Authors: Juan Benet
jacquerie
regocijada. El corneta, vejado, la amenaza de palabra. Ciertas risas contenidas se oyen a través de los brezales, agitados por un viento de fronda. Un escalofrío recorre a la turba que, impávida, las miradas contenidas, los puños crispados sobre los borrenes, aprueba el sacrificio que el corneta, desenvainando un sable corto y curvo, se adelanta a consumar. Uno de los espectadores, en particular, no es capaz de reprimir su temblor; es un militar que ha perdido su guerrera, enfundado en una pelliza prestada entre cuyos pliegues, mientras lanza unas miradas oblicuas, esconde una mano vendada con unas hilas sucias y manchadas de sangre. Ya por aquel entonces acostumbra a morderse las uñas, incluso las de la mano herida que se lleva a la boca ayudándose con la otra. Y en el momento en que el corneta se dispone a hundir el arma en aquel pecho virginal y amplio y nacarino, el corpiño se desata, un golpe de viento levanta las sayas de la pastora y una ficha de marfil, con un número 50 pirograbado en el centro, cae al suelo como si se tratara de la prenda más íntima de la virtud; la confusión es enorme, todos quieren cogerla. "¿Y la moneda? ¿Y la moneda?", una voz insistente e irreflexiva surge con agobiante reiteración mientras el grupo se bate y maltrata; porque a la zozobra anterior sucede ahora un combate que apenas se vislumbra a través del polvo, el flamear de los cuchillos, los fogonazos, las salpicaduras de la sangre y el piafar de los caballos, los relinchos y las lamentaciones de los moribundos que, cuando el humo se disipa, ocupan el centro de la escena reculando y reptando, arrastrándose por el suelo en busca de la ficha, de la moneda, de la vergüenza o de la venganza, de una quimera mortuoria o de una página del código sobre la que vomitar la sangre que inunda sus pulmones. Y a este respecto quiero una vez más llamarle la atención sobre cierto particular: cómo las contradicciones que un pueblo está engendrando —y que un día u otro provocarán su caída o su ruina— en muchas ocasiones cobran figura material y toman cuerpo de tragedia en torno a unas personas o unas situaciones con las que no guardaban más que una relación episódica. Cómo el destino, al pronto, para fustigar a un pueblo que tal merece elige a un actor de paso, capaz de catalizar las pasiones antagonistas y dar lugar a un clima de destrucción sin que, para conjurarlo, puedan intervenir los intereses que mantienen un equilibrio inestable. Porque, en suma, todos aquellos caballeros lanzados en persecución de un fugitivo, azuzados por un montón de fichas de nácar y marfil, ¿qué buscaban, qué pretendían? Apenas se habían apercibido de su presencia el primer día de su visita a la casa de juego; sólo por su extrema vulgaridad podía haber llamado la atención. Se le podía tomar por uno de esos horteras de otra época, que ni siquiera juegan los domingos y si lo hacen, es por la mañana; que se colocan un ticket en el ojal y pasean por los salones con un paquete de tabaco que no acostumbran a fumar y que han adquirido para esa ocasión, mirando a los techos. Que parecen indiferentes a las mujeres porque cuando se cruzan con ellas vuelven la cabeza y sólo las miran más tarde, de lejos y a hurtadillas. Sin duda deben también tener sus pasiones, unas pasiones tan complicadas y pertinaces que cuando estallan... no se puede saber lo que provocan. De su primera visita apenas se puede acordar nadie, tal vez solamente aquel militar —presunto amante de María Timoner— que todas las noches se jugaba las fincas de sus tías. Después de reconocer todas las salas se sentó junto a una mesa de naipes, en un puesto rezagado, donde permaneció toda la noche sin hacer un gesto, sin mover un dedo pero haciendo ostentación de sus cigarrillos. Cuando ya, al final de la velada, los jugadores se levantaban para retirarse, se dirigió al joven teniente, quien —tras una noche afortunada— ordenaba sus fichas en diversos montones según su tamaño y su color. Hurgó durante un rato en el bolsillo del pantalón —a pesar de que era manifiesto que era lo único que llevaba en él— y sacó una pieza dorada del tamaño de un reloj. "Me juego eso", dijo. ";Y eso qué es?", preguntó el otro, con cierto sarcasmo. "Una moneda de oro, ¿es que no lo ve?" "¿Una moneda de oro? ¿De ese tamaño? Déjeme ver." 