Authors: Juan Benet
Los carros que se acercaban, hundidos hasta los ejes, cargados de cal en lugar de paja; en las calles desiertas los ayes y los gritos intramuros de las abuelas abandonadas que en los lechos polvorientos trataban de resucitar los dolores del parto; la imagen vacilante, fosforescente y cenicienta del marido, envuelta en el aura de la mañana con un rictus siniestro y una sonrisa macabra al abrir a sacudidas la puerta y, con un gesto de espanto, rasgar su camisa para mostrar las terribles heridas y el agujero negro en el centro del pulmón, que todos los años volvía a visitarla en la fecha de su aniversario para desaparecer momentos antes de que el viento introdujera por la puerta abierta el testimonio de su muerte: una pelota formada por papeles de periódicos atrasados que el viento deshacía en el umbral de la casa para dejar en el suelo la esquela arrugada publicada por un diario de provincias, unos días antes de su marcha. Porque si algo habían desarrollado era un cierto sentido de la anticipación que les permitía escuchar el sonido del carruaje antes de que hubiera alcanzado el límite de la provincia, y el único a la postre en el que podían confiar tanto para no hacer caso de las furiosas llamadas nocturnas del inoportuno visitante que podía confundir la puerta del hogar abandonado con la de una partera fallecida, como para esperar el tiro, la sanción, el veredicto pronunciado por el Numa a las demandas de su ansiedad. No se trataba nunca de espejismos: porque el prófugo, el marido, el amado o el padre siempre habían llegado después —como ese tardío y exento de interés texto escrito de un telegrama cursado por teléfono—, con la cara empolvada y el gesto, no de dolor ni asombro ni decepción sino de aversión hacia aquel pasada momento de inconsciencia que les indujo a desestimar el fallo que el monte les tenia reservado. Pero a la vejez, tanto más impaciente y medrosa cuanto más se prolonga la espera, lo único que le importa es ese testimonio y ese reconocimiento de su falta que a última hora viene a justificar y revalorizar una juventud y una madurez mediocres, consumidas en el holocausto a las virtudes domésticas, las dificultades económicas, el horror a los viajes invernales y la firmeza para con los hijos. Adela había tenido un hijo que, sin duda, a su vez había tenido un padre quien, pocos días antes de alcanzar esa condición, había abandonado a su mujer —no para huir al monte ni refugiarse en la mina ni jugarse el resto de su hacienda en el casino— para establecerse en un país donde tratar de prosperar: por esa razón no se sabía nada de él ni se le mencionó jamás en la casa, aun en los límites de la cocina. Pero como Adela se había educado en la vecindad y compañía de buenas familias antes de ser madre había adquirido un sentido muy estricto de la honestidad y los deberes del criado por lo que en cuanto su hijo llegó a la edad de entenderla le inoculó esos desechos de la educación burguesa que las clases humildes han de recibir como la ropa usada de los señores: abrigos que es preciso convertir en chaquetas y camisas con las que hay que hacer un pijama. Por eso su hijo debió comprender desde muy corta edad que si un día debía abandonar el hogar al menos debía acarrear alguna tragedia, porque añadir la prosperidad al abandono era algo que se salía de los límites de la moral de contagio. Abandonó el hogar en dirección opuesta al padre: antes de cumplir el servicio militar huyó al monte y no se le volvió a ver, con lo que Adela, en su soledad, se vio en parte recompensada con la posibilidad de esperar un hijo prófugo, un privilegio de las buenas familias y de la gente educada. Le veía algunas noches; cuando la señora se retiraba a descansar, escondida en su cuarto encendía un cirio ante la fotografía del hijo vestido de uniforme y, sacando una botella de vino que todo el día colgaba bajo las sayas, dialogaba con él durante largas horas. A veces cantaba también, en una voz muy queda, aflautada y temblorosa, adaptando las tres o cuatro letras que conocía —«vosotros, los querubines» o «cubierta por el polvo de las tumbas» o «lo mismo que el metal»— a una larga, lenta y primitiva melodía que parecía conjurar el susurro del viento, el murmullo de los árboles y los ladridos nocturnos de los perros y que, sin duda, el Numa —y toda su corte de víctimas y querubines— debía escuchar extasiado en una pradera prohibida de Mantua. Nunca le había dicho nada de él; de pronto quedaba detenida en actitud de escucha —un dedo en el aire, el oído vuelto a la sierra y la mirada hacia él, sin verle, mezclando esa supina y absorta atención del perro de caza con la expresión idiotizada y soñadora de la cocinera que después de varias horas de limpiar lentejas levanta hacia el techo la vista para suspirar. Él, con la boca abierta y los ojos juntos detrás de los gruesos cristales de sus lentes, había aprendido a respetar su atención: las pocas veces que en el curso de la guerra había tratado de ser informado no había recibido más respuesta que el «calla, calla» o el signo del dedo de Adela, negando en el