Authors: Juan Benet
Sin duda que el señor Rumbás había meditado sobre ello. Su instinto le había dicho que había llegado el momento de levantarse con el poder pero —por su formación— tampoco le era posible olvidarse de la diferencia entre un golpe de estado y una revolución; primero era necesario inventar el poder —de una manera automática la clase trabajadora adquiriría conciencia de tal para reclamar su verdadero puesto— a fin de poderlo derribar en una primera revolución política que había de abrir las puertas a la transformación social del estado. T además todavía vivían en Región los Asián y los Mazón y los Robert, los últimos vástagos de las familias liberales a los que sin duda no sería difícil convencer de que el país, ahora más que nunca, tenía necesidad de ellos. Nada era más sencillo, de acuerdo con las previsiones del señor Rubal, que sacarlos de aquella bodega de la casa de Mazón donde desde el triunfo de la CEDA parecían haberse refugiado para jugar al naipe, beber castillaza, esperar al otoño para escuchar los disparos de Mantua y enseñar a cantar al pájaro del capitán Ásián. Así que —tras un día entero de dar vueltas por las calles— se reintegraron al instituto en una de cuyas aulas, con cierta solemnidad, y tras despachar un propio a fin de cursar la invitación a que se unieran a él a unos cuantos jóvenes principales de la ciudad, se constituyó el Comité de Defensa de Región que había de influir tan decisivamente en el destino de la ciudad durante los dos años de guerra y quién sabe si para el resto de sus días.
La primera campaña que emprendió la fuerza republicana de Región —agrupada y organizada por el Comité de Defensa— fue librada en los alrededores del puerto de Socéanos, en los primeros días de noviembre del año 1936. Se trataba de cortar el avance de una columna, en su mayor parte formada de falangistas, que habla salido de Macerta por la carretera real con la intención de alcanzar el valle del Torce. En verdad más que la lucha entre dos ejércitos aquello fue la pugna de dos caravanas de coches y camiones anticuados (automóviles amortizados, viejos ordinarios y camionetas de lecheros y leñadores) que saliendo de los valles respectivos del Torce y del Formigoso trataron de encontrarse y enfrentarse en el «divortium aquarum». Pero ninguna de las dos se mostró capaz de coronar el puerto, por cualquiera de las vertientes. La republicana no era una fuerza sino un muestrario: de hombres, de motores, de camisas, de canciones, de mosquetes. Mandada por Eugenio Mazón —por su calidad de conductor más experto y generoso (fue el primero que puso a disposición del Comité aquel viejo sedán que tanta importancia tuvo en la política local de los primeros años de la República)— y conducida por Luis I. Timoner (I. de incógnito), como mejor conocedor del monte, ni siquiera aprovechó la lección para aprender la necesidad de la unidad de mando. Los combates —los coches se abandonaron en las cunetas con las cubiertas acuchilladas, los motores y radiadores ametrallados, los depósitos llenos de agua, las baterías reventadas y los cables sueltos— se prolongaron con ayuda de las caballerías (y con una desgana muy comprensible en quienes se vieron obligados a renunciar a un deporte y un lujo hasta entonces desconocidos) hasta la llegada de las primeras nieves en el mes de diciembre, cuando ambas fuerzas decidieron retirarse, por toda la duración del invierno, a sus respectivas bases de Región y Macerta, manteniendo levantadas las espadas y dejando el puerto al cuidado de los leñadores.
