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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (8 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
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—¿A qué viene esto? —exclamaba desesperada cuando Julia le cerraba la puerta de su habitación de un portazo en las narices—. ¿Y tú de qué te ríes? —me preguntaba después, cuando Lisa ponía los ojos en blanco y me lanzaba un guiño—. Tú nunca haces nada mal. ¿En qué me equivoco? ¿Qué haces tú que yo no haga?

—Soy su padre —respondía.

—Pero ¿dónde sale exactamente, papá? —me preguntó Lisa mientras aparcábamos el coche a un par de calles de la casa de Ralph Meier.

Primero habíamos pasado por delante, siguiendo el seto y luego las matas de un jardín situado en uno de los barrios más tranquilos y caros de la ciudad. Entre las matas se veían el césped y los asistentes a la fiesta, con sus vasos y sus platos de comida. También se veía humo, seguramente procedente de una barbacoa; nos llegó el olor de carne asada.

—Es sobre todo famoso como actor de teatro. No sale mucho en la tele.

Para Lisa, un actor famoso era un actor de cine, o al menos un actor de un culebrón diario. Además, seguramente tendría que ser joven, en todo caso, no mayor que Brad Pitt. No un actor de la edad de Ralph Meier que diese una fiesta porque llevaba veinte años casado con la misma mujer.

—¿Se puede ser famoso haciendo teatro? —preguntó sorprendida.

—¡Lisa! ¡No seas tonta! ¡Claro que se puede! —Julia llevaba los auriculares del iPod puestos, pero por lo visto eso no le había impedido seguir nuestra conversación.

—Bueno, puedo preguntarlo, ¿o no? —repuso Lisa—. ¿Se puede, papá? ¿Se puede ser famoso con el teatro?

Inicialmente no habíamos pensado llevar a nuestras hijas a casa de Ralph Meier. Pero como la fiesta se celebraba un sábado por la tarde, se lo habíamos propuesto. Primero habían reaccionado con tibieza, pero, para nuestra sorpresa, media hora antes de salir nos anunciaron que al final sí vendrían.

—¿Y eso? No tenéis que acompañarnos si no queréis —dije—. Nosotros volveremos dentro de un par de horitas.

—Julia dice que a lo mejor habrá famosos —dijo Lisa.

Miré a Julia.

—¿Qué miras? —preguntó ella—. Puede ser, ¿no?

Y ahora, después de cerrar el coche, mientras caminábamos a lo largo del seto hacia la puerta principal de la casa, intenté formular una respuesta a la pregunta de mi hija pequeña. Sí, pensé, todavía se puede ser famoso con el teatro, pero no es la misma fama que cincuenta años atrás.

Había habido muchos intentos de hacer brillar el talento de Ralph Meier ante la cámara, con resultados varios. Me acordé de la serie policíaca que se había retirado después de ocho capítulos, la solemnidad con que el actor había pronunciado la frase «¡Ya nos lo explicarás en la comisaría, chavalín!»; una solemnidad que sólo podía tildarse de ridícula. Su papel como líder de la resistencia en
El puente sobre el Rin
, la película neerlandesa más cara de todos los tiempos, tampoco fue ningún éxito. De aquella película recuerdo especialmente el asalto al registro civil de Arnhem y la frase «¡Tenemos que meterle un tiro entre ceja y ceja a esa maldita puta de los alemanes!». Mientras la pronunciaba, Ralph Meier había intentado lanzar una mirada torva, pero la expresión predominante en sus ojos en aquel momento era la extrañeza. Puesto que un héroe de la resistencia de más de cien kilos no resultaba muy creíble, había hecho dieta. Se notaba que había bajado bastante peso, pero la pérdida de kilos no consiguió que pareciese más delgado; si acaso, más vacío. Y cuando, media hora antes de que se acabase la película, aparecía ante el pelotón de fusilamiento, se lo veía, sobre todo, aliviado. Seguramente se alegraba de que la cosa hubiese acabado y de poder ir por fin a la furgoneta del catering por un bocadillo.

—Todavía hay mucha gente que va al teatro —expliqué—, y para esa gente Ralph Meier es famoso.

—Claro, papá —dijo Lisa, volviéndose hacia mí y dedicándome su sonrisa más dulce.

