Week-end en Guatemala (24 page)

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Authors: Miguel Ángel Asturias

Tags: #Cuento, Relato,

BOOK: Week-end en Guatemala
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—¡Naide pasa sin saludar al Rey, verdad vos, Tiburciano! —le gritó en el fresquito de la mañana, ese fresco de sudor de hoja que les amanece a los días soleados, el señor Manuel Chamul, con su voz de bocioso, bien que el tol o
güegüecho
se lo medio disimulaba una camisa de cuello en forma de bota que le agarraba hasta las orejas.

—¡Bien bueno, Sotoj!… —vino a saludarlo el caporal caminero Ildefonso Solís—, así se hace. Hay que defenderse con dedos y uñas porque parece que vienen fuertes. Ya entraron al territorio.

—Pues si pasan por aquí, para nosotros no pasan, es decir, que no lo vamos a ver pasar, pues tendrán que matarnos —contestó Sotoj.

—¿Y trujiste arma, Tiburciano? —preguntó Chamul.

—Por si acaso…

El caporal caminero intervino:

—La tapada está muy buena, Sotoj, ahora que va a faltar gente, parque y algotras escopetas.

—Viene la gente, caporal, no se me desespere; todos van a venir y cada quienes por turno cuidarán el camino. Y nada de dismanes. Sólo eso faltaba. Siempremente, hemos sido buenos. Lo que hacemos es darle el alto a todo camión, camioneta, automóvil o carreta que pase, pedir documentación a los ocupantes, y registrar los vehículos a ver si no van armas, parques o paracaidistas, de esos hombres que están botando del cielo, a los que los han agarrado como caídos del tabanco y tasajeado los han.

El señor Chamul, llevándose la mano al cuello, para palparse las pepitas del bocio que se le jugaban, exclamó:

—Me se hace que tienen ustedes sus sospechas por al por onde don Félix, o por al por onde los bigotudos Marchena.

—Ajetreados andan —dijo Tiburcio Sotoj—, pero no se les sabe nada cierto. Sabemos que se han estado yendo a quedar estas últimas noches a distintas partes, no duermen en sus casas; pero en eso no hay mal, toman sus precauciones, no sea que sin darla ni tomarla, por díceres se los madruguen los muchachos.

—Sí, verdad… —parrafeó el caporal caminero—, sólo que esa gente ha estado más activa anoche. En «Los Aguachiles», según datos, se juntaron varios de ellos.

—A jugar se juntan, es gente viciosa…

—¡A jugar con fuego, mi querido don Meme Chamul —aclaró Sotoj—; a jugar con fuego!

De tres caballos enanos, cubiertos casi literalmente por las albardas, bajaron los jinetes escopeta en mano, tres jinetes y dos que venían en ancas, y se presentaron a Sotoj. Éste les dio la mano tiesa. Así la dan los meros jefes. Venían fumando. Saludaron a Chamul y al caporal y se agregaron al habla.

—¿Hay novedad, muchachos? —preguntó el caminero.

—De por donde venimos nosotros, ninguna, pero mesmo allí dijeron que es guerra extranjera.

—Pues ya lo creo que lo es… —afirmó el caporal rodando sus ojos de miel oscura de punta a punta del horizonte por ese lado sin mucha montaña.

—Yo, aquí en mi tapada, sólo sé una cosa —alzó la voz Sotoj—, como me llamo Tiburcio, que aunque sea guerra extranjera y lluevan hombres del cielo, la tierra no nos la quitan. Por mí, primero muerto. Mandé a Rufino, mi hijo, que se llevara a la familia al monte, y ya se deben haber enmontado para quedar a salvo.

—Lo malo —barbulló el caporal—, es de que también hay paisas con ellos.

—Son paisas que casual ahora se les salió el patriotismo —exclamó Chamul—, como el don Félix, su hermana, Los Tártaros…

—Pero a uno de Los Tártaros —intervino Sotoj—, no muy hay que ultrajarlo.

