Waylander (36 page)

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Authors: David Gemmell

Tags: #Novela, Fantasía

BOOK: Waylander
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Las sombras bailoteaban proyectándose sobre la húmeda pared de granito; Danyal, espada en mano, se mantuvo cerca de los guerreros. Entraron en la oscuridad de un recinto profundo que la luz oscilante de las antorchas no llegaba a romper.

—¿Qué es eso? —Danyal se volvió y tiró de la capa de Waylander.

Al borde de la luz de las antorchas había una multitud de ojos relucientes y salvajes.

—No hagas caso —dijo Waylander.

Durmast tragó con fuerza y desenfundó el hacha de guerra.

Siguieron avanzando; a su alrededor, los ojos se acercaban.

Por fin llegaron a la bóveda descrita por Orien.

Las paredes estaban flanqueadas por soportes para antorchas que contenían estacas empapadas en brea. Waylander las encendió una por una hasta que toda la sala quedó bañada por la luz.

En el extremo opuesto, sobre una estructura de madera, estaba la Armadura de Bronce: un yelmo alado, un peto labrado con un águila de alas extendidas, guanteletes de bronce y dos espadas de una belleza inusual.

Los tres viajeros se quedaron en silencio ante la Armadura.

—Hace que uno crea en la magia —susurró Durmast.

—¿Quién puede derrotarte si usas algo así? —preguntó Danyal.

Waylander se adelantó y extendió los brazos.

Atravesaron la armadura. Lo intentó de nuevo.

Pero la imagen seguía allí.

—Vamos —dijo Durmast—, ¡cógela, hombre!

—No puedo. No soy el Elegido.

—¿Qué? —siseó Durmast—. ¿De qué hablas?

—Está hechizada, Durmast. Orien, el anciano rey, me lo contó. Sólo el Elegido puede llevársela. Supongo que es una salvaguarda: resulta tan vital para los drenai que no pueden arriesgarse a que sus enemigos se apoderen de ella. Pero no importa.

—¿Que no importa? —tronó Durmast—. ¡Hemos arriesgado la vida para conseguir este maldito traje de hojalata! Ahora mismo, sin ir más lejos, los nadir se disponen a atacarnos; y esos ojos de ahí fuera no me parecen nada tranquilizadores. Claro que importa.

—Lo único que importa es que lo hemos intentado —dijo Waylander.

—¡Mierda! —La réplica de Durmast fue breve, vulgar y explosiva—. La vida está llena de pobres diablos que intentan cosas; yo no tengo nada que ver con ellos. ¿Qué hacemos ahora? ¿Esperar a algún sonriente héroe drenai de cabellos dorados bendecido en una fuente mágica?

Danyal se aproximó a la Armadura y trató de tocarla, pero ésta siguió manteniendo su cualidad etérea.

—¿Qué haces? —preguntó Durmast violentamente.

—Inténtalo tú —dijo ella.

—¿Qué sentido tiene? ¿Te parece que tengo aspecto de héroe drenai?

—Sé muy bien qué eres, Durmast. Inténtalo de todos modos. ¿Qué puedes perder?

El gigante se irguió y se acercó con cautela a la Armadura.

Parecía sólida. Durmast se encogió de hombros, extendió los dedos…

Y tocó el metal.

—¡Dioses! —La mandíbula de Danyal se aflojó—. ¡Es él!

Durmast estaba transfigurado. Tragó con fuerza y la tocó de nuevo. Esta vez levantó el yelmo y lo colocó con gesto reverente ante Waylander. Se miró las manos: Waylander vio que le temblaban de un modo descontrolado. Durmast siguió retirando la Armadura de la plataforma, pieza a pieza. Finalmente se sentó junto a Waylander sin pronunciar palabra.

—Debemos marcharnos —dijo Danyal a Waylander, dándole un golpecito en el brazo. Las antorchas se estaban extinguiendo.

