Read Week-end en Guatemala Online

Authors: Miguel Ángel Asturias

Tags: #Cuento, Relato,

Week-end en Guatemala (29 page)

BOOK: Week-end en Guatemala
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Febril, ligero de pasos a pesar de los años y las almorranas, saltándole el párpado del ojo izquierdo como si tocaran a rebato, sin pausa el corazón, arrancó el sombrero y el bastón de la percha y ya iba hacia la pared medianera para saltar como cuando Natividad Quintuche, pero rectificó sus pasos y por la puerta que cerró con dos vueltas de llave, dejaba el dinero sin guardar, causa de ese diablo crudo, marchó hacia la sede secreta del Comité, donde el Padre Berenice abría por las tardes los sobres de las denuncias, en su mayoría anónimas, trabajo que realizaba con el cuidado con que una actriz vieja se maquilla, encerrado en un cuartito que era algo así como su camerino.

—¡Confesión!… ¡Confesión!… —entró gritando Tamagás.

Al Padre Berenice se le fue la sangre de la cara, más pálido que pálido contra la sombra de su barba azul mal destroncada ese día, conmovido hasta los talones de los pies encerrados en su zapatos de piel de becerra. Lo que siempre sospechó le iba a ser revelado: el infidente, el perjuro en el Comité, el Judas Iscariote, el que proporcionaba las listas de los sospechosos que debía capturar la policía, estaba a sus pies.

Echóse hacia atrás separándose de la mesa en que estaba acodado leyendo y ordenando las denuncias, técnico y gran espulgador de anónimos, recogióse la sotana como si le dieran asco las rodillas del penitente, y se preparó a escuchar la confesión.

Los labios del alquilador de disfraces apenas lograron formar los vocablos del «Yo pecador»… El Padre Berenice, ya en su papel de confesor, no obstante la repugnancia que le inspiraba aquel individuo, revelador de los secretos del Comité, le puso la mano en el hombro y le paladeó al oído:

—Cálmese, hijito.

La decisión de Tamagás era simple: vomitarle al confesor que había violado y matado a Natividad Quintuche y la forma en que había burlado a la justicia; pero ya cuando olió la sotana y olió al Padre en su fuerte sudor humano, le confesó que no tenía paz ni reposo desde que en su casa ocurrió un hecho extraño, creíble sólo porque él lo había visto. Unos compadres llegaron a sus «alquileres» para la «Fiesta de Morenos», acompañados de una indiecita que se quedó dormida en su negocio. Ni los compadres ni él que salió tras ellos por un asunto del Comité, se dieron cuenta; pero vuelto él de la calle, se encuentra a los compadres esperándolo a la puerta, entran y qué descubre, a la pequeña de ocho años de edad, muerta, violada por el Diablo que, cuando ellos entraron, aún estaba sobre ella, convertido en una simple máscara y un disfraz demoníaco. Convencí a los compadres, devolviéndoles el dinero que me habían pagado por los «alquileres», que no dijeran nada, que se la llevaran a su pueblo y la enterraran, que todo quedara entre nosotros, temeroso de que al calor del escándalo fuera a descubrirse que yo era miembro del Comité y esta santa institución sufriera algún desmedro en su autoridad.

—Pero se da el caso —terminó Tamagás, el párpado ya no saltaba, ametrallaba— que ahora que se han alquilado todos los disfraces para el Torotumbo, el único mamarracho que no se alquila es el de ese mismo Diablo, y no porque no lo quieran, se lo prueban, pero a los gordos les queda angosto, holgadísimo a los flacos, corto a los altos, largo a los bajos…

—¿Y es el disfraz del que violó a la pequeña el que se encoge y se estira, se agranda y se achica, imagen del malvado instrumento de su crimen?

—Sí, padre…

—¿Y fue una indiecita la víctima propiciatoria?

