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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (5 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
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No respondí. Con los medicamentos adecuados y un par de tratamientos extraordinariamente desagradables, tal vez habría podido alargar su vida un mes más. Pero había elegido el trago. Una despedida digna. Con el trago no cargas a quienes dejas atrás con recuerdos difíciles de borrar.

Pero sigue siendo raro lo de elegir la propia muerte. Elegir el día. Tirar la toalla. ¿Por qué no mañana? ¿Por qué no dentro de una semana, o ayer?

—¿Cómo está…? —preguntó. Vi que vacilaba, que conseguía reprimir su nombre justo en el último momento. No sé qué habría hecho si Ralph Meier hubiera llegado a pronunciarlo en voz alta.

Me encogí de hombros. Pensé en aquellas vacaciones de hacía más de un año. En la casa de verano.

—Marc —dijo. Sentí la presión de su mano sobre la mía. Intentó agarrarme con firmeza, pero apenas le quedaban fuerzas—. ¿Podrías decirle… de mi parte… podrías decirle lo que acabo de decirte?

Aparté la mirada. Liberé mi mano sin dificultad de entre las suyas, aquellas manos que habían tenido fuerza para obligar a otras personas a hacer cosas que no querían. Cosas en contra de su voluntad.

—No —respondí.

Capítulo 6

Ocurrió media hora más tarde. Yo estaba en el pasillo, los chicos tenían hambre y se habían ido a la cafetería. Judith Meier volvió del baño, donde se había pintado los labios y se había retocado el maquillaje de los ojos.

—Me alegro de que hayas estado —dijo.

Asentí.

—Se ha ido tranquilo —dije. Son las cosas que se dicen en situaciones así. Te salen sin querer. Es como decir que una obra de teatro te ha parecido fantástica. O conmovedor el final de una película.

Se nos acercó un hombre, un hombre con bata blanca. Se detuvo delante de nosotros y le tendió la mano a Judith.

—¿Señora Meier?

—¿Sí? —Ella le estrechó la mano.

—Soy Maasland. El doctor Maasland. ¿Tiene un momento?

Llevaba una carpeta marrón bajo el brazo. En la esquina superior izquierda había una pegatina donde se leía, escrito con rotulador, «R. Meier», y debajo, en letras de imprenta más pequeñas, el nombre del hospital.

—¿Y quién es usted? —preguntó Maasland—. ¿Un familiar?

—Soy el médico de cabecera —dije, y le tendí la mano—. Marc Schlosser.

Maasland pasó por alto mi mano tendida.

—El doctor Schlosser. Bueno… es mejor que esté aquí. Hay un par de cosas… —Abrió el expediente y empezó a pasar páginas—. ¿Dónde lo tengo? Aquí.

Algo en el lenguaje corporal de Maasland me hizo poner alerta. Como todos los especialistas, no se molestaba en ocultar su profundo desprecio hacia los médicos de cabecera. Da igual si es un cirujano o un ginecólogo, un internista o un psiquiatra, todos te dirigen la misma mirada. «Qué pasa, ¿no tuviste ganas de seguir estudiando? —dicen sus ojos—. ¿Fuiste demasiado perezoso para dedicarle cuatro años más? ¿Te daba miedo el trabajo de los mayores? Nosotros cortamos carne, llegamos a los órganos, a la circulación, al cerebro, el centro de control del cuerpo humano; conocemos el cuerpo como un mecánico el motor de un coche. Un médico de cabecera sólo puede abrir el capó y negar con la cabeza con asombro y admiración ante tal maravilla de la técnica.»

—Ayer el señor Meier y yo repasamos todo el historial de su enfermedad —explicó—. Es un procedimiento habitual cuando se va a practicar eutanasia. Usted no fue quien acabó enviándonos al señor Meier, ¿verdad, doctor Schlosser?

Fingí reflexionar.

—Sí, es correcto —dije.

Maasland bajó el dedo por la hoja del expediente.

—Se lo pregunto porque aquí dice que… sí, aquí. —El dedo se detuvo—. Ayer el señor Meier declaró que en octubre del año pasado acudió a su consulta.