Waylander y Durmast recogieron las piezas de la Armadura y siguieron a Danyal hasta la entrada. Más allá, un mar de ojos los contemplaban. Danyal se quedó inmóvil. Después levantó la antorcha y los ojos se internaron en las sombras.

—Será una larga marcha —murmuró Durmast.

Dio un paso adelante y la luz de las antorchas iluminó la Armadura de Bronce. A su alrededor se alzó un susurro sibilante y se extinguió. Pero los ojos retrocedieron y Danyal encabezó la marcha hacia la luz exterior.

Una vez fuera, Durmast y Waylander sujetaron la Armadura sobre el lomo del poni de carga de Durmast y cubrieron el metal reluciente con una manta gris.

Un sonido de cascos sobre la piedra le arrancó a Durmast una maldición. Alzando velozmente el arco, corrió hacia el sendero que bajaba por la pendiente. Waylander, ballesta en mano, fue tras él.

Aparecieron dos guerreros nadir blandiendo lanzas. Salieron catapultados de la silla, uno con una saeta clavada en el ojo y el otro con una larga flecha que le atravesaba las costillas.

—Son sólo la vanguardia —dijo Durmast, extrayendo otra flecha de su carcaj—; creo que tenemos problemas. Me temo que estamos atrapados aquí arriba.

—Tal vez el otro sendero esté despejado —dijo Waylander—. Huye con Danyal. Me quedaré aquí para impedir que avancen y después me reuniré con vosotros.

—Ve tú con ella —dijo Durmast—. Ya he disfrutado bastante de su compañía.

—Escucha, amigo. La Hermandad emplea todo su poder para encontrarme. Vaya donde vaya, me seguirán. Si me quedo aquí, los atraeré como un faro, lo cual te dará la oportunidad de llevarle la Armadura a Egel. Ahora vete, antes de que sea demasiado tarde.

Durmast soltó un exabrupto y se fue a buscar a Danyal.

—Ensilla tu caballo —le dijo—. Nos vamos.

—No.

—Ha sido idea suya, y muy buena, por cierto. Ve a decirle adiós; yo te ensillaré el maldito caballo.

Danyal corrió hacia Waylander.

—¿Es verdad? —le preguntó con lágrimas en los ojos.

—Sí, debes irte. Lo siento, Danyal; siento que no hayamos tenido la oportunidad de una vida juntos. Pero desde que te conozco soy un hombre mejor. Tanto si huyo como si me quedo, estoy condenado… de modo que me quedaré. Pero el saber que así te ayudo lo hace más fácil,

—Durmast te traicionará.

—Si lo hace, que así sea. Yo ya he cumplido mi parte y no puedo hacer más. Vete, por favor.

Danyal intentó abrazarlo, pero en ese momento un guerrero nadir se acercó corriendo. Waylander la apartó bruscamente y disparó una saeta que lo alcanzó en la parte superior del hombro; el nadir cayó y retrocedió a rastras en busca de refugio.

—Te quiero, Dakeyras —susurró Danyal.

—Lo sé. Ahora vete.

Waylander oyó el sonido de los caballos que se alejaban, pero no volvió la mirada ni tampoco vio los esfuerzos que Danyal hacía para retener una última imagen de él.

Los nadir llegaron a toda velocidad y dos cayeron al instante. Waylander, empuñando el arco de Durmast, derribó a otros dos. Cuando el resto se precipitó sobre él, Waylander dio un salto hacia delante con un grito terrorífico y empezó a abrirse paso entre ellos con la espada. El sendero era estrecho y no podían rodearlo. La hoja segaba todo lo que encontraba a su paso, obligándolos a retroceder para esquivar su furia.

Ya habían muerto seis.

Waylander, tambaleándose, fue a buscar la ballesta y la cargó. La sangre le brotaba de una herida en la pierna. Se secó el sudor que le caía en los ojos y escuchó.