Capítulo 11

A veces repasas tu vida para ver en qué punto habría podido tomar otro derrotero. «¡Ahí! Mira, ahí…», te dices. En ese punto es cuando digo que estaremos de vacaciones por allí cerca y que tal vez podríamos desviarnos un poco («Sí, vale. ¿Por qué no? Podría estar bien») para ir a verlos. Fue al despedirnos, al final de la tarde, cuando ya hacía rato que había oscurecido, y Ralph y Judith acababan de mencionar por primera vez la casa de vacaciones.

Pulsas pausa y vuelves atrás fotograma a fotograma. Aquí Judith rodea a Caroline con los brazos y le da un beso en cada mejilla.

—Estaremos allí de mediados de julio a mediados de agosto —dice—, así que si estáis en la zona…

Un poco más atrás ves a Ralph, riendo por una broma que no oyes (y que tampoco recuerdas).

—Este verano hemos alquilado una casa —explica después—. Una casa con piscina, cerca de la playa. Si os apetece, os pasáis. Hay sitio de sobra. —Te da un golpecito en el hombro—. Y a Alex le encantaría, me parece a mí. —Hace un guiño y mira a mi hija mayor. Pero Julia se vuelve un poco hacia el otro lado y finge no haberlo oído.

Alex era su hijo mayor. Yo estaba a su lado cuando él y Julia se conocieron. Aún estábamos en el recibidor, era al principio de todo, acabábamos de llegar. Una chispa. No es muy habitual, y justo por eso si es auténtica te das cuenta enseguida. Una chispa que salta, literalmente.

—¿Os gustaría? —les preguntó Caroline a nuestras hijas cuando volvíamos a casa—. ¿Os gustaría que fuésemos a verlos durante las vacaciones?

Del asiento trasero no llegó ninguna respuesta. Por el retrovisor vi que Julia miraba hacia fuera con expresión distraída. Lisa tenía puestos los auriculares del mp3.

—¿Julia? ¿Lisa? —dijo Caroline, dándose la vuelta y posando el brazo encima de su respaldo—. Os he preguntado una cosa.

—¿Sí? —repuso Lisa—, ¿Qué quieres?

Mi esposa suspiró.

—Os he preguntado qué os parecería que fuésemos a verlos durante las vacaciones.

—Me da igual —repuso Julia.

—Pues a mí me ha parecido que ese chico te gustaba mucho. No te hemos visto el pelo en toda la tarde…

—Mamá…

—Ah, perdona, mujer. Es sólo que pensaba que a lo mejor te apetecía volver a verlo. Durante las vacaciones.

—Me da igual.

—¿Y a ti, Lisa? —Caroline casi tuvo que gritar para que nuestra hija se quitase los auriculares—. ¿Qué te parecería ir a verlos durante las vacaciones? Han alquilado una casa cerca del mar, una casa con piscina.

Lisa se había retirado con el hermano pequeño de Alex y unos cuantos niños más hacia un rincón del comedor, donde habían visto DVD y jugado a la PlayStation ante un enorme televisor de plasma colgado de la pared. ¡Thomas! Era milagroso que su nombre me viniese enseguida a la cabeza. Thomas. Alex y Thomas. Thomas me había parecido más o menos de la edad de Lisa, pero Alex debía de sacarle un año o un año y medio a Julia. Catorce o quince. Era un chico bastante guapo, con rizos rubios y una voz ya bastante baja para su edad. En todos sus movimientos, tanto en la manera de caminar como en el ritmo con que giraba la cabeza para mirarte, había una lentitud estudiada, como si intentase emitir una versión ralentizada, a cámara lenta, de sí mismo. Thomas parecía más hiperactivo: inquieto, ruidoso. En el rincón del televisor de plasma se caían continuamente vasos y cuencos con patatas fritas, y los demás niños se morían de risa con sus bromas.

—¡Sí, una piscina! —exclamó Lisa.

Cuando acabábamos de entrar, lo primero que hice fue caminar sin rumbo por el comedor y la cocina, y después por el jardín. Había mucha gente a quien reconocía vagamente, aunque no siempre habría sabido decir de qué. También deambulaban por allí un par de pacientes míos. La mayoría seguramente me veía por primera vez en estado salvaje, con ropa de calle y despeinado, y eso explica por qué ellos, a su vez, también me miraban como si les sonase de algo y no supieran ubicar mi cara inmediatamente. No los ayudé; me limité a saludarlos con la cabeza y seguir adelante.

