Volverás a Región (7 page)

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Authors: Juan Benet

BOOK: Volverás a Región
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soirée
de color azul índigo que, un día al fin, se encargaría de poner fin al terrible combate entre los dos ídolos que luchaban en la casa. Lo habían encajado en un alto maniquí de abultadas formas —que la mujer jamás sería capaz de igualar— que, desde varios años atrás, presidía aquel cuarto de costura, convertido en templo, y que parecía invadir toda la casa con los enigmáticos efluvios de un culto secreto y prohibido. Pero él parecía reírse de su propio culto y despreciar su feligresía. Algunas veces, a hurtadillas,. subía a verlo: recortado contra la silueta de la Sierra en la ventana, iluminada por la luna, se diría que cruzaba con ella un cambio de mensajes sibilinos y amenazadores, en un lenguaje de destellos entre el corpiño de raso y las cumbres de caliza. Era una conjura de. la que tampoco debía estar ajeno el hombre de la bicicleta que tuvo que huir —sin despedirse ni hacer las maletas, la máquina la encontraron después en un bosque de alcornoques— tal vez al día siguiente de recibirse en el cuarto de costura el aviso más significativo: un disparo de fusil que vino a rematar, como la explosión del cohete, el viaje por una solitaria senda de la sierra de una bamboleante calesa envuelta en una nube de polvo. Luego vino la reclusión, los años de estudio y avaricia. Una tarde clara de octubre la mayor de sus tías le acompañó hasta la encrucijada donde paraba el coche de Macerta, una carretera flanqueada de chopos dorados y salpicada de hojas muertas de roble, del color de la sangre seca. Todos los años de internado —corredores de azulejo chillón, delantales de mahón y un olor a rancho que emanaba de las cocinas y parecía impregnar todos los pasillos y las aulas, y los pasos susurrantes de los hermanos violentos y las tardes de los domingos lluviosos, contemplando cómo en el patio se formaban los charcos y los regueros— transcurrieron en la espera de un envío de dinero que no llegó nunca; no sólo estaba incapacitado para todos los extras sino que al llegar la Navidad o la Pascua tenía que ver cómo se quedaba solo a falta de un billete en el ordinario que todas las mañanas, más allá de la tapia de ladrillo recocido y carbonilla, pasaba en dirección a Región rompiendo el malva de la madrugada con su terrible fanal de sodio. Vivió en el internado durante ocho años, sin abandonarlo siquiera durante los períodos de vacaciones en los que todo el alumnado se reducía a cuatro internos menesterosos que dormían en un dormitorio semivacío y cenaban en silencio, al fondo del refectorio apenas iluminado, presididos por el lego tuerto que cuidaba de la huerta y separados por una cortina de la mesa de los Hermanos charlatanes y gritones que, en ausencia de la disciplina, se congregaban en una sola mesa para disfrutar a sus anchas de la licencia. Entonces llegaba la carta: erg, una fórmula sencilla y breve, semejante a la que el banco emplea para dar cuenta al cliente del estado de su cuenta (y que al igual que ella parecía reclamar su conformidad con los números), por medio de la cual su tía le venia a demostrar que el sacrificio y el ahorro de hoy no son sino el bienestar y la hombría de mañana.

