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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (3 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
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De vez en cuando, si estoy despierto por la noche, pienso en Ralph Meier. En su papel de emperador Augusto en la serie de televisión homónima, por ejemplo. Le va que ni pintado, en eso coinciden amigos y enemigos. En primer lugar, por supuesto, por su complexión, la envergadura cultivada a lo largo de los años. Una envergadura que sólo alcanzas a base de comilonas sistemáticas en restaurantes con una o más estrellas Michelin. Con barbacoas copiosas en el jardín de casa: salchichas alemanas, jamones de Bulgaria, corderos enteros de Texel asados en un espetón giratorio. Recuerdo esas barbacoas como si fuera ayer: su figura gigantesca tras el fuego humeante, dando la vuelta él mismo a las hamburguesas, bistecs y muslos de pollo. Su rostro enrojecido, sin afeitar; las pinzas de la barbacoa en una mano, una lata de medio litro de cerveza Jupiler en la otra. Una voz que parecía una bocina. Una voz con la que podría haber orientado a petroleros y cargueros que se acercaran a brazos de mar lejanos y puertos desconocidos. Ni siquiera hace tanto de la última barbacoa; unos cinco meses, diría yo. Por aquel entonces ya estaba enfermo. Seguía siendo el encargado de dar la vuelta a la carne, pero había cogido una silla de plástico de jardín; tenía que hacerlo sentado. Siempre es un espectáculo fascinante ver cómo una enfermedad (una enfermedad como la suya) ataca el cuerpo humano. Cómo lo consume lentamente. Es una guerra. Las células malas se vuelven contra las buenas. Primero atacan el cuerpo indirectamente, por los flancos. Es un ataque pequeño y controlable, una provocación con el único objetivo de distraer al grueso del ejército. Crees que has ganado; al fin y al cabo has repelido la primera ofensiva. Pero el grueso del enemigo aún se mantiene oculto, en las profundidades del cuerpo, en un recoveco oscuro donde los rayos X, las ecografías y las resonancias no pueden encontrarlo. El enemigo es paciente. Esperará hasta que haya reunido todas sus fuerzas. Hasta que esté seguro de su victoria.

Ayer por la noche emitieron el capítulo tres. El emperador consolida su poder. Cambia de nombre, de Cayo Octaviano a Augusto, y desarticula el Senado. Todavía quedan diez episodios. No se ha dicho nada de cancelar o posponer la emisión de
Augusto
debido a la defunción del protagonista. Ralph Meier borda su papel. Es el único actor neerlandés en un elenco formado sólo por italianos, americanos e ingleses, pero capta toda la atención.

Creo que ayer por la noche fui el único que vio la serie de otro modo. O mejor dicho, con otros ojos. Ojos de médico.

—¿Puedo ir? —me había preguntado en aquella ocasión—. Son dos meses de rodaje. Si tengo que dejarlo a medias, será un desastre para todo el mundo.

—Ningún problema —había dicho yo—, no te preocupes. La mayoría de las veces estas cosas no son nada. Esperaremos tranquilamente los resultados. Cuando vuelvas ya tendremos tiempo de ocuparnos de ello.

Miré al emperador Augusto, que se dirigía al Senado. Era una coproducción ítaloamericana en la que no habían escatimado dinero ni esfuerzos. Miles de soldados romanos, legiones enteras dando gritos de júbilo en las colinas que rodean Roma, decenas de miles de espadas, escudos y lanzas alzadas hacia el cielo, flotas de centenares de barcos ante el puerto de Alejandría, carreras de cuadrigas, combates de gladiadores, leones rugientes y cristianos desmembrados. Ralph Meier padecía la variante más agresiva de la enfermedad. Había que actuar enseguida, de lo contrario sería demasiado tarde. Una intervención drástica: un
first strike
, un bombardeo de saturación que noquease las células malignas a la primera. Observé su rostro, su cuerpo. Con toda probabilidad, por aquel entonces en el interior de ese cuerpo el grueso del enemigo ya se había puesto en marcha.

