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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (2 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
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—Vaya tumbándose —digo antes de que pueda expresar sus dudas sobre la exploración interna—. Póngase de cara a la pared.

Un cuerpo desnudo es menos humillante, está menos indefenso, que un cuerpo con el pantalón y los calzoncillos por los tobillos. Dos piernas con los calcetines y los zapatos puestos, pero con los tobillos atados por pantalón y calzoncillos. Como un preso encadenado junto a otros presos. Una persona con el pantalón por los tobillos no es capaz de huir. Puedes someterla a un examen interno, pero también puedes propinarle un puñetazo en plena cara. O vaciar el cargador al aire. «¡Ya estoy harto de escuchar tus mentiras! Voy a contar hasta tres. Uno, dos…»

—Intente relajarse —repito—. Túmbese de lado tranquilamente.

Tiro de los guantes para que me cubran bien las muñecas y no quede aire entre los dedos. El ruido de la goma que se tensa siempre me hace pensar en globos de colores. Globos para una fiesta de cumpleaños, hinchados la noche antes para sorprender al homenajeado.

—Esto puede resultar un poco molesto —digo—. Lo más importante es que respire poco a poco.

El paciente es perfectamente consciente de mi presencia detrás de su cuerpo semidesnudo, pero ya no puede verme. Este es el momento en que me tomo tiempo para examinarle de cerca el cuerpo, o al menos la parte descubierta.

Hasta ahora he dado por sentado que el paciente es un hombre, que tengo en la camilla a un hombre con los pantalones y calzoncillos bajados. Las mujeres son otra historia, ya lo contaré otro día. El hombre en cuestión ladea un poco la cabeza hacia mí, pero, como ya he dicho, no puede verme bien.

—Apoye la cabeza —pido—. Relájese. —Sigue sin verme mientras observo la parte inferior de su espalda—. Ya le he dicho que puede resultar un poco molesto.

Entre este aviso y la sensación molesta en sí no hay nada. Es el momento vacío. El momento más vacío de la exploración. Los segundos van pasando en silencio, como si hubiese un metrónomo con el sonido apagado. Un metrónomo encima de un piano en una película muda. Todavía no se ha producido ningún contacto corporal. En la piel de la cintura se ve la marca de los calzoncillos: finas líneas rojizas. A veces hay granitos o pecas. En esa parte la piel suele ser demasiado pálida, es una de esas zonas a las que el sol casi nunca llega. Sí acostumbra haber pelo. Cuanto más abajo, más pelo. Soy zurdo. Pongo la mano derecha en el hombro del paciente. A través del guante de goma percibo cómo se tensa. Contrae y tensa todo el cuerpo. Querría relajarse, pero el instinto es más fuerte, se prepara para resistir ante el ataque exterior que se aproxima.

Y entonces mi mano izquierda ya está en posición. La boca del paciente se abre, sus labios se separan; cuando mi dedo corazón entra, deja escapar un suspiro. Mitad suspiro y mitad gemido.

—Tranquilo —digo—, sólo será un momento.

Intento no pensar en nada, pero siempre es difícil. Por eso pienso en aquella noche en que perdí la llave del candado de la bici en un campo de fútbol enfangado. Era un charco de barro de menos de un metro cuadrado y yo estaba seguro de que la llave se encontraba allí.

—¿Le duele?

Ahora mi dedo índice se suma al dedo corazón, juntos encontraremos antes la llave.

—Un poco…

—¿Dónde? ¿Aquí? ¿O aquí?

Llovía sobre el campo de fútbol. Había un par de farolas encendidas, pero no iluminaban lo suficiente para ver bien. Normalmente es la próstata. Cáncer, o simplemente una hipertrofia. En un primer examen poco se puede decir. Habría podido irme a pie a casa y volver el día siguiente para buscar a la luz del día, pero ya había metido los dedos, ya se me habían llenado las uñas de barro, ahora no valía la pena dejarlo.

—¡Ay! ¡Ahí, doctor! Joder! Disculpe… ¡Joder!

Y entonces, por un instante brevísimo, mis dedos palparon algo duro entre el fango húmedo. Un momento, también podría ser un trocito de vidrio… Lo sostengo a contraluz, bajo la tenue farola que hay al lado del campo, pero en realidad en aquel momento ya lo sé. Brillante, reluciente; no tendré que volver a casa andando. Sin mirarme las manos, me quito los guantes y los tiro a la papelera de pedal.

—Vístase y vuelva a sentarse, por favor. Todavía es demasiado pronto para sacar conclusiones —digo.

Ya ha pasado un año y medio desde que Ralph Meier apareció de repente en mi consulta. Lo reconocí enseguida, por supuesto. Que si podía atenderlo entre visita y visita… Era sólo una cosita de nada, me dijo. Una vez dentro, fue directo al grano. Que si era cierto lo que le habían comentado Fulano y Mengano, que yo era bastante liberal a la hora de recetar… En ese momento, miró temeroso alrededor, como si pensara que alguien podía estar escuchándonos. Fulano y Mengano eran pacientes habituales míos. Al final se lo contaban entre ellos, y así es como Ralph Meier había acabado acudiendo a mí.

