—Lo siento.
Me miró fijamente. Entonces me pareció que sus ojos se habían convertido en hielo. Las pupilas perdieron su color, y un ligero temblor recorrió su rostro, como cuando una hoja cae sobre la superficie calma de un lago. Sus labios se movieron despacio musitando palabras que no llegaron a pronunciarse.
—¿Dónde demonios has estado?
—No lo sé —respondí. Mi voz parecía surgir de un lugar que no reconocía y resonaba con un misterioso eco parecido al de los pasos que había oído hacía unos minutos. Me saqué un pañuelo del bolsillo y me enjugué lentamente el sudor. Se había formado una película fría y dura sobre mi rostro—. No lo sé —repetí—. ¿Dónde demonios he estado?
Yuki entornó los ojos, estiró silenciosamente el brazo y me tocó la mejilla con sus suaves dedos. Inspiró por la nariz, como si oliera algo, sin apartar los dedos de mi mejilla. Su naricita pareció hincharse y ponerse rígida. Sus ojos se clavaron en los míos, y tuve la impresión de que me miraba desde muy lejos.
—Pero has visto algo, ¿no?
Asentí.
—Pero no puedes decir lo que has visto. No puedes explicarlo. Y por más que lo hicieras, nadie lo entendería. Te comprendo. —Se arrimó a mí y durante unos segundos pegó su mejilla a la mía—. Pobre… —dijo.
—¿Por qué será? —dije yo, y no pude evitar reírme, aunque no tenía ningunas ganas—. ¡Pero si soy un tipo normal y corriente! ¿Por qué tienen que pasarme cosas raras?
—Vete tú a saber… —dijo Yuki—. A mí no me lo preguntes. Yo soy una niña y tú un adulto.
—Tienes razón.
—Pero comprendo lo que sientes.
—Pues yo no.
—Impotencia —me dijo—. Como si algo enorme te sacudiera y tú no pudieras hacer nada.
—Tal vez.
—Cuando los adultos se sienten así, beben.
—Efectivamente.
Fuimos al bar del Halekulani. No al que estaba junto a la piscina, sino a uno interior. Yo pedí un martini y Yuki, un refresco de limón. Un pianista de mediana edad y cabello ralo, con el mismo rictus serio de Serguéi Rachmáninov, tocaba viejos clásicos de jazz en un piano de cola. Nosotros dos éramos su único público. Tocó
Stardust, But Not for Me, Moonlight in Vermont
. Técnicamente no había nada que reprocharle, pero la interpretación no era nada del otro mundo. Al final tocó un preludio de Chopin. Ésa sí fue una interpretación magnífica. Cuando Yuki lo aplaudió, el pianista abrió los labios dos milímetros para sonreír y se marchó.
Acabé tomándome tres martinis. Cerré los ojos y traté de recordar el interior de aquella sala. Parecía un sueño de esos de los que te despiertas empapado en sudor, suspirando y pensando: «¡Por suerte, sólo era una pesadilla!». Pero aquello no había sido un sueño. Yo lo sabía, y también Yuki. Yuki sabía que los había visto
de verdad
. Los seis esqueletos. ¿Significaban algo? El esqueleto sin brazo izquierdo, ¿era el de Dick North? En ese caso, ¿de quiénes eran los otros cinco?
¿Qué había querido transmitirme Kiki?
De pronto me acordé del trozo de papel que había encontrado sobre el alféizar de la ventana. Lo saqué del bolsillo, busqué un teléfono y marqué el número. Nadie respondía. El tono de llamada parecía una plomada suspendida sobre un vacío sin fondo. Volví al bar y suspiré.
—Si encuentro plaza en algún vuelo, creo que mañana regresaré a Japón —le dije—. Llevo demasiado tiempo aquí. Han sido unas vacaciones estupendas, pero siento que ha llegado la hora de marcharme. Además, en Japón tengo muchos asuntos pendientes.
Yuki asintió. Parecía saber que iba a hablarle de eso antes de que yo hubiera abierto la boca.