La Sierra de Región —2.480 metros de altitud en el vértice del Monje (al decir de los geodestas que nunca lo escalaron) y 1.665 en sus puntos de paso, los collados de Socéanos y La Requerida— se levanta como un postrer suspiro calcáreo de los Montes Aquilanos, un gesto de despedida hacia sus amigos continentales, antes de perderse y ocultarse entre las digitaciones portuguesas. El encuentro de la cordillera Cantábrica con el macizo galaico-portugués se produce a la manera de un estrellamiento que da lugar a la formación de esos, arcos materializados en terrenos primarios que, al contacto con el sólido hipogénico, discurren en dirección NNE —SSW con una curvatura que se va incrementando a medida que descienden hacia el oeste, apoyándose en las formaciones eruptivas y cristalinas que, en dirección y convexidad opuestas, presentan sus pliegues hacia el Atlántico. En aquel sector la cordillera pierde esa continuidad lineal que, a lo largo de cuatrocientos kilómetros, ha mantenido desde los Pirineos vascos —incluso asimilando a su estructura el secundario de San Vicente de la Barquera— para resolverse en un abanico que se abre en tres direcciones principales: el eje original paralelo a la carrera del sol que, constituido por los plegamientos del ciclo herciniano va avanzando y concentrándose frente al antepaís cantábrico hasta encontrar un punto de máxima resistencia en el extremo oriental de Asturias, a la altura de los Picos de Europa, manteniendo la divisoria de las aguas y estrechando al mínimo la faja costera en el meridiano del Eo; el frente de resistencia apoyado en el antepaís cantábrico e introducido en la península por la extremidad gallega —en dirección a Extremadura— que se mantendrá presente actuando de yunque durante todo el paroxismo herciniano; y por fin el de las líneas principales de rotura, producidas por el conflicto entre los dos ejes dinámicos anteriores y que vienen a coincidir —como una demostración a escala tectónica del efecto de Poisson— con las dos familias de bisectrices de los ángulos formados por aquellos, que define los límites occidentales de la meseta y que se reitera, en la reproducción del conflicto a escala menor, en las direcciones dominantes de todas las pequeñas formaciones, cordilleras y cuencas que la accidentan. Pues bien, los esfuerzos hercinianos del momento westfaliense han tomado forma (al parecer) en la región astur-leonesa a lo largo de un geosinclinal cuyo eje debía pasar por algún punto de Galicia para resolverse en una familia de arcos de plegamiento de dirección E-W que paralelos entre sí en el occidente de Asturias se van cerrando al contacto con el macizo resistente para mostrar una acusada convexidad en su extremidad gallega. Se supone, en resolución, que con anterioridad al plegamiento existían y convivían dos macizos que han funcionado, durante el paroxismo, como los cratones del geosinclinal: el primero —que se ha dado en llamar «el antepaís cantábrico»— había de ser un yunque formado en su mayor parte de gneis y que situado en el occidente de Asturias y centro de Galicia sirvió de estrelladero de los empujes orientales; el segundo, situado sin precisión al este de los Picos de Europa, no podía ser sino un potente promontorio con una acumulación de rocas ácidas y gneíticas cuyo continuo arrasamiento durante el paleozoico da lugar a esos depósitos periféricos de muy distinta potencia y naturaleza, en los que se adivina el compás y la influencia de las invasiones marinas. Este martillo, introducido en la península a modo de punta de lanza de la plataforma europea y cortado al sur por el mar de Tetys, será el agente ejecutivo de los empujes orientales hercinianos y moldeará, en su carrera de igual signo que la del sol, los pliegues septentrionales de Asturias. Sin embargo, ¿qué fue de él? Es posible que el propio macizo —vehículo del empuje— sufriera en su carrera una parcial o total disolución al contacto de los sedimentos periféricos pero también es verosímil que en su marcha hacia Poniente lograra atravesar el mar de Tetys para —tras una aceleración, como un vehículo por una cuesta abajo, por los terrenos de escasa cementación lo que justifica la carencia de residuos —incorporarse parcialmente al macizo homólogo del antepaís, creando una confusa superposición de terrenos de parecida naturaleza pero diferente origen y originando en el escudo leonés todo un sistema de pliegues que —desde el Mampodre hasta Babia, de Rañeces a Láncara— presenta cierta analogía con el oleaje de un navío que hubiera zarpado de Liébana para echar el ancla en las riberas del Eo. Este sistema multivario de pliegues será con posterioridad soliviantado y laminado por los empujes alpinos, lanzados enérgicamente en dirección NS, esto es, en el sentido de la máxima fragilidad de la arquitectura postherciniana cuyos espinazos lineales —coincidentes con las líneas cresta del oleaje— serán fragmentados como un teclado, superpuestos como un tejado, desplazados y dispersos como unas