—Sí, padre…

Terminada la retahíla de culpas menores que el penitente suelta al final de la confesión, no sabiendo de dónde arrancarse más pecados, el Padre Berenice, con reserva expresa de la absolución, le invitó a conversar particularmente del asunto, ayudándolo a levantarse, pues Tamagás seguía postrado, curvado, yerto bajo el peso de la traición de su amigo que ya bastante castigo tenía con ser el Rebelde, para que viniera él, ingratitud de las ingratitudes, a cambio del servicio que le hizo, a acusarlo ante el tribunal de Dios, de violador y asesino. Le crujieron las rodillas al ponerse de pie y sentarse de lado por las almorrabiosas en la silla que le ofrecía el sacerdote.

—Nada sucede sin los designios de la Providencia, don Estanislao, y su arrepentimiento, aunque tardío, de ocultar un hecho diabólico que tiene sus antecedentes en los íncubos y súcubos, permitirá al «Comité de Defensa contra el Comunismo», un gran acto expiatorio… —paladeó la palabra antes de preguntar a Tamagás si el muñeco era rojo.

—Sí, padre, rojo…

—¿Rojo, rojo, rojo? —insistió removiéndose en la silla.

—Sí, padre, rojo, rojo…

—La mano de Dios lo dispone todo. Nos daremos el lujo de quemar al Diablo…

—Pero, padre —interrumpió Tamagás—, ésa no seria ninguna novedad. Año con año queman al Diablo en la Plazuela de Santo Domingo, y si se hace público, para qué guardé el secreto tanto tiempo.

—No me ha dejado explicarme. No se trata de quemar un Diablo de cohetería, sino la quema del Diablo Rojo, del que pone en la mano del terrorista la bomba, del que dinamita los edificios, descarrila trenes, inventa huelgas, subvierte el orden, el mismo que entre nosotros violó y ensangrentó a una indiecita… que… ¿quién era?… ¿quién es, don Estanislao, esa indiecita?… recapacite, reflexione, piense un poco a quién estamos defendiendo nosotros y verá en seguida que esa indiecita era la Patria violada y ensangrentada por el Comunismo…

—Sí, si, la Patria… —repitió Tamagás, no muy convencido de lo que oía, resistiéndose a pasar de violador de una indiecita que fue para él como una gallina más, a violador de su adorada Patria.

—Y si es así —siguió el sacerdote—, autorizado por usted puede el Comité celebrar secretamente en su casa, para que no se haga público, un auto de fe en el que entregaremos al fuego purificador, la terrible encarnación demoníaca del comunismo que violó y ensangrentó a nuestra pequeña india casi ante los ojos de uno de los miembros del Comité, y en su casa para mayor escarnio. Déjelo todo por mi cuenta, don Estanislao. Invitaremos a las altas autoridades de la Iglesia y el Gobierno y al Nuncio Apostólico para que nos honren con su presencia, ya que en esta forma, en efigie, basándonos en un hecho cierto que configura un símbolo, entregaremos a las llamas al comunismo violador de nuestra Patria.

Tamagás no tuvo valor de volver a su casa en seguida, deambuló por las calles, y al llegar, ya muy noche, refundióse en su cuarto cerrada la puerta con llaves y trancas. En algún lugar cerca de allí pendía del techo, colgado de la nuca, Carne Cruda, con sus ojos verdes, sus cuernos amarillos, sus dientes blancos rieles de los ferrocarriles de la luna, y el pelo grifo.

Despertó al día siguiente ya entrada la mañana. Se había quedado vestido, tirado en la cama. La luz del sol y los ruidos de la calle, por donde pasaban turbas vocingleras y músicas al encuentro del Torotumbo, le animaron a salir de su cuarto, era ridículo estar bajo llave y atrancado en su propia casa, cuando si Carne Cruda, Carne Cruda, ¡Dios mío con sus equivocaciones!, hubiera querido le pide cuentas anoche mismo, y lo único que le quedaba, en todo caso, era ir y prevenirle que pesaba sobre él la amenaza de ser lanzado… ja… ja… ja…, reía, a las pobres llamas del Padre Berenice, que en manera alguna podrían amedrentar al que se tostaba en los fuegos del infierno… ja… ja… Se lo contaré a Tizonelli… no… no… ¡Dios guarde!… pero a quién otro se lo podía contar…

Nadando su lengua contra una babosidad helada que le llenaba la boca, al solo asomar el italiano, a quien llamó a gritos a través de la tapia, le refirió que el Padre Berenice preparaba un gran auto de fe, en el cual quemarían a Carne Cruda, encarnación diabólica del comunismo, violador de la pequeña…

—¿De la
poverella
? —interrumpió Tizonelli.

