Mientras paseaba, no dejaba de pensar en los diez finos y proporcionados dedos de Gotanda cuando acariciaba la espalda de Kiki. Caminé hasta Harajuku, luego me dirigí hacia el estadio
Jingū
a través de Sendagaya; desde la avenida
Aoyama-dōri
tomé en dirección al cementerio; puse después rumbo al Museo Nezu, pasé por delante de Figaro y fui de nuevo a Kinokuniya. Pasé también por delante del edificio Jintan y regresé a Shibuya. Para entonces, ya había anochecido. Al mirar desde lo alto de la colina, vi cómo, igual que un banco de fríos salmones sube el río a contracorriente, los inexpresivos oficinistas, con sus abrigos negros, avanzaban a velocidad uniforme por las calles de la ciudad, iluminadas desde hacía unos minutos por neones multicolores.
Cuando llegué a mi apartamento, la luz roja del contestador parpadeaba. Encendí las luces, me quité el abrigo, saqué una lata de cerveza de la nevera y bebí un trago. Luego me senté en la cama y pulsé el botón para escuchar los mensajes. La cinta se rebobinó y empezó a reproducir.
«¡Eh! ¡Cuánto tiempo!» Era Gotanda.
«¡Eh! ¡Cuánto tiempo!» Gotanda lo decía con voz clara y jovial. Una voz que no era atropellada ni arrastrada; ni muy alta ni muy baja; ni nerviosa ni adormilada. Una voz perfecta. Al instante la reconocí. Era de esas voces que, una vez que las has oído, no se te olvidan jamás. Igual que su sonrisa, su cuidada dentadura y el esbelto perfil de su nariz. Hasta entonces nunca me había fijado en su voz, pero en ese momento resurgió con fuerza su recuerdo, que había estado adherido a un rincón de mi cabeza, como si alguien hubiera golpeado una campana en un silencioso amanecer. ¡Asombroso!, me dije.
«Esta noche voy a estar en casa, así que llámame. Total, no voy a acostarme hasta la madrugada», decía, y repitió dos veces su número de teléfono. «Venga, ¡hasta la noche!», se despedía. A juzgar por el prefijo, no debía de vivir muy lejos de mi apartamento. Tras anotar el número, lo marqué despacio. Al sexto tono, saltó el contestador. Una voz femenina dijo: «En estos momentos no podemos atenderle. Si lo desea, puede dejar un mensaje después de la señal». Dejé mi nombre, mi número de teléfono y la hora. También le dije que estaría en ese número toda la noche. ¡Qué mundo tan complicado! Colgué y fui a la cocina; tras lavar un apio, lo corté fino y añadí mayonesa y, justo cuando empezaba a picotear, con una cerveza delante, sonó el teléfono. Era Yuki. ¿Qué estaba haciendo?, quiso saber. Mi respuesta: Comiendo apio y bebiendo cerveza en la cocina. Ella: ¡Qué patético! Yo: Oh, vamos, no es para tanto.
Y es que, efectivamente, en la vida puede haber cosas mucho más patéticas, pero ella era demasiado joven para saberlo.
—¿Dónde estás tú? —le pregunté.
—Sigo en el piso de Akasaka —me dijo—. ¿Por qué no me llevas de paseo en coche?
—Lo siento, pero hoy no puedo —contesté—. Estoy esperando una llamada importante relacionada con el trabajo. Si te parece, lo dejamos para otra ocasión. Por cierto, con respecto a lo de ayer, ¿viste a esa persona cubierta con una piel de carnero? Quiero que me lo cuentes. Necesito saber más.
—La próxima vez —dijo ella, y colgó de inmediato.
Me quedé anonadado, observando el auricular que sostenía en la mano.
Cuando me terminé el apio, empecé a pensar en qué podía cenar. Pues unos espaguetis, me dije.