cartas de baraja, para dar lugar a ese mate mágnum tectónico de las montañas cantábricas, leonesas, zamoranas, regionatas y portuguesas. La Sierra de Región se presenta como un testigo enigmático, poco conocido e inquietante, de tanto desorden y tanto paroxismo: un zócalo y unos alrededores cársticos y permeables inducen a pensar en una tardía mudanza, un viaje al exilio; su corona calcárea define —al igual que la concha dejada por la marea sirve de testimonio del nivel alcanzado— el límite meridional de la regresión estefaniense que, bajo el influjo herciniano, eleva la caliza de Dinant a las cumbres más altas de la comarca; el amplio cinturón de cuarcitas, pizarras y areniscas de cuarzo nos habla de aquellas largas, profundas y tenebrosas inmersiones silúricas y devónicas con las que el cuerpo azotado y quebrantado del continente se introduce en el bálsamo esterilizador de la mar para recubrirse de una coraza de calcio y sal. En planta la Sierra presenta esa forma de vientre de violín, cruzada por un puente de formaciones detríticas y carboníferas que la enlaza a los arcos de plegamiento que apuntan hacia el lejano Eo, que al estrecharse —se diría, por un prurito femenino del talle o por un impulso masculino de emulación— cobra con el Torres, el Monje y el Acatón, la importancia y la envergadura de una cordillera. En el estrangulamiento se sitúa el nacimiento —y el divorcio— de sus dos ríos principales: hacia levante el Torce, un arroyo saltarín que inicia con malos pasos una breve y equivocada trayectoria que sólo a la altura de la confluencia con el arroyo Tarrentino (una impresionante, sombría y negruzca formación de cuarcitas en planos verticales y bordes en dientes de sierra) se cuidará de enmendar para que rinda sus aguas donde son necesarias. Y hacia poniente el Formigoso que, en comparación con su gemelo, observa desde su nacimiento una recta, disciplinada y ejemplar conducta para, sin necesidad de maestros, hacerse mayor de edad según el modelo establecido por sus padres y recipendarios. Tal diferencia de carácter y costumbres parece inducirles a separarse bruscamente interponiendo entre sus madres ese escudo primario de planta torturada en cuya frontera oriental se alzan las cumbres —erizadas, rotas, atormentadas y escoradas— más impresionantes de la serranía: el esquinado Torres, el Monje, el Malterra y la pelada montaña de San Pedro. Adelantada hacia el sur, como una torre albarrana de la muralla cantábrica, esa sierra parece presumir de la jaque y arrogante soledad del baluarte que ha sido evitado por los invasores septentrionales en su carrera hacia el norte y de esa prestancia que guarda, con la mayor vigilancia y celo, los misterios y la virginidad de unas tierras conservadas sin mancilla durante el milenario cerco. Porque la curiosidad, la civilización, han tratado siempre de alcanzarlas por el sur utilizando el curso de ambos ríos como caminos de penetración; pero ese avance se ha visto detenido, a lo largo de la historia; aproximadamente en el paralelo 42° 45" de latitud N, a los 800 metros de altitud, más al norte del cual la exploración sólo se ha llevado a cabo mediante unas cuantas incursiones esporádicas, ineficaces y desastrosas. Al norte de Región, sobre el Torce, y de Macerta, sobre el Formigoso —situadas ambas en el límite septentrional de los terrenos cretáceos y miocenos característicos de la meseta—, se despliega esa banda avanzada de pisos primarios y complicada topografía que ni siquiera es frecuentada cuando se levanta la veda y a la que solamente las guerras, de cincuenta en cincuenta años, son capaces de liberar de su merecido olvido. Cuando se abandonan las vegas bajas y los valles cuaternarios las márgenes se estrechan y surgen las primeras cerradas, pudingas y conglomerados de color ocre y vegetación rala. Por un sarcasmo tectónico la margen derecha del Torce, a lo largo de esos veinticinco kilómetros del curso encajado en el paleozoico, parece coincidir con la línea de mayor resistencia de toda la formación, definida por una acumulación sucesiva de casi todos los pisos primarios superpuestos en varias hojas de corrimiento detenidas allí no por el antagonismo de otras formaciones más jóvenes y resistentes sino por el agotamiento de su impulso de avance. De forma que muy pronto, a la altura de El Puente de Doña Cautiva, a menos de quince kilómetros al norte de Región, el valle adquiere su perfil en V cerrada, tan característico de las cuarcitas, y la presencia de, la Sierra —tan nítida y definida desde las terrazas de Región— se oculta súbitamente tras sus propios aledaños. Menudean los cerrones, cubiertos de una vegetación de pequeños arbustos de raíz somera y ramificación económica, y los valles transversales, de muy escasa cuenca, se cierran al pronto por un frontón de caliza de montaña; el camino —imposibilitado de atravesar la hoz que el río ha cavado para su uso exclusivo— remonta un pequeño cerro y, al tiempo que aparece de nuevo —más cercana, inesperada