—¿Por qué no, general?
—Probablemente habréis oído que he tenido que tapiar el túnel —dijo Karnak a sus hombres con una amplia sonrisa, después de sentarse y pedirles que se acercaran—. Eso significa que la única salida es por la puerta principal. ¿Qué opináis?
—¡Cuando queráis salir, no tenéis nada más que decirlo, general! —exclamó un hombre al fondo.
—Bueno —dijo Karnak—, habría propuesto esta noche, pero el enemigo ya parece bastante desanimado. Al fin y al cabo, no queremos restregárselo por las narices.
—¿Es cierto que habéis derrumbado la montaña? —preguntó otro.
—Me temo que sí, chico. Mis ingenieros colocaron poleas y cabrestantes en los túneles, y un elaborado mecanismo junto a una de las vigas maestras. A fin de cuentas, no se puede dejar un camino abierto al interior de una fortaleza.
—Se decía que habíais muerto —dijo Jonat.
—¡Cielos! ¿Creíste que una simple montaña podría matarme? ¡Qué poca fe! De todos modos, ¿cómo estáis?
Karnak se quedó charlando con ellos unos minutos y prosiguió su recorrido. Dos horas después volvió a su habitación. Tenía el ojo en carne viva y no le quedaban fuerzas. Se derrumbó en la cama y se puso de espaldas con un gemido.
En la sala de abajo, Dardalion abrió los ojos y miró a su alrededor. Ocho sacerdotes lo observaban, y otros nueve se estaban despertando, pero había seis cuerpos sin vida desplomados sobre la mesa.
—La Hermandad ha dejado de ser una amenaza —dijo Astila—, pero el precio de la victoria es alto.
—El precio siempre es alto —dijo Dardalion—. Oremos.
—¿Qué pediremos en nuestras oraciones, Dardalion? —preguntó Baynha, un sacerdote joven—. ¿Matar a un número mayor de adversarios? Anoche murieron más de ochenta miembros de la Hermandad. No soporto más esta carnicería interminable.
—¿Crees que nos equivocamos, Baynha? —preguntó Dardalion con tono comprensivo.
—Más bien se trata de que no sabemos si tenemos razón.
—¿Puedo hablar, Dardalion? —preguntó Astila. Dardalion asintió—. No estoy tan dotado intelectualmente como algunos de nuestros compañeros —prosiguió Astila—, pero sed indulgentes conmigo, hermanos. Recuerdo una frase que empleó el abad cuando yo era novicio. Dijo: «Cuando un tonto se ve tal cual es, deja de ser un tonto; y cuando un sabio es consciente de su sabiduría, se convierte en un tonto». Aquello me provocó algún dolor de cabeza, pues parecía un mero juego de palabras. Pero al cabo de muchos años he llegado a una conclusión: que sólo en la certeza hay peligro moral. La duda es un don que debemos apreciar, pues nos obliga a cuestionamos nuestros motivos constantemente. Nos guía hacia la verdad. No sé si ha sido sensato escoger este camino. No sé si actuamos bien. Pero lo recorremos de buena fe.
»Desprecio la matanza, pero seguiré luchando contra la Hermandad con todo el poder que la Fuente me ha concedido. Si tú, Baynha, crees que es un error, debes abandonar la lucha.
—No soy un sabio, Astila —dijo Baynha, sonriendo e inclinando ligeramente la cabeza—. ¿Saber eso me convierte en un sabio?
—Te humaniza, hermano mío; yo, por mi parte, me alegro. Mi mayor temor era que acabáramos amando la guerra.
—Seguiré luchando —dijo Baynha —y, tal como me aconsejas, valoraré mis dudas. No obstante, me pregunto qué nos depara el futuro. ¿Qué sucederá si vencemos? ¿Constituiremos un templo de sacerdotes guerreros? ¿Regresaremos a nuestra vida anterior? Aquí hemos iniciado algo nuevo en el mundo. ¿Cuál es nuestro propósito?