—Está bien. Si quieres irte, vete. No te preocupes por mí.
—¿Y qué harás tú? ¿Te quedas o vuelves conmigo a Japón?
Yuki se encogió ligeramente de hombros.
—Prefiero quedarme unos días más. Todavía no tengo ganas de volver a Japón. Supongo que a mamá no le importará que me quede en su casa.
Apuré el martini.
—Entonces mañana te llevaré en coche hasta Makaha. Además, así veré a tu madre antes de irme.
Luego fuimos a cenar juntos por última vez a una marisquería cerca de la Aloha Tower. Ella comió langosta y yo, después de tomarme un whisky, ostras fritas. Apenas hablamos. Yo estaba aturdido. Tenía la sensación de que me quedaría dormido mientras comía y me convertiría en un esqueleto.
De vez en cuando, Yuki me miraba de reojo. Cuando terminamos de cenar, me dijo: «Deberías irte al hotel y dormir. Tienes mal aspecto».
En mi habitación, encendí el televisor y me serví vino. Retransmitían en directo un partido de béisbol: los Yankees contra los Orioles. No prestaba atención al partido, pero no quería apagar el televisor. Me mantenía vinculado con la realidad.
Bebí vino hasta que me entró sueño. Luego me acordé del papelito y volví a llamar al número. Como imaginaba, nadie atendió la llamada. Lo dejé sonar unas quince veces y colgué. Después volví a sentarme en el sofá y clavé la mirada en la pantalla del televisor. Winfield entró en el cajón de bateo. Me di cuenta de que algo ocurría.
Algo
.
Con la mirada fija en la pantalla, pensé un rato en ese
algo
.
Algo se parecía a algo. Algo estaba conectado con algo.
¡No puede ser!, me dije. De todas formas, merecía la pena comprobarlo. Con el trozo de papel en la mano, me acerqué a la puerta y comparé el número de teléfono que June había escrito con el que figuraba en el trozo de papel.
Era el mismo.
Todo está conectado, me dije. Todo está conectado. Y yo soy el único que no comprende esa conexión.
A la mañana siguiente fui a las oficinas de Japan All Airways y reservé un vuelo para la tarde. Luego pagué la cuenta del hotel y llevé a Yuki a casa de su madre. A primera hora había llamado a Ame y le había dicho que me había surgido un asunto urgente y tenía que marcharme a Japón ese mismo día. No se sorprendió. Me dijo que en su casa había sitio para Yuki y me pidió si podía llevarla hasta allí. Sorprendentemente, había amanecido nublado. No me hubiera extrañado que cayera otro aguacero. Nos subimos en el Mitsubishi Lancer y, como siempre, conduje a ciento veinte por la autopista que bordeaba la costa mientras, como siempre, escuchábamos la radio.
—Suena como un Pac-Man —dijo Yuki.
—¿El qué? —le pregunté.
—Es como si en tu corazón llevaras un Pac-Man —dijo Yuki—. El Pac-Man se come tu corazón.
Bip, bip, bip, bibip, bip
…
—No te entiendo.
—Algo está comiéndote.
Reflexioné mientras conducía.
—A veces siento algo así como la sombra de la muerte —le dije—. Es una sombra muy densa. Como si la muerte me pisara los talones y en el momento menos pensado pudiera alargar los brazos y agarrarme los tobillos. Pero no tengo miedo. Porque
nunca
se trata de mi muerte.
Siempre
agarra los tobillos de otra persona. Pero, cada vez que alguien muere, siento que mi existencia se descarría un poco más. ¿Por qué será?
Yuki se encogió de hombros en silencio.
—La muerte siempre está rondándome. Y aprovecha el menor resquicio para asomarse.
—A lo mejor ésa es tu llave. A lo mejor la muerte te conecta con el mundo.
Volví a reflexionar sobre eso.
—Tú también sabes cómo deprimir a la gente.
