—No es cierto. Puedes irte o quedarte a tu antojo. —Se sentó y se rascó la barba—. ¿Por qué tienes que convertirlo todo en un enfrentamiento?
—Sacas lo peor de mí, Durmast; digámoslo así. ¿Cuándo desembarcaremos?
—Mañana. Compraremos caballos y acamparemos en Raboas hacia el atardecer.
—¿Y después?
—Esperaremos a Waylander, si es que aún no ha llegado.
—Me gustaría creerte —dijo ella amargamente.
—¿Por qué no habrías de hacerlo? —Danyal se puso a reír—. ¡Puta! —siseó Durmast. La atrajo hacia él aferrándola del brazo con un tirón brusco.
—Quítame las manos de encima —dijo Danyal, intentando calmarse. Había visto la mirada demente de Durmast, la locura mortífera de un berserker.
—¿Por qué? Me gusta oler tu miedo. —La abrazó con fuerza, sujetándole los brazos contra los costados, y apretó la cara contra la de ella.
—Creía que habías dicho que no eras un violador —musitó Danyal, sintiendo el aliento en la mejilla.
—Me trastornas, mujer. —La soltó con un gruñido, apartándola—. Cada movimiento, cada mirada tuya me incita a poseerte. Me deseas, lo sé.
—Te equivocas, Durmast. No quiero nada contigo.
—¡No me digas eso! Las mujeres como tú no están mucho tiempo sin un hombre. Sé qué necesitas.
—No sabes nada; eres un animal.
—¿Crees que Waylander es diferente? Él y yo somos las dos caras de la misma moneda. Asesinos. ¿Por qué habrías de desear a uno y no al otro?
—¿Desear? —replicó con desdén—. Nunca lo entenderás. No tiene nada que ver con el deseo. Lo amo y quiero estar con él. Quiero hablarle, tocarlo.
—¿Y a mí no?
—¿Quién podría quererte, Durmast? —respondió irritada—. Estás obsesionado contigo mismo. ¿Crees que me has engañado con tu discurso acerca de ayudar a Waylander? Tú también quieres la Armadura y la venderás al mejor postor.
—¿Tan segura estás?
—Claro que estoy segura, te conozco. Eres fuerte físicamente, pero moralmente inferior a una rata de alcantarilla.
Durmast se le acercó. Danyal advirtió con un estremecimiento que había ido demasiado lejos, que había hablado más de lo debido. Pero no la tocó. En cambio, se echó a reír, su mirada se despejó y el buen humor suplantó el destello de malicia.
—Muy bien, Danyal, lo admito: es cierto que intento vender la Armadura al mejor postor. Lo que significa a Kaem y los vagrianos. También me propongo matar a Waylander y cobrar la recompensa. Y tú, ¿qué harás? —Aferrando la daga de acero plateado, Danyal intentó apuñalarlo en la cara con un rápido movimiento, pero Durmast le sujetó la muñeca. El cuchillo cayó al suelo—. No puedes matarme, Danyal —susurró—. Ni siquiera a Waylander le resultaría fácil, y tú no eres más que una estudiante aventajada. Tendrás que encontrar otra forma.
—¿De hacer qué? —preguntó ella, frotándose la muñeca entumecida.
—De superar la oferta de Kaem.
—¡Cerdo despreciable! —La comprensión la golpeó como un mazazo—. ¡Canalla!
—¿Cuál es tu oferta? —dijo Durmast con un gesto de asentimiento.
—¿Tanto me deseas?
—Sí, te deseo, mujer. Siempre te he deseado, desde que os vi, a ti y a Waylander, hacer el amor en las colinas de Delnoch.
—¿Y qué me darás a cambio, Durmast?
—Dejaré que Waylander se quede con la Armadura. Y no intentaré matarlo.
—De acuerdo —dijo ella suavemente.
—Estaba seguro de que aceptarías —replicó, acercándose.
