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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (4 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
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No sé qué es peor, si la película o la obra de teatro en sí, o que luego no haya manera de irse. Sé por experiencia que durante una película es más fácil pensar en otras cosas que durante una representación teatral. En una obra de teatro eres más consciente de tu propia presencia. De tu propia presencia y del transcurrir del tiempo. De tu reloj. Me compré un reloj con agujas fluorescentes expresamente para los estrenos de teatro. Durante una representación teatral, al tiempo le ocurre algo, algo para lo que aún no he sabido encontrar explicación. No es que se detenga, no: se cuaja. Miras a los actores y actrices, sigues sus movimientos, escuchas las frases que salen de sus labios, y es como si removieras con una cuchara una sustancia que se solidifica rápidamente. Llega un momento en que la cuchara se para. Se queda vertical en medio de la sustancia. No se puede seguir removiendo. Miro el reloj por primera vez. Lo más discretamente posible, por supuesto. Nadie quiere que lo pillen mirando el reloj durante una representación teatral. Con cuidado, retiro un poco la manga de la chaqueta. Me rasco la muñeca como si me picara. A continuación lanzo una mirada fugaz a las agujas luminosas. La hora que indican es siempre una prueba fehaciente de que el tiempo real y el tiempo del teatro son dos magnitudes distintas. O mejor dicho: tiempos de dos dimensiones diferentes que discurren una junto a otra. Crees que ya habrá pasado media hora (esperas, ruegas, que haya pasado); pero las agujas del reloj te dicen que las luces de la sala apenas llevan doce minutos apagadas. No puedes gemir ni suspirar durante una representación teatral; si gimes o suspiras, llamas innecesariamente la atención. Un gemido o un suspiro demasiado alto desconcentran a los actores. Pero no es factible estar sin gemir ni suspirar. Y ahí mismo radica ya la principal diferencia con una película: uno no puede irse. Durante una película, puedes escabullirte en la oscuridad sin que nadie se dé cuenta. Hasta en un estreno. «Ese va al servicio», piensan los demás, y se olvidan de ti. No les llama la atención que ya no vuelvas. Se puede hacer. Es posible. Yo mismo lo he hecho en más de una ocasión en estrenos de películas. Las primeras veces hasta iba al servicio de verdad y me pasaba la última hora de la película sentado en la tapa de la taza del váter, con la cabeza entre las manos, gimiendo, plañendo, soltando tacos. Pero al mismo tiempo contento. Contento y aliviado. Cualquier cosa antes que la película. Con el tiempo, fui volviéndome más hábil en las desapariciones inadvertidas. Me iba hacia la salida como si nada, con las manos en los bolsillos. A tomar un poco el aire, decía si me encontraba con alguien. Un instante más tarde ya estaba fuera. La calle, tranvías, motos, gente. Personas con caras normales, con voces normales. Personas que se dicen cosas normales. «¿Nos tomamos otra o quieres irte a casa ya?» Nada de: «Maldita sea, Martha, debemos asegurarnos de que la herencia de nuestro padre no caiga en malas manos.» ¿Cuántas frases de éstas se pueden soportar en una hora y media? «¡Ninguna hija mía irá por ahí vestida como una puta! ¡O ya no será mi hija!» En una película hay banda sonora. Cada año que pasa ponen el sonido más fuerte. Puedes gemir y suspirar sin que nadie se dé cuenta. Pero es como con el dolor: cada vez respiras más hondo. Un perro que siente dolor jadea con la lengua fuera. Oxígeno. Lo importante es dirigir el máximo de oxígeno hacia el foco del dolor. El oxígeno es, incluso hoy en día, el mejor analgésico que hay. Me quedo de pie en la calle. Veo a la gente. Inspiro el aire exterior. En una representación teatral, todo esto es imposible. No hay cláusula de evasión. Tienes que salir un momentito antes de que empiece la representación. Es indispensable, pero también peligroso. Una vez en la calle te asaltan pensamientos tentadores. «No vuelvas.» Ese es el más tentador. «Vete a casa, te quitas los zapatos, pones los pies sobre el sofá, en la tele repiten una película de serie B que ya has visto cinco veces.» Cualquier cosa antes que la obra.

