El ruido de un automóvil que llegaba a toda velocidad, hizo montar guardia a los que buscaban a don Félix. Las bocas de sus fusiles salieron por las ventanas y se oyó el grito:
—¿Quién vive?
—¡Fru! ¡Fru!
—¡Avancen! ¡Frutera!
Traían la noticia de que en casa de Tocho Marchena se estaba combatiendo.
—¡No, no puede ser —decía Luis Néstor al que trajo la noticia, ya rodando, seguidos por el automóvil de Gago—, no puede ser que mi hermano haya sido jefe de los agraristas!
—Lo salvamos, si llegamos a tiempo —contestaba el otro—, y hasta entonces preguntó por don Félix.
—No, no lo encontramos —contestó Luis Néstor.
—Pues parece ser que don Félix le confió a Tocho el plan secreto de la entrega de armas, desde los aviones, y lugares en que iban a bajar los paracaidistas, y que Tocho se lo comunicó a los agrarios, y por eso el gobierno capturó las armas, y los campesinos dieron cuenta de los paracaidistas.
—¡Imposible! ¡Imposible! ¿Mi hermano?… —se debatía Luis Néstor, tirando de sus bigotes, a punto de arrancárselos con todo y el labio, porque ya no se tiraba uno primero y otro después, sino los dos al mismo tiempo.
Las patrullas de sombras volantes habían puesto fuego a la casa de Gago. Se alcanzaba a ver el resplandor a lo lejos. Pero más lejos, hacia donde lo de Tocho, escuchábase el crepitante chascar de la fusilería. Habían echado abajo la puerta y por dentro se miraba la casa iluminada. Vacío iluminado, en el que Tocho, desde algún lugar, disparaba sus armas, no contra los atacantes, sino contra las botellas vacías, que ya formaban una barrera infranqueable, una alfombra de vidrios que relumbraba como el mar bajo la luna.
Por los megáfonos se oía la voz de Tocho y sus carcajadas.
—¡Entren!… ¡Entren!… ¡Les dejo ya listas las botellas quebradas para que coronen los muros con que se aislarán de nuevo en sus propiedades! No apagué la luz, no porque no supiera que así ofrecía mejor blanco, sino para brindarles iluminada, joyante, mi contribución al reforzamiento de su derecho de propiedad, los culos de mis botellas, sus pescuezos, y sus paredes de preciosos cristales, todo listo para que ericen sus muros de la más infranqueable y encruelecida barrera…
A balazos callaron los altoparlantes que al caer distorsionaron en enjuague apocalíptico la voz y la carcajada de Tocho que desde algún lugar del fondo de su casa seguía disparando contra las botellas que saltaban en pedazos.
Luis Néstor, con apoyo de doña Lucrecia, obtuvo del «Comandante Libertador», formado por oficiales extranjeros, que le permitieran entrar a capturar a su hermano, así se aclararía el entredicho, pues él estaba seguro que era falsa la acusación que se le hacía.
Los servicios prestados a la causa por doña Lucrecia, pesaron favorablemente y se concedió entrar a Luis Néstor, cuando ya se preparaban a cañonear la casa con artillería, tregua que puso final al asalto, pues al silenciar sus armas los atacantes y ver Tocho que avanzaba Luis Néstor, martilló el revólver sobre su sien derecha, haciéndose un disparo que en el silencio con que todos seguían la intervención del hermano, sonó como el estallido de un petardo mojado.
—No disparé, hermano, contra los atacantes, porque creí que allí venías vos… —dijo y entró en agonía.
Por entre las botellas avanzaba ya un hilo de sangre.
Lo sacaron en una camilla improvisada hasta la casa de Luis Néstor.
La desamparada vecindad de las estrellas. ¿Quién aporrea el cielo para que se desprendan, caigan, se desgranen, rueden, sobre el cuero de bestia nocturna, húmeda y tostada, esos grandes maíces?
Coralia se abrazó al tanteo a un montón de trapos con alguien que adentro se iba quedando frío, rígido.