«¡Senadores! A partir de este día soy vuestro emperador. El emperador… Augusto.»

Su voz llegaba tan lejos como siempre; eso en aquel momento aún no había cambiado. Si le ocurría algo, no lo demostraba. Ralph Meier era bueno en su trabajo. Si era necesario, fingía que podía con todo y con cualquiera. Incluso con una enfermedad mortal.

Capítulo 3

A lo largo de los años, las personas normales han ido desapareciendo de una en una de mi consulta. Me refiero a la gente con trabajo de oficina. Aún conservo un abogado y el dueño de un gimnasio, pero la mayoría trabaja en lo que se conoce como artes liberales. Sin contar a las viudas, que tengo bastantes. Se puede hablar tranquilamente de un superávit de viudas. Viudas de escritores, actores, pintores… Las mujeres aguantan más que los hombres, están hechas de otra pasta, una pasta más recia. Se puede llegar a muy vieja con una existencia en la sombra. Toda la vida preparando café y comprando vino al por mayor para los genios que no salen de su taller. Salmón fresco de Noruega para los escritores encerrados en despachos donde siempre hay que andar de puntillas. Parece duro, pero en realidad sólo es un pequeño esfuerzo. Las viudas se hacen viejas. Viejísimas. A menudo conocen un breve período de esplendor cuando su marido acaba de morir. Lo he visto en mi consulta. Están tristes, se llevan un pañuelito a los ojos, pero también se sienten aliviadas. El alivio es una emoción difícil de ocultar. Yo las observo con ojos de médico. He aprendido a ver más allá de las lágrimas. Una enfermedad larga no es algo agradable. Una cirrosis hepática es lenta y dolorosa. Muchas veces, el paciente no consigue llegar; agarra el cubo que tiene al lado de la cama, pero la sangre ya sale a chorros. Cambiar la cama tres veces al día, sábanas y mantas pesadas de vómito y heces, agota mucho más que preparar café y asegurarse de que siempre haya suficiente ginebra en casa. «¿Cuánto más va a durar esto? —se pregunta la futura viuda—. ¿Aguantaré hasta el entierro?»

Pero el día acaba llegando por fin. Hace buen tiempo, cielo despejado con nubes blancas, los pájaros cantan en las ramas de los árboles, el aire huele a flores frescas. Por primera vez en su vida, la viuda es el centro de atención. Lleva gafas de sol para que nadie pueda verle las lágrimas; eso es lo que piensa todo el mundo. Pero en realidad el objetivo de los cristales oscuros es ocultar su alivio. Los mejores amigos cargan con el ataúd hasta la tumba. Se pronuncian discursos. Y corre el alcohol. Mucho alcohol. Nada de café en el funeral de un artista, sino vino blanco, vodka y ginebra. Nada de bizcocho o galletas de mantequilla para el té, sino ostras, caballa ahumada y croquetitas. Después la comitiva al completo se desplaza hasta el bar de siempre.

—¡Que te vaya bien, chaval, estés donde estés! ¡Maldito cabroncete! ¡Viejo canalla!

Se brinda, se vierte vodka en el suelo. La viuda se ha quitado las gafas de sol. Ríe. Resplandece. Las sábanas manchadas de vómito siguen en la cesta de la ropa sucia, pero mañana van a ir a la lavadora por última vez. La viuda cree que a partir de ahora su vida siempre será así. Que los amigos seguirán brindando durante meses (¡años!). Que brindarán por ella, el nuevo centro de atención. Todavía no sabe que tras un par de visitas de cortesía, todo habrá acabado. Que el silencio siguiente es el silencio qué siempre viene después de una vida en la sombra.

Así es como suele ocurrir, pero hay excepciones. La ira afea a las viudas. Esta mañana, de repente se ha producido un alboroto en la puerta de mi consulta. Todavía era temprano, acababa de hacer pasar a mi primer paciente.

—¡Doctor! ¡Doctor! —exclamó mi asistenta—. ¡Doctor!