«Se pelan y se cortan gruesos dos dientes de ajo y se echan en una sartén con aceite de oliva. Ladeando la sartén para que el aceite se acumule, se sofríen a fuego lento durante un buen rato. Después se añade una guindilla y se saltea junto con el ajo. Es necesario apartar la sartén del fuego antes de que el aceite adquiera un sabor demasiado picante. Sólo la experiencia enseña el punto exacto. Entonces se corta jamón y se fríe hasta que empieza a adquirir una textura crujiente. En ese punto se añaden los espaguetis previamente hervidos y escurridos, se mezcla todo rápidamente y se espolvorea con perejil cortado fino. Como entrante, recomendamos una refrescante ensalada de mozzarella y tomate.»
De acuerdo, vamos para allá. Pero justo cuando el agua de los espaguetis rompía a hervir, sonó el teléfono. Apagué el gas, fui hasta el teléfono y descolgué.
—¡Eeeeh! ¡Cuánto tiempo! —saludó Gotanda—. Dios mío, qué recuerdos. Dime, ¿qué tal te va?
—Bueno, tirando —respondí.
—Mi agente me ha dicho que querías hablar conmigo. Imagino que no pretenderás que volvamos a diseccionar ranas juntos, ¿no? —dijo, y se echó a reír.
—No, sólo quería preguntarte algo. Supongo que estarás muy liado, pero, verás, es un tema un poco delicado que…
—Oye, ¿haces algo ahora mismo? —preguntó.
—No, nada. Estaba a punto de prepararme algo para cenar.
—Perfecto. Entonces, ¿por qué no salimos un rato los dos? Justamente estaba buscando a alguien para salir a cenar. La comida no me sabe tan buena cuando como a solas.
—Pero ¿seguro que no te molesto? Quiero decir…
—No te preocupes. Cuando hay hambre, algo hay que comer, ¿no? No lo hago por ti, y no me siento obligado. Venga, vamos a tomar algo y a charlar de los viejos tiempos. Hace una barbaridad que no veo a nadie del colegio. Si a ti te parece bien, me gustaría verte. ¿O acaso estoy dándote la lata?
—No, no, en absoluto. Soy yo el que quería hablar contigo.
—Entonces, salgo ahora y paso a recogerte. ¿Dónde vives?
Le di mi dirección.
—Sí, cae cerca de mi casa. Llegaré en unos veinte minutos. Estate preparado, que tengo mucha hambre. No me hagas esperar, ¿eh?
Le dije que no se preocupara, que estaría listo, y colgué. Luego torcí el cuello, extrañado. ¿Charlar de los viejos tiempos?
No lograba entender qué viejos tiempos compartíamos Gotanda y yo. En el colegio nunca fuimos amigos íntimos; ni siquiera hablábamos mucho. Él pertenecía a lo mejorcito de la clase; yo, en cambio, pasaba más bien inadvertido. Me parecía un milagro que todavía se acordara de mí. ¿A qué se refería con los viejos tiempos? ¿Acaso teníamos algo que mereciera la pena recordar? Sea como sea, prefería eso a que me tratara con frialdad y desprecio.
Me afeité a toda prisa, me puse una chaqueta de tweed de Calvin Klein sobre una camisa de rayas naranjas y la corbata de punto que me había regalado por mi cumpleaños una de las chicas con las que había salido. También me puse unos vaqueros recién lavados y las deportivas blancas Yamaha que había comprado hacía poco. Esperaba que comprendiera que ésa era la indumentaria más
chic
que tenía en el armario. Era la primera vez en mi vida que iba a cenar con un actor de cine. Aun así, ¿cómo se supone que tiene que vestir uno en esas ocasiones?
Llegó en veinte minutos exactos. Alguien que se identificó como el chófer de Gotanda, con unos modales exquisitos y al que le calculé unos cincuenta años, llamó al interfono de mi apartamento y me dijo que Gotanda me esperaba abajo. Supuse que, si venía con chófer, traería un Mercedes o un cochazo parecido, y no me equivoqué. Era un Mercedes inmenso de color plata metalizada. Parecía una lancha motora. Los cristales estaban tintados. El chófer me abrió la puerta, produciendo un agradable ruido, y yo entré. En el interior estaba Gotanda.
