—De modo que Dardalion os lo ha contado. Pues no hace falta que sigáis preguntando. Ya sabéis todo lo que hay que saber.
—No sé por qué has decidido ir. ¿Qué ganas con ello?
—Es asunto mío.
—Desde luego. Pero la Armadura es muy importante para los drenai, y eso sí me atañe.
—Habéis llegado muy lejos en poco tiempo, general. Este asunto no es de la incumbencia del Primer Dun de un fuerte ruinoso.
—Entiéndeme bien, Waylander. Soy un hombre afable con un corazón de oro… cuando me siguen la corriente. Me agradas e intento olvidarme de que un hombre de negro armado de una ballesta mató al rey Niallad. Ese hombre sería sentenciado inmediatamente.
—¿Por qué queréis saberlo?
—Podría usar la Armadura —dijo Karnak reclinándose, con los ojos pálidos fijos en la mirada de Waylander—; me serviría de ayuda.
—No os quedaría bien, general.
—Puede arreglarse.
—Pero prometí entregarla a Egel.
—Ni siquiera conoce su existencia.
—Sois un hombre repleto de sorpresas, Karnak. Estáis aquí sentado al borde de la derrota y aun así planeáis vuestro brillante futuro. ¿Cuál será? ¿El rey Karnak? Suena bien. ¿El conde Karnak, quizá?
—No miro tan lejos, Waylander. Confío en mi criterio. Egel es un guerrero excelente y un buen general. Precavido, sí, pero también un hombre de acero. Si él contara con ciertas ventajas, podría imprimir un giro decisivo a esta guerra.
—Y la Armadura sería una de esas ventajas —comentó Waylander.
—Ya lo creo. Pero se le podría dar mejor uso en otro sitio.
—¿Dónde?
—En Purdol —dijo Karnak, inclinándose hacia delante y observando resueltamente a Waylander.
—La fortaleza ya está rodeada.
—Hay una forma de acceder a ella.
—¿Qué os proponéis?
—Haré que te acompañen veinte de mis mejores hombres a buscar la Armadura. Me la llevarás a Purdol.
—Para que hagáis vuestra aparición en lo alto de las almenas de Purdol con la armadura puesta y ocupéis una página en la historia del pueblo drenai.
—Sí. ¿Qué me dices?
—Que lo olvidéis. Orien me ha pedido un favor y le he dicho que lo intentaría. Puede que yo no sea un gran hombre, Karnak, pero tengo palabra. Si es humanamente posible recuperar la Armadura, lo haré… y se la llevaré a Egel a Skultik o adondequiera que esté. ¿Responde esto a vuestra pregunta?
—¿Te das cuenta de que tengo tu vida en mis manos?
—No me importa, general. Es lo hermoso de esta misión. No me importa si tiene éxito o no; y me importan menos aún las amenazas contra mi vida. No tengo ningún motivo para vivir, mi sangre no circula por un ser viviente. ¿Lo comprendéis?
—De modo que no puedo tentarte con riquezas ni con amenazas.
—Así es. No casa con mi reputación, ¿verdad?
—¿Hay algo que pueda hacer para ayudarte en la búsqueda?
—Es un cambio de actitud algo brusco, general.
—Soy realista. Sé cuándo retirarme. Si no puedo tener la Armadura, entonces Egel es la segunda mejor opción para los drenai. Así que pide. ¿Necesitas algo?
—No necesito nada. Tengo dinero suficiente en Skarta.
—Pero no pensarás ir solo, ¿no?
—Lo ideal sería llevarme todo un ejército, pero a falta de eso, un hombre solo tiene más posibilidades de éxito.
—¿Y Dardalion?
—Su destino está en otra parte. Puede seros de utilidad, y lo será.
—¿Cuándo planeas marcharte?
—Pronto.
—¿Sigues sin confiar en mí?
—No confío en nadie, general. La confianza implica necesidad; la necesidad implica afecto.
