Waylander (30 page)

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Authors: David Gemmell

Tags: #Novela, Fantasía

BOOK: Waylander
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—No lo sé.

—Dices la verdad. Pero yo sí lo sé. En alguna parte tienes un amigo, un amigo poderoso que ha arrojado un encantamiento sobre tu espíritu. Sólo es posible verte con los ojos reales.

—Sé de quién hablas.

—¿Está en una fortaleza asediada?

—Es posible. No lo sé.

—Corre gran peligro.

—No puedo ayudarlo.

—Creo que tú eres la clave.

—Ya veremos. ¿Cuánto hace que vinieron los jinetes?

—No mucho.

—¿Dijeron si volverían?

—No lo dijeron… pero yo lo sé. Llegarán aquí a la puesta del sol.

—¿Desde dónde?

—Desde el este. Como te diriges hacia el norte, podrás esquivarlos, pero sólo por ahora. Vuestros caminos se cruzarán y nada podrá cambiarlo. Necesitas más amigos, Cráneo de Buey. Solo, estás perdido. —El viejo notas cerró los ojos y se estremeció. Una brisa fría irrumpió de súbito en la tienda, apagando las velas. El anciano, sacudido por un escalofrío, abrió los ojos de par en par—. Tú debes marcharte de aquí y yo debo trasladar el campamento —añadió. El miedo le brillaba en los ojos oscuros y rasgados.

—¿Qué ves?

—Tus enemigos son realmente poderosos. Han abierto la novena puerta del Infierno y los Transmutados andan sueltos. Debes marcharte lejos, y enseguida, Cráneo de Buey.

—¿Qué son los Transmutados?

—No puedo decirte más. El tiempo se ha acabado y cada latido nos acerca más a la destrucción. No intentes enfrentarte a ellos. ¡Huye! Son el poder, son la muerte. ¡Huye!

El anciano se puso de pie bruscamente y salió corriendo de la tienda. Waylander le oyó dar órdenes a gritos; se le adivinaba el pánico en la voz. Al ver que habían apilado ordenadamente sus pertenencias junto al caballo, las envolvió deprisa y se alejó del campamento, dejándoles la montura de Cadoras en pago por la ayuda recibida.

Al acampar a unas ocho millas, reflexionó sobre las palabras del viejo: «No luches. Huye».

Pero ¿qué eran los Transmutados? ¿Por qué no podía matarlos? ¿No corría sangre por sus venas? ¿Qué clase de ser podía sobrevivir a un enfrentamiento con Waylander el Destructor?

El anciano no era ningún cobarde. Había percibido la maldad de los jinetes de la Hermandad, pero no se había amilanado. Sin embargo, se asustaba ante esa nueva amenaza. ¿Por qué trasladar el campamento? Waylander añadió ramas a la hoguera y se calentó las manos. La brisa nocturna susurraba entre las hojas de los árboles, mientras un lobo aullaba a lo lejos.

El asesino se ocupó de sus armas. Afiló los cuchillos arrojadizos y revisó la ballesta, un arma hermosa diseñada según sus instrucciones y fabricada por un armero ventriano. El mango era de ébano pulido y los dos gatillos, de bronce mate. Era un trabajo de artesanía incomparable, por el que Waylander había pagado una fortuna en ópalos. El que se tratara de gemas robadas no le quitaba mérito al regalo; el armero había parpadeado sorprendido cuando Waylander las dejó caer en sus manos extendidas.

—Eres un artista, Arles, y ésta es una obra maestra.

De repente el caballo de Waylander lanzó un relincho de terror. El asesino se puso de pie en silencio, tensando con suavidad la ballesta y encajando dos saetas. El animal tiraba de las riendas, intentando soltarse de la rama baja a la que estaba atado. Tenía las orejas pegadas al cráneo y los ojos dilatados por el pánico.

«No luches.; Huye!» Las palabras del viejo volvían con insistencia.

