¿Y a quién beneficiaba todo aquello? ¿Cuál era el público al que supuestamente había que engañar? ¿A Jeff? Él creía ser el primero y, hasta que conoció a Pamela, el único que había pasado por una experiencia semejante; aunque cabía la posibilidad de que hubiese sido el último, o al menos que estuviera entre los últimos en darse cuenta de la infinita repetición. Según la teoría de Pamela esos años iban a seguir reiterándose hasta que en la tierra todos se dieran cuenta de lo que ocurría. ¿No podía ser, en cambio, que ese darse cuenta se produjera a escala reducida, individuo por individuo, en vez de que todo el planeta lo descubriera repentinamente? Y cuando cada individuo conociera la verdad, ¿habría comenzado entonces la escalada para huir de la infinita reiteración de lo que otrora había sido considerado como la realidad?
Entonces, eso quería decir que toda la historia de la humanidad, la pasada y la futura, no era más que una impostura: recuerdos y crónicas falsamente inculcadas, esperanzas engañosas de un mundo por venir. Tal vez en 1963 una fuerza desconocida se había encargado de poner en su sitio a la creación de la especie humana, sus culturas, su tecnología y sus anales elegidos de antemano, y posiblemente la vida del hombre en esta tierra no abarcara en el tiempo subjetivo más allá del año 1988 o poco después. Ese rizo rítmico podría incluir a la totalidad de la experiencia humana y el conocimiento de ese hecho podía constituir el distintivo del individuo que alcanza la cima del conocimiento. Lo cual implicaba que tanto Jeff como todos los demás se habían pasado siglos repitiendo sus vidas sin saberlo, literalmente desde el comienzo de los tiempos, y ése podía ser su último ciclo, igual que el anterior había sido el último de Pamela. Entonces, el resto de la población existía o en un estado de preconocimiento o como figuras mecánicas cuyas verdaderas almas y mentes habían abandonado los cuerpos porque se les habían quedado pequeños, como le había ocurrido a Pamela. Y no tenía manera de saber cuáles de las personas que conocía seguían «durmiendo», por decirlo de algún modo, y cuáles habían pasado a otro nivel del ser, dejando atrás sus imágenes de carne y hueso, como parte del vasto escenario que era la tierra. Era una idea demasiado complicada como para comprenderla de golpe. Incluso suponiendo que fuera cierta, al menos tenía por delante los veinticinco años de su replay para tratar de digerirla. Por el momento, tenía que decidir cómo iba a ser el día a día de esos años, después de haber perdido a la única compañera cabal que había tenido. Jeff se bajó del metro en la siguiente parada, caminó por la calle Charles dejando atrás las floristerías y cafeterías. El gemido nasal de un cantante folk salió por la puerta abierta del Turk's Head, y un cartel que había delante del Loft anunciaba que los fines de semana tocaba una lusband de jazz. Calle Chestnut arriba, los sobrios edificios antiguos, ahora convertidos en apartamentos, presentaban una fachada de tranquilidad urbana.
—Qué debía hacer? ¿Volver a Montgomery Creek y pasarse el resto de esa vida —tal vez la última—contemplando la incomprensibilidad del universo? Tal vez debía efectuar un último esfuerzo, por más fútil que fuera, de mejorar la suerte de la humanidad volviendo a establecer Future. Inc. como fundación filantrópica y dedicar todos esos millones a Etiopía o la India.
Subió las escaleras hasta su apartamento del segundo piso mientras su mente luchaba contra la corriente de mil ideas encontradas y posibilidades improbables. ¿Y si se daba por vencido y se suicidaba, qué ocurriría? ¿Acaso…?
Desde el pasillo vio una punta del sobre amarillo que habían deslizado debajo de su puerta. Recogió el telegrama y lo abrió.
ESTUVE LLAMÁNDOTE TODO EL DÍA. ¿DÓNDE TE HAS METIDO? HE VUELTO. HE VUELTO. HE VUELTO. VEN INMEDIATAMENTE. TE QUIERO. PAMELA.
Eran más de las once de esa misma noche cuando se detuvo delante de la casa de Westport. Había intentado conseguir un vuelo desde Logan a Bridgeport, pero no había ninguno que partiera de inmediato. Decidió que lo más rápido era ir en coche y cubrió el breve trayecto en tiempo récord.
Le abrió el padre de Pamela y Jeff notó de inmediato que aquello no iba a ser fácil.
—Quiero que sepas que autorizo este encuentro únicamente porque mi mujer insistió —le dijo el hombre sin ningún preámbulo—. Y ella se avino sólo porque Pam amenazó con marcharse de casa si no le permitíamos que hablara contigo.
—Lamento que esto se haya convertido en un problema, señor Phillips —dijo Jeff con toda la sinceridad de que fue capaz—. Como le dije el año pasado, nunca ha sido mi intención importunar a su familia; todo ha sido un malentendido lamentable.
—Sea como fuere, no se repetirá. He hablado con mi abogado y dice que podemos conseguir una orden del juez antes de finales de esta semana. Lo cual significa que te detendrá si vuelves a acercarte a mi hija antes de que cumpla los dieciocho; de manera que si tienes algo que decirle, será mejor que se lo digas esta noche. ¿Entendido?
—Pasa. Está en la sala. Tienes una hora.
