—No te gusta mucho tu trabajo, ¿no?
Negué con la cabeza.
—Nada. Nunca me gustará. Es un trabajo absurdo. Encontrar buenos restaurantes y escribir reportajes informando sobre ellos en las revistas. Vaya a tal sitio. Pruebe tal cosa. ¿Y por qué tiene que ser así? ¿Por qué la gente no puede comer lo que le apetezca? ¿Por qué tiene que venir alguien a decirnos lo que tenemos que hacer? Además, cuanto más se publicitan los restaurantes, más empeoran su calidad y su servicio. Les ocurre al ochenta o al noventa por ciento de los locales. Y es porque aumenta mucho la demanda. Pues en eso consiste mi trabajo. Voy desvirtuando todo lo que encuentro. Me tropiezo con algo inmaculado y lo dejo lleno de porquería. A eso la gente le llama dar información. A esquilmar por completo un espacio vital con grandes redes de arrastre, a eso la gente lo llama ampliar la información. Me fastidia, pero a eso me dedico.
Yuki me miraba desde el otro lado de la mesa como si yo fuese un espécimen rarísimo.
—Y, aun así, te dedicas a eso.
—Porque es mi trabajo —contesté. Caí en la cuenta de que tenía delante a una adolescente de unos trece años. ¿Qué hacía yo hablándole de estas cosas?—. Vamos, que ya es tarde. Te llevo a casa.
Ya en el Subaru, Yuki recogió una casete que encontró tirada y la puso. Era una cinta que yo había grabado. Solía escucharla mientras conducía.
Reach Out I’ll Be There
, de Four Tops. Como no había tráfico, llegamos enseguida a Akasaka. Le pregunté a Yuki el número del edificio.
—No pienso decírtelo —contestó.
—¿Por qué no? —le pregunté.
—Porque aún no quiero irme a casa.
—Venga, son más de las diez —le dije—. Ha sido un día muy largo y me muero de sueño.
Yuki no parecía convencida. Seguí conduciendo, concentrado, pero sentía su mirada clavada en mi mejilla izquierda. Tenía una mirada extraña. A pesar de su inexpresividad, me ponía muy nervioso. Al cabo de un rato la desvió hacia su ventanilla.
—Yo no tengo sueño. Además, en el apartamento estaré sola, y me gustaría seguir un rato más en el coche. Quiero escuchar música.
Me lo pensé.
—Una hora más. Luego volvemos y te acuestas. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo Yuki.
Dimos una vuelta por Tokio mientras escuchábamos música. Me dije que, con aquel paseo en coche, estábamos contribuyendo a contaminar el ambiente, a destruir la capa de ozono, a aumentar el nivel de contaminación acústica de la ciudad, a poner a la gente de los nervios y a agotar los recursos del subsuelo. Yuki, con la cabeza apoyada en el asiento, contemplaba en silencio el paisaje nocturno.
—¿Así que tu madre está en Katmandú?
—Sí —contestó ella con desgana.
—Entonces vas a estar sola hasta que vuelva, ¿no?
—En la casa de Hakone tenemos una asistenta —contestó.
—¿Y esto pasa a menudo?
—¿Te refieres a que me deje tirada? Sí, muchas veces. Ella no piensa más que en sus fotografías. No lo hace con mala intención, pero ella es así. Sólo piensa en sí misma. Se olvida de que yo existo. Simplemente, se olvida de mí, como si yo fuera un paraguas. Coge y se marcha de repente a cualquier sitio. Dice «quiero ir a Katmandú» y ya no piensa en nada más. Después, claro, reflexiona y pide disculpas, pero enseguida vuelve a hacer lo mismo. Por ejemplo, me dijo que me llevaría a
Hokkaidō
, pero luego me he pasado el día entero en la habitación, escuchando música en el walkman, sin verla y comiendo sola. Pero ya estoy acostumbrada. Esta vez dijo que sólo estaría en Katmandú una semana. Ya no la creo, y no tengo ni idea de adónde irá después.