—Gente —siguió Chamul—, que jamás ha pagado contribuciones sin echar rayos y centellas, jamás ha desempeñado cargo alguno en las municipalidades, por no molestarse, que jamás de los jamases han hecho servicio militar, ni ellos, ni sus padres, ni sus hijos, han resultado patriotas, sólo porque les caparon unas leguas de tierra ociosa y la repartieron entre la gente del campo que la trabaja.

Una nube de polvo anunció a lo lejos que se aproximaba un vehículo. Se desunieron los hombres y se fue cada cual a su puesto escopeta en mano. Algunos quedaron en medio de la carretera, junto a la tapada, para marcar el alto.

Y así se hizo. Era el camión del turco Natalio. El mismo venía manejando. Se le pidieron los papeles y se registró el vehículo. Ya al partir Sotoj le interrogó:

—Y… ¿adónde se dirige el amigo?

—A echar una manita de póquer donde Néstor Marchena, a Los Aguachiles. Mientras hay guerra, poco negocio. Cerré tienda y me voy a jugar.

—Creímos que iba a bañarse a la laguna —intervino el caporal Solís—, como lleva esos salvavidas…

—También, también —titubeó Natalio.

—Pues que le vaya bien, amigo… —lo autorizó a seguir viaje Sotoj, y con ayuda de sus hombres abrió las maderas del techo de su casa, tendidas en el camino, para dar paso al camión del turco.

Del otro lado se vio avanzar un
jeep
. Era un grupo de jóvenes estudiantes en cuyos ojos se adivinaba un inmenso cansancio y una inmensa pena. Se identificaron, se registró el
jeep
y pasaron. Iban hacia la capital.

A unos cuarenta kilómetros, después de cruzar otras «tapadas», donde lo identificaron y registraron el vehículo, el turco se desvió por un como acueducto, entre peñas, hasta cerca de un puente. Desde allí se miraba un lago como un pedazo de cielo caído.

—De balde trajiste los salvavidas, Natalio… —se oyó la voz de Luis Néstor Marchena, que estaba disfrazado con overol, gorro, guantes y anteojos de mecánico.

—Pero siempre los vas a pagar…

—Eso no sé, lo que sí sé es que de balde los trajiste.

—Entonces, ¿por qué dieron las señas del humo y los golpes en los postes del telégrafo? Yo por eso me dejé venir…

—Sí, los paracaidistas cayeron, pero cayeron a medio lago y estos indios malditos no los dejaron salir del agua y se ahogaron todos.

—¿Cuántos serían?

—Dijeron que cinco… o siete… no se supo.

—¿Cinco paracaídas? ¡Bastante género nylon! ¡Bueno, muy bueno, buscarlo nosotros para tienda mía!

—Siempre deja los salvavidas, en Los Aguachiles los vamos a esconder.

En la tapada de Tiburcio Sotoj estaba el automóvil de don Félix, quien en compañía de Bernardo Santillán, su chófer, iba de camino, en dirección al lago a cazar patos.

—Más vale que te vayás a tu casa y quiten estas babosas del camino —dijo don Félix a Sotoj, a quien siempre trataba como a peón que había sido de su finca El Dulce Nombre.

—Y por qué nos vamos a ir… Sólo porque vos lo decís, don Félix, está jodido eso.

—Porque de nada sirven estas vigas y palos atravesados aquí… ¿No ves que por aire es la cosa? Y en el cielo no vas a poder atajar los aviones…

—Dios nos ha de ayudar…

—Sólo porque sos reignorante se te perdona… Dios nos ha de ayudar… ¡Cómo va a ayudar a los agrarios si está con los que vienen atacando por la frontera!

—Entonces no nos va a ayudar.

—Y sin ayuda de Dios, qué van a hacer… poner atajes en los caminos… —carcajeóse don Félix.

