Read Week-end en Guatemala Online

Authors: Miguel Ángel Asturias

Tags: #Cuento, Relato,

Week-end en Guatemala (26 page)

BOOK: Week-end en Guatemala
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Precipitadamente se volvió a su cuarto. Poner orden en su persona era lo primero. En uno de los cajones, al cerrarlo, buscando ropa, se prensó una mano. Por poco se quiebra los dedos que se llevó instintivamente a la boca para chuparse el dolor. Conservaba en las uñas el olor de la pequeña. Sin zapatos, en medias para no hacer ruido, volvió de nuevo hasta la puerta. Miró por el ojo de la llave y allí estaban los compadres esperándolo, inmóviles, silenciosos, con los enormes bultos de las cosas que le habían alquilado. Por poco estornuda. Casi estornudó. Tuvo que llevarse la mano a la nariz, apretársela con todo y la boca y correr al cuarto. Eso le pasaba por andar sin zapatos. Se podía resfriar y los resfríos son las puertas de las pulmonías. Se dejó la camisa. Después de un estornudo es malo darse aire. Y sólo tenía unos abollones en la pechera almidonada. ¿Temor? ¿A quién podía temer él? Siguió cepillándose la ropa. Dueño absoluto de su casa, recinto sagrado, propiedad inviolable, si no quería no abría, aunque botaran la puerta a toquidos, y si se le daba la gana cavaba un agujero en el patio, no más grande que el indispensable para transplantar un rosal, enterraba a la pequeña, y les informaba a los compadres que allí en su casa no se había quedado, que la fueran a buscar a otra parte… Y más aún, si le daba la gana, cavada la sepultura, podía enterrarla vestida de Rey, de Arcángel, de General, de Obispo, que para eso disponía de los disfraces de todos los personajes que pueden echar tierra y olvido sobre sus víctimas, sin dejar de ser personajes, y… y… y… para eso era… ni en pensamiento decirlo… oyen los huesos… y los huesos hacen ruidos que son su forma de relacionarse con otras personas… los que se aman, los que se odian, cuando están cerca, se hablan con las articulaciones… sí… sí… ni en pensamiento decirlo, para que no lo oyeran sus huesos, pero entonces, cómo pensar, sin pensar, que era miembro del «Comité de Defensa contra el Comunismo», y que esto lo ponía a cubierto de cualquier investigación de la policía en su casa.

Recogió el sombrero y el bastón de la percha y a no perder tiempo, a salvarse por el camino que le dio la vecinita cuando informó a los compadres que seguían allí sentados, inmóviles, silenciosos, junto a los grandes bultos de cosas alquiladas para la fiesta patronal, que el señor no estaba, que ella lo había visto salir.

Atrás de su casa, cruzando un patiecito, se alzaba una pared de poca altura que caía a una hortaliza sembrada en terrenos que daban a las faldas del cerro del Carmen, predios anegadizos y con un turbio olor a aguas negras. La escaló, contando no ser visto por el propietario de la hortaliza, un italiano que a esa hora dormiría la siesta a pierna suelta, y fue a salir por detrás del templo de la Candelaria, de donde enfiló por la calle de su casa, igual que si volviera de hacer algún mandadito. Saludaba a vecinos, artesanía, vicio y harapo, que otras veces ni se dignaba alzar a ver. Convenía que se dieran cuenta de su regreso a casa. Divisó las formas blancas de los compadres frente a su puerta y estuvo a punto de volverse, de salir corriendo, asaltado por un malestar físico, ahogo, sudor, mareo. Se sobrepuso. Apretó sus hemorroides de higo. Lo único que le saltaba independiente, era el párpado. Cualquier debilidad de su carne, un soldado lo que más necesita es presencia de ánimo, perjudicaría grandemente la causa del «Comité de Defensa contra el Comunismo», del cual formaba parte, y aunque ninguno lo supiera ni lo sospechase siquiera, a la hora de un escándalo judicial por infanticidio, violación y estupro, podría revelarse aquel dato en desmedro del más alto tribunal de la república, defensa y amparo de la Patria, la Familia y la Santa Religión. Se sobrepuso y lo serenó la actitud de los compadres que se acercaban a saludarlo con el sombrero en la mano, baja la cabeza, comunicándole la pena de haber extraviado en algún lugar, no sabían dónde, a la pequeña Natividad Quintuche. Venían a preguntarle si por un favor de Dios no se había quedado allí en su casa, que se hubiera dormido mientras trataban el alquiler de todo lo que iba en los dos bultos que los acompañaban.

