Authors: Juan Benet
En el umbral de la puerta surgió la figura enlutada del Doctor, rodeada de sombras, y mientras sostenía el pomo la miraba sin asombro, sin curiosidad ni reproches —huraño y reconcentrado trataba en vano de recuperar la penumbra fétida anterior al gesto que parecía exigir una justificación. No la había ensayado porque cuanto más larga es la espera más de improviso surge la resolución; parecía que —mirando a la mujer y al cielo alternativamente— buscaba unas razones que no había olvidado pero que no recordaba: «Oh, sí, he abierto, claro que he abierto. Qué importa a quién. Qué importa cuándo; tarde o temprano había de llegar este momento, cosa que ya sabía cuando decidí la reclusión. Ha llegado usted, aunque algo tarde. También podía no haber llegado y hubiera sido igual, una prolongación de la tardanza. Usted sabe a qué me refiero, no vale la pena entrar en detalles,
che senza speme vivemo in disio
. ¿Que si hubo un tiempo en que eso no era así? ¡Qué pregunta! No, no, no es orgullo; hay una reclusión y una renuncia y un abandono de todo menos de la paz consigo mismo que no están dictados por la cobardía sino por el orgullo. Pero ¿qué tiene que hacer aquí el orgullo, me pregunto yo? Le gustaría saber que en mis primeros años de profesión recorrí estas tierras sin otra cosa que un carro, una mula, una cocina de petróleo, una pizarra y una campanilla; y que yo mismo me anunciaba a gritos en las plazas de los pueblos, para sacar muelas, asistir en los partos y curar la hidropesía. Así que no se trata de orgullo; si me dijera usted la lógica, ah eso es otra cosa. Y eso es lo triste, porque nos es dada una lógica para pensar acerca del futuro y un pasado sobre el que comprobar los resultados. Y para concluir le diré que no he recelado en ningún momento, ni siquiera cuando esperaba ahí adentro. Le diré otras cosas también, cosas que no sirven de nada —ni siquiera para agudizar el entendimiento— para quien, como a usted, le queda algo que hacer. La he estado observando con atención desde que llegó y he llegado a la conclusión de que le sobra confianza; es curioso cómo una persona que dice carecer de esperanza puede llegar a confiar tanto. No sé en qué, y sin embargo es así; no, no me refiero a unos vaticinios que ni siquiera existen: ya no existe la rueda a la que podríamos consultar. No importa, tengo y guardo una cierta seguridad acerca de la clase de fin que nos espera y por eso pienso a veces que la única nota positiva que hay en mi carácter radica en mi falta de resolución. Estoy seguro también de que —por miedo, cobardía, desgana— esta situación se ha prolongado demasiado. Todo termina cuando se agota el deseo, no cuando se nubla la esperanza; pero el deseo que busca una explicación y trata de justificarse, se contradice consigo mismo; de forma que la edad de la razón y la lucidez no es más que una supervivencia —y quizá inmortal, como la gente cree, porque es lo único transmisible. Y si no es eso ¿qué otra cosa le importa a usted de mí? Por eso ¿qué razón podía tener en negarle la entrada o si usted no desea entrar, en mantener cerrada la puerta?». Apenas la había abierto en casi dos años. La casa era una residencia rural de dos plantas, de ese gusto tan civil y solemne que el siglo xix implantó por doquier sin hacer distinciones entre la casa ciudadana y la de campo, construida sesenta años atrás para un indiano que no pudo verla terminada; la rodeaba por todas partes un pequeño jardín en estado salvaje —las ortigas y matoganes habían destruido el antiguo trazado, habían invadido los muros y desnutrido los árboles, habían pandeado las columnas del porche y se había vencido el balcón— limitado por una verja de puntas de lanza, casi todas descabezadas o desplomadas; se había perdido el farol de la entrada —sólo quedaba el arco que lo sustentó— y la puerta se había cegado con unas chapas