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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (25 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
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Y también pensé en otra cosa. Pensé en Caroline. Ya he explicado que a menudo interpreto el papel de padre enrollado, el padre que deja que hagan lo que quieran. O bueno, tal vez no todo, pero en cualquier caso más que la madre, siempre demasiado preocupada. Es un rol que me va como anillo al dedo, siempre que esté con Caroline. En cuanto estoy solo, me asalta el pánico. En la terraza de un bar, en unos grandes almacenes, ¡en la playa!, en cualquier lugar con demasiada gente, o demasiado poca, en lugares con escasa luz, miro más a menudo alrededor para asegurarme de no haberlas perdido. Ya no tan a menudo como cuando eran pequeñas, pero aun así… El pánico tiene dos caras. La primera es el temor normal a que en cualquier momento pudiese pasar algo: que la pelota salga rodando hacia una calle con mucho tráfico, un abusador de menores, una ola alta que las arrastre al fondo del mar. La otra es el rostro de Caroline. Más exactamente, su voz. «¿No podrías haberlas vigilado mejor? ¿Cómo pudiste dejarla sola con tanto tráfico?» Alguna vez me he preguntado si también habría sido tan miedica si hubiese estado solo. Solo del todo, quiero decir. Si fuese padre soltero. Viudo. Pero con esa palabra mi imaginación se cortaba. Mi fantasía, simplemente, se detenía. No había que pensar en esas cosas, me decía, y así se acababan las suposiciones.

Ahora también oía la voz de Caroline. «¿Cómo es posible que la hayas dejado irse sola con ese chico al otro bar?» Miré en el espejo del baño. Vi mi ojo lleno de sangre. Formulé mentalmente la respuesta: «No pude hacer otra cosa, ya se habían ido. Ralph les había dado permiso…»

Sabía que era una explicación demasiado floja. Una respuesta inútil.

Y antes de que la voz de Caroline hubiese pronunciado la frase siguiente («Si yo hubiese ido con vosotros, esto no habría pasado»), ya había tomado una decisión.

Capítulo 30

Primero probé su móvil, por supuesto. Un año antes, cuando empezó a ir al instituto, le habíamos regalado uno. Por seguridad, nos dijimos. Así puede llamarnos siempre que quiera. Y nosotros a ella, pensamos. Pero desde el principio Julia fue muy hábil a la hora de tener el móvil encendido sólo cuando le convenía. «Lo llevaba en el bolso, supongo que por eso no lo oí —nos decía. O bien—: Se me había acabado la batería.»

Así que no me sorprendió que al cuarto tono saltara el contestador. Dejar un mensaje no serviría de nada; al fin y al cabo, nunca los escuchaba. Total, que oír el contestador no me extrañó, pero tampoco me tranquilizó. Era muy posible que no llevara el móvil, que se lo hubiese dejado en la casa.

Y si lo llevaba, ni que decir tiene que era la noche perfecta para tenerlo apagado: bajo las estrellas, en la playa, con un chico simpático… ¿Qué chiquilla de trece años quiere que sus padres la llamen continuamente para sermonearla en una noche así?

—¿Has visto a Judith? —le pregunté a Lisa tras conseguir captar su atención (no sin dificultades) y de que se me acercara suspirando.

—¿A quién? —No estaba escuchándome, su mirada seguía fija en los chicos que jugaban al fútbol.

—A Judith. La madre de Thomas.

No hubo respuesta. Lisa tenía la cara sudada, se apartó un mechón de cabello de los ojos.

—Lisa…

—¿Sí?

—Te he preguntado algo.

—Perdona, ¿qué me has preguntado? —Me miró por primera vez—. ¿Qué te pasa en el ojo, papá?

Cerré el ojo con fuerza e intenté abrirlo, pero no sirvió de nada. Empezó a lagrimear.

—Nada. Tengo una… Me ha entrado no sé qué, algún bicho…

—La madre de Thomas está ahí —dijo Lisa, y señaló al otro lado de la zona que usaban como campo de fútbol. En ese punto, la playa hacía un poco de pendiente, justo detrás rompían las olas.