—¿Cómo se llama tu madre?
Me dijo su nombre. Le comenté que era la primera vez que lo oía.
—Es que se la conoce por su nombre artístico —añadió—, Ame.
**
Por eso decidió ponerme Yuki. ¿No te parece estúpido? Así es ella.
Ame era una reputada fotógrafa, muy conocida. Sin embargo, no solía mostrarse en público ni hacía vida social. Nadie conocía su verdadero nombre. Sólo trabajaba en lo que le gustaba. Era famosa por sus excentricidades. Sus fotos eran intensas y agresivas.
—Entonces, tu padre es el escritor Hiraku Makimura, ¿no?
Yuki se encogió de hombros.
—Sí. No es mala persona. Pero no tiene talento.
Tiempo atrás había leído algunos libros escritos por el padre de Yuki. Las dos novelas y el libro de relatos que escribió de joven no estaban mal. Tenía una prosa fresca, puntos de vista frescos. Luego sus obras se convirtieron en
bestsellers
y él, en la nueva estrella del mundo literario. Empezó a salir en la televisión y en las revistas, opinando acerca de temas de actualidad de lo más variopinto. Entonces se casó con Ame, por entonces una joven fotógrafa. Había llegado a la cima de su carrera. Después, todo fue de mal en peor. Sin ningún motivo en particular, de pronto se vio incapaz de escribir algo decente. Las dos o tres obras que publicó a continuación eran infumables. La crítica se cebó en él; sus libros dejaron de venderse. Y Hiraku Makimura cambió radicalmente de estilo. Pasó de ser un escritor de cándidas novelas juveniles a convertirse en un autor experimental y de vanguardia. Pero seguía faltándole sustancia. Para colmo, su estilo era un refrito intragable de escritores franceses de la
nouvelle vague
. Con todo, ciertos críticos sin una pizca de imaginación, a los que les gustaba lo novedoso, lo aclamaron. Sin embargo, pasados dos años, tal vez porque se dieron cuenta de que, efectivamente, aquello no valía nada, la crítica calló. No sé cómo puede ocurrir algo así, pero el caso es que su talento se consumió con sus tres primeras obras. Aun así, él siguió escribiendo. Acabó rondando los círculos literarios, como un perro castrado que le husmea el culo a las perras del vecindario. Por aquel entonces ya se había divorciado de Ame. O para ser más exactos, Ame lo había dejado. Al menos ésa era la versión oficial.
Pero ahí no terminó todo para Hiraku Makimura. Bajo la etiqueta de escritor aventurero, abrió sus horizontes profesionales a un nuevo ámbito. Era a principios de los años setenta. La vanguardia dio paso a la acción y la aventura. Se paseó por los lugares más recónditos y vírgenes del planeta y escribió sobre ello. Comió foca con los esquimales, vivió con indígenas africanos e investigó sobre el terreno las guerrillas sudamericanas. También dedicó duras palabras a los escritores que se encierran en su estudio. Al principio no estuvo mal, pero después de pasarse diez años haciendo lo mismo, acabó, naturalmente, cansando a todos. Además, en el mundo no existían tantas fuentes de inspiración para sus libros. No era la época de Livingstone y Amundsen. Las historias eran cada vez más pobres, y los textos, ampulosos. Aquello ya no eran aventuras, porque a todas partes lo acompañaban coordinadores, editores, fotógrafos… Cuando participaba la televisión, tenía que lidiar con docenas de personas, entre gente del equipo y promotores. A veces él lo dirigía todo. Con el tiempo, ese papel de director aumentó. Todo el mundo lo sabía.
Quizá no fuera mala persona. Pero, como había dicho su hija, no tenía talento.
No volvimos a hablar de su padre. Yuki no parecía tener demasiadas ganas y yo tampoco tenía especial interés.
Seguimos escuchando música en silencio. Yo conducía y observaba las luces traseras del BMW azul que nos precedía. Yuki, mientras contemplaba la ciudad, llevaba el ritmo de una canción de Solomon Burke con la punta de las botas.
