—
Ma
, no es cuestión de ponerse en ese estado sólo porque yo lo vi, don Estanislao Tamagás, cuando podemos llegar a un acuerdo…
—¿Dinero?… —preguntó don Estanislao, presa de pánico quien sabe qué cantidad iba a exigir aquel maldito energúmeno.
—¡No, por Dios, guárdese su dinero!
—¿Y qué, entonces… la casa?
—¡Guárdese su porquería de casa manchada de sangre inocente!
—Entonces, ¿qué es lo que pides?…
—Mucho menos, don Estanislao, una cosa simple… —dejó asomar una hilo de risa entre sus labios y añadió parsimoniosamente—: Una cosa que tiene que ver con su persona, que le toca expresamente…
—¿Que reza conmigo?
—Sí, con su merced, una cosa que usted es y sólo usted lo sabe,
ma
no es adivinanza…
—Una cosa que yo soy y sólo…
—Una cosa que tiene que ver con el «Comité de Defensa contra el Comunismo».
A Tamagás se le fue la lengua y por más que se la buscaba no la sentía y cuando se la encontró era como de trapo.
—¡Sólo esto, señor Estanislao, sólo esto… trabajaremos juntos dentro del Comité!
—¿Juntos?… —alcanzó por proferir Tamagás que entendía la intención del calabrés.
—¡
Eco, eco
, trabajaremos juntos dentro de Comité! Cada
giorno
¿eh?, cada día, su merced me dará copia escrita o
di
memoria de las personas denunciadas que la policía debe capturar.
—¿Para qué, Benujón?
—¡El porqué es cosa mía… a
rivederlo
!
Y se levantó del sofá que ocupaba con sus ropas de trabajo, sucias de tierra y aceite, yendo hacia el patio a pasos largos, ni siquiera se había quitado el sombrero, y después se oyó desprenderse el cuerpo tras la pared medianera, recibido por el amistoso ladrar de sus perros.
Temerá que lo denuncien fue lo primero que pensó Tamagás al verlo salir y quedar solo, y por eso quiere que yo le proporcione diariamente las listas de los acusados por comunistas o sospechosos de tener ideas rojas, ya que en esa forma, estando sobre aviso podrá escapar a tiempo… ¡Bandido, no sólo fugado de la Isla del Diablo, sino comunista!
Se arrebató el pañuelo del bolsillo cercano a la solapa por hacer algo con las manos que al irse el hortalicero le sobraban, igual que la intención de ahorcarlo que le paseó por los dedos y que no cuajó más por cálculo que por cobardía, pues, mientras hablaba le estuvo midiendo el grosor de las muñecas y comprendió que en ese terreno iba perdido. Se quedó con hambre de pescuezo de italiano. Nadie, fuera de los miembros del Comité, conocía su secreto. Nadie. Nadie.
