Authors: Juan Benet
La ofensiva organizada por Gamallo se proponía no sólo la captura de Región sino la ocupación de todo el valle medio del Torce, mediante una serie de ataques simultáneos: una primera columna, la más fuerte y colocada bajo su mando directo, apoyada con piezas 12/125 y algunos Schneider, debía desde La Requerida girar en dirección al mediodía para, después de cruzar los collados por donde se había retirado el año anterior, descender al valle por algún camino situado entre Región y Burgo Mediano, cortar la carretera que las enlaza, avanzar hacia el río y proseguir la marcha hacia Región, por ambas márgenes, cualquiera que fuese la disposición enemiga. La segunda columna, gente bisoña y milicias de la retaguardia que no habían hasta entonces conocido el fuego, agrupadas en torno a un núcleo de veteranos del Tercio, con dos compañías de
howitzers
montados sobre mulas y cuatro secciones equipadas con aquellas primeras ametralladoras Spandau —más impresionantes que eficaces—, tenía cierto carácter defensivo y debía —de acuerdo con el plan— establecer más o menos a la altura del Puente de Doña Cautiva una fuerte y doble posición que atrajera sobre sí la atención del enemigo y ocupara todas sus fuerzas situadas aguas arriba de aquel punto. De no existir tales fuerzas debía, tras una demora prudente, apoyar el avance de la primera escalonándose en el espacio y en el tiempo. La tercera columna, algunos moros y voluntarios veteranos, equipada con armas cortas y automáticas, granadas y morteros, debía derivar hacia el norte, manteniéndose aproximadamente a la cota 950, para cruzar el río a unos 20 kilómetros de El Puente y, al dictado de la oposición enemiga, hacerse firme allí o reanudar su ataque en la dirección de las aguas a fin de enlazar con las otras formaciones. Con este plan Gamallo esperaba en un plazo no mayor de diez días no sólo ocupar todo el valle medio —en una longitud de unos treinta y cinco kilómetros— sino descalabrar toda la defensa republicana y reducir sus fuerzas a un par de bolsas, sin comunicación con el resto del país, obligadas a rendirse o a proseguir la resistencia en el corazón de la montaña. Parece evidente que sus intenciones no estaban exclusivamente dictadas por la mejor estrategia para ocupar Región; si ése hubiera sido su único propósito le habría bastado —en aquellas fechas— o bien lanzar un único ataque frontal en lugar de escalonarlo y fragmentarlo en tres fases o bien repetir la vieja técnica —ensayada y reiterada tantas veces en el norte, en Málaga y en Madrid— de rodear la ciudad, cortar sus suministros, hacer cundir el pánico y dejar abierto uno de sus caminos de escape para que por allí evacuara un enemigo con escaso ánimo de defenderse. En esa campaña del 38 hay varios enigmas, muchas cosas que no se comprenden si se analizan tan sólo a través del prisma de la economía bélica; persiste, se diría, no tanto el deseo de liquidar definitivamente —y en el menor plazo posible— la resistencia del enemigo como —una vez que se ha alcanzado el resultado inevitable que asegura la victoria, afianzada ya aun a pesar de algunos reveses locales— de asegurar la estabilidad política para llegar al fin de las hostilidades con el mínimo margen de amenazas y peligros y el máximo de seguridad interior. Toda la campaña del 38 se hubiera podido resolver con mayor economía y en menor plazo con un solo ataque frontal lanzado sobre Región. Habría —inevitablemente— conquistado la plaza en unos pocos días para —haciendo gala de fuerza, energía y resolución— colocar a todos los republicanos en la situación de rendir sus armas. Porque, aunque parezca paradójico, la rendición en masa o el abandono de toda voluntad de resistencia se habría producido con sólo ocupar un solo punto, Región. Pero viceversa —la otra cara del mismo axioma—, al extender el combate durante largos meses a un extenso y complicado sector del valle no hizo sino concebir esperanzas en el seno enemigo, incrementar su voluntad de resistencia y prolongar la campaña hasta la consunción total de sus energías, en unas peñas abruptas y unas breñas inaccesibles de aquella montaña que tanto ansió pero nunca logró pisar.
