Era la hora en la que la mayoría de la gente se dirige a toda prisa al trabajo o a la escuela. Pero nosotros no. Habíamos pasado la noche de juerga con unas soberbias profesionales y ahora bebíamos café abstraídos. Luego, seguramente dormiríamos a pierna suelta. Con nuestras pequeñas diferencias, los dos —Gotanda y yo— vivíamos al margen del resto del mundo.
—¿Qué tienes pensado hacer hoy? —me preguntó Gotanda volviéndose hacia mí.
—Irme a casa y dormir —le contesté—. No tengo ningún plan.
—Yo también dormiré un rato. Al mediodía he quedado —me dijo.
Después contemplamos silenciosos la Torre de Tokio.
—¿Qué? ¿Lo has pasado bien? —me preguntó Gotanda.
—Sí, muy bien —le dije.
—¿Y cómo fue? ¿Has conseguido averiguar algo sobre Kiki?
—No. Sólo que desapareció de repente, como me habías dicho. No dejó el menor rastro, no hay donde buscar. Mei ni siquiera sabe cómo se llamaba.
—Preguntaré a los de la productora —dijo él—. A lo mejor saben algo más.
Torció ligeramente los labios y se rascó la sien con el mango de la cuchara. Encantador, habría dicho una chica.
—Por cierto, ¿qué harás cuando encuentres a Kiki? —me preguntó—. ¿Intentarás que vuelva contigo? ¿O es sólo para recordar juntos los viejos tiempos?
—No lo sé —le dije.
No lo sabía. Cuando la encontrase, ya pensaría qué haría.
Cuando nos terminamos el café, decidí irme a casa en taxi. Pero él insistió en llevarme en su impoluto Maserati marrón.
—¿Qué tal si te llamo un día de éstos? —me dijo—. Ha sido genial que nos viéramos. No conozco a mucha gente con la que pueda hablar tan a gusto. Si te apetece, podríamos quedar otra vez.
—Por supuesto —dije yo. Y volví a darle las gracias por la cena y por las chicas y por…
Gotanda sólo movió lentamente la cabeza. Aunque no había abierto la boca, entendí perfectamente lo que quería decir.
Siguieron unos días tranquilos. El teléfono sonaba con frecuencia, siempre por asuntos de trabajo, pero había activado el contestador y no atendía ninguna llamada. No obstante, era halagador que no se hubieran olvidado de mí. Lo cierto es que me dedicaba a cocinar y a pasear por Shibuya, y acudía a ver
Amor no correspondido
cada día. Dado que eran las vacaciones de primavera, el cine siempre estaba lleno de alumnos de secundaria y de instituto. El único adulto era yo. Todos iban para ver a la actriz que estaba de moda; el argumento y la calidad de la película les importaban un comino. Cada vez que salía la estrella de marras, gritaban histéricos. Armaban tal bulla que aquello parecía una perrera. Cuando la estrella de marras no aparecía, no paraban de hacer ruido: al abrir envoltorios, al masticar o al gritarse cosas como «¡Eeeeh!, ¿qué diceeees?» o «¡Capullo!». A veces me entraban ganas de pegar fuego al cine.
Al empezar la película, centraba mi atención en los títulos de crédito. Efectivamente, allí estaba su nombre, Kiki, en letras pequeñas.
En cuanto terminaba la escena de Kiki, no esperaba al final y salía del cine para echarme a andar. Solía hacer el mismo recorrido: Harajuku, estadio
Jingū
, cementerio de Aoyama,
Omotesandō
, edificio Jintan y de vuelta a Shibuya. A veces me paraba a tomar un café. Ya era primavera entrada, con su aroma tan característico. Me decía que la Tierra, estación tras estación, seguía rotando alrededor del sol, perseverante. Misterios del universo. Cada vez que el invierno da paso a la primavera, pienso en los misterios del universo. Y todos los años, sin falta, percibo el olor de la primavera, no sé por qué. Un aroma tenue, sutil, siempre el mismo.