—Amigos, éstas son grandes preguntas —dijo Dardalion levantando la mano, y todos se volvieron hacia él—. Pero no debemos intentar responderlas ahora. Aquellos de nosotros que sobrevivan decidirán nuestro futuro. Sin embargo, debo decir que he tenido muchos sueños en los últimos días, sueños terroríficos. Pero todos acababan de la misma manera. Veo un desierto de almas rotas y bestias no muertas. En el centro del desierto hay un oasis, y junto a él un árbol. Bajo sus ramas, los hombres se reúnen en busca de sombra, descanso y paz. Las bestias no muertas no pueden congregarse en las cercanías; ningún ser maligno puede acercarse.
—¿Y qué crees que significa? —preguntó Astila.
—El árbol tiene Treinta ramas —respondió Dardalion.
Waylander dormía, y en sus sueños volvía a encontrarse con Orien, el rey ciego, en lo alto de la ladera solitaria. Abrió los ojos y contempló el cielo y unas estrellas que no le resultaban familiares.
—¡Bienvenido! —dijo Orien. Waylander se sentó y el anciano, estrechándole la mano, lo palmeó con gesto paternal—. Estoy muy satisfecho contigo —continuó—. Me has devuelto la fe. Tienes un gran coraje y has demostrado ser un hombre de honor.
—Los cumplidos me incomodan —dijo Waylander, volviéndose y retirando la mano.
—Entonces dime qué te preocupa.
—¿Dónde está la Armadura?
—La encontrarás. Si la Fuente lo permite, mañana llegarás a los flancos del Raboas. Allí hay un sendero estrecho que conduce a la cueva. La cueva está sobre un saliente, donde hallarás otro sendero. Esos dos caminos son la única vía al corazón de la montaña. Entra en la cueva y verás tres túneles. Intérnate por el de la derecha y sigue adelante hasta llegar a un vasto recinto abovedado. Allí está la Armadura, bien a la vista.
—Es una imagen —dijo Waylander—, no es posible llevársela.
—Es real, pero sólo el Elegido puede hacerlo.
—¿Y yo soy el Elegido?
—Eso lo sabrás mañana.
—¿Danyal está a salvo?
—No puedo decírtelo, pues no lo sé. No soy un dios, Waylander.
—¿Qué eres, entonces?
—No soy más que una imagen de tus sueños.
—Debes de ser algo más.
—Entonces piensa en mí como el espíritu de Orien, el último destello del otrora rey. Cuando te apoderes de la Armadura me iré para no regresar jamás.
—¿Adonde irás? ¿El paraíso es algo real? ¿Existe la Fuente?
—No puedo responder a tus preguntas. Sólo tú puedes hacerlo. Pero ahora debes irte, pues corres un serio peligro. Dardalion ya no te escuda de la Hermandad. ¡Vete!
Waylander abrió los ojos por segunda vez y se irguió sobresaltado. Volvía a estar bajo las mantas al pie del Raboas.
Y su caballo había desaparecido.
Se puso de pie y vio que el arbusto donde lo había atado estaba arrancado. Algo había aterrorizado al animal, pero ¿qué?
Waylander tensó la ballesta y escudriñó los matorrales.
No vio nada preocupante, pero cerró los ojos y escuchó. Oyó un débil crujido a la derecha.
Se volvió y disparó las dos flechas mientras el hombre lobo se incorporaba para atacarlo. Aunque las saetas dieron en el blanco, la bestia siguió avanzando sin detenerse. Los músculos nervudos de su gran pecho habían evitado que alcanzaran el corazón y los pulmones.
Waylander se arrojó a la derecha y otra bestia se abalanzó sobre él. Incorporándose, le asestó un golpe de espada en la cabeza, pero la hoja rebotó.
