En lo alto de la muralla Karnak observaba fascinado, mientras a su alrededor los hombres hacían el signo del Cuerno Protector.
Cientos de ratas se apiñaron junto a los sacerdotes, aferrándose a las vestiduras para treparles a los hombros. Sarvaj tragó con fuerza y apartó la mirada. Gellan meneó la cabeza y se rascó el brazo.
—Abrid las puertas. ¡Despacio, un pie nada más! —gritó al advertir que Dardalion levantaba lentamente la mano—. ¿Qué ves? —añadió dirigiéndose al soldado apostado en la torre de la puerta.
—Ningún movimiento enemigo, señor.
Los soldados quitaron los travesaños reforzados de bronce de las puertas lo más silenciosamente posible y las abrieron.
La primera rata parpadeó y se estremeció al encontrarse sin el abrigo de aquella manta de seguridad. Correteó hacia la puerta y la horda la siguió.
La masa negra avanzó en el aire fresco de la noche colina abajo hasta las calles silenciosas de Purdol, las plazas de los mercados y el campamento del ejército vagriano. Fluyeron como un río sobre el empedrado e inundaron las tiendas.
Un hombre se despertó cuando una rata negra le correteó por la cara; se sentó gritando y sacudiendo bruscamente los brazos. Otra rata se le cayó del hombro, le aterrizó en el regazo y le hincó los dientes en el muslo. La noche se llenó de gritos a medida que las ratas continuaban su avance. En la precipitación de la huida, muchos tropezaban con las estacas que sujetaban las tiendas y quedaban envueltos por la lona blanca; otros corrían a arrojarse al mar. Un brasero encendido se cayó y las llamas empezaron a lamer la lona seca. La brisa del este avivó el fuego, que fue saltando de tienda en tienda.
En lo alto de las murallas de Purdol la carcajada de Karnak se hizo eco en las montañas, mientras el rumor del pánico se alzaba desde la ciudad.
—No es habitual recibir con tanta fanfarria a los parientes que llegan de visita —dijo Sarvaj. Jonat ahogó una risita,
—Dioses, ¡qué caos! —exclamó Gellan—. ¡Dardalion, sube a contemplar tu obra!
El sacerdote de la armadura de plata hizo un gesto de negación y volvió al edificio del hospital con los Treinta.
—Buen trabajo, joven —dijo Evris, estrechando la mano de Dardalion—. Francamente bueno. ¿Puedes hacer algo con las cucarachas?
—Creo que las dejaremos para otro día, Evris, si no te importa… —El rostro de Dardalion se contrajo en una mueca.
Astila, alerta como siempre, sujetó a Dardalion, que se caía.
—Traedlo aquí —dijo Evris, abriendo de un empujón la puerta que daba a su habitación. Astila dejó a Dardalion sobre la cama estrecha y le quitó la armadura de plata, mientras Evris le levantaba la muñeca—. El pulso es fuerte. Creo que simplemente está agotado. ¿Cuánto hace que no duerme?
—No lo sé, cirujano —contestó Astila encogiéndose de hombros—. Yo sólo he dormido tres horas en las últimas ochenta. Hay tanto que hacer… tantos heridos y moribundos. Además, por la noche…
—Ya lo sé. La Hermandad merodea en la oscuridad.
—No podremos seguir deteniéndolos mucho tiempo. Pronto moriremos.
—¿Cuántos son?
—¿Quién sabe? —respondió Astila con un gesto de cansancio—. Han recibido refuerzos. Anoche estuvimos a punto de perder a Baynha y Epway. Esta noche…
—Descansa un poco. Trabajas demasiado.
—Es el precio de la culpa, Evris.
—Pero tú no tienes por qué sentirte culpable.
—Todo es relativo, amigo mío. —Astila puso las manos sobre los hombros del cirujano—. Nos enseñan que la vida es sagrada. Todo tipo de vida. Una vez, al salir de la cama pisé un escarabajo. De algún modo sentí que profanaba algo. ¿Cómo crees que me siento ahora, mientras montones de personas mueren allá abajo, en el pueblo? ¿Cómo crees que nos sentimos todos? Aquí no puede haber alegría, y la ausencia de alegría es la desesperación.
