Waylander (33 page)

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Authors: David Gemmell

Tags: #Novela, Fantasía

BOOK: Waylander
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Kai se miró las manos. Sabía que eran unas manos especiales. Se quitó lentamente la venda del brazo y arrancó los puntos que le había dado Waylander. Empezó a manar sangre de la herida. Kai se cubrió el corte con la mano e hizo un esfuerzo de concentración. Una intensa sensación de calor cubrió la zona, como si miles de agujas diminutas le aguijonearan la carne. Al cabo de unos minutos quitó la mano. El corte había desaparecido.

La piel estaba intacta, flexible, sin costra ni cicatriz. Se quitó la venda y los puntos de la pierna y repitió el proceso.

Sintiéndose fuerte de nuevo, se levantó con un movimiento suave y respiró profundamente. Habría acabado matando a los lobos; sin embargo, el hombre lo había ayudado y le había dado los cuchillos.

A Kai no le hacían falta cuchillos. Podía alcanzar a un antílope, despedazarlo con las manos y arrancarle la carne con los colmillos. ¿Qué necesidad había de emplear el brillante metal?

Pero se trataba de regalos, los primeros que recibía en su vida, y tenían un mango muy bonito, finamente tallado. Una vez había tenido un cuchillo, pero al poco tiempo el brillo gris se transformó en un marrón rojizo, volviéndose quebradizo e inútil.

Pensó en el jinete que se los había dado, un hombre bajo y menudo. ¿Por qué no había gritado ni lo había atacado? ¿Por qué le había vendado las heridas? ¿Por qué le había regalado los cuchillos?

Era un misterio.

«Adiós, amigo.» ¿Qué significaba?

Con el paso de los años, Kai había aprendido el lenguaje de los hombres, había conseguido desenmarañar la jungla de sonidos en frases con sentido. No sabía hablar, porque no había nadie que lo escuchara, pero podía entender. El hombre había dicho que lo perseguían. Kai lo entendió.

«¿Bestias y hombres?» Kai se preguntó por qué habría hecho esa distinción.

Se encogió de hombros y suspiró. Era extraño, pero ese día se sentía más solo que el anterior.

Echaba de menos al hombre menudo.

Karnak, dormido sobre el suelo de la gran sala sobre una alfombra de piel de cabra, soñaba con su infancia y el nacimiento de la ambición; sólo una manta cubría su corpachón. Los troncos que ardían en el amplio hogar se habían reducido a cenizas relucientes.

A pesar de ser rica, la familia de Karnak conservaba una veta puritana, y a los niños se les enseñaba a valerse por sí mismos desde pequeños. El joven Karnak había trabajado como aprendiz con un pastor al norte de las propiedades familiares. Una noche, mientras acampaba en lo alto de las colinas boscosas, un gran lobo gris había empezado a rondar el rebaño. Karnak, de siete años, cogió una rama gruesa y se acercó a la bestia, que se quedó inmóvil unos segundos, con la mirada fija en el niño que se le acercaba, y se internó corriendo en la oscuridad.

Cuando Karnak volvió a casa, se lo contó orgulloso a su padre.

—Ya me he enterado —le dijo su padre fríamente—. Pero al alardear de tu hazaña le has quitado mérito.

Por alguna razón nunca había olvidado el desdén de su padre, y la escena lo asaltaba en sueños una y otra vez. A veces soñaba que luchaba contra una docena de tigres y que se arrastraba agonizante hasta su padre. Éste siempre le respondía con fría indiferencia.

—¿Por qué no te has vestido para la cena? —le preguntaba al niño cubierto de sangre.

—Unos tigres me han herido, padre.

—¿Sigues fanfarroneando, Karnak?

Gruñó y abrió los ojos. La sala estaba en silencio. No obstante, un sonido había interrumpido su sopor y ahora percibía un débil tamborileo. Karnak se tumbó, apoyando el oído contra la alfombra. Luego apartó la piel de cabra y apretó la oreja contra la piedra.