Alternaban en sus oídos las voces de las que rezaban, ayudándolo a bien morir, y la voz pausada del moribundo. Deliraba…
—Esas botellas están llenas de ausencia… por eso, por eso alumbraron mis noches con sus lámparas ciegas…
Y como incorporándose, agregó:
—¡Los agrarios!… ¡Paso a los agrarios!… ¡Vienen del futuro!… ¡Los hombres ahora vienen del futuro!…
Coralia dio un grito… desde que perdió los ojos en clase del profesor Carey no había sentido nada igual…
Veía al moribundo que apretaba entre sus brazos… ¡Veía!… ¡Veía!… Veía a su tío Tocho, a las que rezaban, a los hombres que entraban, sombrero en mano, a despedirse del patrón…
Al grito de Coralia, todos acudieron, presurosos.
—¡Recobró la vista!… —se decían—. ¡Recobró la vista!…
Se interrumpió el rezo… hasta el moribundo había dejado de quejarse… Doña Lucrecia abrazaba a Coralia, su padre la besaba. Poco a poco, Tocho sacó la mano ya sepultada en las cobijas, y su hermano y Coralia creyendo que les decía adiós, aprontaron las suyas. Él se quedó con la mano de su sobrina…
—¡Cierra los ojos!… —se le oyó balbucir, y fueron sus últimas palabras—. ¡Cierra los ojos… no veas… espera que tu país vuelva a ser libre!…
Ni los rumiantes ecos del retumbo frente a volcanes de crestería azafranada, ni el chasquido de la honda del huracán, señor del ímpetu, con las venas de fuera como todos los cazadores de águilas, ni el consentirse de las rocas, preñadas durante la tempestad, al parir piedras de rayo, ni el gemir de los ríos al salirse de cauce, oleosos, matricidas, nada comparable al grito de una pequeña porción de hueso y carne con piel humana frente al Diablo colgado de la nuca, de la enorme nuca, orejón, mofletudo, lustroso, los ojos encartuchados y saltándole de la boca de túnel dos dientes ferroviarios, blancos dientes de los ferrocarriles de la luna. Natividad Quintuche, criatura de siete años, morenita, pelo negro en trenzas de mujer, cerró los ojos al tiempo de gritar, perdida al fondo de un caserón y amenazada por el Diablo.
Mientras su tata Sabino Quintuche y su padrino Melchor Natayá, cerraban el trato interminable del alquiler de los disfraces, arreos, máscaras, armas y adornos necesarios en los convites, bailes y ceremonias de la
Fiesta de Morenos
, con un vejantón escurridizo, color de leche seca, vestido de negro ya vinagre, injertado con un salto de párpado, tic nervioso que involuntariamente le vestía y desnudaba el ojo zurdo, la pequeña Natividad Quintuche, sobandito los pies descalzos en los ladrillos, se deslizó a lo largo de una galería, ancho corredor cubierto del lado del patio, curioseando las flores de papel de plata, las hojas de trapo almidonado, las alas de hojalata de los ángeles, las palomas de cera y algodón, los candelabros, atriles, palmas de mártires, arcas, candeleras, santos envueltos en sábanas, ovejas de madera, vírgenes en nagüillas, todo oloroso a humedad e incienso, sin saber que en terminando aquel amago de cielo, se encontraría al Diablo.