aire o apoyado en sus labios. También él quería escuchar —cuando Adela, alarmada por la carencia de signos, abandonaba el fogón para pegar su oreja al cristal de la ventana pero no sabía el qué. Cuando volvía al fuego, para revolver de nuevo el potaje o secarse las manos con el paño, le preguntaba «¿Los van a matar? ¿Los han matado ya?» porque, sin que ella le hubiera dicho nada, sabía que no se podía tratar de otra cosa. Como no había aprendido a escuchar —una facultad o un privilegio exclusivo de quien tenía un padre, un hijo o un amado enterrado en el monte— y como tampoco Adela sabía decir nada acerca de lo que oía había llegado a desarrollar una ciencia de interpretación de sus gestos —como si se tratara del vuelo de las aves o el lenguaje de las entrañas— con la que traducir el significado que ella guardaba tan celosamente. Por la manera en que detuvo la cuchara de palo, retiró la olla y se desató el delantal —luego se secó las manos en el paño, le ordenó que permaneciera sentado y callado y, dejando el delantal sobre una silla, abrió la ventana para atisbar en la noche: unos pasos sonaron sobre el pavimento y alguien llamó en la puerta de la calle. Aspiró profundamente y se arregló el moño: «Aguarda aquí, no te muevas». Encendió las luces del corredor y la escalera, se iluminaron los rincones de la casa que habían permanecido en sombras durante dos años, un resplandor opalino invadió el comedor cubierto de lienzos y guardapolvos, como un pequeño cementerio, y los pasos volvieron a sonar en la escalera, pesados y pausados— comprendió que la guerra había terminado pero que su madre no había vuelto. Había un hombre en la cocina —mientras Adela vertía el potaje en las tazas— cubierto de polvo; vestido con una cazadora de cuero oscuro y una gorra de chófer, que se sentó en un taburete frente a él, jadeando. Se quitó la gorra y de un bolsillo interior sacó un envoltorio cubierto con papel transparente, manchado de grasa. Tomó un pedazo de pan seco y lo metió en la sopa pero no debió ablandarse. No habló nada. Mientras tomaba la sopa fue deshaciendo el envoltorio y revisando un montón de cartas y papeles arrugados y mugrientos. Apartó el plato y plegó el último sobre en muchos dobleces. Se levantó, retiró la chapa del fuego y, lentamente, fue introduciendo uno a uno todos los papeles sin decir una palabra. Luego volvió a sentarse en el taburete, quitándose la cazadora.
—¿Y su madre?
—Calla, calla.
Los ojos del niño, aumentados por los cristales de las gafas, no parpadearon. No eran expresivos y, encerrados tras el cristal y deformados por el aumento, parecían encarnar esa melancolía de la pecera donde no se añora la libertad y abundancia de otras aguas, donde el pez no se lamenta de la pérdida de una condición porque no ha alcanzado el nivel de la añoranza y el ansia de libertad y que, por consiguiente, sólo sabe mirar con esa muda, profunda e impenetrable seriedad en el fondo de la cual un brillo apasionado, pugnando por atravesar mil tardes de abandono, se traduce en la superficie en una expresión de asombro. Allí se mide la soledad que sólo el niño —no interesado en dar un nombre a cada cosa e incapaz de expresar con el gesto el estado de ánimo— puede medir; allí está la respuesta no a la ausencia aceptada dos años atrás ni a la nueva moratoria, ni siquiera a la orfandad impuesta por el destino con la misma falta de explicaciones y escrúpulos con que la naturaleza le impuso la miopía y las dificultades para el habla, sino a la recusación del anhelo de libertad y al deseo de olvidar ese anhelo a fin de, en la reclusión o en el abandono, edificar sus propias leyes y su código propio y su propia razón de ser aunque sólo sirvieran para hacer correr unas bolas por un pasillo en penumbra. No se había movido, sentado en la silla con los brazos encima de la mesa y la cabeza sobre ellos mirando fijamente al intruso, tratando tal vez de retroceder a una de aquellas tardes sombrías de la guerra en las que, con ayuda del lenguaje de los signos, era dado esperar y era posible dormir y despertar a sabiendas de que un día terminaría la lucha y volvería su madre. O tal vez no, porque la misma tarde que se despidió su madre una parte cruel de su memoria le había inducido a perder toda esperanza de volverla a ver (aquella parte que deseaba seguir jugando a las bolas, sin duda) y a hacerse fuerte en aquella actitud del hombre que —tras haber enajenado su libertad para constituir su propio código— desprecia la revocación del fallo impuesto por un error judicial porque ha encontrado en sus propios recursos la sublimación de una libertad que ni siquiera su madre será capaz de pignorar. El hombre se quitó las botas y sacó una pistola negra; extrajo el cargador y media docena de balas, que el niño observó con la indiferencia e integridad con que un juez integérrimo hubiera contemplado un montón de monedas, corrieron por la mesa. Cogió unas pocas, las puso en la palma de la mano y se las plantó delante de la nariz, pero aquellos dos ojos inexpresivos apenas vacilaron, mirándole de frente, exento de miedo y de sorpresa.
