Se tomó un respiro y le dio otro sorbo al
bloody mary
. Luego empezó a darle vueltas al anillo.
Yo esperé a que prosiguiese. La música había dejado de sonar. Alguien se estaba riendo.
—Pero, ¿sabes?, los pasos seguían oyéndose.
Ras…, ras…, ras
… Se acercaban. Sin prisa pero sin pausa.
Ras…, ras…, ras… Eso
había salido de la habitación y se dirigía hacia mí por el pasillo. Yo tenía miedo. En realidad, era un miedo distinto: el estómago empezó a subírseme casi hasta la garganta, toda yo estaba empapada en un sudor frío que apestaba, sentía escalofríos, como si una serpiente reptase por mi piel. Y el ascensor que no llegaba. Séptima…, octava…, novena… Y los pasos que se acercaban.
La chica se quedó callada veinte o treinta segundos. Entretanto, seguía dándole vueltas lentamente al anillo, como si girase un dial para sintonizar la radio. Una mujer sentada a la barra dijo algo y el hombre que la acompañaba volvió a reírse. Yo me pregunté por qué no volvían a poner música de una vez.
—Para saber cómo es ese miedo hay que vivirlo —dijo ella, y encogió un poco los hombros—. La puerta se abrió y de dentro emanó una luz eléctrica familiar. Me abalancé dentro y, temblando, pulsé el botón de la planta baja. Todos alucinaron cuando llegué a recepción: estaba muy pálida y tan temblorosa que apenas podía hablar. El encargado de recepción vino y me preguntó qué pasaba. Yo, conteniendo los nervios, le expliqué que algo raro estaba pasando en la decimosexta planta. Enseguida llamó a un compañero para que subiésemos los tres hasta la decimosexta, para comprobar qué ocurría. Pero resultó que en esa planta no pasaba nada. Las luces estaban encendidas y no olía raro. Todo estaba como de costumbre. Fuimos a la sala de descanso para los empleados y preguntamos a una persona que estaba allí. Había estado despierta todo el tiempo y dijo que no se había producido ningún apagón. Por si acaso, recorrimos la planta de punta a punta, pero no había nada extraño. Parecía obra del diablo.
»De nuevo en la planta baja, el encargado de recepción quiso hablar conmigo en su despacho. Pensaba que estaría cabreadísimo conmigo, pero no se enfadó. Me pidió que se lo explicase todo con más detalle, así que se lo conté con pelos y señales. Incluso lo del “ras, ras” de los pasos. Me sentí bastante estúpida, la verdad. Pensaba que me diría que lo había soñado y se mondaría de risa.
»Pero no se rió. Al contrario: se le veía muy serio. Y me tranquilizó amablemente: “No te preocupes. No voy a contárselo a nadie. Imagino que todo ha sido un error, pero no quiero que cunda el pánico entre los demás empleados, así que te pido por favor que no cuentes nada de todo esto”. El encargado no solía hablar con tanta amabilidad. Más bien se altera a las primeras de cambio. Entonces pensé que tal vez yo no era la única a la que le había ocurrido eso…
Guardó silencio. Traté de asimilar lo que acababa de contarme. Me dije que era el momento ideal para hacer preguntas.
—¿Nunca oíste hablar a otros empleados de algo así? —le pregunté—. ¿Algo anormal, extraño o inexplicable? Aunque sólo fuese un rumor.
Tras pensar un rato, negó con la cabeza.
—Pero sé que en ese sitio sucede algo raro. Lo noté en la reacción del encargado al oír mi historia, y lo noto cuando los empleados cuchichean a mis espaldas. Algo extraño que no soy capaz de explicar. En el hotel en el que trabajaba antes no pasaba nada ni remotamente parecido. Por supuesto, era un hotel más bien pequeño y siempre hay cosas, circunstancias, muy distintas. Y también corrían historias sobre fantasmas, en casi todos los hoteles hay leyendas, pero nos las tomábamos a broma. Aquí no. Aquí no hace ninguna gracia. Por eso me da aún más miedo. Ojalá el encargado se hubiera echado a reír, o se hubiera enfadado. Así seguramente todo me habría parecido un trastorno mío.
