Baila, baila, baila (20 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, #Drama

BOOK: Baila, baila, baila
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No tenía ni idea.

Lo dejaremos para mañana, me dije. Si puedo pensar en eso mañana, ¿para qué hacerlo hoy?

Fui a la cocina y me serví un vaso de whisky. Piqué algunas galletas
crackers
que habían sobrado. Estaban un poco revenidas, como mi cabeza. Puse a bajo volumen un viejo disco en el que los grandes Modernaires cantaban canciones del gran Tommy Dorsey. Estaba un poco desfasado, como mi cabeza. Además, el sonido chirriaba a veces. Pero eso no molestaba a nadie. Era, a su manera, un disco perfecto. No conducía a ninguna parte. Como mi cabeza.

¿Qué significa esto?, repetía Kiki en mi mente.

La cámara se desplazó. Los finos dedos de Gotanda se deslizaban con suavidad por la espalda de la mujer. Como si buscasen un caudal de agua escondido.

¿Qué significará, Kiki?, le pregunté para mis adentros. Me siento confuso. Ya no tengo la confianza en mí mismo que tenía años atrás. El amor y un viejo Subaru son cosas distintas. ¿No crees? Siento celos de los finos dedos de Gotanda… ¿Habrá apagado Yuki el cigarrillo? Parezco su padre. Igualito. Carezco de confianza en mí mismo. ¿No estaré condenado a pudrirme, mientras farfullo así para mí mismo, en esta especie de cementerio de elefantes que es la sociedad capitalista?

En fin, mañana será otro día, concluí.

Me cepillé los dientes, me puse el pijama y luego apuré el whisky que quedaba en la copa. Cuando me disponía a meterme en la cama, sonó el teléfono. Me quedé unos instantes de pie, en medio de la habitación, observando el aparato, y al final descolgué.

—Acabo de apagar la estufa —dijo Yuki—. El cigarro también está bien apagado. ¿Está bien así? ¿Te quedas tranquilo?

—Sí —respondí.

—Buenas noches.

—Buenas noches —contesté.

—Oye —añadió entonces—. ¿Verdad que en el hotel de Sapporo viste a un hombre que va cubierto con una piel de carnero?

Me senté en la cama, apretándome el teléfono contra el pecho, como si estuviera dando calor a un huevo de avestruz resquebrajado.

—Estoy segura de que lo viste —siguió—. No me has dicho nada, pero lo sé. Lo he sabido desde el principio.

—¿Te has encontrado con el hombre carnero? —le pregunté.

—Mmm… —contestó Yuki de forma ambigua, y chasqueó con la lengua—. Ya hablaremos de eso. La próxima vez que nos veamos charlaremos tranquilamente. Ahora tengo sueño.

Y colgó de golpe.

Me dolían las sienes. Fui a la cocina y me serví otro trago. Todo yo temblaba. La montaña rusa volvió a ponerse en marcha ruidosamente.
Todo está conectado
, había dicho el hombre carnero.

Todoestáconectado
, reverberó mi pensamiento.

Diversas cosas empezaban a conectarse.

17

Apoyado contra el fregadero de la cocina, me bebí el whisky que acababa de servirme y me pregunté qué demonios estaba sucediendo. Pensé en llamar a Yuki. ¿Cómo sabía lo del hombre carnero? Pero estaba extenuado. Había sido un día muy duro. Y ella había colgado con un «la próxima vez que nos veamos». No quedaba más remedio que esperar. Además, ni siquiera sabía su número de teléfono.

Me metí en la cama y, como no conseguía conciliar el sueño, me pasé casi un cuarto de hora observando el teléfono de la mesilla de noche. A lo mejor volvía a llamar Yuki. O, si no, otra persona. En situaciones como ésa, el teléfono me parece una bomba de relojería abandonada. No sé en qué momento va a empezar a sonar. Pero eso ya era cuestión de probabilidades. El caso es que, cuanto más miraba al teléfono, más pensaba que tenía una forma muy peculiar. Normalmente uno no se fija en el teléfono, pero si lo hace, percibe en su geometría un extraño apremio. Da la sensación de que el teléfono se muere de ganas de contarte algo y de que, al mismo tiempo, aborrece estar sujeto a esa forma de teléfono. Parece un concepto puro al que le ha sido otorgado un cuerpo torpe. Así es el teléfono.