Bajo el suelo se oía un sonido de hombres en movimiento… de muchos hombres.

Karnak lanzó un juramento y salió corriendo de la sala; al pasar por la gran mesa de roble cogió el hacha. En el pasillo había varios soldados jugando a los dados. Los llamó a gritos y se precipitó hacia la escalera de las mazmorras.

—Busca a Gellan y dile que lleve inmediatamente un centenar de hombres a las mazmorras —dijo a un guerrero joven con el brazo vendado que acababa de subir—. ¿Lo has entendido? ¡Ahora mismo!

El general lo apartó de un empujón y bajó a la carrera. Estuvo a punto de resbalar dos veces por el barro que cubría la piedra. Finalmente llegó al estrecho pasillo flanqueado de celdas. En el otro extremo, una puerta daba a una sala amplia, y al fondo se veía la tosca boca del túnel de la montaña. Enjugándose las palmas sudorosas en la túnica verde, Karnak alzó el hacha, atravesó corriendo la sala iluminada por antorchas y entró al estrecho túnel, por donde sólo podían pasar tres hombres a la vez. El aire era frío y las paredes irregulares y oscuras estaban húmedas. Karnak se detuvo a escuchar; un soldado que iba detrás tropezó con él y soltó una maldición.

—¡Silencio! —siseó el general.

Se oía el susurro distante de pasos furtivos sobre el suelo rocoso. Las sombras de unas antorchas bailotearon a lo lejos sobre las paredes, donde el túnel se curvaba a la izquierda.

Karnak levantó el hacha y lenta, reverentemente, besó las dos hojas.

Los vagrianos aparecieron por la curva. Los recibió un alarido penetrante y el destello de un hacha de acero que le destrozó las costillas al guerrero que encabezaba la marcha. Los hombres, al empuñar la espada, soltaban las antorchas. El hacha siguió abatiéndose sobre ellos, llenando el túnel de gritos. Las botas pisoteaban las antorchas, extinguiéndolas; la oscuridad intensificó el terror. Para Karnak el camino era fácil: se había abierto paso entre el enemigo él solo, y seguramente todo lo que golpeara serían cuerpos enemigos. Para los vagrianos era una pesadilla: herían a sus compañeros o se encontraban con que la espada golpeaba con estruendo las paredes de piedra. La confusión se transformó en caos y los invasores huyeron.

De repente una hoja corta lo alcanzó en la cara, le rozó la mejilla izquierda y se le clavó en el ojo. Retrocedió trastabillando. El cuchillo que le habían arrojado cayó al suelo. Se llevó la mano a la cara; de la cuenca del ojo manaba sangre. Con una maldición, se precipitó gritando tras los vagrianos. El eco de sus alaridos resonó a lo lejos como la voz de un gigante encolerizado.

Siguió corriendo con el hacha en alto a pesar del intenso dolor en el ojo y de la oscuridad casi total. Más adelante el túnel se ensanchaba y la oscuridad disminuía ligeramente.

Tres vagrianos que cubrían la retaguardia se precipitaron hacia él. El primero murió con el cráneo partido en dos. El segundo corrió la misma suerte cuando el hacha invirtió su movimiento clavándosele en las costillas. El tercero se lanzó en picado sobre el general. Éste, esquivándolo, le dio un rodillazo en la cara que le quebró el cuello con un chasquido. El hombre cayó al suelo inconsciente y Karnak le destrozó la espalda con el hacha.

Siguió corriendo mientras escudriñaba las rocas en busca de las cuerdas de los soportes, rogando que los vagrianos no las hubieran descubierto.

Al llegar a la parte más ancha del túnel las vio, parcialmente ocultas detrás de un saliente de piedra negra; habían enlazado los cabos sueltos y formado un rollo de cuerda. Se movió hacia la izquierda, lo recogió y empezó a desenrollarlo mientras retrocedía por el túnel, pero los vagrianos ya habían advertido que sólo se enfrentaban a un hombre y se abalanzaron sobre él.

