Casa de verano con piscina (10 page)

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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

BOOK: Casa de verano con piscina
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Así, fuimos posponiendo poco a poco nuestro sueño de una segunda residencia en el extranjero. En contadas ocasiones llegamos a pedirle al dueño de una inmobiliaria local que nos enseñara una finca. Nos agachamos para cruzar puertas bajas medio desmoronadas, olimos el agua estancada de una piscina en que flotaban plantas acuáticas y croaban ranas, apartamos telarañas para entrar en lo que había sido la pocilga, vimos el brillo de un meandro del río a lo lejos, nos inclinamos para echar un vistazo al interior del antiguo horno de pan y observamos las golondrinas que iban y venían de sus nidos, situados bajo las vigas del techo del edificio principal.

«Aquí hace demasiado viento», sentenciaba Caroline a menudo durante una visita así. «Demasiado calor, demasiado frío. Las vistas no me convencen. Queda demasiado desprotegido. Los vecinos están demasiado cerca. Está demasiado aislado.»

—Ya le llamaremos —le decía yo al dueño de la inmobiliaria—. Mi esposa y yo queremos hacernos a la idea primero.

La mañana en que salíamos de vacaciones, descubrí la tienda de campaña en el maletero del coche. Al principio no daba crédito a mis ojos. Estaba al fondo de todo, quizá para que no me percatase. Pero en ese mismo momento apareció Caroline en la puerta de nuestra casa con dos sacos de dormir.

—¿Y bien? ¿Qué significa esto? —pregunté.

—Nada. He pensado que a veces hay sitios muy bonitos en los que sólo se puede acampar. Donde no hay ningún hotel, quiero decir.

—¿Y bien? —repetí, pensando que lo más sensato era tomármelo a la ligera: enfocar el tema como si mi esposa me hubiese gastado una broma—. Entonces, ¿se supone que tengo que ir cada mañana del hotel al camping?

Caroline metió los sacos en el maletero y los empujó hacia el fondo, contra la tienda.

—Marc, ya sé lo que piensas de los campings. No voy a obligarte a nada. Pero a veces es simplemente una pena encerrarse en un hotel. He mirado en internet, en esa zona hay campings con todas las comodidades. Con restaurantes. Y a cien metros de la playa.

—Los hoteles también tienen restaurantes —repliqué, pero de hecho ya sabía que era una batalla perdida. Caroline echaba de menos ir de camping. Yo podía aportar argumentos, hacerle notar que la tienda y los sacos de dormir ocupaban la mitad del maletero, pero estaría pasando por alto el simple hecho de que mi mujer añoraba clavar piquetas en el suelo con un martillo, tensar vientos y pasar la noche en un saco de dormir que amaneciese cubierto de gotas de rocío.

También pensé otra cosa. La noche después de la fiesta en el jardín de Ralph y Judith Meier, le pregunté a Caroline si había hablado con Ralph, y específicamente si él había intentado algún acercamiento.

—Tenías razón —me contestó.

—¿En qué?

—En lo de que es un asqueroso.

—¿Ah, sí?

Estábamos en la cama, uno al lado del otro, con las luces de lectura encendidas, pero no nos mirábamos a los ojos. No sé qué cara habría puesto si ella hubiese estado mirándome.

—Sí, tenías razón. No sé, creo que he empezado a fijarme en cómo me mira desde que lo mencionaste. Y de repente yo también me he dado cuenta. Tenía algo en los ojos… se relamía mientras me miraba. Se le hacía la boca agua. Como si yo fuese una hamburguesa. Estábamos en la barbacoa, él iba pinchando la carne con el tenedor para ver si ya estaba hecha y daba la vuelta a las hamburguesas. Entonces bajó la mirada. Como un actor malo en una película cómica. Hasta puse los ojos en blanco cuando su mirada llegó a mis pechos. No me malinterpretes; hay veces que algo así es agradable. A veces, a las mujeres les gusta que un hombre admire su cuerpo. Pero eso fue… distinto. Fue… ¿cómo lo habías descrito tú? Asqueroso. Sí, exacto. Me dio asco. No sabía dónde meterme. Y entonces encima contó un chiste. No me acuerdo de cuál, pero era un chiste verde. Y no de los graciosos, sólo verde y ya está. ¡Tendrías que haberle visto la cara! Hay gente que se ríe de los chistes como si se les hubiesen ocurrido a ellos, pues así se rió él.