Dick North me dijo que me echaría de menos. Apenas teníamos nada en común, pero los dos nos sentíamos relajados, despreocupados, cuando estábamos juntos. Además, yo admiraba el modo en que su poesía se acercaba a la realidad. Al ir a estrecharle la mano para despedirme, recordé de pronto aquel esqueleto. ¿Sería el de Dick North?
—Dick, ¿alguna vez has pensado en cómo te vas a morir? —le pregunté.
Él sonrió y se quedó pensativo.
—Solía pensarlo durante la guerra. Allí podías morir de muchas maneras. Pero últimamente ya no lo pienso demasiado. No tengo tiempo para pararme a pensar en esas cosas. La paz es mucho más ajetreada que la guerra. —Se rió—. ¿Por qué me lo preguntas?
Le dije que por nada en particular. Mera curiosidad.
—Pensaré en ello —prometió— y te lo diré la próxima vez que nos veamos.
Ame me propuso entonces que diéramos un paseo. Caminamos despacio, el uno junto al otro, por un trazado para hacer
footing
.
—Muchas gracias por todo —me dijo—, de verdad. No se me dan demasiado bien estas cosas, pero, en fin… Pues eso: que siento que gracias a ti muchas cosas han mejorado. Desde que te tenemos entre nosotras, todo marcha sobre ruedas. Yuki y yo hemos hablado largamente y parece que ahora nos entendemos un poquito mejor la una a la otra. Ahora, además, pasará unos días con nosotros.
—Me alegro —le dije. Suelo decir «me alegro» en momentos cruciales en los que no se me ocurre qué decir y callarse resultaría inapropiado. Pero Ame, lógicamente, no se dio cuenta.
—Desde que te conoce, Yuki está más tranquila. Menos irritable. Se ve que los dos hacéis buenas migas. Ignoro qué es, pero quizá tengáis algo en común, ¿no crees?
Le respondí que no lo sabía.
Me dijo que no sabía qué hacer con respecto al colegio.
Le contesté que, si ella no quería ir, que no fuera.
—Dado que es una chica muy complicada y vulnerable —insistí—, sería inútil forzarla a hacer nada. Pero usted podría buscar a alguien que le diera clases particulares y le enseñara lo imprescindible. No creo que le convengan esos desvelos por aprobar exámenes, esas estúpidas actividades extraescolares, esa absurda competitividad, la presión del grupo y esas normas hipócritas. Si no quiere ir a la escuela, que no vaya. Hay personas que no necesitan todo eso. ¿No sería mucho mejor que descubriese cuál es su propio talento y lo cultivase? Estoy convencido de que tiene un gran potencial. O, ¿quién sabe?, quizá, cuando menos se lo espere, le diga que quiere volver al colegio. Entonces tendría que dejarla ir, por supuesto. En cualquier caso, es ella la que debe decidir, ¿no le parece?
—Sí, es cierto —asintió, después de pensárselo un rato—. Tienes toda la razón. Yo tampoco fui precisamente lo que se llama un animal social y nunca iba a clases, así que entiendo lo que quieres decirme.
—Si lo entiende, no necesita darle más vueltas. ¿Cuál es el problema?
Ella movió la cabeza de un lado a otro, y se oyó un pequeño crujir de huesos.
—No, ninguno en particular. Sólo que no acababa de confiar en mi competencia como madre y por eso me veía incapaz de adoptar una postura firme. Como no me sentía segura, mi visión era muy pesimista. Pensaba que si Yuki no iba a la escuela, su vida social sería un desastre.
¿Su vida social?, pensé yo. Y le contesté:
—Por supuesto, puede que me equivoque. Nadie sabe lo que ocurrirá en el futuro. Tal vez todo vaya mal. Como Yuki es una chica inteligente, si usted, como madre o como amiga, se esfuerza día a día por hacerle ver que existe un vínculo entre las dos, y consigue demostrarle que la respeta, de lo demás ya se encargará ella.
Durante un rato caminó en silencio, las manos metidas en los bolsillos de su pantalón corto.
—Usted entiende muy bien a la niña. ¿Por qué?