de bidón, de donde colgaba la campanilla. Un poco antes había caído un breve chaparrón y todos los canalones goteaban por las juntas abiertas. El sol empezaba a declinar sobre la colina de negrillos y encinas iluminando con reflejos anaranjados los bordes de una cabellera que aún no había perdido color ni suavidad; era una mujer entrada en años pero al contraluz era difícil pronosticar su edad; su cara no era pálida ni delgada pero su sonrisa era de cansancio, sublimación instantánea e involuntaria de un arte del disimulo que desea —pero no quiere— dejar traducir el verdadero estado de su ánimo en un atardecer en el campo; iba enfundada, en un ligero abrigo de color canela, apretado a la cintura, calzada con unos zapatos de tacón bajo y el pelo recogido bajo un pañuelo de seda cuyos lazos caían a la espalda con displicente y macabra soltura. No parecía impaciente, había llamado sin prisa ni excitación y ahora sonreía entre luces confusas —mientras las briznas de pelo en la frente eran agitadas por la brisa vespertina— con la misma serena, cruel y pedante delectación con que el agente de cobro llama a la casa en crisis; una casa, en verdad, en crisis, una clínica en la que sólo lo incurable tiene acogida y en la que no se sabe de otra cosa (el doctor, el portero, el paciente o lo que fuera) que de la predestinación.
«Aguarde», dijo al Doctor. Mientras ella volvía al coche observó de nuevo el cielo al tiempo que dejaba la puerta entreabierta. Por encima del horizonte asomaba una silenciosa explosión de nubes anaranjadas y malvas y de tanto en tanto dejaba de soplar la brisa y callaba la hojarasca para, al dictado de un compás extravagante, dejar oír el murmullo de los insectos y de los pequeños regueros que corrían bajo los arbustos. Sacó del bolso un pequeño billetero de cuero y de él extrajo una tarjeta, una antigua tarjeta amarillenta y arrugada con los bordes comidos y sucios (¿o era tal vez una fotografía?) que alargó al Doctor.
«Dígame, ¿usted sabe si...?»
«¿Yo? ¿Cómo quiere que yo sepa algo?»
Porque apenas se molestó en mirarla. Se diría que no tenía necesidad de leerla o que —tras una rápida y sagaz mirada de reojo— prefería recurrir a un pretexto para justificar su falta de disposición.
«No tengo los lentes, perdone.»
Pero ella no la recogió, mirándole de frente y moviendo la cabeza con un gesto en el que resumía una mezcla de desprecio y lástima y una intención de no conformarse con su recusación. La observó de nuevo y comprendió que en su actitud —sobre todo en una expresión que ya no sonreía y en una mirada que, con serenidad, no hacía ningún esfuerzo para evitar el parpadeo— había más firmeza (y quizá menos esperanza, más cansancio) que la que había presumido. Había traído también un pequeño maletín de viaje que, con el bolso, sostenía con ambas manos con paciente tranquilidad como si en lugar de una resolución del Doctor esperara la llegada del tren. Pero él bajó la vista, sacó medio cuerpo fuera, se apoyó en el umbral y mirando hacia la carretera de Región, dijo:
«Es muy mala carretera.» Ella asintió sin responder una palabra. «Y eso que ha elegido usted el mejor momento. Dos o tres semanas más tarde y no hubiera sido capaz de llegar hasta aquí. Primero las lluvias, luego la nieve y después el barro; todo conduce al desaliento. Así que durante cuatro meses sólo es posible subir con caballerías. ¿Y para qué? Porque al cabo de una breve temporada aquel que ha logrado prevalecer se acostumbra de tal modo a la paz y el aislamiento que pronto tiene que renunciar al viaje— de vuelta. Ése es el principio del mal. Luego ¿quién es capaz de recobrar las antiguas ilusiones?» Volvió a mirarla con intención admonitoria: «Así que antes de seguir adelante deseo que comprenda el riesgo que corre. Es fácil llegar pero...» .
«Sabe usted de qué se trata? ¿Por qué se imagina que ando buscando el aislamiento?»