—Parece un buen coche, ¿no? —me preguntó—. ¿De qué marca es?
—Subaru —le contesté—. Un viejo modelo de segunda mano. Poca gente se tomaría la molestia de elogiarlo.
—Pues no sé, pero hace que una se sienta a gusto en él.
—Creo que es porque yo le tengo mucho aprecio a este coche.
—¿Y por eso me siento a gusto?
—Cuestión de armonía —afirmé yo.
—No te entiendo —dijo Yuki.
—El coche y yo nos compenetramos. Es decir, yo entro en el coche y, como lo aprecio, le transmito buenas vibraciones. De ahí nace esta atmósfera. El coche, por su parte, capta el ambiente. Yo me siento bien, y también el coche se siente a gusto.
—¿Pueden sentirse a gusto las máquinas?
—Claro que sí —dije yo—. No me preguntes por qué, pero las máquinas se sienten bien, y también se cabrean. No tengo una explicación lógica para eso, lo sé por experiencia.
—¿Es lo mismo que cuando dos personas se quieren?
Negué con la cabeza.
—No, es diferente. Con las máquinas, el sentimiento se queda en el lugar, no va más allá. Los sentimientos entre las personas son distintos. Cambian continuamente. Si amas a alguien, el amor va cambiando. Se cuestiona, se agita, se desorienta, se hincha, desaparece, se niega, hiere. En muchos casos uno no puede dominarlos. El sentimiento hacia el Subaru es diferente.
Yuki se quedó pensativa.
—¿No te entendías bien con tu mujer? —preguntó.
—Eso es, me parece que no nos entendíamos bien —dije yo—. Pero ella no lo veía así. Discrepancia de pareceres. Por eso acabó marchándose. Supongo que irse con otro era más fácil que intentar superar esa discrepancia.
—No salió tan bien como con el Subaru, ¿no?
—Eso es —dije yo. Dios mío, ¿qué le estoy contando a una adolescente de trece años?
—Dime, ¿qué piensas de mí? —me preguntó Yuki.
—Apenas sé nada de ti —dije yo.
Una vez más, clavó su mirada en mi mejilla izquierda. Me dio la sensación de que en cualquier momento se me abriría un agujero en la cara. Muy bien, ya lo he captado, pensé.
—Eres probablemente la chica más guapa de todas las chicas con las que he salido —le dije sin apartar los ojos del tráfico—. No,
probablemente
no. Eres sin duda la más guapa. Si tuviera quince años, estaría perdidamente enamorado de ti. Pero como ya tengo treinta y cuatro, no me enamoro con tanta facilidad. No tengo ganas de ser más infeliz todavía. Con el Subaru todo resulta más sencillo. ¿Te basta con eso?
Yuki me dirigió otra mirada, esta vez normal.
—Eres un tipo raro —me dijo al poco.
Eso me hizo sentir un verdadero fracasado. Seguro que no lo dijo por jorobar. Pero cuando lo dijo, me afectó bastante.
A las once y cuarto estábamos de vuelta en Akasaka.
—Ya hemos llegado —dije.
Esta vez sí me dijo el número de su casa. Era un coqueto edificio de ladrillo rojo en una tranquila avenida próxima al santuario sintoísta de Nogi. Aparqué delante y apagué el motor.
—Tenemos que hablar de dinero —me dijo tranquilamente, sentada en el asiento—. El billete de avión, las comidas…
—Tu madre ya me pagará el billete cuando vuelva. Al resto estás invitada. No te preocupes. Cuando salgo con una chica, nunca dejo que pague. Con el billete de avión es suficiente.
Yuki se encogió de hombros y, sin decir nada, abrió la puerta del coche. Luego tiró en un tiesto el chicle que había estado mascando.
«Muchas gracias. De nada», pensé, reproduciendo lo que sería una conversación educada. Acto seguido saqué de mi billetero una tarjeta de visita y se la entregué—. Dásela a tu madre cuando vuelva. Y otra cosa: si estás sola y tienes cualquier problema, llámame. Cuenta conmigo para lo que necesites.