—Es posible. Muy probable. De vez en cuando venía a mi consulta; si tenía alguna duda, o si quería una segunda opinión. Era… soy amigo de la familia.

—¿Y por qué fue a verlo en octubre, doctor Schlosser?

—Ahora mismo no lo recuerdo. Tendría que consultarlo.

Maasland le lanzó una ojeada a Judith y después volvió a centrarse en mí.

—Según el señor Meier, en octubre del año pasado usted le dijo que no tenía que preocuparse por nada. Y eso que por aquel entonces ya mostraba los primeros síntomas de la enfermedad.

—No puedo confirmárselo así, de buenas a primeras. Podría ser que entonces ya me preguntase algo. Tal vez se notaba algún cambio y sólo quería que lo tranquilizaran.

—Durante esa visita en octubre, ¿le hizo usted una biopsia al señor Meier? Y a continuación, ¿nos envió esa muestra de tejido para que la analizáramos?

—Creo que de eso me acordaría, la verdad.

—Lo mismo pienso yo. Especialmente porque una biopsia es una operación que entraña sus riesgos. En el peor de los casos, hasta puede acelerar el avance de la enfermedad. Supongo que es usted consciente de ello, ¿no es así, doctor Schlosser?

El capó. Podía abrir el capó, pero no debería haber tocado los cables ni los tubos.

—Lo raro del asunto es que el señor Meier se acordaba muy bien de todo ello —continuó Maasland—. Que usted le dijo que enviaría el tejido para que se hiciese un cultivo, y que más adelante lo llamaría para darle el resultado.

Ralph Meier estaba muerto. Su cuerpo, que seguramente ya se había enfriado considerablemente, se hallaba a unos metros de nosotros, tras la puerta verde con un cartelito de silencio. No podíamos entrar a preguntarle si tal vez se había equivocado con las fechas.

—En este momento no lo recuerdo. Lo siento.

—Sea como fuere, esa muestra nunca llegó aquí.

Estuve a punto de decir: «¿Lo ve? ¿Ve como en el último día de su vida Ralph Meier ya empezaba a confundirse? Por los medicamentos. Por el debilitamiento general.» Pero no dije nada.

Entonces Judith Meier tomó la palabra:

—Octubre —dijo.

Maasland y yo la miramos, pero ella sólo me miraba a mí.

—Ralph estaba preocupado —continuó Judith—. Tenía que irse casi dos meses a rodar a Italia. Faltaban apenas un par de días para el viaje. Me dijo que tú creías que no era nada, pero que para asegurarte habías enviado algo al hospital. Para tranquilizarlo.

—Aquí nunca nos llegó nada —repitió Maasland.

—Pues es muy raro, sí —convine—. La verdad, no creo que algo así se me olvidara.

—Por eso venía a verla, señora Meier —dijo Maasland—. Este asunto nos parece demasiado grave para pasarlo por alto. Queremos investigarlo un poco. Quería pedirle autorización para una autopsia.

—¡Oh, no! —exclamó Judith—. ¿Una autopsia? ¿Es realmente necesario?

—Así todos podremos estar más seguros, usted también, señora Meier, de lo ocurrido exactamente. Con una autopsia podemos saber muchas cosas. Por ejemplo, si realmente se retiró tejido, y cuándo. En los últimos años los métodos han mejorado mucho. Si hubo una biopsia, podemos determinar con mucha precisión cuándo se realizó. No sólo si fue en octubre o más tarde, sino prácticamente en qué día preciso.

Capítulo 7

Apenas tres semanas después de que Ralph Meier se presentase de repente en mi consulta, hace un año y medio, apareció en el buzón una invitación para el estreno de
Ricardo II
. Al abrir el sobre experimenté los mismos síntomas que con todas las invitaciones: boca seca, enlentecimiento del ritmo cardíaco, dedos sudorosos, y una sensación como de encontrarme en un mal sueño: una pesadilla en la que acabas de entrar con el coche en una zona residencial de una barriada de nueva construcción, giras a mano izquierda, giras a mano derecha, pero eres incapaz de encontrar el camino, tendrás que pasarte días dando vueltas.

—¿Ralph Meier? —preguntó Caroline—. ¿En serio? No sabía que fuese paciente tuyo.