—¡Espera! —ordenó ella. Entonces fue él quien se quedó helado, pues en la mirada de Danyal había un brillo de triunfo—. Acepto tus condiciones, y te pagaré cuando Waylander tenga la Armadura. Tú y yo nos quedaremos en Raboas.
—Me exiges mucha confianza, Danyal.
—Bien, a diferencia de ti, en mí se puede confiar.
—Creo que sí —dijo, asintiendo con un gesto, y se internó en la oscuridad.
Sola al fin, la enormidad de su promesa se abatió sobre Danyal.
Dundas, Gellan y Dardalion aguardaban en la sala de espera mientras Evris, el cirujano, atendía a Karnak, ahora inconsciente.
Gellan, todavía sucio por los días pasados en el túnel, estaba repantigado en una amplia silla de cuero, con aspecto frágil sin la armadura. Dundas se paseaba de la ventana a la puerta de la habitación, deteniéndose de vez en cuando como si quisiera escuchar el trabajo del cirujano. Dardalion, sentado en silencio, luchaba contra la falta de sueño; al percibir la tensión de los dos hombres, se relajó para que su mente fluyera hacia la de ellos.
Se fusionó con Gellan, sintiendo primero su fuerza interior, un poder ejercido al límite y amenazado por la duda. Dardalion supo que era una buena persona y que el sufrimiento de sus hombres le dolía profundamente. Pensaba en Karnak; rezaba por su recuperación y temía que alguna herida interna aún pudiera arrebatarles la esperanza a los drenai. También pensaba en la muralla y en el impuesto siniestro que se cobraba cada día.
Dardalion se apartó de Gellan y se fundió con Dundas, el oficial alto y rubio. El también rezaba por Karnak, pero no sólo por amistad. El peso de la responsabilidad lo abrumaba como una montaña. Si Karnak muriera no sólo perdería a su mejor amigo, sino que tendría que asumir la tremenda responsabilidad de la defensa. Eso significaba un dilema terrible. La muralla era indefendible, pero retirarse implicaba condenar a un millar de heridos. Dundas se imaginaba la escena: los defensores, refugiados provisionalmente en el Torreón, observando cómo sacaban a rastras a los heridos y los liquidaban ante sus ojos. Dundas era un soldado, un buen soldado, pero también lo reverenciaban por su bondad natural y su comprensión. En un hombre, eran cualidades admirables. En un guerrero, debilidades de las que aprovecharse.
Dardalion se replegó a sus pensamientos. No era un militar, ni un estratega. ¿Qué haría en el caso de que la elección estuviera en sus manos?
¿Emprender la retirada?
¿Resistir?
Sacudió la cabeza como si quisiera quitarse de encima los pensamientos. Estaba cansado y el esfuerzo de escudar a Waylander lo iba minando a cada hora que pasaba. Cerró los ojos y se proyectó al resto de la fortaleza, percibiendo la desesperanza que la invadía. La Hermandad estaba por doquier: ya se habían producido cuatro suicidios y dos hombres habían sido sorprendidos mientras intentaban abrir una puerta trasera bloqueada en lo alto de la muralla norte.
La puerta se abrió y salió Evris, secándose las manos con una toalla de lino. Gellan se puso de pie de un salto.
—Todo va bien —dijo el cirujano en voz baja, levantando las manos—. Descansa.
—¿Y las heridas? —preguntó Gellan.
—Según creo, ha perdido la vista del ojo izquierdo. Pero nada más. Grandes rasguños, puede que un par de costillas rotas. No sangra. Su corpulencia lo salvó. —Evris salió de la habitación para ir a atender al resto de heridos.
—Un luminoso rayo de esperanza —dijo Dundas, derrumbándose en una silla junto a un escritorio oval—. Si Egel llegara mañana con cincuenta mil hombres, empezaría a creer en los milagros.
—A mí me basta con un milagro por vez —dijo Gellan—. Pero tenemos que tomar una decisión; no podemos seguir defendiendo la muralla.
—¿Opinas que deberíamos retroceder? —preguntó Dundas.
—Creo que sí.