Con los ojos entornados, miró la copa que sostenía en la mano.
—¿Has vuelto a la decimosexta planta? —le pregunté.
—Sí, varias veces —contestó con voz monótona—. Trabajo en ese hotel, y no me queda más remedio que subir. Pero siempre voy de día, nunca de noche. No quiero que me vuelva a suceder. Así que he decidido no hacer turnos de tarde. Se lo dejé bien claro a mi jefe.
—Hasta ahora no le habías hablado de esto a nadie, ¿no?
La chica hizo un breve gesto negativo con la cabeza.
—Como te he dicho, salvo al encargado, es la primera vez que se lo cuento a alguien. Tampoco tenía a quién contárselo. Pensé que a lo mejor tú tendrías alguna explicación.
—¿Yo? ¿Por qué iba a saber yo algo?
La chica me miró confusa.
—No sé. Tú conociste el antiguo Dolphin Hotel, nos preguntaste por qué desapareció… Y me dio la impresión de que quizá podrías saber algo sobre lo que me pasó.
—Pues no —dije tras reflexionar un instante—. Además, apenas sé nada sobre el antiguo hotel. Era pequeño, tenía pocos huéspedes. Me alojé en él hace unos cuatro años, conocí al dueño y ahora he regresado. Eso es todo. El antiguo Dolphin Hotel era un sitio normal y corriente. Nunca oí que escondiese ningún secreto.
No creía en absoluto que el antiguo Hotel Delfín fuese un hotel normal y corriente, pero de momento no me parecía conveniente hablar de eso.
—Aun así, cuando esta tarde te he preguntado si el Dolphin Hotel era un hotel decente, me dijiste que era una larga historia. ¿Por qué?
—Es un tema muy personal —le expliqué—. Me llevaría tiempo explicártelo. Y no creo que tenga ninguna relación con lo que me has contado tú.
Mis palabras parecieron decepcionarla un poco. Torció los labios y se puso a mirar el dorso de sus manos.
—Siento que, después de haberme contado lo que te ocurrió, yo no te haya servido de ayuda —le dije.
—No pasa nada —respondió—. Tú no tienes la culpa. Además, me alegro de habértelo contado. Me he quitado un peso de encima. Cuando una se guarda estas cosas, se queda desasosegada.
—Así es. Y entonces las cosas empiezan a hincharse dentro de la cabeza —comenté, y con las manos imité un globo hinchándose.
Ella asintió en silencio y volvió a darle vueltas al anillo; se lo quitó y volvió a ponérselo.
—Dime, ¿tú me crees? ¿Crees que me pasó lo de la planta decimosexta? —me preguntó, mirándose los dedos.
—Claro que sí —contesté yo.
—¿En serio? Pero ¿no te parece una historia un poco
peculiar
?
—Sí, seguramente lo es. Pero a veces pasan cosas como ésa. A mí me ha ocurrido, y por eso te creo. Y acaban teniendo sentido.
Ella reflexionó un instante.
—¿Alguna vez has vivido algo parecido?
—Sí. Creo que sí —contesté.
—¿Y no tuviste miedo? —preguntó ella.
—No, no lo tuve. Es decir, las cosas no siempre tienen el mismo sentido. En mi caso… —Las palabras se desvanecieron de pronto. Era como si alguien, desde un lugar remoto, hubiera desenchufado el cable del teléfono. Tras tomar otro trago de whisky, añadí—: No sé. Y tampoco sé cómo explicarlo. Pero, sin duda, yo también he vivido cosas incomprensibles. Por eso te creo. Puede que los demás no te crean, pero yo sí. No te miento.
La chica irguió la cabeza y me sonrió. No era una sonrisa como las que había esbozado hasta entonces. No era una sonrisa profesional, me dije. Contándome todo aquello había conseguido relajarse un poco.
—No sé por qué, pero cuando charlo contigo me siento a gusto. Normalmente soy bastante cohibida y no suelo hablar con gente a la que acabo de conocer, pero contigo tengo la sensación de que puedo hablar con toda libertad.