—¿Y no sientes afecto por nadie? ¿Ni siquiera por la mujer y las niñas?
—Por nadie.
—Puedo leer en los hombres como algunos leen las huellas. Eres un libro abierto para mí, Waylander, y creo que mientes, igual que mentiste cuando te pregunté por el hijo de Kaem. Pero miente todo lo que quieras; no tiene la más mínima importancia, excepto para ti. Te dejaré dormir.
El enorme general se puso de pie y se internó en la oscuridad. Había dejado de llover. Estiró la espalda y se alejó a lo largo de la columna flanqueado por sus dos guardaespaldas.
—¿Qué opinas de él, Ris? —preguntó al más alto de los dos.
—No lo sé, general. Dicen que luchó bien en Masin. Es inexpresivo. Frío.
—Pero ¿confiarías en él?
—Creo que sí. Desde luego, estaría más dispuesto a confiar en él que a enfrentarme a él.
—Bien dicho.
—¿Puedo haceros una pregunta, señor?
—Dioses, por supuesto. Adelante.
—Con respecto a todo ese asunto de la Armadura. ¿Qué haríais con ella?
—Se la enviaría a Egel.
—No lo entiendo. Es lo que piensa hacer él.
—La vida entera es un enigma, amigo mío —dijo Karnak.
La ciudad de Skarta se extendía por un claro entre dos colinas al sudoeste de Skultik. No estaba rodeada de murallas, aunque se veían defensas erigidas apresuradamente: barreras endebles construidas con las piedras de la zona detrás de profundas trincheras. Por todos lados había soldados trabajando; aumentaban la altura de las barricadas o tapiaban las ventanas exteriores de las viviendas del perímetro.
Pero los trabajos cesaron cuando Karnak entró en la ciudad al frente de las carretas.
—¡Bienvenido, general! —gritó uno de los hombres, sentándose sobre la pared que estaba construyendo.
—Esta noche comeremos carne —bramó Karnak—. ¿Qué os parece?
—Otra gran victoria de Karnak —comentó Waylander, que marchaba junto a Dardalion al final de la columna—. ¡Fíjate, se le acercan como un rebaño! Se diría que él en persona defendió Masin. ¿Dónde está Gellan en este momento de triunfo?
—¿Por qué no te gusta? —preguntó Dardalion.
—No me disgusta. Pero es un presuntuoso.
—¿No crees que tiene que serlo? La tropa está desmoralizada, necesita héroes.
—Tal vez. —Waylander dirigió la mirada a las defensas. Estaban bien planificadas; las trincheras eran lo bastante profundas para evitar que un cuerpo de caballería atacara la ciudad, y los muros, estratégicamente situados, permitirían a los arqueros infligir graves pérdidas al enemigo. Pero serían inútiles en un enfrentamiento a largo plazo, ya que no eran ni altos ni fuertes. Tampoco había ningún material de unión entre la piedras. No era posible convertir a Skarta en una fortaleza, y Waylander adivinó que las defensas estaban más dirigidas a elevar la moral de la ciudad que a un intento real de rechazar a los vagrianos.
La caravana atravesó las defensas exteriores y se dirigió al centro de Skarta. Casi todos los edificios eran de piedra blanca extraída de las montañas de Delnoch, al norte. La ciudad, integrada en su mayor parte por viviendas de una planta, se había erigido en torno a una antigua villa fortificada que ahora era el ayuntamiento y el cuartel general de Egel.
Cuando la columna entró, Waylander tiró de las riendas del caballo.
—Nos veremos más tarde —dijo a Dardalion, y se dirigió al barrio oriental. Desde su charla con Karnak ya no estaba custodiado; no obstante procedió con cautela, verificando varias veces que no lo siguieran. Allí las casas eran más humildes. Las paredes estaban pintadas de blanco para imitar los edificios nobles de granito y mármol del distrito norte, pero la piedra era de baja calidad.