—Depende —dije—. Tendré que hacerle un par de preguntas sobre su estado general de salud, para que no tengamos ninguna sorpresa más adelante.

—¿Y luego? —insistió—. Si todo está bien, ¿estaría dispuesto a…?

—Sí —respondí, asintiendo con la cabeza—, podemos arreglarlo.

Ha pasado un año y medio desde aquel día, y ahora Ralph Meier está muerto. Y mañana por la mañana tengo que comparecer ante el Tribunal Disciplinario del Colegio de Médicos. No porque en aquel momento hiciera lo que Ralph me pedía, sino por otra cosa ocurrida seis meses más tarde: algo que podríamos llamar un «error médico». El Tribunal Disciplinario no me quita el sueño; en el ambiente médico nos conocemos todos, muchas veces hasta resulta que hemos estudiado juntos. Esto no es Estados Unidos, donde un abogado puede arruinar a un médico por haberse equivocado en un diagnóstico. En este país tendrías que pasarte mucho de la raya, y ni por ésas. Una amonestación, una suspensión de un par de meses, a lo sumo.

Sólo tendré que esforzarme en conseguir que los miembros del tribunal sigan considerándolo un error médico. Debo mantener la concentración. Tengo que estar convencido al cien por cien de que eso es lo que ocurrió, un error médico.

El funeral se celebró hace un par de días, en un bonito cementerio rural situado en un meandro del río. Árboles centenarios, altos; el viento soplaba entre las ramas y hacía susurrar las hojas. Se oía el trino de los pájaros. Me quedé lo más atrás posible, me pareció lo más sensato; pero aun así nada habría podido prepararme para lo que iba a suceder.

—¿Cómo te atreves a venir aquí?

Hubo un instante de silencio absoluto, hasta parecía que el viento había cesado de repente. Los pájaros también enmudecieron.

—¡Cabrón! ¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves?

La voz de Judith Meier parecía de cantante, una voz trabajada para llegar hasta las últimas filas de un auditorio. Todas las cabezas se volvieron hacia mí. Judith estaba de pie al lado del coche fúnebre, del cual los portadores del féretro acababan de sacar el ataúd con el cuerpo de su marido.

Ahora avanzaba a zancadas hacia mí, abriéndose paso entre los numerosos asistentes, que se apartaban para dejarle vía libre. Durante medio minuto, lo único que se oyó en aquel profundo silencio fueron sus tacones altos en la grava del camino.

Se detuvo ante mí. Supuse que iba a pegarme un bofetón, o a propinarme puñetazos en las solapas de la chaqueta. En resumen, que montaría un numerito, eso siempre se le había dado bien.

Pero no lo hizo.

Me miró. El blanco de sus ojos se había teñido de rojo.

—Cabrón —repitió, ahora en voz mucho más baja.

Y me escupió en la cara.

Capítulo 2

Describir el trabajo de un médico de cabecera es fácil. No tiene que curar a nadie, sólo asegurarse de impedir un flujo masivo de gente hacia los especialistas y hospitales. Su consulta es como un puesto avanzado. Cuanta más gente logre retener, mejor es el médico en su trabajo. Es un cálculo simple: si los médicos de cabecera enviásemos a todo el que se presenta con un escozor, una manchita o una tosecilla a un especialista o al hospital, el sistema entero se vendría abajo. Estrepitosamente. En realidad, este cálculo ya se hizo; la conclusión fue que el sistema se colapsaría aunque no pasasen todos los pacientes. Si todos los médicos de cabecera enviaran a más de un tercio de sus pacientes a la consulta del especialista, el sistema apenas tardaría dos días en empezar a tambalearse. En una semana se colapsaría. El médico de cabecera debe defender el puesto avanzado. «Es un simple resfriado —dice—; una semana de paciencia y si no se le pasa vuelva a venir.» Tres noches más tarde el paciente se ha ahogado en sus propios mocos. «Son cosas que pasan —dices—. Una inusual combinación de factores, un caso que se da como mucho en uno de cada diez mil pacientes.»

Los pacientes desaprovechan su mayoría numérica. Se dejan llamar de uno en uno a mi despacho, donde dedico veinte minutos a convencerlos de que no tienen nada. Paso consulta de las ocho y media a la una. Tres pacientes por hora, doce o trece al día. Soy el médico de cabecera ideal para el sistema. Los que creen que con la mitad de tiempo por paciente les basta, llegan a veinticuatro por día; con veinticuatro pacientes hay más posibilidades de que alguno se cuele que con doce. También se da un elemento subjetivo; un paciente que sólo dispone de diez minutos con el médico tiene más la sensación de que se lo han quitado de encima que un paciente a quien le largas el mismo discurso pero en veinte minutos. Este segundo paciente cree que te tomas en serio sus problemas, y tiende a insistir menos en que se le hagan más análisis.