'Ta podrá ver todo el tiempo que quiera, si la gana." "¿Es suya?", preguntó. "Eso lo ha de decidir la carta", respondió, con cierta flema. "¿Y contra qué la quiere jugar?", le preguntó mientras se agachaba a. mirarla, ya que el otro la sostenía con el índice y el pulgar, como quien enseña la hora a un transeúnte. "Contra una de esas fichas blancas." "Una de esas fichas blancas..., no ha dicho usted nada. ¿Sabe usted lo que vale una de esas fichas?" "¿Y sabe usted lo que vale esa moneda?", preguntó el otro, a guisa de respuesta, con un tono provocativo. Se la había dado la barquera, la tarde anterior, después de muchas advertencias; apenas le había escuchado con atención; toda la tarde había estado rascándose las manos, mirándole de soslayo y mostrando al sonreír unas encías agujereadas, encogiendo la nariz y meneando la cabeza. De repente le dio una palmada en el pecho, tumbándole en la hierba, y salió corriendo, animada de una risa convulsiva. Luego tosió largo rato; se sentó, fatigada, muy lejos de él y dándole la espalda mientras se secaba las lágrimas con el borde de las sayas; de debajo de las cuales extrajo la pieza de oro que echó al aire varias veces; contando las que salían cara y las que salían cruz, colocando unos palos y unas piedras a cada lado. De repente un grito sacudió todo su cuerpo al tiempo que reculaba y se agarraba el pelo; en la misma postura —pero más serena— volvió a gritar, girando la cabeza para lanzar el sonido en varias direcciones, como un gallo encima de una piedra. Fue al punto donde había quedado la moneda y contó de nuevo los montones de piedras y palos hasta que debió cerciorarse de algo. Encorvada, se dirigió a él, le agarró por los bordes de la camisa y le preguntó:
»—¿Así que eres tú? »—¿Qué es lo que soy yo?
»—Eres tú, eres tú. ¿Cómo no me di cuenta antes? y le besó en la ruano prolongadamente, dejándole en la palma un resto de saliva que el joven se secó con el codo—. Está bien; lo dicho, dicho está. Tómala, juégala como quieras; pierde cuidado y sobre todo, no seas prudente, no lo seas nunca —le dejó la moneda en sus manos y echó a correr; a bragas enjutas cruzó el río, aquellos días en su mayor estiaje.
»—Está bien —dijo el teniente—, ¿y a qué quiere jugar? »—A lo que jugaba usted.
»—¿Conoce las reglas?
»—¿Es que no las conoce usted?
»Perdió tres veces seguidas. Cuando entregó la tercera ficha se quedó pensativo, tamborileando sobre el tapete al tiempo que miraba. simultánearriente la moneda y todos sus montones de fichas, casi intactos.
» —Vamos a probar otra vez, ¿le parece? —preguntó el teniente. »—No digo que no. ¿Cuánto va?
»—Lo mismo que antes —dijo el jugador.
»—¿Cree usted que una moneda que gana a tres vale lo mismo que una ficha? Si quiere jugar ha de poner tres fichas, amigo.
»—¿Quién ha dicho eso?
»—Lo digo yo. ¿Acaso no es mía la moneda? »—Adelante; ahí van las fichas.
»—Adelante; venga el naipe.
»Perdió de nuevo y tragó saliva. Con un gesto experto cogió con dos dedos todo un montón de fichas blancas y, tras contarlas con la mirada, dejó caer tres de ellas sobre el tapete: "Vamos a ver cuánto le dura", dijo.
»—Probaremos una vez más; en total son tres duros, ¿qué es eso para mí?
—¿Tres duros? ¿Cree usted que una pieza que gana seis vale solamente tres duros? Ha de poner seis, si quiere jugar.
»No quiso insultarle porque prefirió ganarle, confiado en la cuantía de sus montones. Tomó otras tres de mala gana, mirándole con encono.
» —Se está usted pasando de listo. ¿Es que piensa que la suerte le va a ser constante todas las jugadas? No sea loco. ¿No ve todo lo que tengo ahí? Puedo aguantar mucho, hasta que cambie la suerte. Y entonces... ¿qué?
»—Así que van seis, ¿no?
»Cuando volvió a perder empezó a sudar. El jugador se sentía irritado consigo mismo no tanto por su mala suerte como por no poderse salir de un juego infantil que se empezaba a poner serio e incómodo. Así que jugaron largo rato, rodeados de luces apagadas y bajo la vigilancia de un camarero somnoliento. Era ya muy tarde cuando el teniente se levantó, con aire fatigado; con velada irritación y manifiesto temblor recogió unas pocas fichas de escaso valor que habían quedado en su campo, insuficientes para completar una apuesta.