—¿A ti qué te parece? —Le levantó la barbilla.
—¿Qué te parece todo esto?
—¿Por qué no dejas en paz al chico?
Recogió las balas e introdujo de nuevo el cargador en la pistola.
—Te voy a dejar en paz, eso es.
—Deja al chico ¿qué culpa tiene él?
Se levantó, cogió la cazadora y guardó la pistola en el bolsillo del pantalón. Del otro bolsillo extrajo unas cuantas balas que contempló despacio, como si contara un montón de calderilla.
—Vete al sótano —dijo Adela—, allí podrás estar. Ahora bajo yo.
—La culpa —dijo, al tiempo que volvía a meter las balas en el bolsillo—,siempre la culpa.
El chico no dijo una palabra ni movió un músculo pero comprendió que la guerra había terminado. Ya debían estar terminados Adela los había estado planchando— sus primeros pantalones largos, aprovechados de otros de su hermano; se diría que aquellos dos largos años de guerra no habían constituido para él otra cosa que el intervalo de alboroto provocado en las habitaciones traseras por las personas de edad para mudar su traje de niño por las ropas de un, hombre. Así lo había ordenado; su madre el día de la partida: Abandonó las bolas en el jardín para ir a darla un beso y recibir las encomiendas de costumbre. Luego, casi todo el tiempo lo pasó acuclillado, por el suelo de la cocina o el pasillo en penumbra. Se levantó rara vez para seguir a Adela y asomar la nariz tras las persianas, escudriñando una manifestación de hombres y mujeres vestidos de mono y tocados con gorros y boinas que, en torno a unos coches pintarrajeados a los que se habían encaramado unos cuantos de ellos, gritaban vivas y mueras, entonaban unas letras y agitaban pañuelos, fusiles y bayonetas. Al intruso sólo lo vio una vez más; demacrado y sin afeitar, sentado en el taburete de la cocina sostenía con la mano la punta de la persiana para espiar la calle; jadeaba con mucha violencia y en cada espiración salía de su garganta un silbido ridículo y monótono. Hasta que un día le vino a despertar Adela, con una bolsa en la mano y un pañuelo anudado en la cabeza. «Ponte esto», le dijo, dejando en la cama los pantalones largos. «Vamos, no te duermas», un hombre vestido de militar le miraba apoyado en el quicio de la puerta y unos pasos apresurados sonaron en la escalera. Les llevaron a una casa donde estuvieron mucho rato esperando, sentados en un banco cogidos de la mano. Un hombre vestido de militar vino por Adela y entonces se durmió en el banco, con la cabeza apoyada en la bolsa. A la mañana siguiente volvió Adela para darle un beso; la acompañaba el doctor Sebastián. Le dijo que tenía que ir a su casa adonde ella, a la vuelta de un corto viaje, le iría a buscar. En efecto, unos meses después apareció en la vieja clínica, con el pañuelo anudado en la cabeza y la bolsa de viaje. Pero por poco tiempo porque aquel mismo invierno murió Adela a consecuencia de una congestión pulmonar.