Ralph estaba ante la barbacoa con un delantal con el lema «I love NY» estampado. Pinchaba salchichas, daba la vuelta a las hamburguesas y colocaba alitas de pollo en una fuente.

—¡Marc! —Se agachó, metió un brazo en una neverita portátil azul y sacó una lata de medio litro de cerveza Jupiler—. ¿Y tu mujer? Espero que no te hayas olvidado a tu preciosa esposa…

Me puso la lata de cerveza en la mano. Lo miré. No pude evitar reírme.

—¿De qué te ríes? ¿No irás a decirme que te has atrevido a presentarte aquí tú solo?

Miré alrededor por el jardín, como si buscara a Caroline. Buscaba a otra persona. Y la encontré casi enseguida. Estaba al lado de las puertas correderas de cristal que yo acababa de cruzar hacía un par de minutos para salir al jardín.

Ella también me vio. Saludó con la mano.

—Voy a ver por dónde anda —dije.

Antes de continuar, debo decir algo sobre mi aspecto. No soy ningún George Clooney. Mi rostro no se prestaría a interpretar el papel protagonista en una serie sobre hospitales. Pero sí tengo cierta gracia o, mejor dicho, cierta mirada. La mirada que une a todos los médicos, sean especialistas destacados o médicos de cabecera. Es una mirada que desnuda, no se me ocurre otra manera de explicarlo. Una mirada que ve el cuerpo humano como es. «Para nosotros el cuerpo no tiene secretos —decimos con nuestra mirada—, podéis vestirlo, pero debajo estáis desnudos.» Así miramos a las personas. Ni siquiera es que las miremos como pacientes, sino como habitantes provisionales de un cuerpo que sin sus revisiones de mantenimiento periódicas podría desfallecer sin más.

Estaba con Judith en la terraza, delante de las puertas correderas de cristal. La música se vertía suavemente al jardín desde la casa. Algo latinoamericano: salsa. Pero nadie bailaba. Por todas partes había grupitos de gente hablando. Judith y yo no llamábamos la atención; nosotros también éramos un grupito.

—¿Hace mucho que vivís aquí? —pregunté.

Ambos teníamos un platito de plástico en la mano. Un platito que acabábamos de llenar hasta el borde en el bufé que había en el comedor. Yo llevaba más carne, queso francés y montaditos con mayonesa; ella, más tomatitos, atún y algo entre grisáceo y verde que parecía hoja de alcachofa, pero seguramente no lo era.

—Esta casa era de mis padres —dijo Judith—. Ralph y yo vivimos un par de años en un barco amarrado. Era divertido, romántico, todo lo que quieras; pero cuando tuvimos a los niños, pasó a ser pequeño y húmedo. Aparte del miedo, con dos niños y todo el día tanta agua alrededor. Realmente nos venía bien un cambio. Ya estábamos más que hartos del balanceo de aquel barco.

Me reí. En realidad no había dicho nada gracioso, pero sé por experiencia que funciona así: cuanto antes te ríes en una conversación con una mujer, mejor. Las mujeres no están acostumbradas a que alguien se ría con ellas. Creen que no son graciosas. Y por lo general no lo son.

—¿Y tus padres…? —Dejé la pregunta en el aire y al mismo tiempo tracé un círculo con el tenedor de plástico por encima del plato. Sin salirme: sólo podía significar que estaba preguntándole si sus padres aún estaban entre nosotros. Entre los vivos.

—Mi padre murió. A mi madre la casa le resultó demasiado grande para ella sola y se trasladó a un piso en el centro. Tengo un hermano que vive en Canadá, y le pareció perfecto que nos quedásemos la casa nosotros.

—¿Y se te hace raro? —pregunté, realizando un gesto más amplio con el tenedor. Saliéndome del plato—. ¿Es raro vivir en la casa en que creciste? Quiero decir, debes de retroceder un poco en el tiempo. A cuando eras niña.