Los primeros contactos se establecieron en la madrugada del 13 de septiembre, a lo largo de la carretera de La Requerida a Macerta, a unos nueve kilómetros de El Puente. Una avanzada de voluntarios, abandonando las laderas y adentrándose en la vega, llegó a vista de él al mediodía del día 12 para batirlo con fuego de morteros durante toda la tarde de aquella jornada. Por la madrugada se vieron hostigados por disparos sueltos, procedentes del lado de Macerta, que —para su propio asombro— les fueron empujando hacia el río. Como recelaban una emboscada no se decidieron a cruzarlo. Durante cinco días se prolongó un combate incierto y poco enérgico, llegándose a cruzar el tiro a través del río y sin que ningún combatiente se aproximara al adversario menos de quinientos metros. Cuando el reconocimiento informó de la magnitud de la columna nacional todos los republicanos del sector decidieron recogerse en la margen derecha y aguardar el asalto, trasladándose y conservando el dominio artillero de la carretera. Hasta el día 22 fueron capaces, con la concentración de toda la columna de Mazón en un limitado sector frente al estribo del puente —cavando trincheras en las laderas y escondiendo los morteros entre los urces—, de sostener el ataque enemigo que sólo esporádicamente y durante pocas horas logró avanzar por la explanada opuesta: los últimos moros —las medias azuladas y los amplios capotes, un pañuelo blanco y algún bonete rojo que asomaba entre los setos— que enardecidos por el coñac barato intentaron durante siete días y sus noches el asalto a las viejas torres de rajuela (y tal los descendientes de la misma jarca, los mismos collares de hueso, de jade o de malaquita enhebrados con hilo de esparto, los mismos rosarios y las mismas talegas de lino cargadas con el fruto seco del Rif, el mismo polvo mogrebino que doce siglos atrás vadeara el mismo río con las mismas voces agarenas para acuchillar a un centenar de caballeros erguidos bajo los estandartes, cuyos lamentos y ruidos de ferralla entre el chapoteo de los caballos el agua parece evocar y volver a interpretar todos los años para conmemorar una fecha, los días de avenida) para depositar bajo la mirada risueña e intemporal del león borbónico apoyado en su blasón, unos cuantos cadáveres que a la luz de la luna en la explanada brillaban como las gavillas en la era, sus capotes agitados por el céfiro de la mañana mientras la luz del nuevo día despertaba los chillidos de los heridos, enloquecidos por la sed, que arrastraban sus vísceras por la arena y llamaban a sus compañeros de armas ocultos entre los espinos. La noche del 24 la brigada de Julián Fernández —mucho más numerosa— se unió al grupo de Mazón, en espera de que el ataque enemigo lanzara sobre aquel sector sus mejores fuerzas y energías. Pero sin duda el enemigo, después de aquel primer y eventual revés, decidió reorganizarse y reconsiderar la situación durante tres días de relativa calma; por ambas partes cesó la acción y se prodigaron los reconocimientos, se cavaron las trincheras, se consolidaron y reforzaron los puestos, se situaron los nidos de ametralladoras sobre los puntos altos. En los últimos días de septiembre el cáncer que amenazaba al organismo republicano presentó unos síntomas que pusieron de manifiesto la envergadura del mal y el irremediable final de aquel cuerpo enfermo que aún ayer tenia la apariencia de salud y de reservas como para superar la crisis. Pero el cuerpo que en 1937 supo —haciendo abstracción de sus propias desavenencias— olvidarse de sus males constitucionales para combatir el mal exógeno se había abandonado ya al proceso de la enfermedad, sacudido por los cañonazos rebeldes, las luchas entre grupos y las diferencias personales, desmembrado en un número de facciones que ya no se preocupaban de la salud del todo. Era un organismo —aquel Comité de Defensa transformado en Ejecutivo Popular y vuelto a transformar en junta de Defensa— no jerárquico, una especie de parlamento sin gobierno que se hallaba muy lejos de poder salir al paso de las desavenencias y decisiones personales; por eso pocas horas después de que un cabecilla abandonara airado la sala de juntas —en el Ayuntamiento de Región o en el cercano edificio que requisó el Comité o en la clínica de Sebastián o en aquel hotel de mala reputación, en la carretera de la Sierrala gente del frente desertaba de sus posiciones para retirarse a un feudo privado y continuar la campaña como francotiradores cuando no disparaban contra sus antiguos camaradas de armas. Como a los diez días de ofensiva la junta no supo tomar una decisión —ni siquiera la de abandonar Región— la defensa se mantuvo y continuó en todos los puntos sin otro plan que el que cada cual, en su frente, supo arbitrar al dictado de su juicio. El grupo de Asián, Mazón y el viejo Constantino, partidarios de abandonar Región y de lograr en lo posible una rendición negociada, logró en cierto modo conservar la disciplina de la amistad y mantener durante toda la campaña una línea de conducía unánime, ahorrativa y lógica aunque dictada por ciertos sentimientos derrotistas. La negociación se hizo imposible —e inútiles todos sus esfuerzos y sacrificios— por la intransigencia de otros grupos que, engañados por su fuerza y por su credo, enarbolaron la insignia de la resistencia a ultranza sin pararse a pensar en su famosa invencibilidad. Todavía en aquellos días finales del año el mayor obstáculo para abandonar Región no lo constituían ni las cabezas de puente de los insurgentes ni su desordenado e imprevisible cañoneo, ni los ataques de la aviación que con sólo dos actos de presencia para ametrallar una carretera apiñada de evacuados hizo cundir el pánico, sino las fuerzas de Julián Fernández que, apostadas en todas las salidas y encrucijadas, más dispuestas parecían a celar la observancia a las consignas de sus jefes que a defenderse de la común agresión.