—Pero los heridos…
—Lo sé.
—¿Sabéis? —dijo Dundas después de maldecir amargamente. Se rió entre dientes, pero sin alegría—. Siempre he querido ser general, un Primer Gan con un ala de caballería a mis órdenes. ¿Y sabéis por qué? Para poder tener un caballo blanco y una capa de terciopelo rojo. ¡Dioses, creo que sé cómo se sentía el pobre Degas!
Gellan se reclinó y cerró los ojos.
—Esperad a Karnak —les aconsejó Dardalion con suavidad después de observar un momento a ambos—. Que tome él la decisión.
—Qué fácil resultaría —dijo Gellan abriendo súbitamente los ojos—. La decisión es difícil, de modo que carguémosla sobre los hombros más anchos. Nos estamos quedando sin flechas, si es que no se han acabado ya. No hay carne, el pan está agusanado, el queso verde de moho. Los hombres están exhaustos y algunos luchan como en trance.
—Para los vagrianos es casi tan duro, Gellan —dijo Dardalion—. Puede que les queden fuerzas, pero se están quedando sin comida y las enfermedades se extienden por su campamento. Tal vez hayan detenido a Pestillo de Hierro en el sur, pero a un precio muy alto. Están al límite, y sólo faltan dos meses para el invierno.
—No disponemos de dos meses —dijo Dundas—. En cuanto tomen Purdol podrán avanzar por la cordillera de Delnoch y bajar a Skoda para cercar a Pestillo de Hierro. Para entonces el invierno nos importará un bledo.
—He recorrido estas murallas —dijo Dardalion—, pero no del mismo modo que vosotros. Vosotros veis a los hombres en combate. Pero yo me he paseado por las murallas en espíritu y he sentido la fuerza que hay allí. No deis por sentada la derrota.
—Tú lo has dicho, Dardalion —replicó Gellan irritado—. No has recorrido las murallas de la misma manera que nosotros.
—Perdóname, Gellan, no era mi intención mostrarme condescendiente.
—No me hagas caso, sacerdote —dijo Gellan, meneando la cabeza—, Conozco a mis hombres. Son incluso más fuertes de lo que piensan, y ya han hecho milagros. Nadie habría dicho que aguantarían tanto. Sólo me pregunto hasta cuándo podrán soportarlo.
—Estoy de acuerdo con Gellan —dijo Dundas—. Es una decisión de la que tal vez nos arrepintamos toda la vida, pero hay que tomarla. Debemos retirarnos.
—Tú eres militar —convino Dardalion—; no intento influir en tu decisión. Pero los hombres luchan como fieras y no se dan por vencidos. Me han dicho que esta mañana un hombre al que habían arrancado un brazo mató a tres vagrianos antes de caer por las almenas. Y al hacerlo se llevó con él a un soldado enemigo. No parece la actitud de un vencido.
—Lo vi desde la torre de la puerta —dijo Dundas—. Era un granjero; hablé con él una vez. Toda su familia había muerto a manos de unos mercenarios.
—Un hombre no cambia la situación —dijo Gellan—. Lo que les pedimos es inhumano, y tarde o temprano desfallecerán.
La puerta de la habitación se abrió. Al volverse, los tres hombres vieron a Karnak apoyando una mano enorme sobre el marco de madera.
—No se darán por vencidos, Gellan —dijo. La sangre se filtraba por la venda del ojo y estaba pálido, pero su poderío dominaba la escena.
—Deberíais descansar, general —dijo Dardalion.
—Ya he descansado en el túnel. ¡No te imaginas cuánto, chico! Pero ya he vuelto. Os he estado escuchando un rato, y todos los argumentos tienen su parte de razón. Pero mi decisión, la definitiva, es que defenderemos la muralla. No nos retiraremos al Torreón.
»Los hombres han estado magníficos, y seguirán así. Pero si les ordenamos retroceder, verán cómo masacran a sus compañeros y perderán ese temple de hierro. El Torreón caería al cabo de unos días.