»—Mañana seguiremos —dijo, mientras se abrochaba el cuello, contemplando cómo el otro se metía las fichas en los bolsillos.
»—¿Mañana?
»—Eso es; un caballero siempre concede la revancha. ¿No lo sabía usted? ¿O es que no he estado jugando con un caballero?
»—Cada día se aprende algo nuevo —dijo el otro.
»En las siguientes semanas la pieza de oro fue llamando la atención de algunos habituales de la casa. Ganaba siempre; no así las ganancias que ella procuraba y que —se diría— parecían gozar de una virtud opuesta porque cuando abandonaba una mesa con los bolsillos llenos y se sentaba en otra para jugar con fichas, y al objeto de no arriesgar la clave de su juego, perdía siempre; de forma que aun cuando ganó mucho —mucho más que lo que la pieza podía valer cualquiera que fuese su precio sólo pudo guardar aquella parte de sus ganancias que supo no arriesgar. Por eso mismo era más atractiva la moneda de forma que, entre los habituales de la casa, pocos fueron capaces de resistir a la tentación de envidarla. Pero sin duda el más terne —por ser el más ofendido, el que por haber sido el primero en envidarla se consideraba que en cada postura gozaba de unos derechos de tanteo— era el teniente quien sabía en otras mesas (y entre caballeros) buscar la compensación a las pérdidas que le procuraba aquella moneda cuya adquisición empezó a obsesionarle. Su prometida (o su amante, o lo que fuera) no pisaba nunca las salas de juego pero desde lejos —rodeada siempre de un corro de hombres maduros, estudiosos e indiferentes al juego— adivinó y siguió toda la aventura con creciente inquietud. La primera vez que la vio fue una tarde en la que dejó al militar, en menos de un par de horas, sin una pobre pieza. Cruzó el salón a grandes pasos y desde la puerta de cristal le hizo una discreta señal a la que ella obedeció, abandonando el corro de admiradores con risueñas excusas. Fue —repito— la primera vez que la vio, apoyada contra el quicio de la puerta, inquieta pero no azorada cuando con una ceja ligeramente levantada observaba —sin tratar de disimularlo ni de aceptarlo con rubor— cómo su prometido buscaba afanosamente en el interior de su pequeño bolso; fue el primer atisbo de aquella mirada serena —ni alegre ni melancólica— y abierta que, capaz tan sólo para la contemplación, no era susceptible de ser conmovida; había en ella un algo atónito y reflejo y un poco pueril, que emanaba de una aparente actitud interrogante pero que en el fondo no se interesaba por ninguna respuesta; al contrario, a la vista (y al conjuro de ellos) de aquellos grandes, hermosos y quietos ojos todas las respuestas parecían transformarse en interrogantes, o al menos en conjeturas. Así que al poco rato se sentaba de nuevo el militar frente a él, con un reducido montón de fichas verdes colocado encima del tapete. "Yo creo que será mejor dejarlo por hoy', le dijo para disuadirle. "Ésa no es la manera de conducirse de un caballero", le contestó al tiempo que adelantaba el montón. "Es tarde." "Para qué es tarde?", pero ya había desaparecido de su vista, oculta entre los corros del salón vecino. "Debe ser tarde para muchas cosas", dijo, con un tono abatido. "Está bien, jugaré con mis propias ganancias"—añadió adelantando un montón de fichas equivalente al del otro. "Ah, esto ya es otra cosa", dijo el militar al descubrir los naipes, "ya le advertí que su suerte no le podía durar siempre." "Tampoco durará la suya", replicó el hortera. Al poco rato había perdido todas sus ganancias que habían pasado a manos del militar; ya estaban solos, en el salón vecino —casi todas las luces apagadas— sólo quedaba su prometida con aquel joven doctor que seguía su tratamiento en la clínica de Sardú y que constituía su escolta todas las noches de juego. Sólo le quedaba —una vez más— la moneda de oro y el militar, con talante satisfecho y gesto arrogante, se levantó de la silla: "María, Daniel, venid aquí que esto merece verse", dijo. El otro se levantó y guardó su moneda: "Es muy tarde, buenas noches". "Aún le queda a usted algo por jugar." "Y soy muy dueño de quererlo jugar y de fijar su precio", dijo. "María, Daniel, venid acá." Y cuando se acercaron a la mesa cogió con displicencia y menosprecio un grueso y desordenado puñado de las fichas más grandes y las echó al centro de la mesa. Pero el otro no se inmutó; volvió a sacar su moneda del bolsillo, apartó el puñado del