura.

—Creo que tengo algo —musitó mientras apretaba el auricular—. Necesito que alguien le eche una ojeada.

—Voy para allá —oyó que contestaba Basia—. De todas maneras, aquí no hay nada. Lamberti, sigue buscando.

—Entendido —repuso Fabio. Estaba claro que Basia era la que estaba al mando del grupo.

Al cabo de unos momentos, se escucharon pasos en la escalera. Basia apareció con el suéter y los pantalones tiznados de polvo, pero no parecía importarle demasiado, ya que cuando Julia le explicó el hallazgo, se arrodilló con la vela para examinar las junturas.

—Parece que has dado en el clavo —le dijo cuando se incorporó, dándole un ligero apretón en un brazo con una sonrisa—. Ahora vuelvo.

Cuando volvió a bajar, traía consigo un pequeño objeto de plástico gris que emitía una luz violeta intensa muy parecida a la de los detectores de billetes falsos. Tenía una pantallita iluminada en verde en la parte superior y unos indicadores que cambiaban de color, como un semáforo.

Basia se situó frente a la pared e inició una curiosa danza con el aparato, estirándose para llegar hasta el techo y encogiéndose hasta quedar hecha un ovillo en el suelo, para dar a continuación un pasito de lado y volver a repetir la operación. Vestida de oscuro y con la luz ultravioleta iluminando las angulosas facciones, parecía una bailarina del Teatro Negro de Praga, y la fluidez de movimientos le confería un aspecto casi mágico en la semipenumbra acuchillada por la luz que entraba por las troneras como focos de escenario.

Apenas habían transcurrido diez minutos cuando la danza casi hipnótica se acabó con una suave exclamación.

Basia apagó el aparato y extrajo un ladrillo suelto del muro. La sección sospechosa de la pared se desplazó hacia afuera unos centímetros como una puerta bien engrasada al tirar de una palanca que había en la cavidad. Basia cogió la linterna de manos de Julia, se llevó un dedo a los labios en señal de silencio, desenfundó el arma y acabó de abrir la puerta secreta, tras lo cual metió linterna y pistola por el hueco y las movió en todas direcciones. Después se internó en la oscuridad. Unos instantes después, se hizo la luz en el interior.

Al entrar en el recinto, Julia vio que la galería era una cámara de unos diez metros de largo por seis de ancho y casi tres de altura, revestida de piedra e iluminada con luces de baja intensidad colocadas en el techo en dos hileras. El único mobiliario de la sala lo constituía una mesa de despacho bastante grande y antigua con patas leoninas, dos sillas a juego forradas de terciopelo verde, un sillón de cuero negro tipo Chester y una mesita baja adornada con marquetería moruna sobre la cual descansaba un tablero de ajedrez de alabastro y madera, con figuras de marfil de talla exquisita.

El suelo estaba cubierto casi en su totalidad por una gruesa alfombra de origen árabe, probablemente persa, cuyos intrincados dibujos rectilíneos, tejidos mediante innumerables nudos de lana de colores vibrantes, denotaban su excelente calidad.

A lo largo de las paredes había cuadros colgados de una barra que rodeaba la habitación. Julia reconoció un Opdenhoff, un Rossi y un Galliac. Había algunos huecos entre los cuadros de donde colgaban todavía varillas de sujeción. Julia supuso que habían sujetado los lienzos que el profesor había vendido para financiar sus expediciones.

Vio que Basia había enfundado el arma, había apagado la linterna y se había plantado frente a un cuadro con una expresión extraña en el rostro y los ojos casi cerrados. Al llegar a su altura, comprendió el motivo de su expresión: estaba contemplando una copia exacta del
Retrato de una dama
de Ûte Firsch-Pieke.

Su primera impresión al ver el cuadro al natural por primera vez fue de absoluta admiración por la extraordinaria calidad del trabajo, que ahora estaba además perfectamente iluminado, pero no tuvo tiempo de recrearse en los magníficos detalles. La potencia del vértigo que la asaltó fue asimismo extraordinaria, y de no ser por el brazo de Basia que la asió con fuerza y la ayudó a sentarse en el sillón, se hubiera caído como un fardo.

—Es evidente que esta copia también tiene una imagen oculta —observó Basia con tono pensativo mientras daba unas palmaditas en el hombro de una Julia absolutamente mareada—. ¿Por qué pintó otro cuadro? Lamberti —dijo por el transmisor—, hemos descubierto la galería. Está en el sótano y hay otro cuadro. Tráete la cámara Da Vinci cuando bajes, por favor.

—Esto es lo que buscaban los Profundos —jadeó Julia desde el sillón—. Sabían que el profesor tenía el otro cuadro y por eso vinieron por él.

Basia continuaba mirando el segundo lienzo de soslayo.

—No estoy segura de eso —dijo, ladeando la cabeza—. No creo que esas criaturas tengan la delicadeza necesaria para transportar obras de arte. Creo más bien que simplemente vinieron buscando al profesor para acabar con él. Para pagarle los servicios prestados.

»Ahora bien —siguió diciendo, tras una brevísima pausa—, ¿quién, aparte de Grosshinger y Marsh, sabía que existían
dos damas
? Y, ¿por qué existen dos damas?

Las dos mujeres se miraron y se encogieron de hombros en perfecta sincronía. Demasiados nexos, demasiadas bifurcaciones y vericuetos. Momentos después, un Fabio jadeante entraba en la sala con una extraña cámara fotográfica. Su mirada examinó el recinto como la de un halcón mientras le alargaba el aparato a Basia.

—Se está levantando viento —anunció entre jadeos—, y por el este vienen nubes de tormenta. Hay que darse prisa; apuesto a que están preparando un segundo ataque.

Basia profirió una exclamación seca en un idioma que Julia no entendió y enfocó el cuadro con la extraña cámara. El flash iluminó la habitación y Julia vio que ambos escudriñaban una pequeña fotografía que había salido de la cámara con un zumbido, como una Polaroid. Intentó mirar de nuevo el cuadro y descubrió que podía hacerlo sin que le acometiera otro vértigo si lo miraba de soslayo.

Y entonces se dio cuenta.

—Esperad un momento —exclamó mientras intentaba ponerse en pie sin conseguirlo—. Este cuadro es distinto al otro. ¿No os habéis dado cuenta? ¡Está mirando en el otro sentido!

En efecto, la dama del nuevo retrato tenía la cabeza vuelta hacia la izquierda, al contrario que la de Solsbury’s. Por lo demás, era un duplicado exacto del otro lienzo. De pronto, Fabio y Basia se tambalearon, pillados por sorpresa por el hechizo y el rechazo mental de la horrenda visión subyacente.

—Es cierto —jadeó Basia, pasándose la mano por la frente y mirando al suelo para no cruzar la mirada con el cuadro—, pero no es una simple copia. Tiene que haber algo más que se nos escapa.

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