Al pronunciar la palabra «niña» bajé la mirada un instante. Hacia su boca, que estaba masticando una hoja. Una mirada inequívoca, como un hombre mira la boca de una mujer. Pero también la miré como médico. Con esa mirada. «Puedes contarme más cosas sobre bocas —decía la mirada—; para nosotros las bocas tampoco tienen secretos.»

—Al principio sí. Al principio era raro. Era como si mis padres aún vivieran aquí. No me habría extrañado encontrármelos en algún sitio: en el baño, en la cocina, aquí, en el jardín. Más a mi padre que a mi madre. Quiero decir, mi madre aún viene a menudo, o sea, que es distinto. Hoy también está por aquí, a lo mejor ya la has visto. Pero enseguida acometimos reformas. Tiramos paredes, hicimos una habitación donde había dos, cambiamos la cocina, etcétera. Entonces desapareció esa sensación. Nunca del todo, pero bueno…

Una boca es un mecanismo. Un instrumento. La boca inspira el oxígeno. Mastica la comida y la traga. Prueba, nota si algo está demasiado caliente o demasiado frío. Entretanto, yo ya volvía a mirar a Judith directamente a los ojos. Y seguí mirándola mientras pensaba estas cosas sobre bocas. «Una mirada dice más que mil palabras.» Eso es un cliché. Pero un cliché también dice más que mil palabras.

—¿Y tu habitación? Tu habitación de niña, ¿también la habéis reformado?

Al pronunciar «habitación de niña» entorné los ojos una fracción de segundo y luego los dirigí hacia arriba, a los dos pisos superiores de la casa. Era una invitación. Una invitación a mostrarme su habitación de cuando era pequeña. Entonces, o en otro momento de la tarde. En la habitación de niña miraríamos fotos antiguas. Fotos antiguas de un álbum. En el borde de una cama individual que había sido la suya de niña. Judith en un columpio. En una piscina. Con los compañeros de clase, posando ante el fotógrafo en el patio de la escuela. En el momento adecuado, le quitaría el álbum de las manos y la empujaría suavemente para tumbarla en la cama. Ella se resistiría un poco, para que no fuese tan fácil; riendo como una colegiala, me empujaría el pecho con las manos e intentaría zafarse. Pero la fantasía sería más fuerte. Era una fantasía antigua, tan antigua como la propia, habitación de niña. Viene el médico. El médico te toma la temperatura. El médico te pone una mano en la frente. El médico hace salir a los preocupados padres y se queda un ratito más sentado en el borde de tu cama.

—No —contestó ella—. Mi antigua habitación ahora es la de Thomas. El mismo se pintó las paredes de rojo y negro. Y sí, por si quieres saberlo, antes eran rosa y lila.

—Y tenías una cama con muchos cojines violeta y rosa, y un montón de peluches. Y un póster de… —ahora tenía que decir algo a voleo; mentar una estrella del pop o un actor de cine era demasiado arriesgado, era prácticamente como indicar una fecha— una foca. Una monada de foca.

Aparte de lo de mi aspecto, debería explicar otra cosa sobre mí. Soy más gracioso que la mayoría de los hombres. En las listas de las cualidades masculinas más valoradas que publican las revistas, la mayoría de las mujeres responde «sentido del humor». Antes pensaba que era mentira. Una mentira para maquillar el hecho de que a la hora de la verdad siempre acabarían decantándose por George Clooney o Brad Pitt. Pero ahora he entendido que no es así. No es que las mujeres que piden «sentido del humor» quieran pasarse la vida desternillándose con un hombre demasiado jocoso. Se refieren a otra cosa: el hombre tiene que ser «gracioso». Jocoso no, gracioso. En el fondo, todas las mujeres tienen miedo de, a la larga, acabar aburriéndose con los hombres demasiado guapos de este mundo. Con esos hombres que saben perfectamente lo guapos que son, que no han de esforzarse porque tienen a todas las mujeres que quieren, pero poco después de la noche de bodas ya se quedan sin temas de conversación. Llegan los bostezos de aburrimiento. Y es que también resulta agotador tener todo el día alrededor a un hombre que admira constantemente su propio aspecto. Un día tras otro. El tiempo se convierte en una carretera recta y larga que cruza un paisaje bonito pero aburrido. Un paisaje que nunca cambia.

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