—Ya la buscamos en la cohetería donde mercamos los cohetes y las bombas para la fiesta —dijo Melchor Natayá, el padrino.

—Y en el depósito donde dejamos pago el aguardiente y la cerveza —agregó con la voz baja y ansiosa el padre, Sabino Quintuche.

—Tampoco la hallamos donde el Maistro de Capilla, que nos va a poner la orquesta —suspiró al decir Natayá.

—Ni en la cerería donde compramos las ceras blancas para el altar —se oyó la voz afligida de Quintuche.

El señor Estanislao les dijo, ya con la llave de la puerta en la mano, disponiéndose a abrir:

—No sabría contestarles si se quedó aquí encerrada, porque saliendo usted y saliendo yo. Ah, pero si se quedó aquí en mi casa tengan la certeza que no le ha pasado nada. Por de pronto, nadie pudo entrar ni salir en mi ausencia, pues sólo yo tengo llave… —e hizo girar en la cerradura una verdadera herramienta y con la rodilla, aún la tenía dolorida, empujó la pesada hoja de la puerta de cedro.

—Pasen… pasen… —les franqueó el umbral hablando en voz alta a fin de que los vecinos, que estarían espiando tras las puertas y ventanas, se dieran cuenta que volvía de la calle, y ya adentro, cerrada la puerta, bajó la voz al hacer esta reflexión—: Me temo que no se haya quedado aquí, ya estaría gritando, no es para menos una criaturita sola encerrada en un caserón entre tanto horrible disfraz, horribles de verdad, porque aunque los hay muy bellos, los humanos que por naturaleza somos mal inclinados nos dejamos ganar por lo deforme, por los cuernos y colmillos de los demonios, las feroces y lascivas máscaras de los moros, y las risotadas mudas de los esqueletos que alquilo para las procesiones de Viernes Santo.

—Sólo que tal vez se haya quedado dormida… —sonajeó la voz esperanzada de Quintuche, sin más apoyo en su desconsuelo y aflicción que la cara del compadre que participaba de la misma creencia: tal vez se quedó dormida…

—Dormida… —se repitió mentalmente don Estanislao; le pesaban los pies, se le paraba la sangre, mientras les decía amablemente—: Pasen, pasen, busquen, por mí no se detengan, yo me voy a lavar las manos, siempre que vengo de la calle… (por poco dice del «Comité», tan ofuscado estaba), hago como Poncio Pilatos…

Los compadres se quedaron mirando sin comprender, Sabino Quintuche con la cara arrugada como pepita de durazno, el pelo lacio, los ojos de chino, y Natayá, más joven, ambos vestidos de blanco, pantalón y camisola, los sombreros de hilama también blanca, en los dedos largos y delgados, y buen cuidado tuvo aquél de dirigirse hacia su cuarto, al lado contrario del lugar en que yacía el cuerpecito violado de Natividad Quintuche bajo el Diablo de Carne Cruda.

Todavía se volvió a señalarles el camino con ademanes corteses:

—¡Vayan! ¡Vayan por esa galería! ¡Registren bien… háganme el favor, tal vez se durmió, tal vez se durmió por allí!

Quintuche adelantóse seguido de su compadre. Procuraban no turbar el silencio de tantas cosas de su creencia allí guardadas: soles, lunas, estrellas, de su creencia de antes y de su creencia de ahora: cruces, espinas, puñales, acobardados por el temor de todo lo que aquel mundo de artificiosidades se prestaba a la brujería, y por darse ánimo hablaron:

—Si no está aquí hay que dar parte a la policía, no sea que le haya pasado algo… —dijo el padrino.