y majestuosa— la silueta de las cumbres (alineadas como las unidades de una flota en orden de batalla), se extiende ante el viajero toda la inmensa desolación del páramo: una llanada estéril (a la que los rigores del clima le niegan incluso la vegetación de los desiertos y donde sólo aciertan a arraigar algunas plantas de constitución primitiva, crucíferas y equisetos, helechos y cardos que han perdurado desde las edades paleozoicas gracias, en parte, a su infecundidad) orlada en su horizonte por un festón cambiante, casi imaginario, de robles enanos. En ese páramo, todos los caminos se pierden, divididos y subdivididos en un sinnúmero de roderas alucinantes cada una de las cuales parece dirigirse hacia una mancha que espejea en el horizonte: lagunas de aguas muertas y milenarias, carentes de drenaje, que según las épocas del año se extienden y recogen con el mismo avasallador y efímero ímpetu que la floración de sangrientas bromelias o los fétidos yezgos. De pronto una barranca —en la que se pone de manifiesto la naturaleza hermética e impermeable de la terraza, formada de esquistos, pizarras y cuarcitas, gredas feldespáticas de color de ladrillo recocido y colocadas en sardinel, recubiertas de una capa de arena de cuarzo de un palmo de espesor—, pone fin a muchas horas de viaje que ya no será posible recuperar ni prolongar. El Viajero advierte entonces la realidad del desierto donde apenas quedan señales del hombre: caminos fantasmales y campos baldíos, montones de papeles que corren empujados por la brisa superficial y que parecen haberse agrupado en una colonia para buscar de consuno el camino de su migración, observada con desdén y tristeza por un trozo de periódico desteñido por la lluvia y tostado por el sol, enmarañado entre las ramas espinosas que nacen en un médano; hace tiempo que dejó de ver la última alquería abandonada, cuatro paredes de piedra en seco —porque la cubierta se la llevó el viento un mes de marzo—, montones de huesos, carbones vegetales a medio quemar y señales de fuego de pastores y nómadas. Tras la orla de robles (ya no se recuerda la vertiente del río ni se sabe en qué dirección correrán las aguas) el suelo cambia: encima de un farallón calizo desplomado, de cuarenta metros de potencia, ornamentado de vegetación colgante, brillan las hayas y graznan unas aves de vuelo lento y pesado, en torno a las troneras naturales, teñidas y manchadas por el curso y. la caída de las aguas. Los escalones se suceden, interrumpidos por los cortados y los paquetes de cuarcita, los bulbos de pulinga, para prolongarse y enlazarse con laderas abruptas cubiertas por la vegetación característica del monte bajo y las rocas siliceas: urces y carquesas en una maraña continua de casi dos metros de altura; bosques estrechos en el fondo de los valles que en planta —vistos desde el avión— no son sino líneas sutiles apenas más perceptibles que los regueros del agua que los engendra y que solamente parecen definir la complicada geometría y organización de los
tahlweg
, pero en la realidad no es posible atravesarlos y recorrerlos longitudinalmente: toda la vegetación que la naturaleza ha negado a la montaña y economizado en la meseta, la ha prodigado en los valles transversales donde se extiende y multiplica, se comprime, magnifica y apiña transformando esas someras y angostas hondonadas en selvas inextricables donde crecen los frutales silvestres —los cerezos bravíos, el maíllo, los piruétanos, el árraclán y el avellano— entre salgueros y mirtos, acebos arborescentes y abedules susurrantes, robles y hayas centenarios, confundidos todos bajo el abrazo común del muérdago y del loranto. Y, sin embargo, esos estrechos y lujuriantes valles también están desiertos, más desiertos incluso que el páramo porque nadie ha sido lo bastante fuerte para fijarse allí. Porque si la tierra es dura y el paisaje es agreste es porque el clima es recio: un invierno tenaz que se prolonga cada año durante ocho meses y que sólo en la primera quincena de junio levanta la mano del castigo no tanto para conceder un momento de alivio a la víctima como para hacerle comprender la inminencia del nuevo azote. A primeros de octubre comienzan las lluvias hasta que una mañana soleada y fría —entre San Bruno y Todos los Santos—, tras unos días cerrados de lluvia y niebla, la sierra aparece cubierta de blanco. Si el año es húmedo los temporales de nieve acostumbran a menudear pasada la Navidad con tanta frecuencia que rara es la nieve que —entre enero y abril— no cae sobre el hielo dejado por la anterior. En la montaña y en el páramo los síntomas de vida se reducen en esa época a las huellas de un zorro, de un rebeco o de un lobo, el itinerario de un paisano —denunciado por las señales de fuego— que ha buscado durante largas semanas el rastro de una novilla perdida. Pero si el año es seco hacia el día de San Bruno empieza a caer la temperatura por debajo de cero; no hay otro termómetro que el espesor de la capa de hielo, la profundidad