Se oyó el ruido de una silla volcada con violencia, y a continuación otra voz, chillando:

—¿Dónde estás, cabrón? ¡Da la cara si te atreves!

Sonreí a mi paciente.

—¿Me disculpa un momento?

Me puse en pie. Desde la puerta de entrada de la consulta hasta mi despacho hay un pasillo; primero hay que pasar por delante de una mesita, donde está mi asistenta, y después cruzar la sala de espera. Aunque más que una sala de espera, es como un vestíbulo; no hay puerta que lo separe del pasillo.

Eché un vistazo a un lado. Como ya he dicho, era primera hora, pero aun así ya tenía a tres pacientes hojeando números atrasados de revistas femeninas y del
National Geographic
. Sin embargo, en ese momento ya no hojeaban nada, habían dejado caer las revistas sobre el regazo y observaban a Judith Meier. La muerte de su marido no la había hecho embellecer precisamente, por no decir lo contrario. Tenía el rostro irregularmente enrojecido, como si la piel se le hubiese llenado de manchas. Tras ella venía mi asistenta, gesticulando para hacerme saber que no había podido evitarlo. Más atrás, cerca de la puerta de entrada, había una silla volcada.

—¡Judith! —exclamé, abriendo los brazos como si me alegrara de verla—. ¿Qué puedo hacer por ti?

Por un par de segundos pareció que mi saludo la desarmaba, pero no duró más que un instante.

—¡Asesino! —me espetó.

Miré a los pacientes de la sala de espera. Los conocía de vista a los tres. Un director de cine con almorranas, un galerista con problemas de erección, una actriz ya no tan joven que esperaba su primer bebé, que no era del actor rubio, fornido y sempiternamente mal afeitado con quien se había casado siete meses antes en un castillo de la Toscana, todo a cuenta del programa del corazón de una cadena privada que emitió íntegramente la ceremonia y la fiesta posterior. Me encogí de hombros y les hice un guiño. Es una emergencia, quería decirles con ese encogimiento de hombros y ese guiño. Un típico caso de histeria aguda. Alcohol o drogas, o ambas cosas. Para asegurarme de que lo veían, repetí el guiño.

—Judith, ¿me harías el favor de pasar? —dije con la mayor calma posible—. Así veremos en qué puedo ayudarte.

Antes de que pudiese responder, me di la vuelta para dirigirme con paso firme a mi despacho. Una vez dentro, apoyé las manos en los hombros de mi paciente.

—¿Le importaría volver un momento a la sala de espera? Mientras tanto, mi asistenta le extenderá una receta.

Capítulo 4

Miré el rostro de Judith Meier, al otro lado del escritorio. Las manchas seguían ahí. Era difícil discernir si me encontraba ante un rostro blanco con manchas rojas o uno rojo con manchas blancas.

—Estás acabado —dijo—. Ya puedes ir cerrando el chiringuito. —Al pronunciar estas últimas palabras echó la cabeza atrás, en dirección a la puerta de la consulta, detrás de la cual se encuentra la sala de espera.

Apoyé los codos sobre la mesa, uniendo la yema de los dedos, y me incliné un poco hacia delante.

—Judith… —empecé, pero no supe cómo continuar—. ¿No es un poco pronto para sacar conclusiones tan drásticas? Tal vez me equivoqué en el diagnóstico inicial de Ralph. Ya lo admití. Mañana también saldrá a colación ante el Tribunal Disciplinario. Pero nunca hice conscientemente…

—Ya veremos cómo reacciona el Tribunal Disciplinario cuando les explique toda la historia.

Me quedé observándola. Intenté sonreír, pero tenía la misma sensación en la boca que aquella vez que me rompí la mandíbula al caerme de la bici. Un agujero en la carretera. Obras. Habían puesto una valla para advertir a los ciclistas, pero algún gamberro la había quitado. En urgencias me cosieron ambas mandíbulas con hilo de sutura; me pasé seis semanas sin poder hablar y comiendo solamente con pajita.