Recogió la manta que estaba junto al fuego, la enrolló y corrió hacia el caballo. Le llevó unos segundos ajustar la cincha y colocar la manta en su sitio. Desató las riendas y montó de un salto. Cuando el caballo se lanzó al galope, estuvo a punto de salir despedido. Dejaron atrás el bosque y se dirigieron hacia el norte a toda velocidad.

Waylander se volvió. Varias sombras salían del bosque. Parpadeó, pero una nube que oscureció la luna hizo que se desvanecieran en la oscuridad. Tiró de las riendas en un esfuerzo por controlar el galope enloquecido. Ir a esa velocidad por las Estepas en plena oscuridad era una imprudencia. Un hoyo, la madriguera de un conejo, una piedra grande, cualquier cosa podía romperle una pata al caballo y derribarlo.

Al cabo de una milla el animal empezó a quedarse sin aliento. Waylander lo sofrenó y lo llevó a un paso suave. El animal tenía los flancos empapados de sudor y resollaba. Waylander lo palmeó en el cuello y le susurró palabras tranquilizadoras. Miró atrás, pero no vio nada. Sólo había captado una imagen breve de sus perseguidores, pero recordaba haber visto a unos hombres enormes con capas de piel de lobo, que corrían encorvados en filas de dos. Meneó la cabeza: habría sido una ilusión óptica, pues su velocidad era pasmosa. Ahora que viajaba a un paso más tranquilo, quitó las saetas de la ballesta y aflojó las cuerdas.

Fueran quienes fueran, iban a pie; esa noche no lo atraparían.

Desmontó y siguió caminando hacia el norte, deteniéndose sólo para secarle el sudor al animal.

—Creo que me has salvado la vida —susurró, dándole una palmadita en el cuello aterciopelado.

Las nubes se alejaron y apareció el brillo plateado de la luna sobre las montañas distantes. Al cabo de una milla volvió a montar.

Se frotó los ojos y bostezó, arropándose con la capa. La necesidad de dormir lo envolvió como si una cálida manta le cubriera la mente.

Un búho se lanzó en picado y cayó a plomo con las garras extendidas. Se oyó el chillido de un roedor diminuto cuando el ave atrapó su presa

Una sombra oscura se movió a la derecha de Waylander. Se apartó con un movimiento brusco, aunque no se veía nada excepto una cortina de arbustos bajos. Instantáneamente alerta, miró a la derecha y vio dos sombras que surgían de las hierbas altas a una velocidad aterradora. El caballo alzó las patas en el aire y se lanzó a la carrera mientras las botas de Waylander, muy inclinado sobre la silla, le espoleaban los flancos.

Una silueta apareció delante de él y el caballo se desvió bruscamente. Cuando la figura saltó, la sangre se le heló en las venas al ver el rostro demoníaco que se abalanzaba sobre él mostrando los colmillos. Waylander lanzó un puñetazo a un lado de la cabeza de la criatura; la paletilla del caballo se estampó contra la bestia, dejándola tendida en el suelo. Esta vez Waylander no intentó controlar la frenética carrera en la oscuridad. Estaba tan aterrorizado como el caballo, y no podía apartar de su mente la imagen de esos ojos terribles y de los colmillos empapados en sangre. El corazón le latía desbocado. No era de extrañar que el anciano estuviera tan desesperado por trasladar el campamento: quería alejarlo del olor de Waylander.

Tres millas más adelante, Waylander recuperó el control. El caballo empezaba a agotarse y apenas si andaba al trote. Lo sofrenó y miró hacia atrás.

No se veía nada, pero sabía que estaban allí, siguiendo su rastro, husmeando su miedo. Registró el horizonte en busca de algún escondite, pero no había ninguno a la vista. Así que siguió adelante, sabiendo que las bestias lo alcanzarían. El caballo estaba exhausto y, aunque más rápido en las distancias cortas, no aguantaría una persecución prolongada.