—El amuleto de jade perejil que llevaba en las muñequitas, me está llamando aquí —contestó Quintuche, y luego con la voz más apagada amalayó—; No sé por qué la trajimos, por qué no la dejamos con su nana…

Iban entre objetos de guerra: espadas, armaduras, lanzas, arcos, flechas, tambores, penachos de plumas verdes, corseletes, broqueles, yelmos, lorigas, orejeras con cascabeles, pelucas de largos bucles rojos y rubios, calzones de terciopelo, sombreros de tres picos, chaquetas con flecos y cordones dorados, todo lo del «Baile de la Conquista».

De un lado a otro iban los compadres buscando. No les alcanzaban los ojos para ver tanta preciosidad: casacas de zagales, coronas, mantos y cetros de Reyes Magos, cayados y sombreritos de pastores, un jumento de rígidas orejas que en la Huida de Egipto era mula y el Domingo de Ramos, asna, y la cabezota de un decapitado que su propia sangre en borbotón de lacre pegaba a un plato de cartón plateado, aparecido que los empujó hacia una claraboya por un encallejonamiento en que el grito se ahogó en sus gargantas, agarrado uno del otro para sostenerse ante el despojo ensangrentado de Natividad Quimuche cubierta por un enorme demonio.

—¡El Diablo! ¡El Diablo!… —se volvieron gritando—. ¡El Diablo! ¡El Diablo!

El señor Estanislao se resistía a acompañarlos pidiendo que le explicaran qué era lo que ocurría, pero no había palabras y sin más explicación que la prisa por salvar el cadavercito, lo arrastraron de los brazos hasta el rincón en que yacía la infeliz criatura.

El alquilador de disfraces bascoso, sudoriento, se cubrió la cara con las manos convulsas.

—¡No quiero ver! ¡No quiero ver!… —barbulló—. ¡Los únicos responsables son ustedes, desdichados! ¡Qué clase de padre! ¡Qué clase de padrino! ¡Borrachos…, desde que vinieron la primera vez les sentí el aliento aguardentoso… muy lindo, muy lindo lo que han hecho, arruinarme el negocio, porque ustedes se van a ir a la cárcel, pero yo, yo voy a quedar con el baldón de que en mi casa el demonio haya violado a una virgen!

Y mientras vociferaba alzó de sobre el cuerpo de la mujercita el enorme disfraz de Carne Cruda, con los cuernos amarillos, los ojos verdes, los colmillos blancos, rieles de los ferrocarriles de la luna, la cola y la pelambre grifas, como si la hubiera poseído.

—A estos condenados demonios —explicó pulsándolo— sólo se les puede tener en paz rellenándolos de arena, y ni así se logra… Ayúdenme a cargarlo y verán lo que pesa —los compadres se retiraron horrorizados—, arrobas, quintales… A los ángeles y a otros inofensivos seres celestiales se les rellena de aserrín, paja, hoja de trébol o plumas como las almohadas, pero a estos demonios, diablos y satanes, arena y más arena para que no se muevan, pero, qué, se sigue moviendo como el mar que es un demonio entre la arena, y ya ven lo que pasa… ¿Qué va a ser de ustedes? ¿Qué va a ser de mí?… Bueno, ustedes se van a la cárcel, pero yo voy a perder mi negocio… se dan cuenta… mi negocio… cuando salga en el periódico, cuando diga la radio que en mi casa el Diablo violó a la pequeña Natividad Quintuche…

Los indios recogieron los despojos de la mujercita con la intención de marcharse en seguida, de salir corriendo antes que el Diablo les fuera a arrebatar el cadavercito.

—¿Qué van a hacer con ella?… —les gritó el señor Estanislao desesperado del silencio impenetrable de los compadres que ante sus exclamaciones no hacían sino callar.

—La vamos a llevar…

—Sí, ya sé que se la van a llevar, pero lo que les pregunto es qué van a hacer con ella…

—A enterrarla… está muerta… a enterrarla en el pueblo… —contestó el padre, casi sin mover los labios, chagüitosos los ojos de lágrimas.