—Y ahora no querrás que pasemos a visitarlos durante las vacaciones —dije, demasiado deprisa.

—¡Marc, menuda idea! No; prefiero no ir, no. Tampoco es que me guste mucho lo de ir a casa de otra gente en vacaciones, pero es que ya no me apetece en absoluto. No podría estar ni un minuto tranquila en esa piscina si pensara que Ralph anda por allí.

—Pero cuando nos fuimos, dijiste que te parecía una idea fantástica. En la puerta, al despedirnos. Y en el coche les preguntaste a Julia y a Lisa qué les parecería.

Caroline suspiró.

—Bueno, todos habíamos bebido un poco de más, y en esos momentos no dices inmediatamente que no tienes la menor intención de pasarte por su casa de vacaciones. Y en el coche pensaba sobre todo en Julia, en ese chico que le ha gustado. Pero por suerte ella tampoco ha mostrado gran entusiasmo.

—Bueno, ya veremos —dije—. No hay ninguna obligación.

Y ahora estábamos ante el maletero abierto del coche. Me olí una oportunidad, pero para ponerla en práctica tenía que abandonar las objeciones a la tienda. Y sin demora.

—¿Sabes qué? Ya hace un par de años de todo aquello. A veces yo también echo de menos ir de camping. Intentémoslo otra vez. Pero ¡nada de llevarnos cazuelas y fogoncitos de gas! Por las noches vamos a comer a algún sitio, y listos.

Ahora fue mi esposa quien me dirigió una mirada analítica para saber si bromeaba. Pero un segundo más tarde se me lanzó al cuello.

—¡Marc! ¡Eres un auténtico encanto!

Me apreté contra ella y no pude evitar pensar en la última media hora de la fiesta. Había buscado por todas partes hasta dar con Judith por fin. Estaba en un rincón del jardín, recogiendo vasos, latas y cuencos de patatas fritas y cacahuetes medio vacíos.

La agarré de la muñeca. Ella se dio la vuelta con un respingo, pero al ver que era yo afloró en su cara una sonrisa casi embelesada.

—¡Marc! —exclamó.

—Tengo que volver a verte —dije.

Capítulo 13

Partimos un sábado. La primera noche dormimos en un hotel. La segunda, también. Como siempre que íbamos de vacaciones, viajábamos sin haber planeado la ruta. O, para ser sinceros: daba la impresión de que no seguíamos ninguna ruta predeterminada. A ojos de los demás éramos un matrimonio normal con dos hijas. Una familia que se dirige al sur sin rumbo fijo. En realidad, estábamos acercándonos disimuladamente a la zona de la casa en que Ralph y Judith Meier pasaban las vacaciones.

En el tercer hotel, por la mañana, antes de salir de la cama, hojeé la guía de campings que nos habíamos llevado de casa en el último momento. En un radio de diez kilómetros de la casa de los Meier había tres campings.

—¿Qué os parece? ¿Y si mañana plantásemos la tienda en alguna parte? —pregunté.

—¡Síííí! —exclamaron Julia y Lisa a coro.

—Sólo si hace buen tiempo —dijo Caroline, y me guiñó un ojo.

Ese era el plan. Mi plan. Iríamos de camping. Pasaríamos un par de días, hasta una semana si era necesario, en un mismo camping. Y en algún lugar (en la playa, en el supermercado, en la terraza de un bar de la ciudad cercana) nos encontraríamos por casualidad con los Meier.