Pensé entonces en las centrales telefónicas. En los cables. Esos cables capaces de conectar mi habitación con todo. Con cualquier persona. Incluso con Anchorage. Si lo deseaba, con el Dolphin Hotel o con mi ex mujer. Ofrecían un sinfín de posibilidades. Y todo se unía en los conmutadores de la central telefónica. Procesado en la actualidad por ordenadores. Transformado en ristras de dígitos. Transmitido hacia líneas eléctricas, cables subterráneos, túneles submarinos, satélites de telecomunicaciones. Las supercomputadoras controlaban toda la red.

Pero por avanzado y preciso que sea el sistema, me dije, sin nuestra voluntad de hablar no se puede conectar nada. Y aunque exista esa voluntad, seguí pensando, de nada servía si, como ahora me ocurre, ignoramos, porque no se lo hemos preguntado, el número de teléfono de la otra persona. Por otra parte, aunque lo hayamos preguntado, podemos olvidarlo o perder el papel en el que lo anotamos. O podríamos confundirnos al marcar. Entonces no conectaríamos con nada. Somos una especie extremadamente imperfecta e irreflexiva. Para colmo, aunque yo reuniera todas las condiciones necesarias y lograra llamar a Yuki, ella podría decirme: «Ahora no me apetece hablar. Adiós» y,
clac
, colgar. Entonces ninguna conversación tendría lugar. No sería más que la manifestación de una comunicación unilateral.

Lo cierto, me dije, es que eso parece irritar al teléfono.

A ella (aunque el teléfono sea de género masculino, me lo imaginé como si fuera femenino) le irritaba no ser autónoma, como concepto puro que era. Le molestaba que la comunicación se basase en una voluntad inestable e imperfecta. Demasiado imperfecta, arbitraria, pasiva.

Con un codo apoyado en la almohada, contemplé durante un rato el teléfono irritado. Pero no tenía solución. No era culpa mía, le dije a ella. La comunicación era así: de naturaleza imperfecta, arbitraria y pasiva. Se irrita porque no era un concepto tan puro. Yo no tenía la culpa, le insistí. Seguramente se sentía igual de cabreada en todas partes. Sin embargo, puede que en mi piso su exasperación se intensificara un tanto. En ese sentido, creí que tenía cierta responsabilidad. Era consciente de que, sin yo darme cuenta, había fomentado esa imperfección, esa naturaleza arbitraria y pasiva. Le estaba poniendo trabas.

Pongamos, por ejemplo, a mi ex mujer. El teléfono me censuraba quietamente, sin decir nada. Igual que ella. Yo amaba a mi mujer. Vivimos momentos muy felices. Nos gastábamos bromas. Hicimos el amor cientos de veces. Viajamos a muchos lugares. Pero a veces ella me censuraba en silencio, de la misma manera. De noche, se quedaba quieta y callada. Me reprochaba mi imperfección, esa naturaleza arbitraria y pasiva. Se exasperaba. Nos iba bien, pero entre lo que ella deseaba, lo que ella se había forjado en su mente, y yo había una diferencia abismal. Ella deseaba algo así como autonomía comunicativa. Escenas en las cuales la comunicación iza una bandera blanca e impoluta y guía a la gente hacia una esplendorosa y pacífica revolución. Una situación en la que la perfección engulle la imperfección y la cura. Ése era su ideal del amor. El mío era distinto, por supuesto. Para mí, el amor es un concepto puro de cuerpo patoso que a través de una maraña de cables subterráneos, líneas eléctricas o lo que sea logra finalmente conectar con algo. Algo sumamente imperfecto. A veces incluso se producen cruces de líneas. Uno se olvida del número. O llama al número equivocado. Pero no era mi culpa. Mientras viviéramos dentro de este cuerpo, siempre sería así. Así es como funcionaba. Se lo expliqué a mi mujer una y otra vez.