Caroline es mi esposa. Jamás me acompaña a los estrenos. Ni a las presentaciones de libros, inauguraciones de galerías o retrospectivas de festivales de cine. La angustian incluso más que a mí. Yo casi nunca insisto. Alguna vez le ruego de rodillas que venga conmigo. Entonces sabe que la cosa es seria y me acompaña sin protestar. Pero no abuso. Guardo los ruegos de rodillas para casos de necesidad.


Ricardo Segundo
—dijo mientras abría la invitación—. Shakespeare… bah, ¿por qué no? Te acompaño.

Estábamos desayunando en la cocina. Nuestras dos hijas ya se habían ido a la escuela. Lisa, la pequeña, a la escuela primaria que teníamos justo en la esquina de la calle; Julia en bicicleta al instituto. Dentro de diez minutos llegaría mi primer paciente.

—Shakespeare. Eso significa al menos tres horas.

—Pero con Ralph Meier. Nunca lo he visto en directo. —Los ojos de mi mujer tenían un deje soñador al pronunciar el nombre del actor—. ¿Qué miras? No me importa decírtelo, que lo sepas. Simplemente, para una mujer mirar a Ralph Meier resulta agradable. Entonces tres horas no se te hacen largas.

Así que dos semanas más tarde fuimos al estreno de
Ricardo II
en el teatro municipal. No era la primera vez que asistía a una representación de Shakespeare, ya llevaba una decena.
La fierecilla domada
con todos los papeles femeninos interpretados por hombres;
El mercader de Venecia
con los actores en pañales y las actrices vestidas con bolsas de basura y bolsas de supermercado en la cabeza;
Hamlet
con retrasados, eolífonos y un ganso (muerto) al cual rebanaban el cuello en el escenario;
El rey Lear
con ex drogadictos y huérfanos de Zimbabwe;
Romeo y Julieta
en el túnel a medio construir de una línea de metro, con aguas fecales chorreando por las paredes, en las que se proyectaban diapositivas de campos de concentración;
Macbeth
con los personajes femeninos interpretados por hombres desnudos que por todo atuendo llevaban una cuerda en la raja del culo, y esposas y pesas colgadas de los pezones, mientras por los altavoces sonaban temas de Radiohead y poemas de Radovan Karadi. Excepto por el hecho de que no te atrevías a mirar cómo se habían colgado las esposas y las pesas de los pezones (tal vez debería decir «a través» de los pezones), lo peor era el transcurrir del tiempo. Recuerdo retrasos en aeropuertos, retrasos infinitos de medio día o más, que se me han pasado volando, diez veces más rápido que estas representaciones.

Pero en
Ricardo II
los actores llevaban trajes de época. El decorado era la sala de un castillo, lo más realista posible. Cuando salió Ralph Meier ocurrió algo. Hasta entonces el público había estado callado, pero ahora se hizo un silencio absoluto. Hasta que Ricardo pronunció las primeras palabras, todo el mundo contuvo la respiración. Miré un momento hacia mi lado, a Caroline, pero ella sólo tenía ojos para lo que ocurría sobre el escenario. Tenía las mejillas sonrojadas. Tres horas más tarde, estábamos en el foyer con una copa de champán. A nuestro alrededor se abrían paso hombres con americanas azules y mujeres con vestidos largos hasta el suelo. Muchas joyas: pulseras, collares y anillos. En un rincón del foyer tocaba una orquestina de cuerda.

—¿Vamos…? —Miré mi reloj. En ese momento me di cuenta de que era la primera vez que lo hacía aquella noche.

—Oh, Isis puede esperar un rato más —contestó Caroline—. Tomemos otra copa.

En aquella época Isis era nuestra canguro. Tenía dieciséis años y sus padres no querían que llegase tarde a casa. Julia tenía trece años, Lisa once. En uno o dos años nos atreveríamos a dejar a nuestra hija pequeña a solas con la mayor, pero entonces todavía no.

Cuando volví del bar con dos copas de champán, vi, a unos diez metros de nosotros, la cabeza de Ralph Meier sobresalir entre las demás. Miraba a izquierda y derecha, y sonreía como lo hace un rostro acostumbrado a recibir felicitaciones.