«No; ni sé nada ni nada me imagino, créame. Tampoco quiero saberlo porque no me importa la raíz de la enfermedad. Y en cuanto al remedio... no está a mi alcance.»
«¿Tan desesperado considera usted el caso?»
Alejó la tarjeta de su vista todo lo que daba el brazo como para leerla sin necesidad de los lentes. Después de darla muchas vueltas y examinarla como un experto que recela una falsificación, se la alargó de nuevo:
«Desde luego, totalmente. Fuera de toda duda. Un caso perdido.» No tuvo la menor vacilación. «Dentro de poco se pondrá el sol. Pero lo de menos es saber la razón que se esconde detrás de tanto despojo. No he visto nunca su astucia pero no hablemos de eso ahora —recordó entonces el ritmo de los campanillazos tranquilos y perentorios— lo importante es saber hasta cuándo será capaz de facilitar unos recursos equivalentes a los que consume. El viaje es una locura, por supuesto. No hay curación, si eso es lo que desea saber.» Parecía decidido a no hablar más y a soslayar su presencia volviendo la mirada al fondo de árboles, con gesto indiferente y un poco despectivo, como el de ese portero de un club que pretende sustraerse a la presencia de un borracho inoportuno. Se contuvo, no quiso dejar vislumbrar que apretaba la boca y apartaba la vista porque en un instante —pasajero pero recurrente— comprendió el dolor que le producían sus propias convicciones, lo mucho que había deseado —en otra edad, con otro dolor— haber permanecido en otras no tanto anteriores como menos razonables. Aspiró por la nariz y se apretó las solapas de la chaqueta para dar a entender el fresco que se avecinaba; de nuevo la miró de frente, balanceando la cabeza con suavidad, con un gesto en el que se combinaban la reconvención, la sorna y la compasión.
«Quizá tenga usted razón.» Aún sujetaba el maletín con ambas manos. «Lo pensé durante muchos años pero no me decidí a hacerlo nunca. No porque fuera una locura, como usted dice, sino porque temía echar a perder lo único en verdad cuerdo y limpio que tenía en mi haber. Luego, es la incertidumbre lo que se convierte en locura, el resto es curación, extirpación tal vez. No es que lo comprenda ahora sino que lo confirmo, con mi presencia aquí; siempre había sabido y temido que la parte cuerda terminaría por triunfar; es decir, lo que llaman ustedes la parte cuerda, todo lo contrario de lo que yo entiendo por eso. Pero no podía permitirlo sin intentar, como último recurso, la prueba final que tanto tiempo me resistí a llevar a cabo para no caer en la desesperación de la cordura, del buen sentido y de la resignación. Sin duda que tiene usted razón, doctor —había abierto el bolso para sacar un pañuelo y llevárselo a la nariz, pero no lloraba ni moqueaba; era más bien un gesto de forcejeo, como quien saca un dinero para forzar una transacción a la que el vendedor se resiste—; lo que no sabe usted es hasta qué punto lo es; lo de menos es que lo parezca para quien es razonable y goza de buen sentido; lo terrible es que representa una locura para quien no ha podido salir nunca de la...»
«¿De la...?», preguntó el Doctor.
«Tenía entendido que esta casa era el lugar a propósito para curar... tales dudas.» El Doctor no se inmutó; se inclinó —apoyado en la jamba— para encajarse una zapatilla en el pie izquierdo. «Usted no pide eso», dijo al tiempo que recobraba la compostura. «Yo no he pedido nada, todavía.» Cerró el bolso, a sabiendas de que podía ser el último gesto de la conversación del cual no le quedaba otra cosa por hacer que guardarse su dinero. «El camino de la Sierra; no muy lejos de aquí había, hace tiempo, una venta de no muy buena fama. ¿A cuántos kilómetros?» «Ya», respondió el Doctor. El bolso sonó; estaba impaciente pero no inquieta; había algo en ella que no era entusiasmo pero que rezumaba determinación —incluso en sus pasos—. «Hace muchos años que se cerró. Está en ruinas. Sólo de vez en cuando acampan por allí algunos gitanos, y los que van a cazar el rebeco.» Miró al cielo con recelo, como si aguardara la reanudación de la tormenta. «No comprendo qué se le puede haber perdido por allí. Parece cosa de leyenda.» Había y se percibía— en sus palabras una íntima contradicción; se diría que salían de su alma muy contra su voluntad, como si repitiera una lección en cuyo recitado se traduce el esfuerzo con que la hubo de aprender. «Se deja usted esto», le dijo, al tiempo que le alargaba la tarjeta.