Retrocedió mientras las cuatro criaturas avanzaban con las enormes fauces abiertas, la lengua colgando y los ojos fijos en él. Empuñando la espada con ambas manos, la alzó sobre el hombro derecho, dispuesto a llevarse al menos a una de las bestias consigo.
Tras ellas se recortó una sombra enorme. Waylander parpadeó al ver que una mano gigantesca atrapaba uno de los cuellos peludos y apretaba. Se oyó un aullido terrible, interrumpido cuando el hombre lobo quedó suspendido en el aire. Un cuchillo de plata se hundió entre sus costillas y el cuerpo salió disparado a diez pies de distancia. Las otras bestias se volvieron hacia el atacante que, de un salto, se abalanzó sobre ellas asestando otra puñalada y destripando a una de las criaturas, la que había sido Lenlai el Poseso. Sobre el hombro de Kai se cerraron las mandíbulas de la tercera bestia, que había saltado sobre él. Se las arrancó y con las manazas rodeó la garganta del hombre lobo y lo izó delante de él. Waylander parpadeó al oír el crujido y el chasquido del cuello. Kai arrojó a un lado el cadáver.
El cuarto hombre lobo había huido.
Waylander envainó la espada y observó con sombría fascinación la mano que el monstruo se posaba sobre la herida sangrante del hombro. Minutos después, al retirar la mano, la herida había desaparecido. Kai se acercó a los cadáveres para extraer los cuchillos. Waylander, con las piernas débiles, se sentó y se recostó en un árbol. Kai se le acercó y, acuclillado ante él, le ofreció los cuchillos por el extremo del mango. Waylander los aceptó sin comentarios.
Kai lo observó unos segundos, levantó la mano y se palmoteo el pecho enorme.
—Migo —dijo.
—Amigos —convino Waylander.
Al cabo de un rato Waylander sacó del petate un poco de cecina y fruta seca, que compartieron. La comida desapareció velozmente. Kai eructó y se palmeó otra vez el pecho.
—Kai —dijo, ladeando la cabeza por el esfuerzo que hacía al hablan
—Waylander.
Kai asintió, se acostó con la cabeza sobre un brazo y cerró el gran ojo.
Waylander, sobresaltado por un sonido en la espesura, empezó a erguirse.
—Abajo —dijo Kai sin moverse.
El caballo de Waylander apareció en el claro. Le palmeó el cuello, le dio de comer hasta el último grano y lo ató a una rama resistente.
Cogió la manta, se tumbó junto al monstruo y durmió hasta el amanecer. Al despertarse, estaba solo. Los cadáveres de los hombres lobo habían desaparecido, y Kai también.
Waylander acabó lo que quedaba de comida y ensilló el caballo. Salió del claro y contempló la silueta del Raboas.
El Gigante Sagrado.
Una sensación de calma extraña aunque perfecta se apoderó de Waylander mientras guiaba el caballo por la ladera del Raboas. El sol brillaba a través de una rendija entre las nubes y proporcionaba una profundidad increíble a la belleza del cielo, mientras desde lo alto las gaviotas bajaban en picado como diminutos retazos vivientes de nube. Waylander tiró de las riendas y escudriñó el terreno a su alrededor. Era de una belleza nunca vista: una magnificencia salvaje y elemental que hablaba de la arrogancia de la eternidad.
A la derecha, un torrente brotaba de una grieta en la montaña y susurraba entre las rocas blancas. Desmontó y se quitó la ropa. Se lavó, se afeitó y se peinó, recogiéndose el cabello en la nuca. El agua estaba fría y se volvió a vestir rápidamente, sacudiendo primero la ropa polvorienta del viaje. Sacó del petate un chal de seda negra con el que se cubrió los hombros y la cabeza, al estilo de las capas de los sathuli. Luego se puso las hombreras de cota de malla. Cogió dos muñequeras de plata que se abrochó en los antebrazos, y un carcaj del que pendían seis cuchillos arrojadizos en sus vainas. Afiló los cuchillos y la espada y se quedó de pie contemplando la montaña.