El 27 por la noche, obedeciendo las instrucciones de un enlace despachado desde Región, los trescientos hombres de la columna de Mazón —al socaire del bombardeo— abandonaron sus puestos en la explanada y, divididos en pequeños grupos y siguiendo senderos diferentes, iniciaron su marcha hacia la Sierra para agruparse de nuevo a unos veinte kilómetros aguas arriba de El Puente, al objeto de franquear y asegurar un camino hacia la montaña que pudiera permanecer expedito para los fugitivos políticos de Región. Rodeados éstos de la hostilidad de todos los elementos de la 42 no contaban sino con la protección de una menguada guardia personal, alojada en el mismo edificio del Comité, y el más que dudoso apoyo de la gente de Asián que, con la ayuda de los alemanes, defendía en el sector de Bocentellas el acceso directo a Región por la margen izquierda, frente al grueso de las fuerzas de Gamallo, tan poco necesitado en apariencia de la prisa y de la agresividad. Las acciones de Porticelle, de Nueva Elvira y Bocentellas vinieron a definir las líneas de acción de una estrategia directa cuyo objetivo no era difícil presumir; a finales de octubre entraba Gamallo en Bocentellas, un pueblo incendiado entre cuyas ruinas yacían aniquilados los restos de la vieja columna Theobald, tres docenas de alemanes, centroeuropeos y judíos que, carentes de munición, optaron por arrojarse en los corrales en llamas antes que entregarse a los insurrectos. Entonces se puso de manifiesto, en toda su envergadura, el precio que había de pagar el mando de la 42 por sus indecisiones de la quincena anterior. Porque en cuanto progresó el ataque en El Puente, al afianzarse la posición en la margen derecha y cortarse en una longitud de dos kilómetros la carretera de Región, el problema de dónde y cómo y para qué plantear la defensa afloró con la más imperiosa e ineludible urgencia toda vez que, en aquellas fechas, después de dos meses de lucha, era fácil suponer adónde conducía la rendición. Sólo el viejo Constantino —el primero entre los derrotistas que renunció a una solución pacífica— comprendió que con el grueso de las fuerzas de Gamallo acampadas en la vega de Nueva Elvira la única salida viable consistía en abandonar la defensa de Región para, agrupando sus efectivos, tratar de anular la cabeza de puente y recuperar el dominio de la carretera. En el curso de aquella última y dramática semana de octubre Región quedó desierta; desierta quedará para siempre, comida por la lepra de los disparos, las cubiertas agujereadas y las alcantarillas abiertas, el viento que remolinea y susurra por los huecos abiertos, los lienzos rasgados, las puertas que chirrían en sus goznes y golpean en sus marcos, incapaces de cerrarse sobre una edad de vergüenza y estupor; hundida en el polvo y rodeada —como la Nínive de Jonás— del fuego, la ceniza y los pedernales, emblema desgraciado de aquella voluntad fratricida. También quedó a oscuras, excepto por un instante en el colofón de la batalla, aislada en aquel sombrío
hinterland
entre los dos ejércitos dispuestos a asestarse el golpe mortal y —se diría— sumergiéndose lentamente en las tinieblas de la historia, rodeada de los fugaces destellos del cañoneo y el parpadeo de los vivacs, como las luces de los pequeños barcos pesqueros que han abandonado sus faenas para acudir al punto donde se hunde el coloso. El avance de Gamallo quedó detenido, con la noticia de la rotura del frente de la 42, cuando sus avanzadas alcanzaron las primeras casas de la margen izquierda; pero no se decidieron a entrar ni a cruzar siquiera el río mientras en la épave repentinamente rodeada de sombras, humo y niebla, sonaron los ecos de los combates callejeros, el ruido seco y espaciado de los pacos y la lánguida respuesta de las ráfagas, creciendo en su furor hasta el inverosímil diapasón del alarde final de una fiesta pirotécnica terminada en unas bengalas furtivas, restos chisporroteantes y fumarolas rosas. Sin duda el viejo Constantino adivinó su pensamiento y quiso anticiparse, en la medida de sus fuerzas: retiró casi todos los efectivos del pueblo, lo rodeó de un cordón de vigilancia y mediante
esfuerzos recíprocos