Verlo, querer echar atrás, apenas resistía la atracción del inmenso muñeco que colgaba del techo, y gritar, todo uno sintió ella, pero no fue así, gritó cuando ya no estaban su padre ni su padrino y nadie le respondió… ni el Diablo, ni las máscaras de moros con bigotes de fuego, ni los mascarones de castellanos de ojos celestes y lingotes de oro rizado en barbas y melenas, ni las esculturas de ángeles adoradores de pinzadas risas en las rinconeras de los labios, ni las efigies de soldados romanos con la crueldad del alma en el cartón, ni las máscaras naranjas de los brujos, ni las acuosas penumbras rociadas por llamitas de fósforos con mirada animal, tanta araña escondían, polvo y oscuridad irrespirables, removidas a golpe seco por las aletas de su nariz que abría y cerraba al faltarle el aliento, estrangulársele el grito y quedar convulsa, asfixiada, los ojos de par en par abiertos, tanteando fondo en el hueco del silencio en que sentía más cerca de su piel, los ojos de las máscaras, fijos, fríos, condenados a cristal perpetuo, las manos fofas, enguantadas en dedos de trapo rosa, de los Gigantes del Corpus, los monos rodeados de pelos por todos lados, las brujas uñudas con arrugas de tabaco tostado y, ya para agarrarla, fantasmas surgidos de vestimentas anegadas en sal negra, sal viuda del mar muerto como la sal con agua que le bajaba por la carita. Gritó, gritó más fuerte, más desesperadamente, aislarse, cegarse, ensordecerse, no sentir cerca los dientes, los ojos, las garras que la rodeaban, alejarse con sus chillidos, bien que siguiera clavada en el suelo frente al Diablo, gafa, oreándose sus primeras aguas menores y ya otras inundándola, cada vez más áfona, más sorda, más ciega, pero sin dejar de gritar. Mientras tuviera alientos y su padre y su padrino pudieran llegar en su auxilio, aquel borbotón de sus pulmones la salvaba de caer en manos de monstruos y enmascarados y de que la engullera, al quedar callada, el Diablo colgado frente a ella.
A sus gritos, botines rechinantes, manos lejos de las bocamangas, como si le hubieran crecido los brazos en el acudir, vino el señor que trataba con su padre y su padrino, a ver qué era aquel escándalo en su negocio, antesala de todas las solemnidades y, por lo tanto, digno del mayor respeto, y tan fuera de sí venía que no encontraba a quién estaban matando como en la Degollación de Herodes. Mas, a la vista de la pequeña, se calmó, deshizo los siete clavos de su entrecejo —molestia, desagrado, disgusto, enojo, bravencia, cólera, rabia—, y hasta llegó a sonreír, contento del hallazgo, ante la pequeña Natividad Quintuche que vestía como una mujercita hecha y derecha.
—Estanislao me llamo… —se acercó a decirle, hablándole como a un fetiche, con la voz apagada, casi sin sonido, y la tiró de la manecita para verla de cerca; qué sensación horrible de sus dedos prensiles, qué teclear el de su ojo chispante—. Estanislao me llamo… —le repitió, la había tomado del bracito y regaba sus pupilas de vidrio molido sobre aquel ser indefenso que a sollozos y tragos de lengua sin saliva, se pasaba el bocado del susto, sin que le volviera el alma al cuerpo. Era una mujercita en miniatura: sus trenzas, sus aretes, sus zoguillas, su calor de aceite tibio.
Se acuclilló para levantarse con ella en los brazos, apretujada la carita contra su mejilla quemante por la ortiga de la barba, apremio que hizo patalear a la pequeña que ya no sabía si aquel hombre era el alquilador de disfraces o uno de los muñecos que se la apropiaba para arrastrarla a una cueva y comérsela asada, si no la devoraba en seguida allí con todo y trapos.
Bajo su boca de viejo quedó la boquita de Natividad Quintuche. La quemazón de los hemorroides lo excitaba hasta hacerlo sudar fuego. La besuqueó las orejas, la lengüeteó la nuca, oliéndola como si ya se la fuera a comer, sin dejar de chistarle su gana de casto, de solterón, de híbrido.