No supo si sonarse o enjugarse el sudor del disgusto, la sal gruesa que le bañaba la cara, al encontrar el pañuelo en las manos que le seguían sobrando. Lo de las listas no tenía importancia. El día que el tal Tizonelli apareciera en una de ellas se escaparía y asunto concluido. Una simple y cochina operación de trueque, en la que, mirándolo bien, él salía ganando, al librarse con el silencio de aquella alimaña de hortaliza, de la acusación de haber dado muerte a… a… a un animalito… Hasta muy tarde dijo el Papa que los indios eran gentes y no bestias de las que se podía disponer y se seguía disponiendo. Él dispuso de Natividad Quintuche, como de chico, durante las vacaciones, de más de una gallina, y por eso, qué importancia tenía lo de la pequeña, ninguna, ni lo de las listas, ante la gravedad de que hubiera un ser vivo, vecino suyo para ajuste de penas, que conociera el secreto de su sagrado ministerio, en el «Comité de Defensa contra el Comunismo». Pero, si sería estúpido, el que Tizonelli poseyera aquel dato no impedía que lo pudiera acusar de rojo, sin sorpresa para los que le conocían, dada la fama que tenía en el vecindario de ateo, anarquista y dueño de una blusa garibaldina que fue de uno de sus abuelos, preciosa historia con la que trataba de ocultar su comunismo. ¿Qué más prueba que aquella camisola roja? Lo tenía en las manos. Por menos se habían deshecho de sus enemigos otros miembros del Comité. Lo sepultaría en una mazmorra, incomunicado hasta la eternidad, o lo extrañaría del país. Aunque… se mordió el pensamiento con esa palabra de mandíbulas dentadas… tratándose de un extranjero, no era fácil, intervendría el cónsul, saltarían los italianos, sus compatriotas, que son tan alharaquientos y se descubriría que él había dado muerte a la pequeña Natividad Quintuche. Se enjugó el sudor. Hasta ahí todo le iba saliendo tan bien. La vecinita oficiosa informándole a los compadres que él no estaba en casa, su escapatoria por la tapia, la vuelta a su negocio, el Diablo echado de colmillos y narices sobre la víctima, la credulidad supersticiosa de los compadres que le permitió lo más difícil, deshacerse del cuerpo del delito… El crimen perfecto si lograba suprimir al calabrés que a los gritos de la pequeña, debió saltar la tapia para auxiliarla y se encontró con lo que menos esperaba. Si a tiempo hubiera sembrado de vidrios la pared, Benujón no se cuela tan campante, pero tampoco él hubiera podido salir. Todo tiene dos filos en la vida. Lo descubrió con la indita y se quedó oculto, hay tanto dónde esconderse en una casa de disfraces y trebejos, espiándolo mientras él a su vez espiaba por el ojo de la llave a los compadres mientras se sacudía la ropa en su cuarto y hasta ahora recordaba que cuando saltó no ladraron ni se le vinieron encima los enormes perros orejones con que cuidaba la hortaliza de los ladrones, nunca falta gente que vive de verduritas, cuando las verduritas son ajenas. Lo de los perros era misterioso, pero hasta en eso había tenido suerte. Si ladran los cancerberos se descubre su fuga y si se tira lo despedazan. Lo favoreció que no estuviera la jauría. El que siempre fue solo para no tener testigos, ni espías, ni fiscales. Desde que murió su padre, de quien heredó el negocio, no supo su casa de otro ser viviente, fuera de la clientela, que una criada vieja, ser casi de cartón, casi de trapo que venía dos veces por semana a limpiar la sala y su cuarto. Por lo demás él se lo hacía todo. La comida la recibía en un portaviandas. Ni visitas ni amigos. Solo. Fue lo que le valió para que lo llamaran a integrar el Comité, el ser solo, el no tener más compañía que la involuntaria de ratas, ratones, cucarachas, arañas y alacranes, ya que él no alimentaba perros ni gatos, no se daba el lujo de la mujer propia, mientras hubiera mujeres que se alquilaban como disfraces, ni gastaba en copas ni cigarrillos. Mas de qué le sirvió guardar, defender tan celosamente su soledad de eremita, si cuando debió estar más a solas apareció el calabrés. Se sonó antes de guardarse el pañuelo y salió hacia la galería. Necesitaba hablar con alguien y con el único que podía desahogarse era con Carne Cruda. Si los enamorados hablan a los retratos y las gentes sencillas a los santos, qué de extraño que él le hablara al Demonio. Lo contempló nervioso, sin poder frenar el tic de su párpado.
—Yo estuve presente… —parecía decirle Carne Cruda.
Le dio la espalda. No era eso lo que él buscaba. Para testigo ya tenía bastante con Tizonelli.
—Regresa —oyó que le llamaba Carne Cruda—, no me has dejado concluir la frase… te decía que ¡YO! estuve presente en todos los procesos de la Inquisición y te puedo aconsejar.
—¡Dios te lo pague, Carne… —se oyó contestándole sin mover los labios—, pero me aconseja el Padre Berenice que también forma parte del Comité!