Como se acercaban las elecciones, la ciudad estaba llena de carteles, a cuál más espantoso. También circulaban coches desde los que voceaban soflamas. No se entendía ni una palabra; sólo armaban barullo. Yo caminaba pensando en Kiki. Y poco a poco empezaba a sentir que mis piernas avanzaban por sí solas. Mis pasos se volvían ligeros y firmes, mientras que mi cabeza funcionaba con mayor agilidad. Aunque fuera a ritmo lento, avanzaba. Tenía un objetivo. Era buena señal.
¡Baila!, me dije. Eso es. Deja de darles vueltas a las cosas. Mantén el ritmo, no te pares.
Debía prestar atención y concentrarme en hacia dónde me llevaba mi camino. Debía permanecer en
este mundo
.
Los últimos cuatro o cinco días de marzo transcurrieron de ese modo. En apariencia, no se produjo ningún avance. Salía a hacer la compra, preparaba mis modestos platos en la cocina, me pasaba por el cine a ver
Amor no correspondido
, daba largos paseos. Al llegar a casa, escuchaba los mensajes del contestador, siempre relacionados con el trabajo. De noche, leía y me tomaba una copa, sólo una. Cada día era una repetición del anterior. Cuando bebía solo de noche, me acordaba de las horas de sexo con Mei la Cabra. Quitanieves. Era un recuerdo extrañamente aislado. No estaba conectado a nada. Ni a Gotanda, ni a Kiki, a nada. Me parecía un sueño, pero era muy real. A pesar de que podía recordar cada detalle con nitidez, a pesar de que, en cierto sentido, era más vívido que la propia realidad, al final no conectaba con nada. Pero a mí me resultaba muy grato. La confluencia de dos almas desvinculada de todo. Dos personas que respetaban las imágenes y las ficciones de cada uno. Una sonrisa del estilo: «Tranquilo, aquí estamos entre amigos». Una mañana de acampada. Cucú.
Intentaba imaginarme a Kiki acostándose con Gotanda. ¿Le había ofrecido los mismos servicios sexuales con los que Mei me había deleitado? ¿Todas las chicas del club dominaban esas técnicas o eran habilidades que sólo Mei poseía? No lo sabía, pero no pensaba preguntárselo a Gotanda. Cuando Kiki vivía conmigo, en el sexo era más bien pasiva. Respondía calurosamente cuando le hacía el amor, pero nunca tomaba la iniciativa ni me pedía nada concreto. A mí me daba la impresión de que se dejaba llevar, de que disfrutaba. Por mi parte, nunca me sentí insatisfecho. Adoraba hacerle el amor. Cuerpo liviano, respiración pausada, sexo cálido. Para mí era suficiente. Por eso me costaba imaginármela acostándose con otro, por ejemplo con Gotanda, como una profesional. Pero quizá, simplemente, me faltaba imaginación.
¿Cómo logra una prostituta mantener su vida sexual privada al margen del sexo profesional? No tenía ni idea. Como le había dicho a Gotanda, nunca me había acostado con ninguna. Me había acostado con Kiki, sí. Y Kiki era prostituta. Pero, años atrás, yo no me había acostado con la Kiki prostituta, sino con la persona. Y, por el contrario, aunque me había acostado con la Mei prostituta, no lo había hecho con la persona. Por eso no me servía de nada comparar los dos casos. Cuánto más profundizaba y analizaba la cuestión, menos claro lo veía. Para empezar, ¿cuánto de emocional y cuánto de técnica hay en el sexo? ¿Dónde empieza lo real y dónde el trabajo, la actuación? Unos preliminares hechos con esmero, ¿son algo emocional o pura técnica? Y Kiki, ¿disfrutaba de verdad cuando hacía el amor conmigo? ¿Actuaba en la escena de la película, o era auténtica su expresión de arrobo cuando Gotanda le acariciaba la espalda?
La persona real y la imagen se confundían.