Ella tomó la tarjeta y la examinó. Luego se la metió en el bolsillo del abrigo.
—¡Qué nombre más raro! —dijo Yuki.
Saqué su pesada maleta del maletero, la metí en el ascensor y la subimos hasta la cuarta planta. Yuki sacó la llave de su bolso bandolera y abrió. Yo entré la maleta. El apartamento constaba de una cocina comedor, un dormitorio y un cuarto de baño. Era un edificio nuevo y el apartamento estaba tan inmaculado como un piso piloto. No faltaba de nada: vajilla, muebles y electrodomésticos; y todo parecía caro y refinado, aunque apenas se percibía el olor a vida cotidiana. Daba la impresión de que en tres días lo habían comprado todo. Se notaba el buen gusto, pero, de alguna forma, todo tenía un viso de irrealidad.
—Mamá lo usa poco —dijo Yuki tras seguir mi mirada—. Tiene un estudio aquí al lado en el que prácticamente vive cuando viene a Tokio. Duerme y come allí. Aquí sólo viene muy de vez en cuando.
—Ya veo —dije yo. Debía de llevar una vida ajetreada.
Yuki se quitó el abrigo de piel, lo colgó de una percha y encendió la estufa de gas. Luego, de alguna parte, sacó una cajetilla de Virginia Slims, se llevó un pitillo a la boca y prendió elegantemente una cerilla. Pensé que no era bueno que una chiquilla de trece años fumara. Es malo para la salud y estropea la piel. Pero verla fumar era tan fascinante que no osé reprenderla. Sostuvo suavemente el filtro entre sus labios finos, tan agudos que parecían tallados con un cuchillo, y al encenderlo, sus largas pestañas descendieron lenta y bellamente, como las hojas del árbol de la seda. El flequillo se le agitaba con suavidad cuando se movía. Era perfecta. Si yo hubiera tenido quince años, volví a pensar, me habría enamorado de ella. Habría sido un amor fatal, como una avalancha en primavera. Y no sabía por qué, pero seguramente habría sido infeliz. Yuki me recordaba a una chica que me había gustado cuando yo tenía trece o catorce años. De pronto sentí que volvía a experimentar el dolor que aquello me había causado.
—¿Quieres un café o algo? —me preguntó Yuki.
—No, gracias. Es tarde y tengo que volver —le dije.
Yuki dejó el cigarrillo en un cenicero, se levantó y me acompañó hasta la puerta.
—Ten cuidado con los cigarrillos y la estufa —le previne.
—Pareces mi padre —dijo ella.
Buena observación.
Al regresar a mi piso en Shibuya me bebí una cerveza tirado en el sofá. Luego abrí las cuatro o cinco cartas que había encontrado en el buzón, todo correspondencia poco importante relacionada con el trabajo. Apenas las saqué del sobre, decidí dejarlas para más tarde y las arrojé sobre la mesa. Estaba exhausto, sin ganas de nada. Pero al mismo tiempo me sentía tan nervioso y pasado de revoluciones que me veía incapaz de dormir. Había sido un día largo. Un día larguísimo, y tenía la impresión de haber estado las veinticuatro horas en una montaña rusa. El cuerpo todavía me temblaba.
Me pregunté cuántos días había estado en Sapporo. Pero no lo recordaba. Tantas cosas me habían sucedido que las horas de sueño se me habían trastocado. El cielo completamente gris. Hechos y fechas enmarañados. Primero había quedado con la chica de recepción. Luego había llamado a mi antiguo socio para pedirle que investigara sobre el Dolphin Hotel. Después me había encontrado con el hombre carnero. Había ido al cine y había visto la película en la que aparecían Kiki y Gotanda. Había cantado a los Beach Boys con una niña de trece años muy guapa. Y había regresado a Tokio. ¿Cuántos días, en total?