Oyó un sonido muy débil, un roce de ropa contra la piedra. Al alzar la vista vio que un guerrero nadir saltaba del peñasco con el cuchillo en alto. Waylander se arrojó hacia atrás, apretando bruscamente los gatillos de bronce de la ballesta. Las dos flechas alcanzaron al guerrero en el aire, pero éste, al caer en picado sobre el asesino, le clavó el cuchillo en el hombro. Waylander se desembarazó del cadáver y se incorporó. Aunque seguía teniendo el cuchillo nadir clavado en el hombro, lo dejó donde estaba; arrancarlo habría significado morir desangrado. Tensó la ballesta con dificultad.

Caía el sol. Las sombras se alargaban.

Los nadir esperarían la llegada de la noche.

Y Waylander no podría contenerlos.

Apretó el puño despacio, pues tenía los dedos de la mano izquierda adormecidos. El dolor irradió hasta el cuchillo nadir que tenía clavado en el hombro, haciéndole lanzar un juramento. Improvisó un torniquete en la herida del muslo, de la que no obstante siguió manando sangre.

Tenía frío; empezó a temblar. Cuando levantó la mano para secarse el sudor de la frente, un arquero nadir apareció de un salto, y de su arco salió despedida una flecha. Waylander se inclinó hacia la izquierda para esquivarla y disparó; el arquero desapareció de la vista. Al desplomarse contra la pared del sendero, bajó la mirada y vio que la flecha de plumas negras lo había alcanzado en la cadera izquierda abriéndose paso entre los músculos. Se tanteó la espalda con mucho cuidado y se arrancó con un gemido la punta de la flecha, que salía por las costillas.

El nadir atacó…

Dos saetas dieron en el blanco; su adversario cayó detrás de las rocas.

Pero estaban cada vez más cerca y sabían que se hallaba malherido. Intentó volver a cargar la ballesta, pero tenía los dedos resbaladizos por el sudor y el esfuerzo le provocaba un dolor lacerante en la herida del costado.

¿Cuántos quedarían?

Descubrió que no recordaba a cuántos había matado.

Humedeciéndose los labios con la lengua reseca, se apoyó en la pared. A unos doce pasos más adelante había una peña redondeada tras la cual sabía que se agazapaba un guerrero nadir. La pared de detrás tenía un saliente curvo. Waylander apuntó y disparó la flecha, que dio en la pared y rebotó a la derecha. Un grito penetrante desgarró el aire y apareció un guerrero con una herida sangrante en la sien. La segunda saeta de Waylander se hundió entre los omóplatos del nadir, que cayó sin emitir ni un sonido.

El asesino cargó la ballesta una vez más. Tenía el brazo izquierdo inutilizado.

Un grito terrible le heló la sangre. Se arriesgó a echar un vistazo camino abajo y vio al último hombre lobo rodeado de guerreros nadir. Estos lo acosaban a cuchilladas, pero la bestia los atacaba a zarpazos y les desgarraba la carne con las grandes mandíbulas.

Había derribado a seis, y al menos tres de ellos estaban muertos. Quedaban sólo dos para hacer frente a la bestia. Esta saltó sobre uno de ellos, que valientemente intentó asestarle una estocada en el vientre. La hoja penetró en la carne recubierta de pelo al tiempo que los colmillos de la bestia se cerraban sobre la cabeza del guerrero. Su rostro desapareció en medio de un rocío carmesí. El último nadir salió huyendo ladera abajo.

El hombre lobo avanzó hacia Waylander.

El asesino se incorporó tambaleándose, pero recuperó el equilibrio.

La bestia se acercaba, lenta, penosamente, manando sangre por las innumerables heridas. Su delgadez era lastimosa y tenía la lengua hinchada y negra. Llevaba clavada en el vientre la espada del nadir.

Waylander alzó la ballesta y esperó.

La bestia se abalanzó sobre él con un destello en los ojos rojos.

Waylander apretó los gatillos. Las dos flechas negras penetraron por la boca y atravesaron el cerebro del hombre lobo, que se arqueó hacia atrás y cayó al suelo rodando. Waylander se puso de rodillas.