Estuve a punto de contestarle que era simplemente porque me esforzaba por comprenderla.
Entonces me dijo que quería compensarme de alguna forma por haberme ocupado de Yuki. Le contesté que el señor Makimura ya lo había hecho. Y con creces.
—Aun así, quiero hacerlo. Él es él y yo soy yo. Y quiero hacerlo ya, porque si no, me olvidaré enseguida.
—No importa si se olvida —le dije riéndome.
Se sentó en un banco que había a un lado del camino y sacó del bolsillo de la camisa un paquete de cigarrillos. La cajetilla azul de Salem se había reblandecido con el sudor. Los mismos pájaros de siempre trinaban fieles a su compleja escala musical.
Ame fumó en silencio. En realidad, sólo le dio un par de caladas al cigarrillo, que después se fue consumiendo entre sus dedos mientras la ceniza caía poco a poco sobre el césped. Pensé entonces en el tiempo, que, como aquel cigarrillo, también se convertía en un cadáver. El tiempo moría poco a poco entre sus dedos hasta transformarse en ceniza blanca. Mientras oía el canto de los pájaros, observé a un jardinero que circulaba en su cochecito por el camino de abajo. Desde que habíamos llegado a Makaha, el tiempo había mejorado. A lo lejos resonó un trueno solitario. Eso fue todo. El cielo se despejó de repente, y el calor y la luz se abrieron paso entre los densos nubarrones para inundar la tierra de una vitalidad renovada. Con sus gafas de sol y su camisa vaquera (para trabajar llevaba siempre esa camisa, con un bolígrafo, un rotulador, mechero y tabaco en el bolsillo de la pechera), Ame no parecía notar el bochorno ni la luz del sol ardiente. Sin embargo, supuse que tendría mucho calor. La prueba era que por la nuca le corrían regueros de sudor y en algunas partes de la camisa se veían manchas oscuras. Pero ella no lo notaba, no sabría decir si debido a un esfuerzo por concentrarse o por mantener despejada su mente. De cualquier modo, así transcurrieron diez minutos. Diez insustanciales minutos semejantes a un fugaz desplazamiento en el tiempo y en el espacio. Ella apenas parecía percibir ese fenómeno que es el paso del tiempo. Puede que el tiempo no ocupara un lugar destacado en su día a día, o, en todo caso, ocupara uno menor. En cambio, para mí, sí era relevante: yo tenía un vuelo reservado.
—Tengo que irme —le dije mirando el reloj de pulsera—. Me gustaría llegar pronto, porque tengo que devolver el coche de alquiler en el aeropuerto.
Ella trató de fijar la mirada en mí. En aquel momento, su expresión recordaba mucho la que Yuki adoptaba a veces. Era como si tratase de volver a la realidad. Una vez más, me di cuenta de que madre e hija compartían cierto temperamento, determinadas actitudes.
—¡Ah! Es verdad: tienes prisa. Perdona, pero no me había dado cuenta —se excusó. Y volvió a ladear la cabeza a derecha e izquierda—. Es que estaba pensando.
Nos levantamos del banco y regresamos a casa por el mismo camino.
En el momento de marcharme, los tres salieron a despedirme. Le dije a Yuki que no comiera tanta comida basura. Ella sólo frunció los labios. De todas formas, estando Dick North allí, no tenía de qué preocuparme.
Fue curioso verlos a los tres en línea reflejados en el espejo retrovisor: Dick North, con el brazo derecho levantado, agitaba la mano; Ame, de brazos cruzados, miraba hacia delante ensimismada; Yuki, de perfil, le pegó una patada a una piedrecilla con la punta de la sandalia. Realmente parecía una familia muy variopinta abandonada en un rincón de un universo imperfecto. Me costaba creer que hasta un instante antes yo había estado allí, mezclado con ellos. Pero una vez que giré a la izquierda en la primera curva, su imagen desapareció del espejo. Y yo me quedé solo. Por primera vez en bastante tiempo.