Karnak, sabiéndose acabado, se sintió anegado por una cólera tremenda. Soltó el hacha, aferró la cuerda con ambas manos y tiró con todas sus fuerzas. Los crujidos del techo indicaban que las poleas y los cabrestantes transmitían la fuerza.

Los aullidos de furia de los vagrianos resultaban ensordecedores en el túnel. Ya estaban a apenas veinte pasos de la figura que tiraba de la cuerda. Karnak apoyó el pie derecho contra la pared del túnel y estiró con más fuerza. En el techo se oyó un crujido espantoso y una piedra gigantesca cayó sobre los soldados. Luego todo el techo cedió y a lo largo de la pared de granito apareció una grieta tremenda.

Karnak se quedó mirando las toneladas de rocas y tierra que sepultaban a los vagrianos y ahogaban sus aullidos. Dio media vuelta y empezó a correr.

Corrió en la oscuridad mientras a su alrededor caían las piedras. Trastabilló y al caer sintió que algo duro y afilado lo golpeaba en las costillas. Se incorporó; el polvo arremolinado le entró por la garganta y lo hizo toser. Parecía extraño y estúpido correr hacia la oscuridad y la muerte, pero aun así se obligó a seguir. El techo de roca explotó por encima de su cabeza. Los escombros le obstruyeron las piernas y lo hicieron caer. Los apartó, se irguió y siguió adelante tambaleándose hasta que el suelo tembló bajo sus pies y volvió a caer.

—¡Gellan! —gritó mientras las paredes se precipitaban sobre él, engulléndolo. Una piedra lo golpeó en la cabeza… otras le cubrieron las piernas y la cintura. Se llevó los brazos a la cara e intentó apartarse. Algo lo golpeó con fuerza en la frente, y dejó de moverse.

Los hombres de Gellan pasaron más de un día y una noche afanándose entre las piedras, moviéndolas con cautela pulgada a pulgada, mientras fuera, en las murallas, proseguía el fragor incesante de la batalla. Habían muerto muchos oficiales, y Gellan había ascendido a Sarvaj y a Jonat al mando de quinientos hombres cada uno. La cifra de heridos había aumentado en proporciones espantosas, y no llegaban a dos mil los combatientes que mantenían a raya el ejército vagriano.

Pero Gellan se quedó en el túnel traicionero, rechazando con enfado las protestas de los otros oficiales.

—Está muerto —argumentó uno de ellos—. ¿Qué sentido tiene?

—Lo necesitamos —dijo Gellan.

—¡El techo se ha hundido! A cada pie que avanzamos aumenta el riesgo de otro derrumbe. ¡Es una locura!

Pero no los escuchaba, negándose a que sus argumentos le hicieran mella, pues sabía que de lo contrario se vería obligado a aceptar su lógica. Era una locura, lo sabía. Pero no se detendría. Ni tampoco los hombres. Trabajaban sin descanso; los cuerpos frágiles se abrían paso en la oscuridad entre toneladas de rocas en equilibrio precario.

—¿Cómo diablos lo vas a encontrar? Los hombres que estaban con él dicen que se adelantó corriendo. Llevaría años abrirse camino hasta el extremo opuesto, y las cuerdas estaban a un centenar de pasos de la primera curva.

—Vete y déjanos solos.

—Estás loco, Gellan.

—Vete o te mato.

El segundo día hasta los más incansables perdieron la esperanza, pero aun así siguieron intentándolo.

—Te necesitamos en las murallas, Gellan. El desánimo es cada vez mayor.

—Una hora más —dijo. Esas palabras habían conseguido calar en él, minando sus defensas, haciendo mella en su esperanza—. Estaré allí en una hora.