—¿No se deberá a que los dos tenemos algún punto en común? —comenté yo con una amplia sonrisa.
Ella dudó unos instantes, pero al final no dijo nada. Sólo soltó un gran suspiro. No era de desagrado, sino simplemente para acompasar su respiración.
—¿No te apetece comer algo? —sugirió—. De pronto se me ha abierto el apetito.
Le propuse ir a alguna parte a cenar como es debido, pero ella dijo que prefería picar algo allí mismo. Llamé al camarero y pedí una pizza y una ensalada.
Mientras comíamos, charlamos de su trabajo en el hotel y de la vida en Sapporo. También me habló de sí misma. Tenía veintitrés años. Al terminar el instituto, tras estudiar dos años en una escuela de hostelería, había pasado dos años trabajando en un hotel de Tokio y luego se presentó para un puesto en el Dolphin Hotel. La contrataron y se vino a Sapporo. A ella le convenía, ya que su familia regentaba un
ryokan
*
cerca de Asahikawa.
—Es un
ryokan
bastante bueno. Ya tiene sus años.
—Entonces, ¿ahora te estás formando para tomar las riendas del negocio familiar? —le pregunté.
—No —contestó, y volvió a llevarse la mano al puente de las gafas—. Todavía no he pensado a tan largo plazo. Trabajo en ese hotel porque me gusta. Los huéspedes vienen, se alojan durante un tiempo y se van. Eso me hace sentir bien, no sé, a gusto. Además, desde pequeña he vivido en ese medio.
—Ya lo entiendo —dije.
—¿Por qué dices que lo entiendes?
—Porque allí, detrás del mostrador, pareces el hada del hotel.
—¿El hada del hotel? —dijo, y se rió—. Qué maravilloso. Ojalá lo fuera.
—Estoy seguro de que, si te esfuerzas, lo conseguirás —dije yo, y sonreí—. ¿No te importa que nadie se detenga en el hotel? Todos llegan, pasan por él y se van.
—Es cierto —dijo ella—. Pero es que, cuando algo se detiene, me entra el pánico. No sé por qué será. Tal vez sea cobardía. El hecho de que vengan y se vayan me sosiega. ¿No te parece raro? Una chica normal no pensaría de ese modo. Normalmente buscan algo estable, ¿verdad? Yo, en cambio, no. No sé por qué.
—No creo que seas rara —dije yo—. Simplemente, todavía no quieres esa estabilidad.
—¿Y cómo sabes tú eso? —preguntó, sorprendida.
—De algún modo, lo sé.
Ella se quedó meditabunda.
—Háblame de ti —me pidió.
—Mi vida no tiene mucho interés —dije yo.
Como ella insistió, le conté que tenía treinta y cuatro años, estaba divorciado y me ganaba la vida con pequeños trabajos de redactor. Conducía un Subaru de segunda mano pero equipado con estéreo y aire acondicionado.
Autopresentación. Hechos objetivos.
Ella quiso saber más sobre mi profesión. Como no tenía nada que ocultarle, se lo expliqué. Le hablé de una entrevista que le había hecho recientemente a una actriz y del reportaje sobre los restaurantes de Hakodate.
—Me parece muy interesante —comentó ella.
—Pues a mí no. Escribir no me cuesta nada. Tampoco lo odio. Es más, yo diría que incluso me relaja. Pero escribo sobre tonterías, sobre cosas absurdas.
—¿Por ejemplo?
—Verás, para escribir el artículo de Hakodate, recorrí en un solo día quince restaurantes, caté cada plato que me sirvieron y lo dejé casi todo. Definitivamente, en lo que hago hay algo equivocado.
—Tampoco te lo vas a comer todo, ¿no crees?
—Claro que no. Si lo hiciera, en tres días estaría muerto. Sería un idiota. Aunque me muriera, nadie se compadecería.
—Entonces lo haces porque no te queda más remedio, ¿no? —dijo ella riéndose.