¿Cuántas eran las bestias? Había visto al menos tres. Tres no era tan terrible. ¿Podría contra tres? Lo dudaba.

Sintió una chispa de cólera. Dardalion le había dicho que servia a la Fuente, pero ¿qué clase de dios ponía a un hombre en semejante peligro? ¿Por qué toda la fuerza estaba de parte del enemigo?

—¿Qué quieres de mí? —gritó mirando al cielo.

Más adelante una línea de colinas bajas se elevaba suavemente sobre la llanura; no había árboles ni ningún refugio a la vista. Poco a poco el caballo subió pesadamente la ladera. En la cima, Waylander tiró de las riendas y miró hacia atrás. Al principio no vio nada; después los vio a lo lejos: seis siluetas oscuras que corrían agrupadas tras su rastro. Sólo los separaban unos minutos.

Waylander tensó la ballesta y colocó las saetas. Podría matar a dos rápidamente, y tal vez a un tercero con la espada.

Echó un vistazo al otro lado de la colina y vio el río allá abajo, serpenteando como una cinta de plata en dirección a las montañas. Al pie de las colinas había una cabaña, y detrás un pequeño transbordador. Esperanzado, espoleó el caballo.

A medio camino empezó a llamar al barquero.

Una linterna brilló en la ventana de la cabaña y salió un hombre alto.

—Llévame al otro lado del río —dijo Waylander.

—Lo haré por la mañana —respondió el hombre—. Puedes dormir en casa.

—Mañana ya estaré muerto. Seis bestias del Infierno me pisan los talones. Si tienes a tu familia en casa, súbelos a la barca.

—Será mejor que te expliques. —El hombre alzó la linterna. Era alto, de hombros anchos y espesa barba negra; los ojos, aunque rasgados, evidenciaban el mestizaje.

—Créeme, no hay tiempo. Te daré veinte piezas de plata por el cruce, pero si no te das prisa lo intentaré a nado.

—No lo conseguirías; la corriente es demasiado fuerte. Espera aquí.

El hombre regresó a la casa y Waylander maldijo su lentitud. Al cabo de varios minutos apareció con tres niños; uno aferraba una muñeca de trapo pegada a la cara. Los llevó al transbordador, levantando la barrera para que pasara el caballo de Waylander. El Destructor desmontó, volvió a colocar la barrera en su sitio y soltó las amarras mientras el barquero se dirigía a la parte delantera, sujetaba firmemente la soga de arrastre y tiraba. La balsa empezó a avanzar poco a poco. El hombre tiraba con fuerza, encorvado sobre la cuerda, mientras en la popa Waylander vigilaba la ladera de la colina.

Las criaturas aparecieron de repente y se pusieron a correr.

La balsa estaba a sólo unas yardas del muelle.

—Por todos los dioses, ¿qué es eso? —gritó el balsero, soltando la soga.

—¡Tira, si quieres seguir con vida! —aulló Waylander. El hombre recogió la soga y tiró de ella con todas sus fuerzas. Las criaturas se precipitaron colina abajo y alcanzaron el muelle, encabezadas por un gigante de ojos relucientes que llegó hasta el borde con las garras extendidas y saltó. Waylander apretó el primer gatillo. La saeta se clavó en la boca del monstruo, atravesándole el paladar y penetrando en el cerebro. La criatura se estrelló contra la barrera partiéndola en dos. El caballo de Waylander se alzó sobre las patas y relinchó aterrorizado cuando otra de las bestias se abalanzó de un salto. La segunda saeta la alcanzó en el cráneo. Aterrizó tambaleante sobre la barca; Waylander se le acercó corriendo y, dando un salto, la golpeó con los pies en el pecho, catapultándola a las aguas turbulentas del río.

Las demás gruñeron enfurecidas al ver que Waylander encajaba otras dos flechas en la ballesta. Lanzó una de ellas a través de los veinte pies que los separaban, observando cómo se alojaba en uno de los pechos recubiertos de pelo. La criatura se la arrancó con un rugido de cólera y la arrojó al río.