La bestia volvió a erguirse; las garras afiladas arañaban el cielo.

Entonces se le vidrió la mirada y se desplomó en el camino.

—Y ahora te pudrirás en el Infierno —dijo una voz.

Waylander se volvió.

Los nueve guerreros de la Hermandad aparecieron por el sendero de la izquierda empuñando sus espadas oscuras. Las armaduras negras parecían arder a la luz débil del día que acababa. Waylander intentó levantarse, pero el extremo de la flecha que le sobresalía de la espalda tropezó con la piedra fría, y cayó hacia atrás con un gemido. Las siluetas se acercaban. Llevaban el rostro cubierto con yelmos negros; las capas negras ondeaban agitadas por la brisa. Waylander desenvainó de un tirón el cuchillo arrojadizo que llevaba en el carcaj y lo lanzó, pero una mano enfundada en un guantelete negro lo apartó con un gesto de desdén.

El miedo se apoderó de él, imponiéndose incluso sobre el dolor.

No quería morir. La paz que había sentido antes se evaporó, dejándolo perdido y asustado como un niño en la oscuridad.

Rezó para que le concedieran fuerzas. Que lo salvaran. Que el cielo disparara relámpagos como flechas…

Los miembros de la Hermandad rieron…

Una bota lo pateó en la cara, arrojándolo al suelo.

—Gusano apestoso, nos has traído muchos problemas.

Un guerrero se arrodilló delante de él y aferró la flecha clavada en el flanco de Waylander, retorciéndola cruelmente. El asesino gritó a su pesar. Un guantelete de cuero con incrustaciones de bronce le partió la cara; oyó cómo se le rompía la nariz. Los ojos se le llenaron de lágrimas de dolor y advirtió que lo alzaban para sentarlo. Cuando su vista se despejó, contempló, tras la ranura del yelmo negro, los ojos oscuros de la locura.

—Eres tú el loco —dijo el hombre—, por creer que podrías enfrentarte al poder del Espíritu. ¿Cuánto te ha costado, Waylander? La vida, desde luego. Durmast tiene la Armadura y a tu mujer. Y usará las dos. Abusará de las dos. ¿Te gusta el dolor? —El hombre asió el mango del cuchillo que sobresalía del hombro de Waylander y empujó. Waylander lanzó un gemido—. A mí sí.

Perdió la conciencia y se internó en un mar de tranquilidad. Pero incluso allí lo encontraron, y su alma echó a volar por un cielo negro azabache, perseguido por bestias de lengua de fuego. Las risas lo despertaron y vio que la luna había salido sobre el Raboas.

—Ya entiendes qué es el dolor —dijo el jefe—. Sufrirás mientras vivas, y cuando mueras, sufrirás más. ¿Qué me darás para que acabe con tu dolor?

Waylander no respondió.

—Ahora te preguntas si tendrás fuerzas para extraer el cuchillo y matarme. Inténtalo, Waylander. Inténtalo, por favor. Mira, te ayudaré. —Desenvainó un cuchillo arrojadizo del carcaj del asesino y se lo puso en la mano—. Intenta matarme.

Waylander no pudo mover la mano, por más que lo intentó hasta que la sangre empezó a burbujear en la herida del hombro. Se echó hacia atrás, con el rostro ceniciento.

—Lo peor está por venir, Waylander —aseguró el jefe—. Ahora apuñálate la pierna.

Waylander observó cómo su mano se alzaba, se giraba y le clavaba la hoja en el muslo, haciéndole lanzar un aullido.

—Eres mío, asesino. En cuerpo y alma.

—¿Perseguiremos a Durmast y a la chica? —preguntó uno de los hombres arrodillándose junto al jefe.

—No. Durmast es nuestro. Él le llevará la Armadura a Kaem.

—Entonces, si me lo permites, me gustaría tener una charla con él.

—Por supuesto, Enson. Qué egoísta soy. Continúa, por favor.

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