Había seis hombres sentados frente al chamán, seis guerreros de ojos relucientes y expresión torva: Bodai, que había perdido el brazo derecho dos años antes; Askadi, con la espina dorsal torcida a causa de una caída desde un acantilado; Nenta, en otros tiempos un excelente espadachín, ahora incapacitado por la artritis; Belikai el Ciego; Nontung el Leproso, a quien habían ido a buscar a las cuevas de Mithega; Lenlai el Poseso, cuyos ataques eran cada vez más frecuentes y que se había tragado la lengua en un espasmo terrible.
Kesa Khan, cubierto con una túnica de cabelleras, ofreció a cada uno un trago de lyrrd especiado con las hierbas de la montaña. Mientras se lo bebían, el chamán les observaba los ojos, notando que las pupilas se les dilataban y aparecía un asomo de incomprensión.
—Hijos míos, sois los Elegidos —dijo con lentitud—. Vosotros, desposeídos por la vida, volveréis a ser fuertes. Sanos y fuertes. El poder os correrá por las venas. Después de haberlo probado, moriréis, y vuestra alma navegará hacia el Vacío por un mar de gozo. Pues habréis servido a la sangre de vuestra sangre y cumplido el destino que corresponde a un nadir. —Estaban inmóviles, con la mirada fija en la suya. No se advertía ni un movimiento, ni un parpadeo, ni un aliento siquiera. Satisfecho, Kesa Khan dio una ligera palmada y entraron seis acólitos que llevaban seis lobos grises con correa y bozal.
Kesa Khan se acercó y les quitó primero la correa y después el bozal. Tocó con dedos huesudos los ojos de los animales, que se sentaron obedientemente donde él les indicaba, uno tras otro, hasta que por fin los seis estuvieron posados ante los ancianos inválidos. Los acólitos se retiraron.
Kesa Khan cerró los ojos, dejó que su mente flotara por la cueva y saliera a la oscuridad. Percibió el pulso de la noche nadir y lo puso a tono con el suyo. Sintió que el vasto poder elemental de la montaña se precipitaba en su interior, se hinchaba e intentaba reventar el frágil caparazón humano que lo contenía. El chamán abrió los ojos y aquietó el torrente de adrenalina que le corría por las venas.
—El asesino ha descansado en esta cueva. En las rocas aún perdura su olor. Vuestro último recuerdo ha de ser el de este hombre: el drenai alto de ojos redondos que quiere desbaratar el destino de nuestra raza. Mientras los lobos husmean su rastro aborrecible antes de que se desvanezca, grabaos a fuego la imagen de Waylander el Destructor, El Ladrón de Almas en la sombra. Es fuerte, pero no tanto como lo seréis vosotros. Es rápido y mortífero, pero no tanto como vosotros, hijos míos.
»Su carne os parecerá dulce, su sangre como el vino de la montaña. Es la única carne que podréis comer. Cualquier otro alimento os envenenará. Sólo él es vuestra vida.
Kesa Khan inspiró profundamente y se puso de pie. Se acercó a los lobos y, uno por uno, los tocó suavemente en el cuello. Los animales se tensaron y, gruñendo, fijaron la mirada en los hombres silenciosos.
De repente el chamán gritó y los lobos dieron un salto. Las enormes zarpas se aferraron a las gargantas que tenían delante, destrozando músculos y huesos. Los hombres siguieron inmóviles.
Los lobos se estremecieron.
Y tragaron…
La figura de los lobos se agrandaba y estiraba a medida que devoraban los colgajos de carne. Las zarpas se hincharon convirtiéndose en dedos peludos, las uñas se oscurecieron y se curvaron en forma de garra. Las cajas torácicas se expandieron, recubiertas de músculos nuevos; se formaron los hombros y las criaturas se irguieron, dejando caer lo que parecían ser unos sacos desgastados llenos de huesos viejos.
—Miradme, hijos míos —dijo Kesa Khan. Las seis bestias le obedecieron; percibió el poder de los ojos color rojo sangre, la ferocidad tremenda de las miradas.
—Id a matar —susurró.