—Ahí está —dije—. Ven, te presento.

—¿Dónde? —Mi mujer es un palmo más baja que yo y no había visto la cabeza. Se arregló rápidamente el cabello recogido y se limpió unas migas o pelusillas imaginarias de la blusa.

—Marc. —Ralph me estrechó la mano. Fue una sacudida firme, la de alguien que te demuestra que sólo está utilizando un diez por ciento de su fuerza. Se dirigió a Caroline—. ¿Y ésta es tu mujer? Bueno, no exageraste en absoluto.

Le cogió la mano, se inclinó y le plantó un beso. A continuación se dio media vuelta y puso la mano en el hombro de una mujer en cuya presencia no habíamos reparado porque el corpachón de Ralph la cubría. Ahora salió casi literalmente de su sombra y alargó una mano.

—Soy Judith —dijo, y estrechó la mano de Caroline y luego la mía.

Mucho más tarde, cuando la vi por primera vez sola, comprendí que en realidad Judith Meier no era pequeña; sólo lo era al lado de su marido, como un pueblo al pie de una montaña. Aquella noche, en el foyer del teatro municipal, miré alternativamente a Ralph y a Judith, y viceversa, y pensé las cosas que suelen venirme a la cabeza la primera vez que veo a dos cónyuges juntos.

—Qué, ¿os ha gustado? —preguntó Judith, dirigiéndose más a Caroline que a mí.

—Me ha encantado —contestó mi esposa—. Una experiencia fantástica.

—Tal vez debería irme, así podrías decir lo que piensas realmente —apostilló Ralph. Se rió con sus carcajadas atronadoras y un par de personas se volvieron y también rieron.

Como ya he dicho, a veces tengo que pedirles a los pacientes que se desnuden. Cuando no queda otro remedio. Excepto un par de casos, la mayoría de mis pacientes son matrimonios. Superpongo sus imágenes. Veo cómo un cuerpo se acerca al otro. Veo una boca, labios que se pegan a otros labios, dedos que palpan, uñas sobre un fragmento de piel desnuda. A veces está oscuro, pero a menudo no. Hay quien deja la luz encendida sin que le dé vergüenza. He visto sus cuerpos. Sé que en la mayoría de los casos más valdría que la luz se quedara apagada. Les miro los pies, los tobillos, los muslos, y luego más arriba, a la zona del ombligo, el torso o los pechos, el cuello. En general me salto los genitales. Miro, pero como se suele mirar a un animal atropellado en la carretera. Como mucho, mi mirada se posa en ellos un instante, como una uña partida que se engancha a un hilo suelto de la ropa; eso es todo. Y aún no he dicho nada de los traseros. La parte posterior de los cuerpos es un mundo aparte. Según su forma o su informidad, los culos pueden despertar ternura o una furia ciega. El lugar sin nombre donde la raja del culo se convierte en zona baja de la espalda. La columna vertebral. Los omóplatos. El punto del cuello en que nace el pelo. En la parte trasera de un cuerpo hay más tierra de nadie que en la parte frontal. En la cara oculta de la luna, la cápsula espacial y el módulo lunar pierden el contacto por radio con el centro de control. Pongo mi cara de interés. «¿También le duele si se tumba de lado?», pregunto, mientras pienso en las parejas que se tocan el trasero con la luz encendida o apagada. En ese momento deseo que se termine pronto. Que vuelvan a vestirse, así sólo tengo que mirarles la cara mientras hablan. Pero los cuerpos nunca se me olvidan. Relaciono una cara con otra. Relaciono los cuerpos. Se entrelazan. Una cabeza se acerca a la otra respirando pesadamente. Mete la lengua en la otra boca y da vueltas como si buscara algo. En las ciudades grandes hay calles de edificios altos a las que apenas llega el sol. Entre las baldosas de la acera crece musgo o hierba casi seca. Las juntas son frías y húmedas. O cálidas y sofocantes. Hay mosquitas por todas partes. O nubes de mosquitos. «Ya puede volver a vestirse, ya he visto suficiente. ¿Su marido bien? ¿Qué tal su esposa?»

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