Los primeros combates en la Sierra de Región tuvieron lugar a comienzos del otoño del año 1936, como consecuencia de los ataques llevados a cabo contra los pueblos de la vertiente oriental de la cordillera, por unos pocos insurrectos de Macerta. La guarnición de Macerta, un regimiento de ingenieros, se había unido al alzamiento desde los primeros días, sofocando con diligencia la revolución proletaria qué unos cuantos campesinos trataron de llevar a cabo a su manera. Tomaron Macerta corno base de operaciones y, con el primer objetivo puesto en Región, tras requisar todos los vehículos que encontraron a mano, iniciaron una campaña montaraz que, mediante rápidas incursiones, sumarias emboscadas, arrestos y medidas de seguridad que se prolongaron durante todo el verano, debía llevar la atrición a todos los pueblos de la ribera opuesta, mal comunicados y demasiado alejados para poder ser ocupados por una fuerza militar tan exigua. A mediados de septiembre habían ocupado toda la carretera de Macerta a Región hasta el puerto de Socéanos al objeto de llevar en meses posteriores, con la llegada del buen tiempo y refuerzos de toda índole, la guerra en gran escala a una Región que, con sus débiles recursos y agonizantes energías, había decidido permanecer fiel a la causa del gobierno republicano. Aun cuando por aquel entonces se trataba de una ciudad casi desierta, el verano influyó no poco en aquella postura; no quedaba nadie importante y muy poco que defender, un nombre, un instituto de enseñanza media, tres casonas y unos cuantos gallineros. Ciertos intelectuales de Región —y la revolución de julio vino a poner de manifiesto que aún quedaba alguna gente que no sólo se atribuía tal título sino que sabía contraponer, con orgullo, la profesión de las ideas a la de las armas y a la del dinero— habían hecho público durante el verano un llamamiento a la conciencia nacional «para dirimir con la palabra, vehículo del entendimiento, toda clase de diferencias» que pronto quedó tan invalidado y anacrónico que hubo de ser sustituido por «una enérgica protesta ante ese intolerable gesto de desprecio hacia la vida ciudadana de la nación y que, en su empeño, ni siquiera ha vacilado ante el sacrificio de la vida humana». A la sazón vivía en el pueblo un hombre alto, entrado en años y canas, y con el aspecto —quizá exagerado por el hecho de salir todas las tardes a pasear, acompañado de su mujer, con un abrigo raído, una boina negra y la cara casi oculta por unas gafas oscuras— de estar muy acabado de salud. Todas las tardes de sol paseaba junto a la orilla del río, cogido del brazo por aquella mujer que apenas le llegaba al hombro y que, lanzando a todos lados miradas de furor parecía poseída de' esa domesticada pero irreprimible fiereza de un perro en todo momento dispuesto a lanzarse sobre los transeúntes para celar la seguridad de un amo que vive en las nubes. Había asentado en Región un par de años antes de la guerra, en una modesta pensión del barrio viejo, para buscar sosiego y restablecerse de una antigua lesión pulmonar —que habla vuelto a entrar en actividad.— Se llamaba Rumbal o Rombal o algo así; Aurelio Rumbal; no tenía don, en todas partes se le conocía por el señor Rumbal. Había estado en América pero no movido por el dinero sino por el afán docente; había vuelto pobre pero inflamado de cierto ardor jacobino, aureolado de un nombre de luchador ya que no de profeta— a quien ni siquiera la lesión pulmonar era capaz de domeñar. Eso, en parte, lo debía a una melena leonada que había blanqueado prematuramente y a aquellas gafas oscuras detrás de las cuales, al parecer, tenía su guarida una mirada feroz. Se ganaba la vida como profesor, como intelectual; daba clases en el instituto; recibía muchos impresos, escribía cartas a los periódicos, enviaba artículos que al parecer se publicaban en América y mantenía el último vestigio de tertulia adonde acudían unos pocos jóvenes que esperaban, con el tiempo, poderle llamar maestro. Su saber, con no ser muy profundo, abarcaba casi todo el campo de la cultura: sabía qué condiciones se deben dar en una sociedad para que la revolución sea posible, conocía el arte de vanguardia lo bastante como para llamar retrógrado al que no lo era y tenía en su haber unos rudimentos de matemáticas suficientes para dar clases de bachillerato. Aun cuando la educación había caído en desuso en Región, desde la segunda década del siglo, aún seguían abiertas dos escuelas públicas y un instituto de enseñanza media; el patio, ciertamente, se había convertido en una cochera, los porteros habían