Claro que se cometen errores. Sin errores, este sistema no podría existir. Un sistema como el nuestro depende justamente de sus errores. Al fin y al cabo, incluso un diagnóstico equivocado puede conducir al resultado deseado. Pero a menudo ni siquiera se requiere un diagnóstico equivocado. El arma más importante de que disponemos los médicos de cabecera es la lista de espera. Normalmente, con nombrarla ya basta: «Para esta prueba hay una lista de espera de entre seis y ocho meses», digo. «Con esta intervención, su estado podría mejorar ligeramente, pero el caso es que hay lista de espera…» La mitad de los pacientes ya se rinde sólo con oír nombrar la lista de espera. El alivio se les pinta en el rostro. «Dejemos para mañana lo que no sea indispensable hacer hoy», piensan. Nadie quiere que le metan una sonda gruesa como una manguera por la laringe. «No es una prueba agradable —les digo—; también podemos esperar, por si se le pasa con una combinación de reposo y medicamentos. Y dentro de seis meses volvemos a verlo.»

Uno se podría preguntar cómo es posible que en un país tan rico como el nuestro existan las listas de espera. Cuando me lo planteo, siempre me viene a la mente la reserva de gas. Holanda posee un enorme yacimiento de gas natural. Alguna vez he sacado el tema en reuniones informales con colegas.

—¿Cuántos metros cúbicos de gas tendríamos que vender para eliminar la lista de espera de las operaciones de cadera en una semana? —pregunté en una ocasión—. ¿Cómo demonios es posible que en un país civilizado como el nuestro haya gente que se muera antes de llegar a los primeros puestos de la lista de espera?

—No puedes verlo así —dijeron mis colegas—, no podemos renunciar a la reserva de gas sólo para no posponer operaciones de cadera.

La reserva de gas es inmensa, hasta las predicciones más pesimistas dicen que bastaría para los próximos sesenta años. ¡Sesenta años! Es más que las reservas de petróleo del golfo Pérsico. Somos un país rico. Tan rico como Arabia Saudí, Kuwait, Qatar… y sin embargo aquí sigue muriendo gente porque tuvieron que esperar demasiado tiempo un riñón, mueren recién nacidos porque la ambulancia que ha de llevarlos a toda prisa al hospital se queda atascada en el tráfico, las vidas de las madres corren un grave peligro porque nosotros, los médicos de cabecera, las hemos convencido de que parir en casa es seguro. Cuando en realidad lo que deberíamos decirles es que es más barato, eso es todo; aquí también se aplica lo de que si todas las madres ejerciesen su derecho a parir en un hospital, el sistema se vendría abajo en una semana. Ahora el riesgo de muerte de bebés, o de que sufran daños cerebrales porque en los partos en casa no se puede administrar oxígeno, simplemente forma parte de la ecuación. Muy de vez en cuando aparece un artículo en alguna revista médica, a veces algún fragmento de esos artículos llega al periódico, pero es suficiente para saber que en los Países Bajos la tasa de mortalidad entre los recién nacidos es la más alta de Europa y del resto del mundo occidental. Pero hasta ahora nadie ha sacado conclusiones de estas cifras.

En realidad, un médico de cabecera es impotente ante todo esto. Puede tranquilizar a un paciente. En todo caso, puede conseguir que no acuda a un especialista por el momento. Puede convencer a una mujer de que no corre ningún riesgo pariendo en casa, que es todo mucho «más natural», aunque solamente sea más natural en el sentido de que morirse también es natural. Podemos recetar pomadas o somníferos, quemar pecas con ácido, tratar uñas encarnadas. A menudo, trabajillos asquerosos. Recogemos la cocina, eliminamos con un estropajo los restos pegados entre los fogones.

Algunas noches pienso en la reserva de gas y no me deja pegar ojo. Hay días que la imagino como una burbuja de esas que salen cuando haces pompas de jabón; a poca profundidad bajo la corteza terrestre, sólo hay que hacerle un agujerito y se vacía, o explota. Otras veces imagino que se extiende por debajo de una superficie mucho más grande. Oculta bajo la tierra suelta. Las moléculas de gas se mezclan invisibles con las partículas de tierra. Son inodoras. Les acercas una llama y explotan. La llama se convierte en un fogonazo que se propaga en pocos segundos por un área de centenares de kilómetros cuadrados. Bajo tierra. La capa superior del suelo se desprende, deja de sostener puentes y edificios, no hay suficiente tierra firme bajo los pies y patas de personas y animales, ciudades enteras se hunden en el sustrato ardiente. Estoy tumbado en la oscuridad con los ojos abiertos.

A veces, la debacle de nuestro país se me antoja un documental. Un documental de
National Geographic
, con gráficas y animaciones informáticas, el tipo de documental que tan bien se les da: presas de contención que se desbordan, tsunamis, aludes y avalanchas de lodo que entierran pueblos y ciudades; una ladera volcánica que se suelta de una isla, se hunde en el mar y provoca una gran ola que, ocho horas más tarde y a miles de kilómetros de distancia, alcanza una altura de mil doscientos metros.
The Disappearance of a Country
, mañana a las 21.30, en este canal. Nuestro país. Nuestro país engullido por su propia reserva de gas.

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