—¡Si es así me capo las ganas de aconsejarte, ese Padrecito se las trae!
—¡Pero eso no quiere decir que desprecie tus consejos, no te amostaces! —se oyó hablando con la boca cerrada—, aunque allí en el Comité, el que en verdad lo resuelve todo es el Incógnito, un encapuchado que ni nosotros conocemos, nunca le hemos visto la cara, nunca le hemos oído la voz, por las manos se ve que es un hombre sumamente blanco, acciona como un perfecto artista de cine mudo y como tiene doble voto a él le queda la última palabra que no pronuncia, sino da a entender subiendo o bajando el pulgar, como los romanos en el circo.
—¡Ya lo sabía! —exclamó Carne Cruda.
—¿Lo conoces? —acercóse al muñecón de cuernos amarillos, ojos verdes y colmillos blancos, su precioso cómplice.
—Mejor que él mismo…
—¡Dime entonces quién es! ¡Dímelo, Carne Cruda! ¡Dime! ¡Dime quién es ese encapuchado personaje que preside el Comité!
—¿No crees que es alguien que está cerca de aquí?
—¿Qué?… —saltó Tamagás a esconderse tras los faldones del Diablo—. Si es así estoy perdido, pero no, no puede ser, por eso no habla, para que no le oigamos acento extranjero, por eso no escribe, porque no sabe español, y por eso sabía que yo era miembro del Comité, aunque de ser así, ¿para qué me iba a pedir las listas si él las conocía mejor que yo?, ¿para tenerme agarrado?…
Una risotada lo hizo huir. ¿Quién se reía?…
No era Tizonelli… no era el Diablo… era él que se carcajeaba de haber creído por un momento que el encapuchado podía ser el calabrés.
El italiano trabajaba de noche un poco al tacto y un poco a la luz de un farol cuya palidez no alcanzaba a iluminar los rostros aún más pálidos de los parientes de los denunciados a quienes mandaba a llamar y daba la noticia de que iban a ser presos si no escapaban a tiempo. Entre arriates de verdurita iba y venía el farolito cuidando también de las legumbres humanas.
Otras noches lo acompañaba el cielo. Inmensos astros, dorados astros rutilantes, pedazos de fuego del azur dormido a sus espaldas curvadas sobre la tierra hediendo al estiércol del abono, mal olor que él borraba o empeoraba con el humo de su cachimba, fumaba un tabaco que apestaba a diablo, o peéndose estrepitosamente como buen comedor que era de repollo y nabos crudos. De vez en vez, en lo mejor de la faena, levantaba los ojos para indagar si andaba el rehilete de la bomba de agua que giraba a oscuras con el susurro de un ciego que pide limosnas al viento para trocar su soplo hilado o retaceado en redondas monedas de agua anillada al remover el pozo, agua que llenaba los depósitos, de donde, siempre con sonido del líquido amonedado, bajaba por tuberías a las tomas de riego y de las tomas a los sembrados y de los sembrados al mercado, y del mercado a sus bolsillos en forma de dinero, de monedas que conservaban su sonido de agua. Estrellas, faenas, encadenamientos sutiles que turbaban sus manotazos al espantarse los mosquitos, la planta de su bota sobre un gusano o el golpe con la azada a la lombriz de tierra multiplicada en agonía de eses enloquecidas, a los cascarudos de difícil despene, o la rabieta, acompañada de seculares blasfemias, contra la gallina ciega, tan imagen de la muerte en su apariencia de estar dormida. Pero disgustos, cóleras, cansancio, todo le pasaba en las almácigas, contemplando los transplantes o viendo sus plantas ya derechitas en los arriates, ora casacas de color oscuro con botonaduras de eolitos de Bruselas, ora las grandes coles maternales, esponjosas, echadas como gallinas, ora los repollos machos, más altos y más gallos, ora el atropello sanguinolento de las hojas de la remolacha, o las puntillas de brisa verde de las hojas de las zanahorias, o las lechugas formadas con las lenguas del espíritu santo verde, caídas del cielo, o los chilares de bravísima respiración cegante. Se mojó los calcañales por dejar el farol e ir a oscuras en busca de un trabajito para salvar alguna legumbre humana. Desde que Tamagás empezó a pasarle las listas de los denunciados ante el Comité que la policía debía capturar, Tizonelli trabajaba de noche, con gran escándalo de la mayor de sus hijas, todos los demás eran casados y vivían cada cual con su cada cual y los puños de nietos en sus casas y gran escándalo de su mujer a quien el hueco del
suo marito
en la cama le adelantaba una viudedad
molto gelata
.