Judith estaba sentada en la arena con las piernas recogidas. Cuando la saludé con una mano, tardó un momento en verme. Me devolvió el saludo.

Quise decirle a Lisa que se fuera otra vez a jugar, pero ya lo había hecho. Crucé esquivando a los futbolistas.

—Bueno —dijo Judith cuando me planté a su lado—, ¿has tirado muchos cohetes?

Tenía un cigarrillo entre los dedos. Me palpé el bolsillo y saqué mi paquete. Me incliné hacia ella para que me diese fuego.

—Voy a ir un momento al otro bar —dije—. Al que han ido Alex y Julia. —Utilicé el tono más neutro posible, pero quizá en mi voz había un deje de preocupación.

—¿Quieres que te acompañe? —preguntó ella.

Di una calada. A menos de cinco metros de nosotros, las olas batían contra la arena. Unas gotitas me salpicaron la cara.

—No sé… —Hice un gesto hacia atrás, donde nuestros hijos pequeños estaban jugando al fútbol.

—Bah, si ésos no nos prestan atención. Hay mucha gente. Mientras no se muevan de aquí… —Se incorporó—. Se lo digo a Thomas, y volvemos enseguida. ¿Qué te pasa en el ojo?

La parte oscura de la playa era menos oscura de lo que me había parecido. Había casas con las terrazas iluminadas esparcidas por las dunas. Al cabo de unos diez minutos dejaron de oírse los golpes rítmicos de la música y aumentó el sonido del bar más alejado. Otro tipo de música, según parecía: salsa, o en todo caso algo latinoamericano. Judith se había quitado las chanclas y las llevaba en la mano.

Mi preocupación de antes se había desvanecido como por ensalmo. Me dije que, como tantas veces, me había preocupado sin motivo. ¿Qué diablos podía pasar allí? De vez en cuando nos encontrábamos con grupitos de gente, sobre todo jóvenes, adolescentes con bermudas o biquinis, una pareja cariñosamente abrazada que deambulaba por la playa y se detenía a besarse cada pocos metros.

—Siento haberme ido de ese modo —dijo Judith—, pero es que no soporto a Ralph cuando se comporta así. Es como un niño grande. A veces se olvida de que él también tiene hijos. Me pone enferma cuando se porta de esa manera delante de ellos.

No dije nada. Me acerqué un poco más a ella, de modo que nuestros antebrazos se rozaban. Aspiré un olor difuso: aire de mar mezclado con perfume o desodorante. Era sólo cuestión de tiempo, estaba seguro. O, más que de tiempo, de
timing
. Cogerla ya mismo por la cintura sería demasiado precipitado. Calculé la distancia hasta las luces del otro bar. Diez minutos. En diez minutos sería toda mía. Pero tenía que proceder con sutileza. Aunque no con verdadera sutileza, claro; sólo tenía que parecerle sutil a ella.

—Pues a mí me hace gracia ver cómo Ralph puede entregarse en cuerpo y alma a cosas así. Da igual si hace submarinismo o corta un pez espada a rodajas con un hacha, todo lo hace con el mismo entusiasmo. Con la misma intensidad. A veces casi siento celos; yo no tengo tanta energía.

Las mujeres critican a sus maridos. Todas las mujeres. Simplemente, a veces necesitan desahogarse. Pero en ningún caso hay que darles la razón. Jamás. No debes darles la sensación de que eligieron mal. Al contrario: lo que hay que hacer es, justamente, defender al hombre criticado. Al defender al hombre criticado, estás elogiando de manera indirecta el buen gusto de la mujer.

—¿Tú crees? —preguntó Judith—.A veces acabo realmente agotada de tanta energía.