También influye mi profesión. En mi profesión, conseguir relajarse de verdad es una condición irrenunciable. Me paso el día viendo y oyendo cosas, cosas que por la noche tienes que quitarte de la cabeza. Hongos. Verrugas sangrientas. Pliegues de piel entre los cuales la temperatura sube demasiado. Una mujer de ciento cincuenta kilos a la que tienes que examinar en un lugar al cual jamás irías voluntariamente. Durante una representación teatral no deberías pensar en ninguna de estas cosas, pero apenas se han apagado las luces de la sala ya aprovechan su oportunidad. «Está oscuro —piensan—, ¡a por él!» Ahora, la única luz es la del escenario. Y las agujas luminosas de tu reloj. Empieza el tiempo interminable. El tiempo que se cuaja. Durante un día de trabajo, me anima pensar que me espera una noche sin planes. Una cena. Una cervecita o una copa de vino. Las noticias en la tele. La película de serie B o un partido de fútbol. Una jornada de trabajo así va bien desde el principio, es una jornada laboral con perspectivas. Mejor dicho, con un horizonte. Un paisaje ondulante, con colinas y más colinas y, más allá, el mar brillante. Pero un día que va a acabarse con una representación teatral es como una habitación de hotel con vistas a una pared ciega. En un día así no corre el aire. Falta oxígeno, pero la ventana se encalla y no puedes abrirla. Ya empiezo a gemir a las ocho y media de la mañana, cuando pienso en el teatro por primera vez. Normalmente sólo escucho a mis pacientes a medias, pero si la jornada laboral va a acabar en el teatro, no escucho en absoluto. Sopeso decenas de posibilidades de escabullirme. Encontrarme mal. Gripe. Indigestión. Que un pariente se ha tirado a la vía del tren. Pienso en la escena de
Misery
en que Kathy Bates se carga el tobillo de James Caan con una pica de minero. Podría hacerme algo. Durante la batalla de Stalingrado, soldados de ambos bandos se disparaban en la mano o el pie para que no los enviaran al frente. Si los descubrían, iban al paredón. Mi paciente parlotea sobre un dolor impreciso en la parte baja de la espalda, pero yo sólo puedo pensar en las heridas de bala. En México, los escuadrones de la muerte de los cárteles de la droga hacen muescas en la punta de la bala para que gire más lentamente. Una bala que gira lentamente provoca más daños dentro del cuerpo. O no sale por el otro lado. Pienso en medidas drásticas. Nada de quedarse a medias. Si tienes un meñique roto, aún puedes presentarte a un estreno con el brazo en cabestrillo. Treinta y nueve de fiebre se interpreta como una huida cobarde. No; sopeso otras posibilidades. La de un cuchillo de abrir ostras que se escapa y te atraviesa la palma de la mano. La punta del filo sobresale por el dorso, al otro lado. La herida no empieza a sangrar hasta que sacas el cuchillo.

Lo peor son las obras de «teatro de improvisación». Se murmura mucho. Hay retazos sueltos de diálogo «sacados de la vida misma». Actores y actrices llevan ropa confeccionada con sus propias manos. Las obras de improvisación suelen ser más breves que las que tienen guión, pero ocurre como con la temperatura de sensación: te puede parecer que hace mucho más calor o mucho más frío que la temperatura que indica el termómetro. Observas el vestuario que ellos mismos se han hecho. Tienes la impresión de que ya llevas ahí media hora, pero las agujas del reloj no mienten. Te lo acercas al oído; a lo mejor se ha parado. Pero lleva una pila de litio que dura un año y medio. El tiempo transcurre en silencio. Tienes que contar hasta sesenta y mirar otra vez.

Con un cuchillo de abrir ostras corres riesgo de sepsis. Lo mejor que puede hacer la gente normal es acudir a primeros auxilios. Pero yo en casa tengo de todo. Tétanos. Fiebre amarilla. Hepatitis A. Tengo frasquitos de líquidos que con una gota te dejan medio día inconsciente. Otra gota y no recuperas la conciencia jamás. A perros y gatos les ponemos una inyección, pero las personas pueden tomarse el vasito de veneno por sí mismas. Es un vasito de nada. Un chupito. Agua y colorantes en un noventa por ciento. Puedes despedirte dignamente de parientes y personas queridas. Hasta puedes gastar una última bromita. Lo he visto un montón de veces. La mayoría de los moribundos no dejan pasar esa oportunidad de decir algo chistoso, aunque sean gente que en toda su vida no haya bromeado jamás. En la mayoría de los casos te das cuenta de que lo han meditado mucho tiempo, como si quisieran que los recordaran así. Unas últimas palabras. Unas últimas palabras frívolas. La cercanía de la muerte requiere cierta frivolidad, piensan. Pero la muerte no requiere nada. La muerte viene a buscarte. La muerte quiere que vayas con ella, preferiblemente sin ofrecer mucha resistencia. «La próxima ronda corre de mi cuenta», dicen, y apuran el vaso de un trago. Un minuto más tarde cierran los ojos; otro minuto y ya están muertos. Pocas veces hay lágrimas en ese último trago. Nunca he visto que nadie le diga a su mujer: «Eres la persona a quien más he querido en toda mi vida. Voy a echarte de menos. Y tú a mí seguramente también.» Nunca. Frivolidad. Una ocurrencia ingeniosa. Lo mismo sucede en los funerales. También es importante que sean «alegres». Un funeral aburguesado es la peor pesadilla de un artista. «Así es exactamente como lo habría querido Henk», dicen los asistentes mientras rompen botellas de whisky contra el ataúd. «El quería que estuviésemos contentos. Nada de un valle de lágrimas, maldita sea.» Creo que el tema de los entierros alegres empezó hará unos quince años. Ataúdes rosa o de madera blanca, ataúdes decorados con dibujos de dragones y dientes de tiburón, ataúdes de Ikea, de plástico o envueltos en bolsas de basura. Siempre me parece especialmente dramático para los niños. Ya es bastante malo que haya niños de por medio, pero si encima el muerto es un artista, se obliga a los niños a pasarlo bien. Tienen que poner pegatinas o poesías en el ataúd de papá, meter dentro su taza del desayuno favorita con el lema
Fuck you!
Para más adelante. Para el más allá. Para el destino de su largo viaje. Que allí donde vaya pueda seguir bebiendo café en su taza favorita con el lema
Fuck you!
Sobre todo, que los niños no lloren. Les pintan la cara y les dan globos y pitos y les ponen sombreros de fiesta. Porque eso es lo que habría deseado papá: que sus hijos se lo pasaran bien en su funeral. Que jugasen al escondite entre las lápidas. Que después del servicio se sirviese una tarta y una enorme bandeja de bombones, Snickers y Mars.