Las seis bestias se adentraron en la noche sin hacer ruido.
Al cabo de un rato regresaron los acólitos,
—Retirad los cadáveres —les ordenó el chamán.
—¿A esto lo llamáis cadáveres? —preguntó un joven. Tenía el rostro ceniciento.
—Llámalo como quieras, chico, pero sácalos de aquí.
Kesa Khan los vio partir, encendió el fuego y se cubrió con una capa de piel de cabra. El ritual lo había agotado; se sentía muy viejo, muy cansado. En otros tiempos sólo se hacía con los guerreros más fuertes, pero aquello ofendía a Kesa Khan. Era mejor así, pues se ofrecía una última chispa de verdadera vida a unos hombres doblegados por las calamidades.
Buscarían a Waylander y lo devorarían. Después morirían. Si bebían agua, se ahogarían. Si comían carne, se envenenarían. En un mes morirían de hambre.
Pero cuando las enormes mandíbulas se cerraran sobre la carne de Waylander, podrían disfrutar del último festín.
Kaem escuchaba los informes en silencio: sesenta y ocho muertos, cuarenta y siete heridos. Cuatrocientas tiendas destruidas y dos almacenes quemados hasta los cimientos. Ambos contenían carne y grano. Uno de los barcos anclados en el muelle había perdido las velas en el incendio, pero por lo demás se conservaba intacto. Las ratas infestaban los depósitos de alimentos que quedaban.
—Devuélveme el buen humor, Nemodes —dijo después de despedir a los oficiales, volviéndose hacia la figura de negro que tenía a su lado—. Repíteme que la Hermandad está a punto de derrotar a los sacerdotes.
Nemodes se encogió de hombros; sus ojos, de párpados pesados, evitaron la mirada del general. El líder de la Hermandad era un hombre pequeño y consumido, con una nariz gruesa y carnosa que parecía fuera de lugar en el rostro delgado. La boca no tenía labios; los dientes eran como lápidas.
—Anoche murieron tres —musitó—. El final se acerca.
—¿Tres? Yo perdí cuarenta y ocho.
—Esos tres valen más que toda tu escoria —replicó Nemodes—. Pronto ya no les quedarán fuerzas para contenernos y entonces nos dedicaremos a Karnak de la misma manera que hemos destruido a Degas.
—Tus promesas son como pedos de cerdo —dijo Kaem—. Ruidosas pero efímeras. ¿Sabes hasta qué punto necesito la fortaleza? Pestillo de Hierro ha aplastado a nuestros ejércitos en el sur y avanza sobre Drenan. No puedo enviar hombres para detenerlo porque Egel sigue atrincherado en Skultik y Karnak resiste en esta última fortaleza. No puedo perder… y sin embargo no consigo ganar.
—Mataremos a los sacerdotes renegados —aseguró Nemodes.
—¡No quiero que mueran de viejos, Nemodes! Me prometiste que la fortaleza caería. No ha sido así. Me prometiste que los sacerdotes morirían. Siguen vivos. Me prometiste a Waylander. ¿Cuáles son las malas noticias al respecto?
—Cadoras nos ha traicionado. Rescató al asesino de un poblado nadir donde habría encontrado una muerte segura.
—¿Por qué? ¿Por qué lo habrá hecho?
—No lo comprendo. —Nemodes se encogió de hombros—. Cadoras no ha actuado desinteresadamente jamás en su vida. Tal vez él y Waylander hayan hecho un trato. No importa, pues Cadoras ha muerto. No obstante, nueve de los nuestros se aproximan ahora mismo al Raboas; son los mejores guerreros de la Orden, lo que significa los mejores del continente. Y siempre podemos recurrir a Durmast.
—No me fío de él.
—Precisamente por eso se puede confiar en él. Su motor es la ambición; se vende al mejor postor.
—Me deprimes, Nemodes.
—Pero también tengo buenas noticias, general.
—Resulta difícil de creer.
—Hemos descubierto en la montaña la entrada a la fortaleza, la ruta por donde pasó Karnak.
—Quiero mil hombres listos para salir en dos horas —dijo Kaem sonriendo con un suspiro de alivio.