« ¿Eso?», preguntó. «Era una tarjeta de presentación. ¿Para qué la quiero ya?»
«Ya», la agitó en el aire, como un abanico. «No comprendo su interés, se lo repito. No comprendo siquiera su actitud. Son cosas pasadas. ¿A qué viene todo esto? ¿Es que no están bien donde están? Son cosas pasadas que ya no cuentan; lo único que cuenta es esta paz. ¿Sabe usted que mañana puede quedar un día muy hermoso? Ya lo creo, fresco y limpio, un día muy hermoso.»
«Eso es lo que quiero; que me diga que no cuentan. Eso es justamente lo que necesito; que me lo diga la única persona para quien es lo único que cuenta.»
«Va usted a coger frío si se queda ahí. Estas noches son muy traidoras.» Avanzó unos pasos, cruzó delante de ella —sin mirarla— y cerró la puerta que había estado entreabierta. «Hace mucho tiempo que dejé de recibir visitas.» Una ligera ráfaga de viento entreabrió la puerta de la casa y por primera vez —al tiempo que volvía— acercó el papel a los ojos con intención de descifrar lo que en él había. «Tenga la bondad de esperar un momento; parece que se nos echa encima el mal tiempo. Aquí el verano dura poco, muy poco. Verdaderamente el verano dura muy poco —trataba de leer la tarjeta por ambas caras— muy poco.» En el vestíbulo en penumbra vislumbró unos viejos sillones de tubo, de los que menudean en los hospitales, y unas hojas de periódico diseminadas por el suelo. Del interior emanaba un intenso tufo a habitaciones cerradas, que no habían sido ventiladas en varias semanas. Un calendario farmacéutico colgaba todavía en la pared y conservaba algunas hojas de un año muy atrasado; los sillones —y una pequeña mesa de recibidor— estaban cubiertos por aquellos almohadones y tapetes de lana bordada, de colores ajados, que constituían el mejor exponente de aquel ingenuo arte de náufrago, nacido y muerto en aquella casa: un borrico con alforjas y un campesino con paraguas, un ocaso entre palmeras, el campanario de una iglesia y el puente sobre el río, concebidos entre suspiros y desoladas miradas a la ventana, trazados con esa licenciosa, paciente e inútil prolijidad que sólo con la espera, la falta de otro quehacer —pero no el recreo— puede prolongarse y ramificarse un entretenimiento pueril. Eran sin duda la obra de aquella mujer de la que había oído hablar durante la guerra; había permanecido tejiendo durante todo el tiempo que estuvo casada, multiplicando por doquier su bordado ingenuo para llenar las horas que su marido la dejó sola, ocupado en buscar por el monte el objeto de sus afanes, sentada sobre un sillón y ocultando debajo del cojín (por temor a que pudiera entrar el Doctor y sorprenderla con semejante lectura) un libro de higiene sexual para jóvenes cristianas que nunca logró terminar y que siempre leyó a hurtadillas, entre miradas alarmadas y acechantes, entre profundos suspiros e impacientes convulsiones. Porque en los años que duró su inmaculado matrimonio ni siquiera el bordado le dio un momento de paz. Se diría que el sobresalto que le procuró el Doctor al personarse en casa de sus padres para contraer matrimonio le había de durar hasta su lecho de muerte.