—¡Hombre! ¡Cuánto tiempo sin vernos! —exclamó con una sonrisa. Sentí cierto alivio al ver que no me estrechaba la mano.
—Sí hace tiempo, sí —comenté.
Él vestía un jersey muy normal con cuello en pico, una cazadora azul marino y pantalones de pana color crema un poco raídos. Calzaba unas viejas zapatillas de deporte ASICS desgastadas. Sin embargo, todo le sentaba muy bien. Pese a que las prendas eran muy corrientes, en él parecían elegantes. Perfectas. Miró mi indumentaria y sentenció:
—
Très chic
!
—Gracias —le respondí.
—Pareces una estrella de cine —añadió. No era ironía, sino una simple broma.
Los dos nos reímos y la atmósfera se distendió. Miré admirativamente el interior del vehículo.
—Menudo cochazo, ¿verdad? —repuso—. Me lo presta la agencia cuando lo necesito. Con chófer y todo. Así me evito accidentes o conducir borracho. La seguridad es lo primero. Ellos están tranquilos, y yo también.
—Ya veo —le dije.
—Si por mí fuera, nunca conduciría uno como éste. Prefiero los coches más pequeños.
—¿Un Porsche? —apunté.
—Un Maserati —contestó.
—Pues a mí me gustan aún más pequeños —le dije.
—¿Un Civic? —preguntó.
—Un Subaru —contesté.
—Un Subaru… —repitió, asintiendo con la cabeza—. ¿Sabes que hace tiempo tuve uno? Fue el primer coche que compré con mi dinero, no pagado por la agencia. Era de segunda mano y lo compré con lo que me pagaron por mi primera película. Tío, me encantaba. Pero en mi segunda película, una en la que me dieron un papel secundario, iba en el Subaru al rodaje y todo el mundo empezó a decirme: «¡Eh, tú! ¡Si quieres ser una estrella de cine, no andes en un Subaru!». Entonces lo cambié. Así es este mundo. Pero era un buen coche, sí señor. Práctico. Seguro. Me gustan los Subaru, sí.
—A mí también —dije yo.
—¿Por qué crees que llevo un Maserati?
—Ni idea.
—Porque necesito gastar el dinero que me da la agencia —dijo frunciendo el ceño, como si me confesara una fechoría—. Mi agente me insiste en que gaste más y más. ¡Me dice que gasto poco! Así que me compro coches caros y todo el mundo contento.
Joder, me dije, ¿nadie piensa en otra cosa que en gastar para deducir en el pago de impuestos?
—Tengo mucha hambre —dijo con un ademán de la cabeza—. Me apetece un buen bistec. ¿Te animas?
Cuando le respondí que lo dejaba en sus manos, indicó una dirección al chófer. Éste asintió en silencio. Gotanda me miró, sonrió y dijo: «Vamos allá».
—Disculpa que me entrometa, pero ¿has dicho que ibas a prepararte la cena? Entonces imagino que estás soltero, ¿no?
—Exacto —respondí—. Estuve casado y me divorcié.
—Pues igual que yo —me dijo—. Me casé y me divorcié. ¿Y tienes que pagar alguna pensión?
—No —le dije.
—¿Ni un céntimo?
Hice un gesto negativo con la cabeza.
—No quiso nada.
—Tienes suerte —me dijo. Y volvió a sonreír—. Yo tampoco le pago nada, pero es que estaba pelado. ¿Oíste comentarios sobre mi divorcio?
—Vagamente —le dije, y él no contó nada más.
Cuatro o cinco años atrás se había casado con una actriz famosa y, al cabo de poco más de dos años, se divorciaron. En las revistas corrieron ríos de tinta. Como de costumbre, todo eran rumores. Se decía que las relaciones entre la familia de la actriz y él no eran buenas. Suele ocurrir. La actriz estaba todavía muy unida a su familia, y ésta no la dejaba ni a sol ni a sombra, fuera en actos públicos o en su vida privada. Él, en cambio, era más bien un niño mimado que siempre había ido a su bola. Estaba claro que aquello no funcionaría.