Pero un buen día se marchó.

Aunque quizá fui yo quien fomentó y alimentó esa imperfección.

Mientras miraba el teléfono recordé la época en que viví con mi mujer. Los últimos tres meses antes de irse, sin embargo, no quiso acostarse conmigo ni una vez. Porque se acostaba con otro. Pero en aquel entonces yo no sabía nada.

—Querido, ¿por qué no te acuestas con otra?, no me enfadaré —me dijo.

Creí que era una broma. Pero hablaba en serio. Le repliqué que no me apetecía acostarme con otra mujer. Y era verdad. Ella me respondió que quería que me acostase con otra persona. Y que después, a partir de ahí, los dos podríamos recapacitar un poco.

No me acosté con nadie. No soy nada puritano en lo relativo al sexo, pero cuando quiero recapacitar, como decía ella, no ando acostándome con mujeres. Me acuesto con alguien cuando me apetece.

Poco tiempo después se marchó de casa. Si me hubiera acostado con otra, ¿se habría ido? Si me propuso eso, ¿sería para que la comunicación entre los dos se situara en terrenos un poco más autónomos? Era ridículo. Porque en aquel momento yo no quería acostarme con nadie más. No tengo ni idea de en qué pensaba ella. No llegó a darme más explicaciones, ni siquiera después del divorcio. Siempre que abordaba asuntos importantes, lo hacía de manera vaga o metafórica.

El fragor de la autopista no remitió aunque ya eran más de las doce de la noche. De vez en cuando petardeaba el estrepitoso tubo de escape de una moto. El ruido me llegaba amortecido gracias a los cristales con aislamiento acústico, pero, aun así, estaba allí fuera, presionando contra mi vida. Circunscribiéndome a esa parcela de tierra en que me hallaba.

Harto de observar el teléfono, cerré los ojos.

Al instante, un sentimiento de impotencia llenó aquel vacío, arteramente, como si hubiera estado acechando la oportunidad. Me rendí. Luego, poco a poco fue venciéndome el sueño.

Después de desayunar, busqué en mi agenda de teléfonos y llamé a un conocido que trabajaba en algo parecido a una agencia de artistas. Había estado en contacto con él cuando me dedicaba a hacer entrevistas para ciertas revistas. Como eran las diez de la mañana, estaba durmiendo, claro. Me disculpé por haberlo despertado y le dije que estaba intentando localizar a Gotanda. No sin refunfuñar un poco, acabó dándome el número de teléfono de la agencia que representaba a mi antiguo compañero.

Marqué el número. Cuando el mánager me atendió, le dije que trabajaba para una revista y que quería ponerme en contacto con Gotanda. ¿Era para un artículo sobre el actor?, preguntó. Le respondí que no exactamente. Entonces, ¿qué deseaba?, me preguntó. La verdad es que la pregunta estaba justificada. Le contesté que se trataba de un asunto personal. ¿Qué clase de asunto personal?, quiso saber. Le dije que habíamos sido compañeros de clase en secundaria y quería hablar con él. ¿Podría decirme cómo me llamaba?, prosiguió. Se lo dije. Él lo anotó. Añadí que era importante. Me contestó que se lo comunicaría. Repuse que me gustaría hablar directamente con él. Dijo que había mucha gente que pedía lo mismo que yo, respondió, cientos, incluidos antiguos compañeros de colegio.

—Es muy importante —insistí—. Además, si me facilitara su contacto, quizá, de alguna manera, ya me entiende, podría devolverle a usted el favor.

El hombre se lo pensó. Por supuesto, era mentira. Yo no tenía tanta influencia como para hacer esa clase de favores. Antes, mi trabajo consistía sólo en entrevistar para las revistas que me lo pedían. Pero él no lo sabía. De haberlo sabido, las cosas se me habrían puesto más difíciles.