de la helada en la tierra, en las raíces y en la roca, la fuerza expansiva del agua intersticial que al congelarse fragmenta y revienta los lisos de cuarcita; todo el páramo se convierte en una inmensa nevera, los cadáveres de los perros que mueren en diciembre no se descomponen hasta el mes de mayo, cuando la primera floración viene a coincidir con un hedor tan extenso e insoportable que, sin duda, ha inducido a la imaginación popular a relacionar el color de la bromelia y la amapola con la sangre y las vísceras de los difuntos invernales. En las laderas que miran hacia el norte, a lo largo de muchos valles —los más frecuentes— que corren en dirección ortogonal a la carrera del sol sus rayos no entran ni tocan la tierra durante cuarenta o cincuenta días y las heladas se suceden e incrementan en profundidad lo mismo que la nieve en altura. Por lo general enero y febrero acostumbran a ser los meses más crueles, en los que —por muy benigno que venga el año— no es fácil que amanezca un solo día grato. Luego vienen los ventones de marzo; tampoco hay anemómetros en la comarca, no existen otros testigos ni registros de la fuerza del viento que esa flora de aspecto austral, de formas peladas y atormentadas por el continuo azote, esos robles desequilibrados y descarnados que sirven de percha al muérdago, cuyas ramas sólo han crecido por la cara que mira al sur, opuesta al soplo dominante, y que parecen alucinadas de su propia condición; y las dunas detríticas en torno a los anfiteatros de los farallones quebrantados por esa intemperie atroz. En los años de nieve la ventisca de marzo es más temible que la propia tempestad. Cuando a la caída de la tarde se levanta una ligera brisa marcina, a duras penas capaz de sacudir la nieve de las ramas y las cornisas, el horizonte parece esconderse tras una pálida neblina que —en los días despejados— en menos de una hora ha cubierto la Sierra con un aparente telón de nubes; el paisano de la vega o el pastor del páramo saben entonces a qué atenerse: cierra todas las ventanas y las contras, retira el ganado de las cubiertas inseguras, recoge todo el grano y la leña que cabe en el interior y, frente a las puertas que miran al septentrión, apoyados en el suelo y en la pared a modo de tornapuntas, coloca cuantos tablones y rollizos tiene a su alcance a fin de formar un jabalcón que le permita salir al exterior bajo un túnel de hielo, cuando amaine el ventón; con la ventisca —en contraste con la nevada— la temperatura baja mucho; el tiempo, el sol, el día y la noche desaparecen bajo un torbellino opalescente de hielo en polvo que gira y sopla en todas direcciones y no conoce obstáculo, alterando y deshaciendo a su antojo esa distribución superficial e igualitaria de la nevada. Nadie es capaz de saber por dónde soplará, qué es lo que va a mover porque no parece obedecer más que a los designios destructivos de un Boreas enemigo que sabe introducirse por las rendijas, soplar por un portillo, crear un remolino y un vacío para barrer una era y colocar sobre la cubierta de un corralón dos metros de nieve, sepultando animales, carros y personas; o sesgado, para concentrar toda la carga a un solo lado de una tapia y hundirla en toda su longitud; o frontal, para acumular frente a una puerta toda la nieve recogida en diez leguas de páramo y arrasar la vivienda bajo un alud que tiene el don de la oportunidad para elegir los momentos de parto, las cubiertas recién retejadas, el ganado adquirido una semana antes de la feria. Es el viento de marzo el verdadero diseñador de esa arquitectura paisana de cubiertas pinas y lisas, de muros ataluzados y pequeños y altos huecos, como puestos de vigilancia de unos baluartes rudimentarios que sólo conocen la tregua durante los sedientos meses del verano. La naturaleza impermeable de los terrenos, la violenta topografía y la sequedad y el rigor del verano dan lugar a una desecación tan rápida que la mayoría de los años, entre junio y septiembre, sólo en los cauces del Torce y del Formigoso es posible ver correr el agua, un espectáculo que en el resto del páramo va siempre acompañado de daño y violencia, del acorde final y el estruendo catastrófico del colofón de la tormenta. Porque la pluviometría de la primavera y el otoño más que inútil es dañina: los pocos predios y sernas que han sido susceptibles de cultivo quedan arrasados pronto bajo unos palmos de azulada arcilla cámbrica o de greda roja en la que no crecen sino unos famélicos piornales; a la rápida erosión del escaso manto vegetal sucede la invasión tormenticia de los subsuelos sueltos, una masa de lechada pardusca que arrastra bolos de cuarzo y cantos rodados para avanzar incontenible por las vaguadas y cañadas en las que un reguero de agua de nieve y una sedimentación aluvial de arcilla permitirá un principio de cultivo, un espejismo de vega y una fraudulenta esperanza de iniciar una cultura con la que el pastor aspira siempre a redimirse de su condición alimentando unas cabezas de ganado.