Un par de semanas antes de nuestra partida había comprado un mapa muy detallado de la zona en una librería de viajes. El mapa era tan detallado que mostraba todas y cada una de las casas. No podía estar seguro al cien por cien, pero combinando la dirección y la descripción de cómo llegar que Judith nos había enviado por e-mail un par de días después de la fiesta, la verdad es que ya sabía qué casa del mapa era la de los Meier. Introduje la dirección en ViaMichelin, y luego aumenté la imagen en Google Earth hasta distinguir no sólo el fondo azul de la piscina, sino incluso el trampolín.

Uno de los tres campings estaba en el camino que iba de la playa a la casa de vacaciones de Ralph y Judith Meier. Para mi espanto, leí en la guía que se trataba de un «camping ecológico». Un camping con «animales de granja», «sanitarios ecológicos» y «equipamientos sobrios, para los verdaderos amantes de la naturaleza». Casi podía oler la peste. Pero una ventaja adicional de un camping donde el detergente y el desodorante sin duda eran productos prohibidos, consistía en que el contraste con una casa con piscina sería aún mayor. Después del primer chapuzón, Julia y Lisa ya no querrían irse.

En el mail, Judith me había dado sus dos números de teléfono. Una semana después de la fiesta, intenté llamarla un par de veces al móvil, pero me salió el contestador. Al principio tampoco contestó nadie las veces que llamé al fijo. Me planteé la posibilidad de dejar un mensaje, aunque al final decidí no hacerlo.

Tres días más tarde, cuando ya no me lo esperaba y estaba a punto de colgar, una voz femenina desconocida respondió al teléfono fijo.

Dije mi nombre y pregunté por Ralph o Judith.

—Están en el extranjero —contestó la voz, no muy joven—. Y en este momento no sé decirle cuándo volverán.

Pregunté en qué país estaban.

—¿Con quién hablo? —preguntó la voz.

—Soy el médico de cabecera.

Un par de segundos en silencio.

—Ralph recibió de repente una oferta de América —continuó—. Le han ofrecido un papel en una nueva serie televisiva. Se fue para allí. Y a mi hija le pareció buena idea acompañarlo, así que mientras tanto yo cuido de los chicos.

La madre de Judith. Recordaba vagamente una mujer de unos setenta años que se veía un poco perdida en la fiesta. El destino de todos los padres a esa edad. Los amigos de tus hijos sólo intercambian un par de palabras contigo por educación, y a continuación intentan librarse de ti lo más rápido posible.

—¿Puedo…? ¿Debo decirles algo? —preguntó.

Reprimí la tentación de responder «es secreto médico».

—Tengo aquí el resultado de una prueba —dije en cambio—. Su hija vino a verme a la consulta hace un par de semanas. Nada grave, pero aun así estaría bien que se pusiera en contacto conmigo. Ya la he llamado al móvil, pero no lo coge.

—Sí, es verdad. Judith telefoneó para decir que se había olvidado el móvil. Estoy en la cocina, y lo veo desde aquí.

A la mañana siguiente Judith llamó. Acababa de empezar la consulta, el primer paciente apenas había tenido tiempo de sentarse ante mi escritorio. Un hombre de pelo canoso y ralo, con venitas rojas en la cara, que tenía problemas de erección.

—No puedo hablar mucho rato —dijo ella—. ¿Qué pasa?

—¿En qué lugar de América estás exactamente? —pregunté mientras observaba el rostro de mi paciente. Tenía una cara como un terreno en barbecho, un terreno donde nunca se iba a cultivar nada más.

—Estamos en California. En Santa Bárbara. Aquí ya ha pasado la medianoche. Ralph está en el baño. He hablado con mi madre. Todo esto le ha parecido un poco raro. Es mayor, pero de repente ha recordado que mi médico de cabecera es una mujer. He debido inventarme una excusa, le he dicho que había acudido a ti para tener una segunda opinión. Pero eso sólo ha servido para intranquilizarla aún más.

Me imaginé a Ralph Meier en el baño. Su cuerpo enorme desnudo. Los chorros de la alcachofa de la ducha. Las gotas que salpicaban su cuerpo y rebotaban en sus hombros, su pecho… en aquel vientre que colgaba sobre los genitales como un toldo. Intenté recordar la barriga de Ralph la primera vez que acudió a mi consulta y le pedí que se desnudara de cintura para arriba. Me pregunté si podía ver algo cuando miraba hacia abajo, o si todo quedaba oculto por la barriga.