ido, poco a poco, transformando casi todas las dependencias en corrales pero aún se daba clase y en casi todos los agujereados encerados de las aulas seguían dibujadas con tiza, más indeleble que el pirograbado, hipérbolas y elipses, frases de francés y fórmulas de química del tiempo de la monarquía. Aún acudía por las mañanas algún profesor que, conservando su amor por la enseñanza, había perdido la memoria para llevarla a cabo y trataba —en compañía de tres o cuatro alumnos envejecidos, entristecidos y empujados a la bebida— de resolver un enigma de la física que (en los años de prosperidad, en el primer cuarto de siglo) habría servido a lo más como prueba de suficiencia en un examen trimestral pero que para aquel entonces suponía el límite de la ciencia y el umbral de la esperanza. No se sabe si el señor Rombal o Rembal llegó a resolverlo; tal vez ni siquiera reparó en ello porque no fue necesario para acreditar su prestigio. Apareció en la puerta del aula, acompañado de su mujer, y después de contemplar con disgusto la escena de meditación cruzó el escenario con paso decidido y, tomando la bayeta, trató de borrar las fórmulas escritas sin que saliera de los bancos la menor protesta. No era fácil borrarlas; ni siquiera pudo con ellas su mujer que quiso hacerlas desaparecer al día siguiente con agua y jabón pero, más apagadas, como fondo de un encerado rutilante que descubrió su color verde sombrío, las fórmulas quedaron allí para siempre, memento de una hora de dolor, vergüenza y desolación de una tierra agotada y vencida. Pero no por eso tuvo un momento de vacilación: con soltura, con letra enérgica y elegante, con gran aplomo y cierto desprecio a lo que había escrito debajo, ocupó toda la anchura del encerado con una verdad incontestable, que, rebosante de frescura y vigor (algo así como «existe en todos los gases una relación constante entre la presión, el volumen y la temperatura») introdujo en el aula un nuevo espíritu que pronto se propagó a la calle. A partir de entonces se prodigaron sus conferencias en aquel lugar; no enseñaba grandes cosas ni se preocupaba en absoluto de la originalidad de sus ideas sino que tuvo el supremo acierto —sin duda escarmentado de los efectos desastrosos de toda enseñanza que se enfrenta con unos problemas sin contrastar previamente su capacidad para resolverlos —de limitarse a verdades palmarias e incontestables que para aquel público —escaso pero en cierto modo selecto, apegado a las viejas costumbres, que había vivido el desahucio de sus creencias más firmes y tan necesitado de un alivio— constituían una fuente inapreciable de confianza y seguridad, tras tantos años de inútiles sacrificios, de incertidumbres y malestar. Y además estaba su mujer que siempre se sentaba junto al orador, de cara al público, para lanzar a la concurrencia miradas furiosas en las que se combinaba su amor a la disciplina, la complacencia y el desafío y con las que logró abortar —al tiempo que los discursos fueron haciéndose más enigmáticos y duros de tragar, cuando (una vez restablecida la confianza) pasó de las verdades simples a las compuestas, de la mera exposición a la exhortación— una cierta afición alas lágrimas y a la bebida que empezó a cundir entre los bancos de la gente madura. Un día de junio pronunció unas palabras de agradecimiento y nadie sabía por qué, ya que el agradecimiento debía partir más bien de la concurrencia; entonces dijo «...nosotros, los intelectuales, tenemos el deber...» creando una denominación y un vinculo que, bajo ia mirada autoritaria de la señora Rubal, fue aceptado por el asombro y ratificado por el silencio. Antes del final de julio acudieron de nuevo al aula —maltrechos, acobardados y vacilantes trataron de buscar refugio entre los últimos bancos, para disimular sus lágrimas y esconder el vino— a fin de escuchar, aprobar y firmar el manifiesto redactado por el señor Rembal. Cuando terminó todos habían comprendido que era llegado el momento de abonar la deuda que habían contraído con él, pocos meses antes. Luego dejó el documento sobre el pupitre y, a una orden de su mujer, se alinearon tras la mesa mientras ellos dos, sentados en el primer banco, observaban los mapas orográficos y la figura anatómica del hombre, una mitad mostrando las vísceras y la otra los músculos, con esa involuntaria y forzosa atención con que el espectador de cine debe presenciar durante el entreacto el anuncio de un colchón. Pero nadie quiso leerlo, era demasiado terrible; lo más terrible era, después de tantos años, volver a encontrar una finalidad de los actos y un motivo