—No vamos a hacer nada… pero siempre nos vamos a defender… y, vos, don Félix, creo que no vas a seguir tu camino…

—¿Cómo que no voy a seguir mi camino?…

—Así digo yo…

—Vos podes decir todo lo que se te dé la gana… —empezó diciendo Gago con insolencia, pero se destanteó el surgir de los matorrales un grupo de hombres, fusil en mano.

—Bueno, Tiburcio Sotoj, somos amigos y conocidos…

—Por eso no vas a poder seguir tu camino, porque somos todo eso, y te conozco muy bien, don Félix. Vas a dejar aquí ese automóvil en que andas y te vas a pie escoltado, te van a entregar a la Comandancia.

—Es un abuso…

—No, don Félix, es que vos no ves, no oís. Ve, mira bien… —y Sotoj tendió la mano a la distancia. A lo lejos subía una columna de humo blanco, por el resplandor del sol poco visible—. Y ¿no oíste, pues, no oíste el
golpo
en los postes del telégrafo?

—Bueno, y en eso qué tiene que hacer el patrón —intervino el chofer.

—Allá en la Comandancia se lo van a decir… —cortó Sotoj.

—Permita, en todo caso —dijo el chófer—, que vayamos en automóvil.

—Así está bien, se van en el automóvil, pero amarran a don Félix, muchachos. Amarrado que vaya entre dos de ustedes, atrás, y un tercero al lado del chófer, a quien hay que registrar…

—Entréguenos su pistola, amigo —lo desarmó uno de los hombres de Sotoj, mientras otro registraba el automóvil, sacaba una ametralladora del baúl y entre risotadas, pescueceando el arma con las dos manos, igual que si acariciara a una mujer, exclamaba:

—¡Para cazar patos, choteen!

El automóvil de Gago arrancó de regreso. El silencio de la carretera sin vida, vacía, donde dormían las grandes aplanadoras de la Dirección General de Caminos, era partido por el motor acelerado que llevaba a don Félix prisionero, con los brazos atados a la espalda con una cuerda que para más seguridad le enrollaron al cuello. Este intentó varias veces hablar, pero se le secaba el galillo.

Por fin dijo:

—Quién me regala un cigarro…

Uno de los campesinos se lo dio. Y ya con el humo en la boca animóse a hablar.

—Muchachos, yo tengo mucho dinero, mi chófer se los puede decir, y mi hermana tiene más…

—Sí, y eso qué —le contestó uno de los que iba a su lado, por no dejarlo sin respuesta, por darle de hablar.

—Que si ustedes me permiten irme a mi casa, tranquilamente, se harían de sus dineritos.

Nadie contestó. Eran mudos. Estatuarios. Sólo se oyó sobar las manos de labriegos rústicas y cascarudas, en los fusiles.

—Sí, tal vez estoy haciendo algo que no debo, querérmelos ganar para que me dejen ir…

La misma respuesta. El ruido del motor. El rodar de las llantas por la carretera arenosa. Un ruido poroso, de rezo apresurado. Y los corazones de los campesinos latiendo vigilantes, como los corazones de todos los humildes.

—Bueno, pues siquiera aclárenme por qué me llevan, qué fue lo que Sotoj me quiso decir con la columna de humo que apenas se alcanzaba a ver y los golpes en los postes del telégrafo.

—No sabemos, vos has de saber… —dijo el que iba junto al chófer, sin volver la cabeza, hablando de espaldas.

Iban a ser las doce del día, a juzgar por el sol alto, cuando el automóvil se detuvo a la puerta de un edificio pintado de blanco, con la cornisa y las ventanas azules. Bajaron al prisionero y lo entraron por la puerta de aquel caserón que era la Comandancia Militar. El hombre iba lechoso, color papaya, igual que un muerto al que ya le estaban creciendo el pelo y la eternidad.

Mientras los tres voluntarios entregaban a don Félix en el Despacho del señor Comandante, le desataban los brazos y el cuello.

—¡Más mejor hubiera sido ahorcarlo! —dijo uno. El chófer puso en marcha el motor y huyó a toda máquina.