Todos quieren ir al mismo cementerio, el cementerio del meandro del río. Hay lista de espera. Las personas normales con un trabajo de oficina ni siquiera pueden apuntarse. Como el cementerio está a orillas del río, al menos cuatro veces al año hay funerales a los que el difunto llega en barco. Así tienes más posibilidades de salir en el periódico al día siguiente. El barco zarpa del centro de la ciudad y navega por debajo de los puentes, muy fotogénico. Siempre lleva decoración festiva, flores y coronas, y todos los pasajeros van con túnicas de colores y gorritos puntiagudos. Mujeres con alas de mariposa a la espalda, hombres con el bigote teñido de verde o de rojo. Sobre el talamete, cuatro músicos de la Banda de Trompetistas Felices vestidos de payaso tocan una cancioncilla alegre. A estas alturas, cuantos van en ese barco y en los del cortejo fúnebre ya están borrachos. La gente normal los observa desde la orilla, pero los parientes y amigos borrachos del fallecido no dedican ni una mirada a la gente normal.

Hay que reconocerle a Ralph Meier (aunque tal vez fuera más bien cosa de Judith) el mérito de que su funeral fue relativamente normal. No llegó en barco, sino en un simple coche fúnebre. Debía de haber unas mil personas, por lo menos. Había equipos de cámaras de varios canales. Cuando el coche que llevaba el ataúd avanzó por el camino de grava, sólo tuve que retroceder un par de pasos para que la familia no me descubriese enseguida. Judith llevaba unas grandes gafas de sol y un pañuelo negro con topos blancos en la cabeza. Seguramente fue por el pañuelo por lo que ese día me recordó aún más de lo normal a Jacqueline Kennedy, aunque a ésta no me la imagino escupiendo en la cara de un asistente indeseado en un funeral ante la mirada de mil personas.

Después del incidente, no abandoné el cementerio enseguida. Primero volví hacia la valla, y después caminé un poco más, hasta la orilla del río. Pasaba una barca de remos; un ciclista la seguía por la orilla, dando instrucciones a los remeros con un megáfono. Los dos cisnes con varias crías tras su estela intensificaban la sensación de que «la vida continúa», como suele decirse. Estuve allí unos minutos, y luego regresé al cementerio.

Como en el velatorio no cabían mil personas, los discursos se estaban haciendo al aire libre. Hablaron el alcalde y alguien del Ministerio de Cultura. Actores y directores que habían trabajado con Ralph compartieron recuerdos y contaron anécdotas jugosas. De vez en cuando se oían risas. Me quedé al final de todo, medio escondido entre los matorrales, a un par de metros del camino de grava. Un cómico estaba pronunciando un discurso protagonizado por él mismo; más que unas exequias, parecía un ensayo de su próximo espectáculo. La gente reía, pero eran carcajadas incómodas, como si a los asistentes les pareciese más patético que gracioso. Pensé en los últimos instantes de Ralph Meier en el hospital, hacía menos de una semana. El vaso con la mezcla mortal estaba en una mesilla con ruedas junto a su cama. También había un yogur de fruta a medio comer, todavía con la cuchara dentro, el periódico de aquella mañana y una biografía de William Shakespeare que había estado leyendo las últimas semanas. Un marcador sobresalía entre las páginas; no había llegado ni a la mitad. Acababa de pedirles a Judith y a sus dos hijos que saliesen un momento de la habitación.

En cuanto estuvieron fuera, me indicó con un gesto que me acercara.

—Marc —dijo; me cogió la mano, tiró hacia la manta y la cubrió con su otra mano—. Quería decirte que lo siento.

Observé su rostro. Tenía un aspecto relativamente sano, aunque un poco delgado. Sólo si sabías lo orondo y lleno que había sido ese rostro hasta apenas un par de meses atrás, comprendías que era por la enfermedad. Tenía la mirada lúcida.

Resultaba sorprendente cada vez. Yo ya tenía experiencia. La gente elegía una determinada fecha para morir, pero, llegado ese día, de repente revivían. Hablaban y reían más de lo normal, casi como si esperasen que alguien les impidiera hacerlo. Que alguien dijera que en realidad era una tontería poner punto final.

—Yo nunca… no debería… —dijo Ralph Meier—. Lo siento. Esto es lo que quería, decirte.

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