Por ejemplo, en Gotanda, su actuación como médico era todo fachada, pura imagen. Sin embargo, parecía más auténtico que un médico de verdad. Inspiraba confianza.
¿Cuál sería mi imagen? ¿Acaso tenía una?
Baila
, había dicho el hombre carnero.
Baila de manera que deslumbres a todos
. Así pues, si yo era capaz de deslumbrar a todos, ¿significaba que tenía ya una imagen? Y si la tenía, ¿se quedarían todos impresionados ante ella? Supongo que sí, pensé, quizá más impresionados que ante mi yo real, ese ser de carne y hueso que yo era.
Una noche, cuando me entró el sueño, como de costumbre lavé el vaso en el fregadero, me cepillé los dientes y me fui a dormir. A la mañana siguiente, cuando me desperté, de pronto estábamos ya en abril, ese mes que el poema de Eliot y la pieza de Count Basie han hecho famoso. Era uno de esos primeros días de abril delicados, volubles, vulnerables y hermosos como una página de Truman Capote.
Por la mañana fui al supermercado Kinokuniya a comprar más verduras adiestradas. También compré una docena de latas de cerveza y tres botellas de vino que tenían en oferta. Y café en grano, salmón ahumado para hacer sándwiches,
miso
y
tofu
.
Al llegar a casa, vi que en el contestador tenía un mensaje de Yuki. Con voz hastiada me pedía que a las doce estuviera en casa, porque volvería a llamarme. Luego se oía cómo colgaba de un porrazo el auricular. En ella, eso debía de ser una forma de lenguaje corporal. El reloj marcaba las once y veinte. Me preparé un café cargado y, mientras me lo tomaba, me puse a leer la última entrega de
Distrito 87
de Ed McBain. Hacía ya diez años que me había hecho el propósito de dejar de leerlo, pero cada vez que salía una nueva novela, acababa comprándola. Diez años son demasiados como para echarle la culpa a la inercia.
A las doce y cinco sonó el teléfono. Era Yuki.
—¿Qué tal? —preguntó.
—Muy bien —le contesté.
—¿Qué estás haciendo? —quiso saber.
—Iba a prepararme algo de comer: crujiente lechuga adiestrada, salmón ahumado, aros de cebolla finos como una hoja de afeitar y puestos en remojo en agua con hielo para rebajarlos, y mostaza de rábano picante, todo eso dispuesto en pan horneado en el supermercado Kinokuniya. Si se hacen bien, pueden llegar a saber como los del Delicatessen Sandwich Stand de Kobe. A veces, sin embargo, no salen bien. Pero si uno se propone un objetivo, a fuerza de probar y probar, acaba consiguiéndolo.
—¿Estás tonto o qué?
—Pues está muy bueno —seguí—. Si no me crees, pregúntaselo a las abejas de tu barrio. O a los tréboles blancos. Está riquísimo, de verdad.
—¿Qué es eso de las abejas y los tréboles blancos?
—Una manera de hablar —le contesté.
—Madre mía… —dijo Yuki con un suspiro—. A ver si creces un poquito, ¿eh? Yo sólo tengo trece años, pero a veces, qué quieres que te diga, pareces más crío y más tonto que yo.
—¿Me estás diciendo que tengo que ser menos original, más como todo el mundo?
—Venga, llévame de paseo en coche —dijo ignorando mi pregunta—. ¿Estás libre esta tarde?
—Creo que sí —contesté.
—Pasa a recogerme por el piso de Akasaka a las cinco. ¿Te acuerdas de cómo llegar?
—Sí —le respondí—. Oye, ¿has estado ahí sola todo este tiempo?
—Sí. Total, en Hakone no hay nada. La casa está en lo alto de una montaña. Para eso, prefiero quedarme aquí.
—¿Y tu madre? ¿Aún no ha vuelto?
—No sé nada de mamá. No me ha llamado ni una vez. Supongo que sigue en Katmandú. Ya te lo dije, no se puede confiar en ella. Ni idea de cuándo volverá.