—Exacto. Por eso se puede decir que soy una especie de quitanieves cultural. Lo hago porque no me queda más remedio, no porque me guste.
—Un quitanieves —dijo ella.
—Un quitanieves cultural —añadí yo.
Luego me pidió que le hablase de mi divorcio.
—Yo no quería divorciarme. Fue ella la que, un buen día, se marchó con otro.
—¿Te dolió?
—Supongo que a cualquiera que se viera en esa situación le dolería.
Ella me miró a los ojos con las mejillas apoyadas en las manos.
—Lo siento, no debería haber sacado el tema. Pero la verdad es que me cuesta imaginarte dolido. ¿Qué ocurre cuando algo te hiere?
—Ocurre que me pongo chapas de Keith Haring en el abrigo.
Ella se rió.
—¿Sólo eso?
—Lo que quiero decir es que el dolor se vuelve crónico. Engullido por la vida diaria, uno deja de saber cuáles son las heridas. Pero están ahí. Así son las heridas: no se pueden coger y mostrar; las únicas que se pueden mostrar son heridas menores.
—Entiendo perfectamente lo que quieres decir.
—¿De verdad?
—Aunque quizá no lo parezca, yo también lo he pasado mal —dijo ella en voz baja—. A raíz de ello acabé dejando el trabajo en Tokio. Me dolió. Fue duro. Hay ciertas cosas a las que no sé enfrentarme como lo haría cualquier otra persona. Y todavía me duele. Cuando pienso en aquello, algunas veces desearía morirme.
Volvió a quitarse y ponerse el anillo. A continuación le dio un trago al
bloody mary
y se toqueteó las gafas. Luego esbozó una amplia sonrisa.
Yo había bebido bastante. Tanto que ni me acordaba de cuántas copas había pedido. El reloj marcaba más de las once. Ella consultó su reloj de pulsera y me dijo que tenía que irse, porque al día siguiente debía levantarse temprano. Me ofrecí a acompañarla en taxi hasta su casa. Su piso estaba a diez minutos en coche. Pagué la cuenta. Al salir, caían copos de nieve. No era una gran nevada, pero el pavimento estaba helado y resbaladizo. Agarrados del brazo, nos dirigimos a la parada de taxis. Ella, un poco ebria, se tambaleaba ligeramente al caminar.
—Dime, ¿te acuerdas de qué semanario publicó el artículo sobre el asunto de la especulación? —dije yo tras acordarme de repente—. ¿Y la fecha en que salió, más o menos?
Ella me dijo el nombre de la revista. Era el semanal de un periódico.
—Creo recordar que salió el otoño pasado. Yo no lo leí, así que no sé mucho más.
Durante unos cinco minutos, en medio de aquel revoloteo de pequeños copos de nieve, esperamos a que llegara un taxi. Ella seguía agarrada de mi brazo. Estaba relajada. Yo también.
—Hacía tiempo que no me sentía tan a gusto —me dijo.
Lo mismo me ocurría a mí. Volví a pensar que teníamos algo en común. Por eso me había caído simpática desde el primer momento en que la vi.
En el taxi charlamos de cosas anodinas, como la nieve, el frío, su horario de trabajo o Tokio. Mientras hablábamos, yo no paraba de pensar en qué haríamos a continuación. Sabía que, si insistía un poco, podría acostarme con ella.
Simplemente lo sabía
. Por supuesto, no sabía si ella quería acostarse conmigo. Pero sabía que no le importaría hacerlo. Me lo decía su mirada, su respiración, su manera de hablar y de gesticular. En cuanto a mí, qué duda cabe que quería acostarme con ella. Y sabía que eso no me traería ninguna complicación posterior. Como ella misma había dicho, sería sólo llegar y marcharme. Pero no acababa de decidirme. No podía quitarme de la cabeza la idea de que acostarme con ella en esas circunstancias sería injusto. Ella era diez años más joven que yo, un tanto inestable y, por si fuera poco, no conseguía caminar recto de lo borracha que estaba. Sería como jugar a los naipes con cartas
marcadas
. No, no era justo.