—Me encargaré de que se preparen —prometió Nemodes.
El bosque no era grande, pero tenía una hondonada en la que Waylander pudo encender una hoguera. Estaba muerto de frío, y aunque se recuperaba deprisa, seguía sintiendo los efectos de la fiebre producida por las quemaduras. Había descansado tres días en la cueva; después se había dirigido hacia el norte. Se encontró con un pequeño grupo de notas que le vendieron un ungüento hediondo con el que se untó los hombros y la parte superior de la espalda. Una mujer joven señaló la herida de la sien y el anciano jefe notas le dio un nuevo nombre: Cráneo de Buey. Waylander se examinó la herida en un espejo de bronce. Era un chichón grande y púrpura atravesado por un corte en forma de sierra. Recordó el golpe de la espada en la cabeza y pensó que seguramente la hoja se había girado, alcanzándolo más bien de plano. La hinchazón en el ojo se había reducido bastante, pero la luz del sol intensa todavía le molestaba y le hacía lagrimear.
—No roto, Cráneo de Buey —le dijo el jefe notas, un anciano enjuto y jovial, después de apretarle y presionarle la cabeza para examinársela—. Vivirás.
—¿Cuánto hay al Raboas?
—Cinco días si viajas sin cuidado. Siete con los ojos abiertos.
La chica se acercó a Waylander con una jarra de agua muy fría y le mojó la cabeza. Era menuda y bonita, de manos suaves.
—Mi esposa más joven —dijo el anciano—. Buena, ¿no?
—Buena —convino Waylander.
—Llevas muchas armas, Cráneo de Buey. ¿Estás en guerra?
—No me gustaría pensar que me iré de aquí con menos de lo que traje.
—Tu caballo negro es feroz —replicó el anciano jefe—. Mordió a mi hijo mayor en el hombro.
—Es impredecible. Cuando los tuyos vuelvan a poner mis pertenencias todas juntas en el mismo sitio, las guardaré en el petate. A mí no me morderá.
El viejo rió entre dientes y despidió a la chica. Su rostro perdió la sonrisa no bien la cortina de la tienda volvió a su sitio y se quedó a solas con el extranjero.
—Te persiguen, Cráneo de Buey. Muchos, muchos jinetes van a por ti.
—Ya lo sé.
—Algunos nadir. Algunos jinetes del sur.
—También lo sé.
—Los jinetes del sur llevan capa negra y tienen ojos fríos. Son como una nube que oculta el sol. Nuestros niños los temen; los jóvenes son tan perceptivos…
—Son malvados —dijo Waylander—. Sus promesas se las lleva el viento, pero firman las amenazas con sangre.
—Lo sé —dijo el jefe notas—. Prometieron oro por saber y muerte por silencio.
—Cuando vuelvan, di les que he estado aquí.
—Lo hubiera hecho de todos modos. ¿Por qué te buscan? ¿Eres un rey en el exilio?
—No.
—¿Entonces?
—Un hombre se crea muchos enemigos —dijo Waylander extendiendo los dedos.
—¿Sabes por qué he vivido tanto? —preguntó el viejo, después de asentir con expresión sombría y con los ojos fijos en el asesino. Se inclinó a un lado y sirvió una copa de lyrrd a su huésped. Waylander aceptó la copa con un encogimiento de hombros y se la bebió—. Porque tengo un don —continuó el anciano—. Veo cosas en la niebla de las mentes. Recorro los caminos del espíritu y contemplo el nacimiento de las montañas. Para mí no hay nada oculto. Los jinetes del sur adoran las tinieblas y se alimentan de corazones de niños. Comen la larga hoja verde y se remontan en el viento nocturno. Pero no pueden encontrarte. Esos hombres, que podrían cazar a un murciélago minúsculo en una caverna oscura como la noche, no pueden encontrar a un jinete en una llanura árida. Cuando cierro los ojos lo veo todo: a los niños que juegan detrás de la tienda, tus caballos mordisqueando la hierba, a mi esposa más joven diciéndole a las más viejas que tiene miedo de que la toque porque le recuerdo la muerte. Y sin embargo, a ti no puedo verte, Cráneo de Buey. ¿Por qué?