—Yo ahora tampoco tengo mucho tiempo —repuse—. Sólo quería saber cómo te iban las cosas. Cuándo volvíais.

Mientras decía esto, miré directamente al hombre con problemas de erección. Estos problemas se pueden combatir con pastillas. Pero es hacer trampa. Con las pastillas se levanta, eso sí, pero incluso ante un caballo enfermo, un cubo de la basura vacío o el escaparate de una librería técnica. Si yo fuese mujer, en todo caso, no querría saber que se ha recurrido a ese tipo de truco.

—No lo sé. Ralph todavía tiene que hacer un par de pruebas de cámara. Sería fantástico que le diesen el papel. Es una serie de HBO, los mismos que hicieron
Los Soprano
. Y
Bajo escucha
. Son trece capítulos. Se desarrolla en la antigua Roma, en tiempos del emperador Augusto. Quieren que Ralph interprete al protagonista, el emperador.

—Recibí tu mail. Con la dirección de la casa.

—Marc, tengo que colgar. A lo mejor estaremos allí a principios de julio. Todo depende de cómo vayan las cosas por aquí. Es posible que nosotros vayamos directamente desde aquí y mi madre acuda luego con los chicos, cuando empiecen las vacaciones escolares.

Yo quería decir algo más. Una insinuación clara. Flirtear un poco. Algo que le hiciese recordar a Judith lo gracioso que era yo. Pero la presencia de aquel paciente anodino al otro lado de mi escritorio me obligaba a limitarme a tópicos intrascendentes.

—Andaremos por allí. Quiero decir, al fin y al cabo pensamos ir a la misma zona. Estaría bien que…

—Adiós, Marc.

Me quedé unos cinco segundos con el auricular en la oreja. No se oía ningún tono de llamada, únicamente un ruido como de interferencias. Pensé en el día que me esperaba. Fue como si el día se llenase de aquel ruido.

—Ya puede ir pasando y quitarse los pantalones —le dije por fin a mi paciente, y colgué—. Enseguida estoy con usted.

El camping ecológico superaba mis expectativas más atrevidas. Debe admitirse que se encontraba en un lugar bonito, con mucha sombra, en un pinar. A lo lejos, entre los árboles, se veía la línea azul del mar. Pero se percibía un olor raro. Olor a animales enfermos. Caroline respiró hondo un par de veces. Julia y Lisa no lo veían claro. En aquel momento aún estábamos en la entrada, delante de la barrera. Todavía podíamos dar media vuelta. La barrera en sí consistía en un simple tronco sin pintar. Un tronco que no era recto del todo, como en la naturaleza misma. Al lado de la barrera había una cabaña de madera. Habíamos bajado y nos habíamos apoyado algo indecisos contra el coche. Yo, por supuesto, sabía que ese camping era el más propicio para acabar en la casa de vacaciones, pero uno tiene sus límites. En ese momento, el hedor a animal enfermo estaba provocándome una ira imprecisa. Era un hedor que a veces también notaba en mi consulta, en pacientes que dejaban que la naturaleza siguiese su curso, como ellos mismos decían. Pacientes que se negaban a eliminar el vello corporal de lugares en que no debería haberlo, que preferían lavarse con agua de un pozo o de una acequia, y que «por principio» no utilizaban productos químicos ni cosméticos para su higiene corporal. Si es que podía hablarse de higiene. Todas sus aberturas y poros apestaban a agua estancada. Agua con tierra y hojas muertas en un canalón encenagado. El hedor empeoraba cuando se desnudaban. Como cuando se le quita la tapa a la cazuela. Soy médico, hice el juramento hipocrático. Trato a todo el mundo sin distinciones. Pero nada ni nadie me da tanta rabia y tanto asco como el hedor ecológico de los supuestos defensores de la naturaleza.

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