Más o menos como lo había previsto, en la primera decena de aquel mes de septiembre las fuerzas del coronel Gamallo clavaron de nuevo su bandera en el collado de La Requerida, a la cota 1.640, tras seis días de marcha y sin otras bajas que los enfermos y lesionados de costumbre, un par de muertos y siete heridos de bala de fusil', caídos en una escaramuza nocturna con elementos republicanos no identificados. Era un sábado. El domingo, por la mañana —un día despejado en que soplaba el viento norte y las nubes procedentes del Cantábrico venían a agruparse en el horizonte— se ofició en el collado una misa de campaña y se repartió un rancho especial, con carne de conserva de Mérida. El coronel no fue visto en todo el día; ni asistió a la misa ni a la comida de oficiales ni siquiera pasó revista a las tropas, anunciada para la media tarde, y se limitó a cursar —a través de un ayudante— la orden de romper filas después de cuatro horas de inútil formación. Los oficiales con mando de mayor graduación trataron de celebrar, después de la retreta, una entrevista con él a fin de confirmar y repasar las órdenes e instrucciones del día siguiente y que en ningún momento se había preocupado de trazar con el necesario detalle. Les hizo esperar durante unas cuantas horas, mientras bebía un vaso de leche sin cocer y contemplaba ensimismado —ala luz del carburo— una postal provinciana de antes de la Dictadura. No quería convencer ni discutir; no quería censuras, recomendaciones ni interrogantes; no tenía la menor intención de hacerles partícipes de un planteamiento táctico basado, en gran medida, en la independencia de los sectores y en el cumplimiento, por parte de cada unidad, del cometido asignado cualquiera que fuese el resultado vecino. Sabía que su plan era más que censurable, era inexplicable y ni siquiera él tenía un deseo expreso de aclarárselo a sí mismo; era una locura, la única aventura que un capitán responsable se hubiera prohibido a sí mismo por poca que fuera su consideración de la fuerza del adversario. Pero en aquellas fechas el adversario apenas contaba: era el último considerando que se introducía en los cálculos y no porque la experiencia de la campaña anterior o la información más reciente hubieran inducido a menospreciarlo sino porque tal factor, con no ser decisivo respecto al resultado de la campaña sí lo podíá ser respecto a la definición de los móviles que la motivaban. Cuando se estudia y compara el desarrollo de las dos campañas de 1937 y 1938 no se comprende muy bien cómo dos ejecutorias tan semejantes condujeron a resultados tan dispares y cómo el viejo y lento Gamallo supo caminar con éxito allá donde, unos meses atrás, el coronel navarro no hizo sino tropezar y caer. Sin duda el adversario no era el mismo aun cuando técnica y militarmente hubiera sabido conservar intactas sus fuerzas, ya que no incrementarlas. Pero políticamente no; ya era un cuerpo enfermo, carente de futuro, acosado por las deudas, desfondado por los desengaños, amedrentado por la incertidumbre y entregado al progreso de su propio mal, «sin más calor en su interior que el necesario para alimentar su fiebre». Todo el curso de la guerra civil en la comarca de Región empieza a verse claro cuando se comprende que, en más de un aspecto, es un paradigma a escala menor y a un ritmo más lento de los sucesos peninsulares; su desarrollo se asemeja al despliegue de imágenes saltarinas de esa película que al ser proyectada a una velocidad más lenta que la idónea pierde intensidad, colorido y contrastes. Porque en Región no hubo coincidencia de fechas; el intento republicano de sofocar un levantamiento militar no fue simultáneo a la revolución proletaria que pignoró los recursos para llevar a cabo el primero. Los efectos del levantamiento del mes de julio que sacudió al país fueron apercibidos sólo en agosto, con el eco de unos disparos en la sierra y la barahúnda de las bocinas de los coches requisados mezcladas con el grito de las mujeres; y la revolución proletaria que había de cambiar la faz de media España en aquel verano sangriento vino a repetirse, por un efecto de mimetismo, con los suaves y ajados matices del otoño. Hacia finales del 36 empezó a cundir y prevalecer en la parte republicana una mentalidad más estatal que revolucionaria; en todos los espíritus con las miras puestas en el triunfo militar —condición indispensable para cualquier otra aventura— empezó a abrirse paso