Un rato antes, en la playa, cuando había hecho saltar por los aires la olla, Ralph había acusado a su esposa de ser una quejica. Y con motivo, en mi opinión. Judith era una quejica. Cuando lo de los petardos en el jardín de la casa, ya se había quejado y nos había dado la lata por nada. Pero era guapa y olía bien. No conviene casarse con una mujer como Judith: tendrías que bajar los pies de la mesa cada vez que ella entrara, segar el césped puntualmente, y ni hablar de beber cerveza en la cama. Si te tirabas un eructo o un pedo, pondría la misma expresión severa que antes con la olla. Pero yo no estaba casado con ella. Por suerte. Sólo la tenía esa noche. O, como máximo, un par de veces más al volver de vacaciones.

Me resultó difícil admitirlo tan abiertamente, incluso era posible que yo no fuese muy consciente de ello, pero el caso es que sus protestas tenían algo que me excitaba. Una mujer que no sabía reírse cuando un hombre se tiraba un pedo. Una mujer que, de tener la oportunidad, pondría a los hombres de cara a la pared, donde tendrían que quedarse hasta que ella los indultara. Noté que esta fantasía hacía que mi polla buscara espacio en la entrepierna. Reprimí la tentación de agarrarla en ese mismo momento y tumbarla sobre la arena sin más miramientos. Tomar la iniciativa. Como imitando una violación, eso a las mujeres siempre les gusta. A todas.

—Puedo entender que te canses —dije—. Sin embargo, con un hombre como Ralph seguro que nunca te aburres. Quiero decir, siempre está inventándose una cosa u otra.

Yo me moriría de aburrimiento, eso seguro. Con un solo día bastaría. Pero yo no era una mujer. No una mujer como Judith: una cascarrabias, una pava. Una pava cachonda, eso sí, pero era como todas las fantasías masculinas sobre mujeres en puestos de mando (azafatas, maestras, putas): por encima de todo, transparente. Y esa transparencia era lo que más me excitaba, de eso estaba seguro. Mujeres que se quejan por todo: petardos, demasiado ruido para los vecinos, ollas que salen disparadas hacia el cielo, maridos que se comportan como niños, pero luego… luego te la sacan de los pantalones a lo bestia y quieren que se la metas hasta el fondo, hasta que ya no puedas más.

—Es sólo que muchas veces me trata con poco respeto —dijo—. Y delante de otra gente, eso es lo peor. Siempre consigue hacerme quedar como una cascarrabias. Y como no tengo ganas de pelearme cuando hay alguien delante, pues me voy.

—Ya.

«Ya», una muletilla de moda. Al principio intenté resistirme, pero mis hijas la utilizaban a diestro y siniestro y, como suele ocurrir con estas palabritas, se me había pegado. Era útil gracias a su doble significado: por un lado, asentías, y por otro, hacías saber que entendías lo que tu interlocutor quería decir.

—He estado fijándome —prosiguió—. No me lo hace sólo a mí, se lo hace a todas las mujeres. Quiero decir, por una parte es encantador, pero por otra… El caso es que considera que las mujeres son, lisa y llanamente, más estúpidas que los hombres. No sé, es algo en su tono, en cómo las mira…

—Ya —repetí.

—Que quede clara una cosa: Ralph es un mujeriego de pura cepa. Justo por eso me enamoré de él. El modo como te mira, como me miraba… si eres mujer, te gusta. Te sientes apetecible. Para una mujer es magnífico comprobar que un hombre te mira así. Tardas un tiempo en darte cuenta de que un mujeriego no sólo te mira así a ti, sino a todas.

Opté por guardar silencio. Pensé en Ralph, el mujeriego. En sus miradas ávidas a Caroline.

—¿Te ha comentado algo de eso Caroline? —preguntó Judith—. Tu esposa es muy guapa, Marc. No me sorprendería.

—La verdad es que no. Creo que no. Al menos, Caroline nunca me ha dicho nada.

Miré al frente, hacia las lucecitas cada vez más cercanas del otro bar. Tenía que darme prisa, antes de que fuese demasiado tarde; pero aquél no era el momento adecuado. Sobre todo, no era la conversación adecuada.