—¿Piensas asistir? —pregunté lo más tranquilo posible—. No es muy habitual…

—No, ya me lo dijeron. Pero el asunto les pareció lo bastante serio para hacer una excepción en este caso.

Llegados a este punto sí que sonreí. O al menos logré estirar los labios hasta conseguir algo similar a una sonrisa. Pero me sentía como si estuviese abriendo la boca por primera vez tras varios días de silencio.

—Voy a hablar un momento con mi asistenta —dije, levantándome—. Traeré todos los resultados e informes.

Entonces Judith también hizo ademán de levantarse.

—No te molestes. No tenemos nada más que decirnos. Te veo mañana en el tribunal.

—Será sólo un segundo. Vuelvo enseguida. Hay algo que te interesará, una cosa que no sabes.

Ya estaba medio incorporada. Me miró. Yo intentaba respirar con normalidad. Se sentó otra vez.

—Un segundo —repetí.

Sin dedicar siquiera una ojeada a los pacientes de la sala de espera, me dirigí a mi asistenta. Estaba al teléfono.

—¿Sólo la pomada o también la crema? —preguntaba al auricular.

—Liesbeth, ¿podrías…?

—Un momento, por favor —dijo ella a su interlocutor, y tapó el auricular con la mano.

—¿Podrías enviar a todos los pacientes a casa? Y anular el resto de las visitas. Invéntate algo, da igual. Y luego te vas tú también. Tómate el día libre. Tengo a Judith… Será mejor que le dedique algo más de…

—¿Has oído lo que te ha llamado? No puedes…

—No estoy sordo, Liesbeth. Judith está completamente desquiciada. No sabe lo que dice. Tal vez infravaloré la gravedad de la enfermedad de Ralph; eso ya es bastante malo. Primero voy a… voy a hacer algo con ella, saldremos un rato, tomaremos un café en la terraza de algún bar. Necesita un poco más de atención. Es muy comprensible. Pero no quiero que los pacientes me vean salir con ella, así que mándalos a casa lo más rápidamente posible.

Cuando volví a mi despacho, Judith Meier seguía sentada en la silla delante del escritorio.

Se volvió hacia mí. Al ver mis manos vacías, me dirigió una mirada interrogativa.

—El informe ese debe de estar por aquí —dije.

Capítulo 5

La consulta de un médico de cabecera como la mía tiene sus inconvenientes. Por ejemplo, te invitan continuamente a todas partes. Les parece que en cierto modo tienes que estar, aunque sea «en cierto modo». Inauguraciones, presentaciones de libros, estrenos de películas y obras de teatro… No pasa un día sin que te encuentres una invitación en el buzón. No existe la opción de no asistir. Si es un libro, aún puedes mentir y decir que vas por la mitad, que no quieres opinar hasta acabarlo. Pero el estreno de una obra de teatro es el estreno de una obra de teatro. Cuando se acaba tienes que decir algo. Es lo que se espera de ti, que digas algo. Nunca que digas lo que te ha parecido: eso jamás de los jamases. Lo que te ha parecido te lo guardas sabiamente para ti. Durante un tiempo lo intenté con clichés; clichés del tipo «Algunas cosas estaban bien», o «Y a vosotros, ¿qué os ha parecido?». Pero con clichés no se conforman. Tienes que decir que te ha encantado, que les agradeces que te hayan brindado la posibilidad de presenciar ese estreno histórico. Los estrenos de películas suelen ser los lunes por la noche, pero aun así nunca puedes irte enseguida. Tienen que haberte visto. Tú no quieres volver tarde a casa, te sientes como un bicho raro: eres el único excéntrico que a la mañana siguiente ha de estar en su trabajo a una hora normal. Te plantas delante del protagonista o el director y dices qué te ha encantado. Una buena segunda opción es decir «conmovedor» acerca del final de la película. Con una copa de champán en la mano, clavas la mirada en los ojos del protagonista o el director. Ya se te ha olvidado el final de la película; o mejor dicho, has conseguido que no se te grabe en la memoria. Pones cara seria. «Me ha resultado conmovedor», dices. Entonces puedes irte a casa.

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