—¡Qué
poverella
! —gritó Tamagás—. Eso vimos, Tizonelli, pero no fue ella la violada, sino la Patria…

El Diablo Rojo violó a…

—Pero se olvida, don Estanislao, que el verdadero violador no ha sido el Diablo, sino su merced…

—¡A la indita, sí, yo… —gritó contrariado—, yo, yo… ¿quieres que te lo repita más?, pero a la Patria fue Carne Cruda, el Diablo Rojo del Comunismo! Una cosa trajo otra, yo era miembro del Comité y por eso fui tentado, sucumbí a mis deseos y encarné en la realidad del símbolo a la bestia cruda saciando sus instintos en la pequeña Patria, en la indiecita descalza…

—¡No comprendo! ¡No comprendo
niente
! —se agarraba Tizonelli la cabeza.

—¡Ya comprenderás! ¡Ya comprenderás! El auto de fe será aquí en la casa…

—¿Aquí?… —Tizonelli se soltó la cabeza.

—Sí, aquí, qué de extraño tiene, y asistirán, además de mis colegas del Comité, el señor Arzobispo, el Nuncio de su Santidad, y el Presidente
Libereitor
de la República.

El calabrés se puso de pie. Se buscaba en los bolsillos la cachimba.

—¿Por qué tan pronto, Tizonelli?

—Tengo que hacer, tengo que respirar… su merced me está diciendo tales cosas…

El Torotumbo entraría en la capital por la puerta de los volcanes, hoy sólo simulada algunas veces por nubes bajas y coloridas que formaban marco a las altas moles de diamante negro coronadas y de dormidas faldas de esmeralda. Su impulso era mayor a medida que se aproximaba a la ciudad, donde tendría culminación esplendorosa lo que empezó siendo un baile de exorcismo para librar a los pueblos del castigo que les esperaba por la virgen que violó el Diablo y voló al cielo a quejarse con Dios. Pero no eran sólo los bailarines y los músicos los que se acercaban a la ciudad, sino todo lo que avanzaba con ellos. Las aldeas en marcha portando comestibles en bateas grandes y hondas como naves indígenas. Los árboles sacudidos por las manos del viento dejando caer sus frutos para refrescar a los danzarines. Los tunales en punta de espina y de noche las estrellas en las puntitas de sus rayos espinando a los que dormían para que siguieran bailando, convertidos en engrudos semimuertos, en seres ondulantes, casi de agua cruda, con mudez de tierra pávida, pero siempre en movimiento, avanzando al compás de una música que los ponía fuera del tiempo, tambores, marimbas, chirimías y troncos ahuecados con el sonido del tun, tun, del Torotumbo…

Pero también avanzaban con los bailarines palomas, y culebras, y pájaros que iban saltando al tun, tun del torotún, del torotún… Otros llevaban loros, pericos, patos, chompipes, gallos, gallinas, y otros, monitos blancos y ardillas, y otros, guacamayos brillantes y todos, no sólo su andar, sus pies, sino sus perros, cientos, miles de perros de todas las aldeas andando con ellos, como sus pies, como sus pasos. Y con ellos, sus dichos, sus lenguas, sus juegos, pólvoras, gracejos, pantomimas, colas de zorras, para latiguear al Diablo, y testuces de toros hasta desaparecer en el sueño, de toros torotumbos, de toros toronegros, de toros toroblancos.