—¿Y qué van a decir?

—Nada, pues vamos a decir… que se murió no más…

—Bueno, bueno… —repuso el alquilador de disfraces frotándose las manos—, así me gusta, bien pensado, enterrarla calladita la boca, pues en estos casos lo mejor es evitar… la entierran y nadie sabrá, menos por mí, que por descuido de ustedes esa criaturita fue violada por el Diablo en mi casa… ni ustedes se van a la cárcel ni yo me desacredito. Pero esperen, espérense, voy a devolverles el tanto que me pagaron por el alquiler de lo que llevan para la fiesta patronal, y así algo se ayudarán los gastos del velorio.

—¡Dios se lo pague tu buen corazón, señor Estanislao! —corearon los compadres y Melchor Natayá, el padrino de la pequeña, recibió en sus manos el dinero, por ser él quien corría con los gastos del mortuorio.

En la túnica de un ángel color de plata celeste, sacada de uno de los bultos que cargaban, envolvieron el cuerpecito de Natividad Quintuche que empezaba a perder su rigidez y lo agregaron, como sobornal, a la carga que el padre echó a su espalda. El compadre salió siguiéndole con el fardo de candeleros de plata y cortinas con flecos de canutillos de papel dorado. Uno tras otro hasta la puerta y de la puerta uno tras otro, sin despedirse del señor Estanislao, temerosos de que éste al verlos fuera de su casa, los mandara presos. Huían por la acera, echados hacia la pared en busca de protección, mas al escuchar el golpe de la puerta que el alquilador de disfraces cerró con fuerza, se tiraron al medio de la calle para correr más a prisa, silenciosos, asustados, como pájaros grandes con guarachas.

— 2 —

Una voz retumbó dentro de la casa. Venía del fondo del patio, de atrás de la tapia por donde saltó a la hortaliza para salir a la calle y hacer creer a los compadres que volvía de algún mandadito. Diríase que el Benujón Tizonelli había esperado para llamarlo con aquel vozarrón de trueno, el momento en que cerraba la puerta, satisfecho de lo bien que había salido del mal paso, con el perfecto ardid del disfraz de Carne Cruda echado sobre el cuerpecito de Natividad Quintuche. Inoportuno. ¿Qué le importaba a él que en su casa hubiera ratas? Porque a eso vendría, con la noticia de algún nuevo raticida.

Mas el italiano, esta vez no se contentó con llamarlo y hablarle desde su hortaliza asomado al caballete. Había saltado y estaba dentro de su casa, pisoteando las alfombras de su sala con sus botas de hortalicero sucias de barro y excremento de vaca, de ese con que abonan las verduras. El señor Estanislado se precipitó a su encuentro indignadísimo, dispuesto a ponerlo de patitas en sus lechugas, rábanos y coles, pero fue recibido por dos pupilas frías, no más grandes que dos perdigones de escopeta, redondo plomo verdoso, una sonrisa burlona y un silencio que aquel cortó con el índice para señalarle algunas pringas de sangre en el pantalón.

El alquilador de disfraces no se amilanó, un trago de saliva y a quejarse de su molesta enfermedad, casi vergonzosa, seguro de que esta vez el italiano no venía a hablarle de raticidas, sino de algún remedio infalible contra las almorranas.

—Sigo mal, sigo mal… —lamentóse moviendo la cabeza de un lado a otro.

—No creo, don Estanislao Tamagás —le cortó el italiano—, ni creo en este mamarracho de que su merced echó sobre el cuerpo de la pobre
bambina
, por dar satisfacción a sus atrasos sexuales, ¡
bestiale
!, ¡
criminale
!, ¡
frenético
!… —y una lluvia cerrada de cargos y denuestos siguió al anonadado alquilador de disfraces, que, perdido el color, sentía que iba a perder el resuello, la cara amparada por sus manos crispadas de miedo por el tic de su párpado que le saltaba como el moribundo corazón de la pequeña.

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