una cierta intención conservadora de volver a la amalgame para, a costa de los intereses de partido y de clase, crear el ejército por encima de la milicia y el estado por encima del sindicato. Pero ese proyecto, penosamente elaborado y trágicamente hecho pedazos en los campos del Jarama y el Tajo, en Brunete y en Teruel, en cierto modo prevaleció en una Región circundada de silenciosas montañas y pequeños predios, habitada por una colectividad homogénea en la pobreza y carente de un proletariado que había emigrado diez años antes de que se clausurara la última casa-cuartel de la Guardia Civil, y en la que el más tímido intento de colectivización se emparenta con la locura, el anticlericalismo será siempre un chiste, el sindicato una vanidad y la anarquía, el respeto a la tradición. Fue republicana por olvido u omisión, revolucionaria de oído y belicosa no por ánimo de revancha hacia un orden secular opresivo sino por coraje y candor, nacidos de una condición natural aciaga y aburrida. Prevaleció un año y medio, de finales del 36 al otoño del 38, acaso porque la unión republicana, que no tenía que mimar o paliar una revolución, se formó ante una mesa de naipes y se preocupó tan sólo —sin socializar industrias ni colectivizar las granjas ni quemar las iglesias ni fomentar la formación política de las masas— de salir al paso de aquellos que cruzaban las montañas para interrumpir una velada de amigos, en torno a una baraja o una botella de castillaza. Los sucesos de agosto y septiembre que no nacieron violenta ni espontáneamente sólo sirvieron para la creación de aquel ridículo Comité de Defensa, presidido por el señor Rumbás, que —tras colaborar en el aborto de la ofensiva falangista de agosto— fue arrinconado y sustituido por un Ejecutivo Popular en el que tomaron asiento casi todos los hombres que habían participado en la subida a La Requerida. En el Ejecutivo no sólo estaban representados todos los partidos sino también todas las pasiones y facciones; no cabía hablar de delegados porque nadie representaba más que a sí mismo toda vez que un partido o una facción —en la comarca regionata— apenas contaba con más de seis miembros, si era numeroso, todos los cuales se creían con derecho a asistir a las sesiones. Así pues, más que un Ejecutivo era un parlamento donde se sentaba aquel que quisiera y donde fue posible —hasta una determinada fecha— no sólo solventar las diferencias entre los diversos grupos sin que trascendieran a la calle (que al fin y al cabo no se preocupaba de esas cosas) sino adoptar las grandes líneas estratégicas —la unión de fuerzas democráticas, la línea antifascista, el retorno al estatismo— con un cierto tácito consenso popular. No es que el pueblo de Región se hubiera desinteresado de la política; en realidad había pensado muy poco en ello y hasta la jubilosa algarada del 14 de abril se vio en gran medida mitigada porque en todo el pueblo no existía una sola bandera que teñir de morada ni a nadie se le pasó por la cabeza la idea de subir al balcón del Ayuntamiento —que sin duda se hallaba en estado de ruina y se hubiera venido abajo, tiñendo de luto el día— para agitarla. La política —o más bien la expresión de alegría y desenfado republicanos— entró en Región subida en un coche grande y viejo que había adquirido Eugenio Mazón nadie sabe cómo. No podía ser con dinero —su madre no se lo daba ni él lo tenía— aunque él afirmara, un tanto evasivamente, que no era más que un premio a un naipe afortunado. El coche permaneció durante un par de años, las cubiertas podridas entre los cardos, los gatos cobijados a su sombra, toda la capota cuajada de excrementos blancos, en el jardín de la casa donde apenas servía para otra cosa que para escondrijo de unos cuantos amigos cuando se trataba de beber castillaza a altas horas de la noche. Porque la casa —silenciosa, arruinada, casi todos los huecos entablonados y el jardín salpicado de desperdicios, juguetes rotos y ropas miserables— seguía siendo una de las más respetables del pueblo a pesar del suicidio del padre y de ciertos pasos equívocos de algunos hermanos, gracias a la presencia de su madre que, todo el año, vivía allí, completamente sorda y medio ida, sentada en la penumbra en un sillón de mimbre, acompañada de una vieja doncella, haciendo nudos incansablemente a una cuerda de cáñamo o a una cinta de terciopelo. Pero aparte de eso el coche empezó a adquirir cierta inicua fama como lugar de