Tamagás, acorralado en su casa, poco sabía de la grandiosidad con que la capital, llevando disfraces de militares, eclesiásticos y burgueses, se preparaba a recibir al Torotumbo. Los había de adelantados y frailes, virreyes y tenientes para ahorcar, jesuitas y arcabuceros, astrólogos y navegantes. Toda la catolicísima y muy noble y muy leal ciudad de los caballeros con sus caballeros y sus damas encorsetadas desde abajo de las islillas hasta el huesito sus damiselas y sus infantes, sin faltar el hormiguero de disfraces, togas, birretes y hopalandas, pelucas próceres junto a casacas de montonera y prefulgentes lilas obispales junto a desnudos torsos de piratas.

El alquilador de disfraces se la pasaba de su cuarto a la tapia del fondo gritando a Tizonelli. Le llamaba a todas horas para que le viniera a hacer compañía. Varias veces, tras el tic-tic-tic telegráfico de su párpado, quedó su ojo izquierdo vuelto hacia donde Carne Cruda se hamacaba colgado de la nuca. No se decidía, pero ya sólo le faltaba materializar su arrepentimiento, echarse de rodillas, como se había echado sobre la pobre Natividad Quintuche, allí mismo, como se había echado ante el confesor y como iba ahora caminando hacia los pies de su demonio, de rodillas, de rodillas.

—¡Perdón! ¡Perdón! ¡Perdón, Carne Cruda… por salvarme yo, por salvarme yo!…

Y se agobió por tierra, rascando en el suelo las uñas cascarudas, bajo la muda carcajada de la máscara diabólica, fascinado por sus ojos verdes, verdefuego, con dos redondos huecos al centro, largos bucles rojos cayéndole de la cabeza, como fuego derretido en tirabuzones, las orejas relumbrantes de papel de espejo, los cuernos amarillos, y los colmillos blancos, como rieles de los ferrocarriles de la luna.

—¡Hermoso! ¡Hermoso! ¡Hermoso!… —le adulaba, arrodillado, implorante—. ¡Tú me salvaste y yo te entregué! ¡Tú, demonio, me salvaste, y yo, hombre, te entregaré! ¡Tú me guardabas y yo te traicioné! ¡No, no fue ésa mi intención, Tizonelli… digo Carne Cruda —rió de su estúpida equivocación—, pues sabes, como demonio que eres, que mi intención al arrodillarme ante el Padre Berenice fue confesar mi delito, pero ya de rodillas, tú lo sabes mejor que yo, me corrió sudor de hielo por la espalda y en el desatiento no encontré más salida que acusarte a ti, mi amigo, mi amparo, mi sostén! ¡Te traicioné, te traicioné!, pero no ignoras, Carne, no ignoras que ya la traición es como nuestra propia vida, nuestra nueva manera de ser, y lo traicionamos todo, todo, nos traicionamos a nosotros mismos, la tierra donde nacimos, lo que somos, lo que aprendimos, y hasta lo que defendemos, ja… ja… ja…

—Don Estanislao… —se oyó el vozarrón de Tizonelli, que sin duda se preparaba a saltar la tapia.

Se levantó de bajo la figura de Carne Cruda y sacudiéndose las rodillas fue a la sala a esperarlo.

—Don Estanislao, perdone que lo interrumpa, vengo con una gran imprudencia, necesito una recomendación de su merced para que me den o me vendan…

—¡Huy! ¡Huy!, ésa es palabra mayor… —respingó Tamagás, después de oír a Benujón acercársele a la oreja a soplarle la palabra «dinamita».

—Tengo a uno de mis hijos con el trabajo parado, pues con esto de las fiestas no ha podido conseguir. Es ése mi muchacho que se dedica a sacar piedra en San Buenaventura.

—Pero yo no conozco a nadie…

—La recomendación es para un empleado de caminos que lo conoce a usted y que está dispuesto a suplirle a mi hijo unas cuantas candelas, si me hace el favor de darme una cartita.

—Bueno, si es así…

—¿Y para cuándo la quema secreta del señor Carne Cruda? —preguntó Tizonelli, sin mostrar mayor interés por seguir la conversación.

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