Waylander se dirigió a una posada cerca de la calle de los Tejedores y dejó el caballo en el establo del fondo. La posada estaba repleta; el aire apestaba a sudor rancio y a cerveza barata. Se abrió paso hasta la larga barra de madera, escudriñando la multitud.
—¿Cerveza? —le preguntó el posadero al verlo acercarse, alzando una jarra de peltre.
—Busco a Durmast —dijo Waylander, después de hacer un gesto de asentimiento.
—Muchos lo buscan. Debe de ser muy popular.
—Es un cerdo. Pero necesito encontrarlo.
—Te debe dinero, ¿no? —El posadero sonrió abiertamente, mostrando los dientes manchados y rotos.
—Aunque me avergüence admitirlo, es amigo mío.
—Entonces tendrías que saber dónde está.
—¿Hasta tal punto está metido en líos?
—Si lo buscas, lo encontrarás. —El posadero volvió a sonreír y llenó de cerveza espumosa la jarra de Waylander—. Que aproveche.
—¿Cuánto es?
—El dinero ya no sirve de nada aquí, amigo. Así que la regalamos.
—Teniendo en cuenta el sabor —dijo Waylander después de un buen trago—, deberíais pagar por bebería. —El posadero se alejó; Waylander apoyó los brazos sobre la barra y esperó. Al cabo de un rato, un joven de rasgos afilados le dio un golpecito en el brazo.
—Sígueme —dijo.
Se abrieron paso entre la multitud hasta llegar a una puerta estrecha de la parte trasera, que daba a un pequeño patio y a una serie de callejones. La silueta flaca trotó delante de él, girando a derecha e izquierda por el laberinto hasta que por fin se detuvo ante una amplia puerta tachonada en bronce. Dio tres golpes, esperó, después otros dos, y una mujer con un vestido largo verde abrió. Los condujo con paso cansino a una habitación al fondo de la casa y el joven llamó otra vez. Le dedicó a Waylander una sonrisa burlona y se alejó.
Waylander colocó la mano sobre el picaporte y se detuvo. Se apartó a un lado, de espaldas a la pared, movió el picaporte y empujó la puerta. La saeta de una ballesta se incrustó en la pared opuesta arrojando una lluvia de chispas por el pasillo.
—¿Es manera de recibir a un viejo amigo? —preguntó Waylander.
—Hay que tener cuidado con los amigos —llegó la respuesta.
—¡Me debes dinero, condenado!
—Pasa y cógelo.
Waylander se alejó de la puerta y se situó al otro lado del pasillo. Tomó impulso, se precipitó de cabeza en el cuarto, y en cuanto tocó el suelo rodó sobre sí mismo cuchillo en mano.
—¡Se acabó el juego, eres hombre muerto! —dijo la voz, que ahora provenía de la entrada. Waylander se volvió lentamente. Detrás de la puerta había un hombre enorme como un oso que empuñaba una ballesta negra con la saeta apuntando al estómago de Waylander.
—Te estás volviendo viejo y lento, Waylander —comentó Durmast. Quitó la saeta, soltó la cuerda y apoyó la ballesta en la pared. Waylander meneó la cabeza y envainó el cuchillo. El hombretón cruzó la habitación y lo levantó en vilo con un abrazo de oso que le hizo crujir los huesos. Antes de soltarlo le plantó un beso en la frente.
—Apestas a cebolla —dijo Waylander.
Durmast sonrió de oreja a oreja y dejó caer su corpachón colosal en una silla de cuero. Era aún más corpulento de lo que el asesino recordaba, y tenía la barba hirsuta y descuidada. Su ropa, como siempre, era de lana tejida a mano, con una mezcolanza de verdes y marrones que le daban el aspecto de un árbol humano: parecía cosa de magia. Durmast medía casi siete pies de altura y pesaba más que tres hombres robustos juntos. Waylander lo conocía desde hacía once años y, si en algún ser vivo confiaba, era en el gigante.