—¿Y cómo te las apañas? ¿Tienes dinero?
—No hay problema. Tengo una tarjeta-monedero que le birlé a mi madre. Seguro que ni se ha dado cuenta. Es que, si no me cuido yo misma, acabaré muerta. No puedo fiarme de ella. ¿No crees?
Le dije algo ambiguo, para evitar responder.
—¿Te estás alimentando bien? —le pregunté.
—Claro. ¿Qué te crees? Si no comiese, me moriría…
—Me refiero a si estás comiendo
adecuadamente
.
Yuki se aclaró la garganta.
—Kentucky Fried Chicken, McDonald’s, Dairy Queen y esas cosas. Tambiénbentô
…
*
Comida basura.
—De acuerdo. Te recogeré a las cinco —le dije— y luego iremos a cenar algo sano. Esa dieta que llevas es criminal. Una adolescente debe alimentarse mejor. Si sigues llevando esa vida, cuando crezcas tendrás trastornos menstruales. Tú haz lo que quieras, pero como tengas trastornos menstruales, causarás problemas a los que te rodean. Hay que pensar también en los demás.
—Sí, un tonto —murmuró Yuki.
—Por cierto, ¿podrías darme el número de teléfono del piso de Akasaka?
—¿Para qué?
—Esta forma unilateral de comunicarnos no es justa. Tú sabes mi número, pero yo no sé el tuyo. Tú puedes llamarme cuando te dé la gana, yo no… Además, así no hay manera de quedar contigo, como hoy, o de avisarte por si hay algún cambio de planes de última hora.
Tras un ligero resoplido de nariz, como si dudara, me lo dio. Lo anoté en mi agenda de teléfonos, debajo de los datos de Gotanda.
—Pero que no se te ocurra andar cambiando de planes —me advirtió—. Para incumplidores, ya tengo bastante con mamá.
—Tranquila. Yo no cambio de planes así como así. En serio. Si no, pregúntaselo a la mariposa de la col o al carro de alfalfa. Hay poca gente tan cumplidora como yo. Eso sí, en el mundo hay imprevistos. El mundo es grande y complicado, y a veces ocurren cosas que no podemos controlar. No me gustaría que pasara eso y no pudiera avisarte, ¿entiendes?
—Imprevistos —dijo ella.
—Caprichos del destino.
—Espero que no ocurra nada de eso —dijo Yuki.
—Yo también —dije.
Pero al final ocurrió.
Llegaron pasadas las tres. Eran dos. Estaba duchándome cuando sonó el timbre de la puerta. Llamaron ocho veces hasta que, envuelto en un albornoz, abrí la puerta. Sonaba de tal forma que parecía que la irritación fuera a clavárseme en la piel. Al abrir, me encontré con dos hombres. Uno de unos cuarenta y cinco años, y otro que parecía de mi edad.
El mayor era alto, tenía una cicatriz en la nariz y estaba muy moreno para esa época del año. Su bronceado era como el de un pescador, no el de quien toma el sol en una playa de Guam o una estación de esquí. El cabello, a primera vista, parecía duro, hirsuto, y tenía las manos desmesuradamente grandes. Vestía un gabán gris.
El más joven, de baja estatura y cabello largo, tenía los ojos estrechos y vivaces. Parecía un joven aspirante a literato de otra época. Ya me lo imaginaba en un círculo literario apartándose el flequillo de la frente y diciendo: «¡Pero qué bueno es Mishima!»; cuando yo iba a la universidad, en clase siempre había alguno así. Éste vestía un abrigo azul marino con el cuello alzado.
Ambos calzaban unos zapatos de piel negros anticuados y raídos, de esos que si te los encuentras tirados ni los miras. Ellos, por su parte, no eran precisamente el tipo de persona con el que me gustaría hacer buenas migas. En cualquier caso, los bauticé como «el Pescador» y «el Literato».