Una mano en forma de garra le aferró la pantorrilla. Soltó la ballesta, desenvainó la espada y la lanzó abajo con todas sus fuerzas. La hoja se hincó profundamente en el brazo de la criatura, pero no le quebró el hueso. Tuvo que insistir tres veces hasta que por fin la zarpa se soltó. Dio un salto hacia atrás para apartar el pie.

La criatura se volvió y quedó tendida de espaldas al borde de la barca. La flecha le asomaba por la boca y la sangre salía a borbotones por el brazo mutilado. Waylander se acercó corriendo y le dio una patada; el cuerpo se fue a pique.

—¿Hay otro sitio por donde puedan cruzar? —preguntó Waylander.

—A unas veinte millas río arriba, o a quince río abajo. ¿Qué eran?

—No lo sé. No quiero saberlo.

Los niños, apiñados al otro extremo de la balsa, estaban tan asustados que ni siquiera lloraban.

—Es mejor que te ocupes de ellos —dijo Waylander—. Yo me estiraré un rato. —El hombre soltó la soga, se puso de rodillas junto a sus hijos y los abrazó hablándoles en voz baja. Abrió un cofre fijado cerca de la parte delantera del transbordador, sacó unas mantas y los niños se acostaron sobre la cubierta, arrimados para darse calor.

Les llevó poco más de una hora atravesar el río. Waylander daba gracias por no haberse visto obligado a cruzarlo a nado. En el centro la corriente era demasiado fuerte para que un ser humano la venciera.

Al acercarse al muelle, el barquero se apostó en la parte delantera con un cabo de amarre en la mano. Un poco más adelante había otra cabaña. Entraron a los niños dormidos y los acostaron en dos camas que colocaron unidas contra la pared del fondo. El hombre encendió una hoguera.

—Ya tenía problemas de sobra con las tribus, y ahora esto —dijo de pronto el barquero. Sentados uno junto al otro, contemplaban el fuego que empezaba a avivarse—. Supongo que tendré que mudarme.

—Las bestias vienen sólo a por mí. No creo que vuelvan a molestarte.

—Da igual. Tengo que pensar en los niños. Éste no es lugar para ellos.

—¿Cuánto hace que vives aquí?

—Tres años. Vinimos cuando murió mi mujer. Tenía una granja cerca de Purdol, pero una incursión la arrasó; se llevaron todo el grano y las reservas de comida para el invierno. Así que me instalé aquí, ayudando a un viejo notas. Murió el año pasado; se cayó por la borda.

—¿Las tribus no te molestan?

—Mientras siga encargándome del transbordador no se meterán conmigo. Pero no les gusto. ¡Soy mestizo!

—Eres más alto que la mayoría de los nadir —observó Waylander.

—Mi madre era vagriana. Mi padre era notas, de modo que al menos no tengo una deuda de sangre con nadie. He oído decir que en el sur están en guerra.

—Sí.

—Y tú eres Waylander.

—Así que han venido los jinetes. ¿Eran nadir o vagrianos?

—Ambos —dijo el hombre—. Pero no te traicionaré; te debo cuatro vidas.

—No me debes nada. En realidad, todo lo contrario: atraje hacia ti a las criaturas. Cuando vuelvan los jinetes, diles qué ha sucedido. Diles que me he ido hacia el norte.

—¿Por qué?

—Por dos razones. En primer lugar porque es la verdad, y además porque ya saben adonde me dirijo.

—Si lo saben, ¿por qué vas allí? —preguntó el hombre después de asentir con un gesto. Removió el fuego para avivarlo y añadió más leña—. Estarán esperándote.

—Porque no tengo elección.

—Vaya tontería. La vida está llena de posibilidades. Desde aquí puedes ir en cualquier dirección.

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