citas amorosas hasta el punto de que ciertas señoras giraban la cabeza al pasar junto al jardín y muchas mujeres se negaban a subir a él, incluso a media tarde y en compañía de sus amigos. No fue una cuestión de reputación sino de práctica lo que indujo a Eugenio Mazón a ponerlo en marcha; pero sólo la mala fama les convenció de que, adquiriendo unas cubiertas y una batería, podían utilizarlo para provecho de todos y para sacar de él un fruto que les estaba vedado con la inmovilización. Además era un coche en el que, bien arrimadas, cabían ocho o diez personas que para hacer una excursión tenían que llegar a una cierta intimidad en común y olvidarse para siempre de ciertos requisitos del pudor, de tantos tabús a los que la decencia impone el rigor de la soledad. Luego, era justamente eso lo que trataban de romper porque en aquellos años no hubo otro intento de liberalización de las costumbres que el abandono de la soledad, una cosa que los jóvenes de Región sólo pudieron hacer unidos entre sí y subidos al coche de Eugenio Mazón. Ocurrió también que uno de aquellos amigos logró consolidar —nadie supo por qué medios— su imposición como candidato independiente a las elecciones a Cortes del otoño del 33. Aquella candidatura no sólo sirvió de pretexto a muchos viajes de placer sino que —como consecuencia de la política expansionista de la CEDA y su táctica de copar las circunscripciones olvidadas— constituyó un vínculo de unión y de esfuerzo para todos aquellos jóvenes que, en su entusiasmo, llegaron a encargarse trajes oscuros en una sastrería de Macerta. Fue una campaña electoral breve pero intensa y hasta las mujeres se acostumbraron a subirse a un asiento trasero del coche para, en una plaza de El Auge o de Burgo Mediano o de El Salvador y ante media docena de gañanes que habían dejado la partida de dominó para escucharlas extasiados, pronunciar su conocido discurso sobre la nueva libertad sexual que ellos patrocinaban. Pero aun cuando un programa así tenía por fuerza que ser sugestivo —viniendo de aquellos labios— por regla general (y salvo algunos entusiastas que en medio de grandes extremos y abrazos quisieron hacer efectivas y suyas las propuestas sin esperar al voto) fue recibido con hostilidad y sarcasmo cuando no con insultos y pedradas. En contraste con ellos los candidatos adversarios demostraron que estaban a la altura de los tiempos: eficaces, diligentes y agresivos no vacilaron un instante en salir al paso de aquellos aficionados inesperados en cuyo programase reflejaba de manera palmaria la frivolidad de sus vidas. Para luchar contra el dinero de la CEDA, contra la ideología socialista o los bastones del partido radical —y a falta de un programa político atractivo para el pueblo— decidieron utilizar un pájaro amaestrado que el capitán Asián había comprado en Las Ramblas a muy buen precio. Era un pájaro grande, torpe y negro y de aspecto poco simpático, que con un aleteo frenético volaba un corto trecho a dos metros del suelo para posarse y, con esas miradas impertinentes de las águilas de los blasones, lanzar un agrio graznido que sonaba siempre a burla. Al principio lo soltaban en la calle, a la entrada de los mítines, para atraer al público; poco a poco el capitán —que lo llevaba en una jaula disimulada bajo un sayo negro— se fue atreviendo a soltarlo en las salas e incluso en aquellos merenderos a orillas del río, donde con frecuencia se reunían los partidarios de un determinado candidato para, con unas fuentes de jamón y unas jarras de vino y unas cuantas sandías, celebrar la buena acogida de un discurso suyo. No hubo acto que le resistiera, tal era su furor y su graznido; primero trataban de cogerlo, atraídos por su vuelo bajo y sus patas abiertas, corriendo tras él por las calles sin apercibirse de que sólo el capitán era capaz de cobrarlo, tocando un silbato especial que le vendió también el hombre de Las Ramblas. Más adelante se optó por huir de él, pues al parecer al volar arrojaba un excremento que quemaba la ropa y producía pústulas. Y por fin, cuando los oradores se reiteraban y alargaban en exceso, era requerido, buscado y recibido con alivio y alegría. A la postre —y en gran parte gracias al pájaro y los discursos femeninos— el pueblo de Región, aunque se abstuvo de votar, no pudo por menos de lamentar su alejamiento de una política que le podía proporcionar tan buenos ratos.

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