—Y hay otra cosa —dijo Judith. Se había detenido. Bien. Mientras no caminásemos, el tiempo también se detendría—. Tienes que prometerme que no vas a contárselo a nadie. A nadie. Ni siquiera a tu mujer.

La miré. No podía verle bien la cara, sólo la silueta de su cabello contra el fondo del mar que susurraba en la oscuridad. Eso, y algo que se le reflejaba en los ojos: un destello, un brillo, tan débil como la llamita de una vela.

—Prometido.

En aquel momento la playa estaba desierta. Solamente tenía que dar un paso. Un paso y entrelazaría mis manos con esos cabellos, la besaría en los labios y luego iría bajando. Primero nos dejaríamos caer de rodillas en la arena, el resto vendría solo.

—A veces, muy de vez en cuando, me asusta —dijo en voz baja—. Por ejemplo, un día nos estábamos peleando y de repente vi algo en sus ojos y pensé: «Ahora va a pegarme.» Cuidado, nunca me ha puesto un dedo encima. Sí que ha destrozado vajillas enteras contra la pared, pero jamás me ha dado un solo golpe. Sólo se lo vi en los ojos. «Está pegándome mentalmente», pensé. «Mentalmente me está zurrando bien zurrada.»

—Ya —dije, pero me pareció que era muy poco—. Mientras sólo sea mentalmente, la cosa no es tan grave —añadí.

Judith suspiró profundamente. Me agarró de la muñeca. Reprimí la tentación de atraerla hacia mí de un tirón.

—No, pero siempre estás en tensión. Siempre he tenido la sensación de que puede ocurrir tarde o temprano, de que perderá el control y de repente me dará una bofetada. A veces creo que él también lo sabe. Que lo pienso, quiero decir. Y que por eso todavía no ha ocurrido.

—¿Lo habéis hablado alguna vez? En fin, una cosa así… ¿no sería mejor comentarlo? Me refiero a antes de que realmente ocurra.

Lo dije sólo por decir algo, dolorosamente consciente de ello. De hecho, el tema no me interesaba una mierda. Pero no debía permitir que se me notara, por supuesto. Tenía que representar el papel de hombre interesado y comprensivo. Fingir verdadero interés. Únicamente el hombre comprensivo recibirá lo que se merece.

—¿A ti qué te parece? —preguntó—. ¿Crees que Ralph podría volverse violento de repente?

Pensé en la chica noruega a la que, no hacía ni una hora, Ralph había tirado al suelo, tras lo cual había intentado darle patadas. Volví a oír cómo la llamaba «hija de la grandísima puta».

—No, no me parece probable —respondí, y la cogí por la muñeca—. A ver si me explico: Ralph tiene un exceso de energía. La gente así puede ser muy irritable a veces. Tienen que liberar su energía. Pero, en mi opinión, él ya procura liberarla a tiempo. Con todo lo que hace, quiero decir. Entregándose por completo en todo. En mi opinión, la violencia contra las mujeres, contra su propia esposa, no va con él. —Le acaricié la muñeca con el pulgar. Y añadí la guinda del pastel—: Es demasiado buena persona.

—Mamá… —No habíamos visto ni oído llegar a Alex, que de repente estaba a dos metros de nosotros.

Judith y yo nos soltamos al mismo tiempo, aunque demasiado deprisa: sorprendidos con las manos en la masa.

—Hola, Alex —dijo Judith.

—Mamá…

Se acercó dos pasos más. Unos rizos rubios le cubrían los ojos. En la semioscuridad no se veía bien, pero en su cara brillaba algo. Algo húmedo. ¿Sudor? ¿O lágrimas?

—¿Dónde está Julia? —preguntó Judith.

—Mamá… —repitió Alex. Ahora se lo noté en la voz: lloraba. Dio un último paso hacia su madre y la abrazó. Era casi tan alto como ella. Judith le puso una mano en la nuca y lo estrechó.

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