El dolor del ojo despertó a Karnak. Intentó moverse y, lleno de pánico, advirtió que estaba atrapado, enterrado vivo. Enloquecido, hizo esfuerzos frenéticos para liberarse, pero se detuvo al sentir que las rocas que lo cubrían se movían. Respiró lenta y profundamente, intentando calmarse.

—¿Por qué no estás vestido para la cena, Karnak?

—Me ha caído una montaña encima, padre.

Una risa demente le burbujeó en la garganta pero, reprimiéndola, comenzó a sollozar.

—¡Basta! Eres Karnak —le dijo su faceta más fuerte.

—Soy un trozo de carne atrapado en una tumba de roca —clamó la más débil.

Todos sus planes se habían derrumbado, pero pensó que quizá fuera mejor así. En su arrogancia había creído que podría derrotar a los vagrianos, expulsarlos de las tierras de los drenai. Su reciente aureola heroica le habría garantizado el liderazgo de su pueblo. Egel no habría podido competir con él. No conectaba con las masas, le faltaba carisma.

Y había otras formas de acabar con los enemigos políticos.

Era fácil encontrar a personas como Waylander.

Pero ya no habría nada de todo aquello. Ni túnicas púrpura, ni aclamaciones.

Se preguntó por qué se había enfrentado él solo al enemigo.

Porque no se había detenido a pensar. Dundas lo había adivinado: era un héroe que simulaba ser otra cosa.

—No es precisamente la muerte que habrías elegido, Karnak. —Volvía a ser su fuerza interior la que hablaba—. ¿Dónde está el espectáculo? ¿Dónde la adoración de las masas? Si un árbol cae en el bosque y nadie lo oye, ¿produce un sonido? Si un hombre muere sin ser observado, ¿cómo pueden escribir la crónica de su muerte?

—Maldito seas, padre —susurró—. ¡Maldito seas! —Lo sacudió la risa. Las lágrimas la siguieron—. ¡Maldito seas! —aulló.

A su lado la roca se desplazó. Karnak se quedó inmóvil, esperando la muerte por aplastamiento. La luz le iluminó el rostro y oyó los vítores desgarrados de sus hombres. Karnak bizqueó a la luz de la antorcha y forzó una sonrisa.

—Te has tomado tu tiempo, Gellan —musitó—. ¡Empezaba a creer que tendría que desenterrarme yo solo!

VEINTIDÓS

Danyal, tumbada en la cubierta de popa de la barcaza fluvial, escuchaba el chapoteo suave de las olas contra el casco. A unos pasos a su izquierda, Durmast, apoyado en la barandilla, escudriñaba la orilla del río.

Lo observó un rato, cerrando los ojos cada vez que él volvía su cabeza desgreñada hacia ella En los últimos tres días se había mostrado alternativamente silencioso y arisco, y siempre que dirigía la vista hacia él se encontraba con unos ojos relucientes que la miraban fijamente. La irritación que al principio le provocaba se había transformado en temor, pues Durmast no era un hombre corriente. Irradiaba poder por todos los poros. Aunaba la fuerza bruta y un salvajismo innato mantenido a raya por hilos finísimos de razón y lógica. Danyal adivinaba que toda su vida había conseguido lo que deseaba por medio de la fuerza, la astucia y la crueldad premeditada.

Y la deseaba.

Danyal lo sabía: se le notaba en los ojos, en los movimientos, en la ausencia de palabras.

Poco podía hacer para disminuir su atractivo. Sólo tenía una túnica, que no lo disimulaba en absoluto.

Durmast dio la espalda a la barandilla y se le acercó. Su gigantesca silueta se recortó en la oscuridad.

—¿Qué quieres? —preguntó Danyal, sentándose.

—Sabía que no dormías. —Se acuclilló a su lado.

—¿Quieres hablar?

—No… Sí.

—Habla, entonces. No me iré a ninguna parte.

—¿A qué te refieres?

—A que no tengo más remedio que escucharte; me tienes prisionera.

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