—Bien, al grano —dijo Durmast— ¿A quién persigues?
—A nadie.
—Entonces, ¿quién te persigue a ti?
—Casi todo el mundo. Pero principalmente la Hermandad.
—Eliges bien a tus enemigos, amigo mío. Mira, lee esto. —Durmast escarbó en un desordenado montón de rollos de pergamino y dio con uno apretadamente enrollado y sellado con un círculo de cera negra. El sello estaba roto. Waylander lo tomó y lo leyó rápidamente.
—¿Cinco mil piezas de oro? Valgo mucho.
—Sólo muerto —dijo Durmast.
—De ahí el recibimiento con la ballesta.
—Orgullo profesional. Si llegaran tiempos difíciles, siempre puedo contar contigo. Y con la recompensa por tu cabeza de lobo.
—Necesito tu ayuda —dijo Waylander, acercando un asiento frente al gigante.
—Tal vez resulte caro.
—Sabes que puedo pagar. Todavía me debes seis mil piezas de plata.
—Pues ése es el precio.
—Aún no sabes qué necesito.
—Cierto; pero ése es el precio de todos modos.
—¿Y si no acepto?
—Entonces cobraré el botín que la Hermandad ofrece por ti.
—Eres duro regateando.
—No es más de lo que tú me quisiste cobrar en aquella ladera ventriana cuando me rompí la pierna, ¡Seis mil por un entablillado y un caballo!
—El enemigo estaba cerca —dijo Waylander—. No es un precio alto por tu vida.
—Cualquier otro me habría rescatado por amistad.
—Los hombres como nosotros no tienen amigos, Durmast
—Bueno, ¿estás de acuerdo en el precio?
—Sí.
—Perfecto. ¿Qué necesitas?
—Alguien que me guíe al Raboas, el Gigante Sagrado.
—¿Por qué? Ya sabes dónde está.
—Quiero salir vivo de allí. Tengo que traer una cosa.
—¿Te propones robar el tesoro nadir de su lugar más sagrado? ¡No precisas un guía, sino un ejército! Pídeselo a los vagrianos, puede que sean lo bastante fuertes. Pero lo dudo.
—Necesito a alguien que conozca a los nadir y sea bien recibido en sus campamentos. Lo que busco no es el tesoro nadir; pertenece a los drenai. Pero no voy a mentirte, Durmast, es muy arriesgado. La Hermandad me seguirá el rastro y su objetivo es el mismo.
—¿Es valioso?
—No tiene precio.
—¿Y qué porcentaje me ofreces?
—La mitad de lo que me pagan.
—Me parece justo. ¿Cuánto te pagan?
—Nada.
—¿Es que le prometiste a tu madre en su lecho de muerte que lo harías?
—No. Se lo prometí a un anciano.
—No creo ni una palabra de lo que dices. Jamás en tu vida has hecho algo por nada. Dioses, te salvé dos veces a mis expensas; sin embargo, cuando yo tuve dificultades me cobraste en plata. ¿Y ahora me dices que te has vuelto altruista? No hagas que me enfade, Waylander. No te gustará verme enfadado.
—Yo también estoy sorprendido —dijo Waylander encogiéndose de hombros—. No puedo decirte mucho más.
—Sí puedes. Háblame del viejo.
Waylander se reclinó. ¿Qué podía contarle? ¿Cómo podría exponer la historia para que Durmast comprendiera qué le había sucedido? Imposible. El gigante era un asesino inmoral y despiadado, igual que Waylander tan sólo unos días antes. ¿Cómo iba a entender la vergüenza que el anciano le había hecho sentir? Respiró hondo y se lanzó a relatarlo, sin permitirse embellecerlo. Durmast escuchó en silencio, con la cara ancha impasible, sin una chispa de emoción en los ojos verdes. Cuando concluyó, Waylander estiró los brazos y se quedó en silencio.