de lucha. Las firmas no eran reconocibles, la tinta se corrió, las lágrimas lo dejaron más empapado que si hubiera caído en un charco pero al fin fue firmado y sellado con un tampón que la señora guardaba en el bolso. El señor Rubal lo leyó otra vez, en voz baja, levantando sus gafas sobre la frente y recorriendo las líneas con parsimonia hasta que, con aire de fatiga, de un solo y enérgico trazo que abarcaba toda la anchura de la hoja, lo firmó también. Y después lo hizo su mujer, con vindicativo desenfado, y de regalo dirigió a todos los presentes —apelotonados y apretados contra la pared como ese grupo de colegiales del que ha salido una pedrada, y que trata de defender el anonimato con el abigarramiento— una sonrisa artificiosa y descarada con la que daba a entender —de sobra lo sabían— que a partir de entonces existía entre todos ellos un vínculo secreto e inquebrantable, una sola voluntad y un destino común. Las fórmulas apenas cambiaron aun cuando la política vino a sustituir, durante casi todo el verano, a la ciencia física. Una vez más el señor Roba¡ supo hacer uso de su habilidad para convertir la fórmula del interés, de la amortización o de la ley que rige la conducción eléctrica, con sólo cambiar el Capital en Comité, el Rédito en Región y el Tiempo en Trabajadores, en unas siglas que, nacidas en el instituto, invadieron todas las calles de Región en forma de grandes carteles pintados con cal o alquitrán que habían de prevalecer durante todo el curso de la guerra: CRT, TIR, TDAP, UTE. Durante un cierto tiempo apenas se les vio; recluidos en su pensión renunciaron al paseo vespertino y a la tertulia del mediodía, quizá porque el acto que habían provocado era demasiado trascendente como para no alterar su régimen cotidiano o quizá porque aquella acumulación de manifiestos y consignas exigía de ellos dos una tal dedicación que no dejaba lugar al ocio. Pero a principios de septiembre, cuando la situación fue empeorando y las noticias de Macerta tomaron un cariz inquietante, aparecieron de nuevo; ya por aquel entonces la gente salía de casa lo menos posible, las calles desiertas y apacibles, las casas y los comercios cerrados, se vivía en la ciudad con esa falta de quehacer que sólo se da durante una guerra civil; aparecieron encabezando un pequeño grupo de personas que recorrieron casi todo el pueblo a un paso muy rápido, tan rápido que nadie llegó a creer nunca que se trataba de una manifestación; a la cabeza de todos marchaba su mujer, lanzando miradas de desafío hacia los balcones cerrados y arrastrando de la mano al señor Rumbás (forzado a marchar a un paso demasiado violento para su salud) que parecía obedecer a la voluntad de su mujer con la ciega mansedumbre (no había olvidado sus gafas oscuras) de un elefante conducido por un enano vestido de húsar, en el número final del espectáculo. Debieron pasar el día marchando tanto porque carecían de meta cuanto porque una detención habría supuesto el colapso: un pueblo que durante treinta años no había deseado otra cosa que carecer de deseos y dejar que se consumaran los pocos que conservaba, que como mejor solución a las incertidumbres del futuro y a la sentencia de un destino inequívoco, había elegido el menosprecio del presente y el olvido del pasado; que había cerrado las escuelas, había levantado las vías del ferrocarril y tumbado los postes del telégrafo para silenciar los lamentos y las pavorosas advertencias de, aquellos que —abandonando su piso en la calle del Císter— se echaron al monte a buscar un montón de fichas de juego o a vivir del pastoreo; y que —más doloroso y significativo todavía— una mañana ardiente y polvorienta del último verano de la dictadura había visto cómo se clausuraba el último cuartelillo y cómo por la carretera de Macerta se alejaba el último destacamento de la guardia civil —un cabo y cinco números, con sus mujeres e hijos, los fusiles, los colchones y los bultos en un par de carruajes que les enviaron al efecto— como un grupo alegre y ansioso de abandonar una tierra que les negaba la subsistencia; ese pueblo —refugiado en los establos y carboneras de las grandes casas vacías, atenazado por las deudas de un pasado en bancarrota y ayuno de toda esperanza que el destino pudiera guisar a su antojo para servirla corno desesperación— tenía que ser sacudido, conmovido en su fibra más sensible y movido a la acción por un matrimonio de ideas avanzadas que recorría las calles a paso picado para pedir el castigo de los culpables y el poder para los trabajadores. Pero... ¿qué culpables?, ¿qué poder?, ¿qué trabajadores?