—No se trata de una entrevista, ¿no? —sondeó el mánager—. Porque si fuera así, yo tendría que hacer de intermediario. Es el procedimiento corriente.

Le aseguré que no, que era algo estrictamente personal.

Me pidió mi número de teléfono, y se lo di.

—Así que compañeros de secundaria… —dijo él con un suspiro—. De acuerdo. Le diré que lo llame esta noche o mañana. Siempre que él quiera, por supuesto.

—Claro —dije yo.

—Es una persona ocupada y a lo mejor no tiene ganas de hablar con un antiguo compañero del colegio. Ya no es un niño, ¿sabe?, no puedo obligarlo a que le llame, ¿me entiende?

—Claro.

Luego colgó con un bostezo. No podía echárselo en cara. Sólo eran las diez.

Por la mañana fui a hacer la compra al supermercado Kinokuniya de Aoyama. Cuando aparqué el Subaru, entre un Saab y un Mercedes, tuve la sensación de exponerme ante el mundo, el alma gemela de ese viejo y vergonzoso modelo de Subaru. Pero me encanta ir de compras a Kinokuniya. Quizá suene estúpido, pero sus lechugas duran más que las de ningún otro supermercado. No sé por qué, pero es así. A lo mejor, después de cerrar, reúnen a todas las lechugas y les proporcionan alguna formación y un adiestramiento especial. No me sorprendería. Casi todo es posible en esta sociedad capitalista.

De regreso en casa, no me habían dejado ningún mensaje. Nadie me había llamado. Mientras escuchaba el tema principal de
Shaft
que ponían en la radio, envolví por separado cada una de las verduras que había comprado y las guardé en la nevera. «¿Quién es ese hombre? ¡Shaft!»

Después fui a un cine de Shibuya a ver
Amor no correspondido
. Era la cuarta vez que la veía. Me concentré en los minutos en que aparecía Kiki, intentando que no se me escapase ningún detalle. La escena ocurría un domingo por la mañana. La luz de un domingo cualquiera. Las cortinas de una ventana. La espalda desnuda de una mujer. Unos dedos masculinos acariciándola. Un cuadro de Le Corbusier cuelga de la pared. En la cabecera de la cama hay una botella de Cutty Sark. Dos vasos y un cenicero. Una cajetilla de Seven Stars. En la habitación hay también un equipo de música. Y un florero. Del florero sobresalen una especie de margaritas. La ropa está tirada por el suelo. También se ven estantes con libros. La cámara gira. Es Kiki. Sin querer, cierro los ojos. Y vuelvo a abrirlos. Gotanda le hace el amor a Kiki. Con suavidad y ternura. «No puede ser», pienso, y resulta que, sin querer, lo he dicho en voz alta. Un chico sentado cuatro filas delante de mí se vuelve y me lanza una mirada de soslayo. Llega la protagonista. Lleva el pelo recogido en una coleta. Una sudadera y vaqueros. Adidas rojas. Lleva un pastel o unas galletas en la mano. Entra en la habitación y se da media vuelta. Gotanda se queda estupefacto. Se incorpora en la cama y, como deslumbrado, observa la huida de la chica. Kiki le coloca una mano sobre el hombro y le dice, con un gran cansancio: «¿Qué significa esto?».

Salí del cine y me di una vuelta por Shibuya.

Las calles rebosaban de estudiantes de secundaria e instituto. Iban al cine, engullían fatídica comida basura en McDonald’s, compraban artilugios inservibles en tiendas recomendadas por revistas como
Popeye, Hot-Dog Press
u
Olive
y se gastaban la calderilla en salones recreativos. Todos los locales tenían música a todo volumen. Stevie Wonder, Hall & Oates, las canciones de las salas de tragaperras, los himnos militares y la propaganda emitidos por coches de la extrema derecha y otra infinidad de ruidos se unían en un estruendo caótico. Frente a la estación de Shibuya había gente echando discursos electorales.

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