Aquellos corrieron a la puerta trasteando los fusiles, para pararlo de una descarga cerrada, pero al asomar ya sólo quedaba al final de una calle despierta de sueño, una reguera de perros ladrando, la polvazón y el hopear del humo del escape.

—¡Y hora, cómo regresamos… —se rascó la cabeza el más maduro de los tres, encarando a sus compañeros—, de aquí p'allá está retirado!

—No sea pésimo, tío Tilario —le gritó
Charamusca
, el más joven—, al salir a la carretera paramos lo primero que pase y le pedimos, ¿qué pedimos?, le ordenamos que nos acerque a la tapada, ¿verdad, vos mula?… —se dirigió al más prieto de los tres—. ¿Cómo apreferís que se te diga: mula, mulato o muleto?…

—Como se te dé la gana,
Charamusca
, en no diciéndome Enecio, nombre que me puiseron para acabarme de joder. Ya era bastante el físico…

—Pero tenés tu flor de hembra…

—Parece que sí… y qué aire el que se levantó, sólo falta que llueva…

—Endemoniada está la cosa…

—¡Tío Tilario, no se arrugue por dentro, ya que está arrugado por fuera!

—¡No me arrugo,
Charamusca
, pero no veo claro!

— 8 —

De los de la tapada de Sotoj, sólo ellos tres se salvaron, Tiburcio, Chamul, el caporal, todos tumbados abrazando la tierra con sus brazos, con su muerte, con su sangre que se volvió dura como piedra. Pero ya no eran sólo ellos tres, llegados en un camión que se detuvo a distancia de las maderas atravesadas y los cadáveres, sino otros tres. De ellos salieron otros. Así parecía. Parecía que sus sombras convertidas en hombres, formaban los restantes, siendo ya seis los que avanzaban hacia la Comandancia a cobrar a sus hombres. Sin decirlo, todos supusieron que los había mandado matar don Félix. El hombre tiene su precio, un solo precio, otro hombre. Pero ya no eran seis, de los seis habían salido otros seis, y ya eran doce, y antes de contar los doce, veinticuatro, duplicados por sus sombras. Veinticuatro, cuarenta y ocho hombres-sombras, rápidos, volantes, ceniza y arena levitadas, sin calcañales, sin cuerpo, con lo que menos pesa de la persona, la presencia, aquí asomando y allá asomando, en el aire, en el agua, en el sol, en la luna, en el fuego. Quien derramó aquella sangre no supo que iba a desdoblar a los hombres en hombres y sombras. Eso era y eso es la guerra agraria, lucha a muerte de hombres y sombras. El avance de los agrarios, visto desde la Comandancia, fue la señal de huida y desbandada de jefes y oficiales, quienes creyeron que se trataba de los invasores. El señor Comandante escapó con media cara embadurnada de jabón, y el que lo afeitaba, al verse solo, sin dejar la navaja, llevándola abierta en la mano, corrió a buscar a don Félix, que estaba en un pabellón interior, ya sin centinela de vista, a prevenirle que huyera; mas ver Gago al humilde operario con la navaja en la mano, gritar para que no lo degollara, huir el fígaro, creyendo que aquel hombre se había vuelto loco, tales chillidos daba, y encontrarse don Félix dueño del cuartel, todo sucedió en el tiempo que se emplea en contarlo. Medio cuerpo, primero, sacando el brazo hasta el arma que había abandonado el centinela que lo cuidaba con orden de hacer fuego sobre su persona, si intentaba huir, y medio cuerpo después, salió de su encierro, los ojos en todas partes, los oídos atrás y adelante, sobresaltado por los ratones y las cucarachas que corrían de un lado a otro. No había nadie. Un gallo que parpadeó las alas, lo hizo apuntar el arma en esa dirección y esperó. Nadie. Sobándose por las paredes, para en cualquier caso de ataque, quedar con la espalda cubierta, alcanzó el