, trató de lograr la soldadura entre la 42 y los restos de la 17 para embolsar la guarnición enemiga del Puente, decidido a volver sobre el frente principal una vez que lograra terminar con la amenaza de su flanco izquierdo. Pero en aquella operación de alivio los combates en El Puente habían de prolongarse durante veinte días más en los que (a lo largo de un sinfín de cambios de fortuna) aquella miscelánea
landsturm
española, formada por campesinos, muy pocos obreros, viejos anarquistas y gente de doctrina, comunistas de nuevo cuño, tres o cuatro militares de carrera fieles a la idea republicana y unas quintas de jóvenes a los que sólo la conscripción fue capaz de sacar de su atonía rural, volvía a demostrar los mismos vicios y virtudes que en los tiempos de Aníbal y Sertorio: insegura y violenta, tan indisciplinada en las horas de ardor triunfal como incontrolable en los momentos de desmayo. Nunca fue otra cosa que una fuerza agresiva lanzada en pos de la presa pero despectiva a toda previsión, indiferente a los planes y carente en tal medida de fibra resistente que nunca supo consolidar sus esporádicos triunfos— apenas dispuesta y preparada para soportar los rigores de la
guerre à outrance
y, en cuanto su deseo agresivo quedaba satisfecho, su apetito parecía liberarse de toda intención bélica y no ansiaba sino encontrar un lugar donde marginarse y esconderse, para rehuir las consecuencias de su anterior conducta; era como un animal en celo que tras consumar el acto sexual busca inquieto, jadeante —los ojos desorbitados y el pelo erizado— un refugio apartado y seguro donde cobijar su agotamiento; aun cuando las fuerzas republicanas lograron en dos ocasiones alcanzar sus objetivos locales, quedaron fuera de combate. Las dos cabezas de empuje lograron unirse, atravesando de nuevo la carretera de Región, y forzar de nuevo al enemigo a pasar el río; volvieron a ser cortados como consecuencia de los refuerzos que despachó Gamallo —pacíficamente asentado frente a la desmoronada Región— y el combate quedó limitado y centrado en la posesión de aquel paso. El siguiente empeño —el más agresivo y sangriento, el único que la 42 combatió palmo a palmo, consciente tal vez de que se trataba del último— se desarrolló en sentido inverso; tras abandonar todo el sector entre la cabeza de puente y Región las fuerzas de la República, antes de la huida final hacia la montaña, atacaron en dirección norte-sur y llegaron a entrar en posesión de toda la llanada de El Puente —era la segunda decena de noviembre y había caído la primera nevada— que en los últimos días de su combate será el escenario de su final: su objetivo, su trampa y su tumba. Al tener noticias de aquella postrer acción el viejo zorro decidió sacudir su modorra y abandonar su campo frente a la vega del pueblo para —cruzando a través de él sin necesidad de ocuparlo— ir a asestar el golpe final a aquella desventurada fuerza que, deslumbrada por la conquista del puente, no quería apercibirse de que ya no tenía reservas para defenderlo. Entonces se le presentó la ocasión con que había soñado desde que empezó a planear la operación: perseguir por el valle hacia aguas arriba, en dirección al norte y con una división considerable y unificada bajo su mando, los restos de un grupo de combate que trataría por todos los medios de buscar refugio en la montaña. Retiró a los reclutas y a los moros, licenció los cuadros que habían demostrado un comportamiento destacado y gallardo y, colocando los navarros en el frente de avance, inició aquella lenta y segura marcha que debía terminar en los antiguos dominios de sus mayores. Un mes más tarde, un día que debía visitar las avanzadas y poco después de abandonar el cuartelillo que había organizado en la clínica del doctor Sebastián, en un recodo de la carretera su coche fue tiroteado por un grupo de guerrilleros y allí, en una cuneta y a media mañana, murió junto a su chófer —sólo un ayudante escapó con unas heridas en la cabeza— el hombre que, movilizando todo un ejército, había intentado, con el pretexto de una vieja afrenta, violar la inaccesibilidad de aquella montaña y poner a la luz el secreto que envuelve su atraso. Pocos días más tarde el Mando ordenó suspender sine die la operación de limpieza y la guerra concluyó, en la Sierra de Región, dejando las cosas (en lo que a la tradición se refieren) no sólo igual que estaban el año 36 sino agravadas por la oculta y no desmentida presencia de unos pocos hombres de la resistencia que buscaron su cobijo en los terrenos prohibidos.