»Dundas, consígueme algo de ropa; que sea llamativa —añadió, desplomándose en una silla amplia—. Y un parche de cuero para ponerme encima de la venda. Y otra hacha. Me voy a la muralla.
—Es una locura, señor —dijo Gellan—. No estáis en condiciones de combatir.
—¿Combatir? No lo haré, Gellan. Voy a que me vean. «Allí está Karnak», dirán. «¡Le cayó una montaña encima y ha vuelto!» ¡Y ahora buscadme la ropa! —Se volvió hacia Dardalion—. Uno de tus sacerdotes me dijo hace unos días que habías recortado tu poder para mantener a raya a la Hermandad con el objeto de cubrir a Waylander con una especie de escudo mágico. ¿Es verdad?
—Así es, señor.
—¿Dónde está ahora Waylander?
—Cerca de la montaña.
—Entonces retira el escudo.
—No puedo.
—Escúchame, Dardalion. Crees en el poder que la Fuente tiene contra todas las fuerzas del Caos, y has puesto todo tu empeño en esa creencia.
»Pero me parece que ahora pecas de arrogancia. No lo digo a la ligera, ni siquiera como crítica. Yo mismo soy arrogante. Pero has decidido que Waylander es más importante para los drenai que Purdol. Tal vez tengas razón. Pero ya está cerca de la Armadura; has conseguido que llegara hasta allí. Deja que la Fuente lo lleve de vuelta a casa.
—Debéis entender, señor —dijo Dardalion, alzando la vista y mirando a Karnak a los ojos—, que no todos los enemigos a los que se enfrenta son humanos. Los nadir y la Hermandad le pisan los talones, sí, pero hay otros. Bestias del infierno. Si retiro el escudo se quedará solo.
—Mira, si se queda solo, es que no existe la Fuente. ¿Entiendes el razonamiento?
—Creo que sí, aunque me parece engañoso.
—Es tu arrogancia la que habla. La Fuente existía antes de que nacieras y seguirá existiendo después de tu muerte. No eres su única arma.
—¿Y si os equivocáis?
—Entonces morirá, Dardalion. Pero crecerán los árboles, los ríos correrán hacia el mar y brillará el sol. ¡Retira el condenado escudo! —El sacerdote se puso de pie y se dirigió hacia la puerta—. ¿Lo harás?
—Ya está hecho —dijo Dardalion.
—¡Bien! ¡Ahora expulsa a la Hermandad de Purdol!
—¡Volved, cabrones, aún no hemos acabado con vosotros! —aulló Jonat, acercándose de un salto al muro. Era casi medianoche, y el último de los vagrianos se alejaba cojeando hacia su campamento.
Los camilleros recorrían la muralla transportando a los heridos, mientras se arrojaba a los muertos desde las almenas. Jonat envió a una docena de hombres a buscar agua y comida y se puso a patrullar su sección para verificar las bajas. Durante días se había sentido abrumado por el peso de sus nuevas responsabilidades, y su carga de amargura lo había llevado al borde de la desesperación. El saber que se debía a la actuación de la Hermandad le había ayudado a sobrellevarlo, pero esa noche se sentía libre. Las estrellas brillaban, la brisa marina era fresca y limpia, y el enemigo se escabullía hacia sus tiendas como un perro apaleado. Jonat se sentía más fuerte que nunca, y exhibía una amplia sonrisa al bromear con los soldados que lo rodeaban. Incluso dirigió un gesto de saludo a Sarvaj, que estaba en la torre de la puerta; su recuperado buen humor había ahogado el intenso desagrado que lo inspiraba.
De repente oyó un clamor a la derecha. Al volverse vio que Karnak subía a zancadas por los escalones que conducían a las almenas. Lo seguían cuatro soldados que llevaban garrafas de vino.
—Te veo, Jonat, bribón —rugió Karnak. Jonat se rió entre dientes y cogió la botella que Karnak le tendía—. Supongo que beberás conmigo, ¿verdad?