—Es curioso. Nos separamos cuando todavía hacíamos experimentos en el laboratorio y ahora los dos hemos pasado por un divorcio. Curioso, sí —dijo sonriente. Y se frotó suavemente el párpado con el dedo índice—. Por cierto, ¿por qué te divorciaste tú?
—Muy simple. Un buen día, mi mujer se largó.
—¿Así, de repente?
—Sí. Sin decirme nada. Se marchó de pronto. Ni siquiera me lo olí. Al llegar a casa, no estaba. Pensé que había salido de compras o algo así. Preparé la cena y la esperé. Pero a la mañana siguiente aún no había aparecido. Pasó una semana, un mes, y no volvió. Al cabo de un tiempo me llegó la demanda de divorcio.
Gotanda caviló un rato. Luego suspiró.
—Espero —dijo— que no te moleste lo que voy a decirte, pero tengo la impresión de que a ti te fue mejor que a mí.
—¿Por qué? —quise saber.
—En mi caso, mi mujer no se marchó. Me echó a mí a patadas. Literalmente. Un buen día, ¡zas!, me dio puerta. —Se volvió hacia su ventanilla y miró fijamente a lo lejos—. Fue espantoso. Lo peor fue que ella lo había organizado todo, hasta el menor detalle. Como una especie de fraude. Resultó que había puesto a su nombre los títulos de propiedad de todo lo que teníamos. Te juro que fue increíble. No me enteré de nada. Se ocupaba de todo lo nuestro, desde el sello legal
*
hasta las escrituras, acciones, cuentas corrientes o el pago de impuestos, el mismo asesor fiscal. Un tipo de confianza que no hacía preguntas. A mí se me dan mal esas cosas y prefería dejar todo eso en sus manos. Sin embargo, resultó que el cabrón estaba compinchado con la familia de ella. Cuando me di cuenta, me habían dejado sin blanca. Luego ella me echó como a un perro inútil. Pero aprendí la lección —dijo, y volvió a sonreír—. Me hizo madurar de golpe.
—Ya tenemos más de treinta años. Todos tenemos que madurar, nos guste o no —dije yo.
—Tienes razón. Antes creía que me haría mayor poco a poco, año tras año —dijo Gotanda con la mirada clavada en mis ojos—. Pero no. Uno se hace adulto de golpe y porrazo.
Gotanda me llevó a una Steak House situada en un tranquilo rincón en las afueras de Roppongi. El local parecía carísimo. Cuando el Mercedes aparcó a la entrada, el encargado y un camarero salieron a recibirnos. Gotanda le dijo al chófer que regresara en una hora. El Mercedes desapareció en la oscuridad sin hacer ruido, como un pez gigante y dócil. Nos llevaron a unos asientos algo apartados, situados junto a la pared. En la sala todos los clientes vestían con mucha elegancia, pero los pantalones de pana y las zapatillas de deporte de Gotanda resultaban de lo más
chic
. No sé por qué, pero el caso es que destacaba. Al entrar, todos los clientes alzaron la vista, lo miraron de reojo y volvieron a sus asuntos. A lo mejor, mirarlo más rato habría sido descarado. ¡Qué mundo tan complicado!
Lo primero que hicimos fue pedir dos whiskies escoceses con agua.
—¡Por nuestras ex! —brindó Gotanda, y tomamos un trago—. Te pareceré un idiota —comentó él—, pero todavía la quiero. A pesar de todo lo que me ha hecho, sigo amándola. No consigo olvidarla. No logro enamorarme de otra.
Yo asentí mientras contemplaba los cubitos de hielo elegantemente quebrados dentro del vaso de cristal.
—¿Y tú qué?
—¿Si aún siento algo por mi ex? —le pregunté.
—Sí.
—No lo sé —me sinceré—. No quería que se marchase. Pero lo hizo. No sé quién tuvo la culpa. El caso es que ocurrió y ya no hay nada que hacer. Durante todo este tiempo he intentado resignarme a eso; es lo único que, en mi opinión, puedo hacer. Así que no sé qué decirte.