Ese día moriría.
Ese día encontraría la paz.
Vio a lo lejos una nube de polvo que avanzaba hacia el Raboas. Muchos jinetes galopaban hacia allí, pero a Waylander no le importaba.
Era su día. Esa hora de gloriosa belleza era su hora.
Montó y localizó el sendero estrecho entre las rocas. Espoleó el caballo y se internó en él.
Toda su vida había estado buscando ese camino; lo sabía. Todas sus experiencias vitales habían conspirado para llevarlo allí en ese momento.
Desde que había matado a Niallad se sentía como si hubiera llegado a la cumbre de una montaña desde la que no había retorno. Todos los caminos estaban cerrados para él; su única posibilidad era saltar desde la cima y echarse a volar.
De repente ya no le importaba encontrar la Armadura, ni tampoco, en realidad, que los drenai vencieran o murieran.
Era la hora de Waylander.
Por primera vez en dos décadas recordó sin angustia a su amada Tanya, que le hacía un gesto de bienvenida desde la puerta de la granja. Vio a su hijo y a sus dos hijas jugando en el jardín de flores. Los había querido tanto…
Pero para los asaltantes sólo habían sido un juguete. Habían violado y asesinado a su mujer; habían matado a sus hijos sin siquiera pensarlo, sin remordimientos. Su botín había sido una hora de lujuria saciada, varios sacos de grano y un puñado de monedas de plata.
Su castigo había sido la muerte, una venganza espantosa: ninguno había tardado menos de una hora en morir. Los asaltantes habían creado a Waylander el Destructor.
Pero el odio ya había desaparecido… se había desvanecido como el humo en la brisa. Waylander sonrió al recordar su primera charla con Dardalion.
—Una vez fui un cordero que jugueteaba en un campo verde. Luego llegaron los lobos. Ahora soy un águila y vuelo en un universo diferente.
—Y matas a los corderos —había acusado Dardalion.
—No, sacerdote. Nadie paga por los corderos.
El sendero ascendía zigzagueando entre rocas afiladas y peñascos imponentes.
Orien había dicho que la Armadura estaba vigilada por hombres bestia, pero a Waylander no le importaba.
Desmontaría, se internaría en la cueva, se apoderaría de la Armadura y esperaría a ese enemigo al que no podría matar.
El caballo resollaba cuando por fin alcanzaron terreno llano. Delante de él había una amplia cueva y en la entrada una hoguera junto a la cual se sentaban Durmast y Danyal.
—Te has tomado tu tiempo —dijo el gigante con una amplia sonrisa.
Waylander desmontó y Danyal corrió hacia él. La estrechó entre sus brazos y cerró los ojos para contener las lágrimas. Durmast apartó la mirada.
—Te quiero —susurró Waylander, acariciándole el rostro. Sus palabras estaban cargadas de una pena tan abrumadora que Danyal se deshizo del abrazo.
—¿Qué sucede?
—Nada —dijo Waylander meneando la cabeza—. ¿Estás bien?
—Sí. ¿Y tú?
—Mejor que nunca. —Tomándola de la mano, se acercó a Durmast. El gigante se puso de pie mientras su mirada fluctuaba del uno a la otra—. Me alegro de verte —le dijo Waylander—. Aunque sabía que lo conseguirías.
—Tú también lo has conseguido. ¿Todo bien?
—Claro.
—Pareces distante y extraño.
—El viaje ha sido largo y estoy cansado. ¿Has visto la nube de polvo?
—Sí. Disponemos de menos de una hora.
Waylander asintió con un gesto.
Después de atar los caballos y encender antorchas, los tres se internaron en la cueva oscura y maloliente. Tal como Orien había asegurado, se dividía en tres túneles. Waylander encabezó la marcha y se adentraron en la penumbra.