—¡Dios se lo pague!… ¡Dios se lo premie!… ¡Dios se lo ha de devolver!… —con estas palabras sencillas llegaban a agradecerle mujeres que parecían venir desde el principio del mundo chapoteando lagunas de llanto—. Sí, señor Tizonelli, gracias a su favor lo sacamos a tiempo y cuando llegó la policía ya no estaba… registraron la casa a falta de arrancar los ladrillos… ¡Cómo pagarle, señor Tizonelli!
El calabrés rehuía los agradecimientos moviendo la cabeza de un lado a otro, vagos los ojitos de posta de escopeta, ligeramente verdes, plomizos, apretados los dientes para morder la cachimba con un movimiento de músculos que se le regaban en manada de leones de los parietales a las mandíbulas. Hueso, pellejo, músculo y bravura de nieto de un voluntario de Garibaldi, cuya blusa roja guardaba.
Y así pasaba las noches, yendo y viniendo con su farolito, bajo cielos de astros que presidían la diaria fragmentación del hombre, de las familias, de los pueblos, de las ciudades. El objeto es perseguirse. Se persiguen como si nunca hubieran soñado, se decía Tizonelli, los que tienen pesadillas realizan sus persecuciones dormidos, apuñalan, muerden, ahorcan, destruyen, trituran…
Pero algunas noches se hundían en su espalda los dedos del risa reída, del llanto llorado, del sinvergüenza de Tamagás. Le venía a ver, soslayando peligros, al amparo de las sombras, y le encontraba sembrando sus verduras y con su consabido grito de ¡Viva Garibaldi!…
—¡Es un crimen, crimen de lesa patria, crimen de lesa humanidad, lo que estamos haciendo, Tizonelli, dejando ir a tanto comunista bandido!
—¡Crimen de leso dólar, Tamagás! —le contestaba Tizonelli—, porque ninguna de esas personas son de ese partido y…
—¡Hoy, hoy es el último día —se ahogaba don Estanislao al formular la amenaza—, el último día, advertido, ¿eh?, porque no puedo más, ésta es la última lista de denuncias que te entrego!
—Y hoy el último día de libertad de su merced. Cuando me dio la primera lista, fue su último día de libertad.
—¿Por qué, Tizonelli?
—Porque me la dio por escrito. ¡Tanto mejor, dije yo, este hombre ya está en mis manos! Me la da de memoria y entonces no tengo cómo acusarlo, no tengo pruebas, don Estanislao Tamagás.
Ahora, si no cumple tendrá que responder del delito de violación, estupro, asesinato de la
piccola
Natividad Quintuche, y de deslealtad e infidencias al
Comitato
de Defensa…
—¡Tizonelli!… —le postró la cara pavorida, suplicante, a la luz de las estrellas, a falta de caerse, sin saber ya ni dónde ponía los pies.
—¡Tamagás…, su merced ha perdido la cabeza! ¡Cómo pretende no cumplir su palabra!
—¡Tizonelli, lo he perdido todo, no sólo la cabeza! Entre los miembros del Comité nos miramos en una forma tan aflictiva, queriéndonos penetrar uno al otro, adivinarnos los pensamientos, succionarnos los registros mentales, para descubrir quién de todos es el que está faltando al secreto jurado sobre los Evangelios, la Cruz y la Espada del Coronel! ¡Cunde la desconfianza, Tizonelli!