otro y escogió una sola ficha, la más pequeña y de menos valor de todas. "Ése es su precio por esta vez y ésta es la última jugada. Adelante, saque el naipe." "¿Y ése es su precio?" "Adelante, he dicho." Y ganó: "No teniendo ninguna fe en conservarlas, hay cosas que no tiene usted derecho a apostar", dijo, y mientras recogía la única ficha se dirigió hacia aquellos ojos inmóviles y apacibles, más atentos a sus pasos que a los bloques de fichas que apilaba su prometido. Fue una larga partida a lo largo de un tiempo vago, verano, otoño, invierno y primavera fundidos en torno a una lamparita verde y sin otra mutación que el vestido de María que todas las noches, del brazo del médico, acudía al último envite. Un día fue un reloj, con una miniatura de ella enmarcada en la primera tapadera. Unas semanas, o unos meses, más tarde, una pulsera que su amante soltó de su muñeca, oculto tras los pliegues de un cortinaje. No había en su actitud ni afrenta ni reproches; sin querer observarlo adelantó su brazo desnudo con la misma voluntaria obediencia que si le fueran a poner una inyección. Sólo cuando retiró el brazo volvió su mirada —impasible, indiferente, ignorante— hacia el verdadero autor del expolio, por encima de los hombros de su amante que se acercaba ya a la mesa con la pulsera colgando de su dedo índice. Quizá ya no había nadie y la lámpara de flecos alumbraba un círculo del tapete tan pequeño que sólo se veían sus manos. Pero hasta muy entrada la primavera siempre le fue posible encontrar un ardid para conservar la moneda fuera del juego y reintegrarle lo que procedía de ella. Y al fin fue una sortija, con un brillante, lo que le hizo comprender que no se trataba solamente de la alhaja sino de la promesa que encerraba. Los ojos —en la actitud más pasiva, más irreflexiva, más condescendiente—, lo confirmaron con un gesto que por no indicar nada anticipaba su aceptación pero él —el jugador, sólo se veían sus manos en el círculo de luz que arrojaba la lamparilla, las uñas negras y los puños de la camisa con los bordes deshilachados y sucios— rehusó semejante prenda y, en revancha, se las arregló siempre que la sortija de la promesa coronaba el desordenado montón de fichas, para retirar la moneda de oro que se escondía debajo de él, sin que el rival se apercibiese de ello. De forma que moneda y sortija ganaban siempre porque nunca se enfrentaban en la misma postura, durante aquel vago y largo plazo que duró el juego y que no urdió el jugador sino el Tiempo, deseoso de encontrar su propio fin en el hombre que envidaba. Pero un día del verano concluyó al fin no tanto porque el rival supo obligarle a dejar la moneda (no contaba con fichas con que esconderla y al fin la tuvo que equiparar únicamente a la sortija) como por aquella mirada rezagada en el umbral de la puerta vidriera que supo cerrar los ojos en el preciso instante para que el dueño de la moneda lo pudiera interpretar como un ruego; porque ella ya lo sabía, mucho más tarde me di cuenta de ello. Y cerró los ojos para decirle: "Por favor, termine de una vez. Ya sé que va a ganar. No lo acepto, se lo ruego, se lo ruego...". Así que adelantó su montón de fichas, un montón muy considerable, y encima de él colocó la moneda; no había enfrente más que la sortija, y detrás de ellos, María; y detrás de María, el joven e inexperto doctor. El militar dio los naipes y el otro se levantó, sin mirarlos. El militar, bajo la lámpara de flecos, fue abriendo con estudiada lentitud el abanico de sus cartas observando tan sólo el símbolo del margen. Luego se volvió hacia la oscuridad del salón contiguo mostrando en la mano el abanico abierto: "Esta vez no hay duda", dijo, con una firme sonrisa al tiempo que el sonido de los tacones le indujo al otro a pasar al salón contiguo. La cogió del brazo —y el doctor no supo impedirlo— y le dijo: "Ya está hecho". "¿Y qué importa eso?" "Hasta ahora no importaba nada. Ahora lo es todo", le contestó y no esperó su respuesta sino que volvió corriendo a la mesa de juego —donde el militar apilaba y contaba sus presuntas ganancias, rodeado de unos cuantos adictos que bromeaban en torno a él— , para decirle: "Para guardarse eso es preciso levantar esos naipes". Los extendió uno a uno, los volvió a separar, incrédulo, boquiabierto y jadeante, mientras ella —a su espalda— se apretaba las manos y trataba de reprimir el temblor de sus labios.»