Los ojos de la pequeña se abrieron inmensos, al sentir que se la llevaba, pero sólo se desvió hacia un rincón oscuro en busca de un banco, en el que medio se sentó, así se sentaba siempre a causa de su enfermedad, apoyándosela en las rodillas sacudidas por un temblor de hilos de hamaca. Ahora ya la mordía, ya se la empezaba a comer, no sin hurgarle las piernecitas bajo la ropa, como si tanteara empezar a devorarla por allí. Natividad Quintuche no dudó que se la iba a comer viva cuando luchando por deshacerse de sus brazos quedó una de sus manecitas en el socabón de su boca, éste empezó como a mascársela. Gritó. Su única defensa. Gritó llamando a su padre y a su padrino. Un golpe y la amenaza de otros golpes la hicieron callar, hipaba, moqueaba, le dolían los dedos de aquel hombre andándole en el pechito desnudo, sin encontrar lo que buscaba. La pellizcó. La pellizcó más fuerte. Hubiera querido levantarle la piel y formarle los senos a pellizcos. Los senos. Unos senitos duros. Pero ya sus manos huían de aquel pechito plano de criatura a refugiarse en el sexo sin vello, meado, caliente olor a orines que le quemó las narices con una llamarada de espinas secas, hasta hacerle latir más fuerte y más a prisa el corazón y volcarse en la complacencia de un remedo de viaje medido con los nudos de su respiración. Se desabrochó el chaleco para no ahogarse, esa insípida bragueta del sentimiento, y siguió desabrochándose, como si el chaleco se comunicara con el pantalón, mientras de la pequeña no quedaba sino la masa inconsciente de una mujercita con las trenzas deshechas y las ropas desgajadas. Una sombra avanzó maullante. Se hizo de lo primero que encontró a mano, una gubia, y la lanzó contra el animal. Pero éste esquivó el golpe. Algún gato de la vecindad que desapareció sin ruido por un acolchado de cortinas y tarlatanas, igual que la sombra de un mal pensamiento que al deslizarse por aquella superficie de fingidas nubes, le hizo visible el mullido lecho adonde se lanzó con la niña, salivoso, palpitante, apoyado en las rodillas y los codos para no aplastar el cuerpecito perdido y encontrado, perdido y encontrado bajo los bruscos movimientos de su cuerpo, el sudor en los ojos, el pelo en la cara, los dientes en tas-tas de tullido que se muerde, que se queja, que patalea y queda exangüe, las piernas tatuadas de várices fuera de los pantalones, el corbatón negro en la nuca, las mangas de la camisa impidiéndole usar las manos para levantarse y el vertiginoso parpadeo de su ojo zurdo comunicando vida de cinematógrafo a las cosas inmóviles, al Diablo, a los mascarones… pero ya, ya le andaba por el cuerpo la pulsación de su reloj, el reloj de todos los días, el reloj de todas las horas seguía en su chaleco fiel como un perro encadenado con cadena de oro. Nada. No le había pasado nada. Intacto. Andando. Oyó golpes en la puerta de calle. Llamaban. A los aldabonazos se dio cuenta del cuerpecito triturado, sangrante, adherido a él en crispación de muerte. Todo volvía a ser tangible, sólido hasta los toquidos. Se deslizó hacia la puerta para espiar por el ojo de la llave quién llamaba con tanto apremio, y se encontró con el padre y el padrino de Natividad Quintuche. Se lamentaban de haber perdido a la pequeñita. No sabían dónde. La capital es tan grande.
Tocaron de nuevo y volvieron a tocar, cada vez más fuerte y con más apremio. Una vecina salió a la ventana de la casa de enfrente y les dijo de mal modo que no insistieran en sus toquidotes, porque el señor no estaba, ella lo había visto salir y que si querían hablar con él se sentaran en la grada del andén a esperarlo.
Al oír decir que había salido y que no estaba en su casa, el señor Estanislao se fue despegando de la puerta, poquito a poco, sin hacer ruido, y no respiró sino hasta sentirse seguro entre los disfraces buscando el más espantoso, un Diablo que parecía de carne cruda. Lo descolgó y echó sobre el cuerpecito inanimado. El mismo Diablo que asustó a la indiecita, cubría ahora la total palidez de sus orejitas adornadas con cuartillos de plata, el pechito desnudo con los restos de sus sartales de cuentas de vidrio y unos como dijes de jade color de perejil atados a sus mínimas muñecas sucias de sangre y sus trapitos empapados en agua de remolacha.