despacho del jefe. Nadie. El péndulo de un reloj en una esquina, igual que el cajón de un muerto parado al que por el cristal se le viera la calavera de las horas. Iban a ser las cinco de la tarde. Casi cinco horas estuvo preso. En las gavetas de un escritorio, abiertas y cerradas con precipitación a juzgar por el desorden, encontró con la carga completa un revólver. Pero él ya venía armado, con el fusil del centinela. Sin embargo, se lo puso al cinto. Cuanto más armado mejor. Aunque ya no había cuidado. La huida de la guarnición y de los jefes, significaba la derrota del gobierno. Esperaría allí a los suyos. Algo había oído de la fuga de su chófer, que, sin duda, fue a dar parte a sus parciales, y a buscar gente, para liberarlo, antes que lo ahorcaran, o lo degollaran, como intentaron hacerlo. Salvó por milagro, porque no les dio tiempo. Tras un cancel, colocado en una esquina del despacho, encontró una cama de pelo de alambre trenzado, sin colchón, con un petate encima. Muy bien. Esperaría allí. El pueblo estaba desierto. Pronto vendrían efectivos del ejército invasor a tomar la Comandancia, y él se haría reconocer, como una de los jefes del movimiento, mostrando el plano que en papel manteca, les entregó el cazador de mariposas, el día que lo entrevistaron con doña Lucrecia. ¡Ah! ¡Ah!, de algo sirve saber inglés, cómo de algo, de mucho, él fue como intérprete, allí se sumó a la conspira, y ahora está aquí como jefe. En su entusiasmo, olvidó don Félix que se había comido el plano de los puntos en que iban a caer armas y hombres aerotransportados para los trabajitos del sabotaje. Se sentó en la orilla de la cama, se palpó el vientre. Si lo pudiera defecar entero. Pero ni ganas tenía. Sin embargo, mientras llegaban las tropas, tal vez le llamaba el cuerpo y salía entero. Los gringos hacen tan bien las cosas, que puede que el jugo gástrico no ataque esos planos. ¡Ja, ja, ja!… rió con una gran alegría… Ciento sesenta millones de gringos y gringas y gringuitos y gringotes… ¡ja… ja!… la compañía más poderosa de la órbita del Caribe… ¡ja… ja!… la iglesia católica de Nueva York, del país y del mundo entero… ¡ja… ja!… tres Presidentes de tres Repúblicas, por lo menos, ¡ja… ja!… cadenas de periódicos y agencias noticiosas… ¡ja… ja!… armas automáticas último modelo ¡ja… ja!… cataratas de dólares, bombarderos, jefes militares de alta graduación listos para entregarse al ver que la cosa se pone a favor nuestro… y un ejército alquilado… ¡ja… ja!… Tiburcio Sotoj… Gualupe Sotoj… Rufino Sotoj… ¡ja… ja!… contra ese menú de casa risa qué podrán ustedes, los agrarios… ¡ja… ja… ja… ja!… Una lluvia de balas cortó su carcajada… Chirrió la cama al caer su cuerpo, como si su risa se hubiera comunicado a los resortes… Ya estaba herido cuando oyó la descarga… Todos dispararon al mismo tiempo, pero
Charamusca
y Enecio fueron los que le apuntaron al pecho… Había oscurecido… Los faros de un automóvil que avanzaba iluminaron la puerta de la Comandancia, abierta. El chófer, Luis Néstor Marchena, y otros descendieron del vehículo, casi en marcha, y con ayuda de fósforos encendidos, aquí y allá fueron buscando en el edificio abandonado, a don Félix, gritando su nombre en patios y habitaciones. Se lo llevaron como rehén, pensaba Luis Néstor. Lo fusilaron, pensaba el chófer. Jamás imaginaron que el cuerpo de Gago yacía, tras el cancel, en el camastro, sobre un petate, con la boca mostrando su risa de muerto, los ojos de azúcar salada fijos en la lejana mancha humana de Tiburcio Sotoj…

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