Se notaba que la madre de Pamela había llorado porque tenía los ojos enrojecidos y una expresión de derrota. Su hija de quince años estaba sentada junto a ella, en el sofá, y al contrario que su madre, se la veía absolutamente dueña de sí misma, a pesar de que su amplia sonrisa de adolescente le indicaba a Jeff que pugnaba por contener el alivio alborozado que sentía por fin. Las coletas habían desaparecido; se había cepillado el pelo en un estilo aproximado al que había llevado de adulta. Vestía una chaqueta de cachemir, una falda de lana beige, medias, tacones y llevaba un ligero maquillaje aplicado con mano experta. El cambio obrado en ella desde la última vez que la viera iba más allá de su aspecto físico; en sus ojos alertas y vivaces Jeff vio de inmediato que se trataba de la mujer que él había amado y con la que había vivido diez años.
—Hola —le dijo Jeff, retribuyéndole la amplia sonrisa—. ¿Quieres que vayamos a planear?
Ella lanzó una carcajada plena, gutural, plagada de madura ironía y sofisticación.
—Mamá, papá —anunció—, éste es mi querido amigo Jeff Winston. Creo que ya os habíais visto antes.
—¿Y cómo es que has decidido así de repente que conoces a este… hombre?
Jeff advirtió que el padre de Pamela también había notado el drástico cambio producido en la voz y el comportamiento de su hija y que le molestaba enormemente que de la noche a la mañana se hubiera transformado de niña en adulta.
—Me figuro que el año pasado debía de tener algunos blancos en la memoria. Me has prometido que podríamos estar una hora a solas. ¿Te importa si empezamos a hablar ya?
—No intentéis salir de la casa —dijo su padre con gesto ceñudo, dirigiéndose a los dos—. Ni siquiera salgáis del salón.
La señora Phillips se levantó del lugar que ocupaba junto a su hija.
—Pam, si nos necesitas, tu padre y yo estaremos en el estudio.
—Gracias, mamá. Te prometo que todo está en orden.
Sus padres abandonaron el salón y Jeff se fundió con ella en un apretado abrazo.
—Dios mío —le dijo al oído con voz ronca—, ¿dónde te habías metido? ¿Qué ocurrió?
—No lo sé —repuso ella, separándose para echarle una mirada—. Me morí en la casa de Mallorca el día dieciocho, tal como esperaba. Y mi replay comenzó esta misma mañana: me quedé de piedra cuando me di cuenta del año que era.
—Yo también resucité más tarde —dijo Jeff—, pero fue un retraso de tres meses. Llevo más de un año esperándote.
Pamela le acarició la cara y le lanzó una tierna mirada llena de comprensión.
—Ya lo sé —le dijo—. Mis padres me contaron lo que ocurrió el verano pasado.
—¿Quieres decir que no te acuerdas? Claro, cómo ibas a acordarte. Ella sacudió la cabeza con tristeza.
—Los únicos recuerdos que tengo de ese período son los de mi existencia original y de las repeticiones subsiguientes. Desde mi perspectiva, te vi por última vez hace apenas doce días, en el muelle del puerto de Andraitx.
—La miniatura —le dijo con una cálida sonrisa—. Era perfecta. Ojalá hubiera podido guardármela.
—Estoy segura de que te la has guardado —dijo ella en voz baja—. En el sitio que más cuenta. —Jeff asintió con la cabeza y volvió a abrazarla.
—¿Y cómo hiciste para localizarme en Boston?
—Llamé a tus padres. Parecían tener una idea, aunque vaga, de quién era yo.
—La primera vez que vine a verte les comenté que conocía una chica en la universidad que era de Connecticut.
—Ay, Jeff, debió de ser horrible cuando no te reconocí.
—Lo fue. Pero ahora ya has vuelto y me alegro de haber visto cómo eras de verdad cuando tenías catorce años.
—Apuesto a que te encontré guapo, quienquiera que fueses. La verdad es que me sorprende que no mintiera y les dijera a mis padres que sí te conocía.
—Te llamé en marzo. Me dijiste que me encontrabas raro…, pero se te notaba interesada.
—Estoy segura de que lo estaba.
—¿Pam? —la llamó su padre desde el pasillo—. ¿Va todo bien?
—A la perfección —repuso ella.
—Te quedan tres cuartos de hora —le recordó, y regresó a la parte posterior de la casa.
—Esto sí que será un problema —comentó Jeff con gesto preocupado—. Legalmente eres menor de edad; tu padre me ha dicho que pedirá una orden judicial que me impida verte.
—Ya lo sé —admitió ella, pesarosa—. En parte yo tengo la culpa. Esta tarde, cuando les dije que esperaba que me llamaras o vinieras a verme, montaron un escándalo. No tenía ni idea de que habían oído hablar de ti; mi padre por poco se sube por las paredes cuando mencioné tu nombre y por desgracia yo no reaccioné demasiado bien. Nunca me habían oído emplear un lenguaje semejante a esta edad, salvo en mi segunda repetición, cuando me volví una rebelde. Y claro, de eso no se acuerdan.
—¿Crees que habla en serio cuando amenaza con separarnos? Si se empeña podría dificultarnos mucho las cosas.
—Por desgracia habla muy en serio. No acabará de tragárselo por un tiempo.
—Podríamos… escaparnos.
Pamela lanzó una carcajada llena de ironía.
—No. Recuerda que ya intenté esa solución. Entonces no me sirvió, tampoco va a servirme ahora.
—Pero yo tengo dinero y acceso a más, todo el que necesitemos. No tendremos que vivir en la calle.
—Pero todavía soy menor de edad, no lo olvides. Si nos pescaran, te meterías en un montón de líos.
—Corrupción de menores —dijo Jeff con una sonrisa maliciosa—. No me disgusta nada la idea.
—No, seguro que no —repuso ella, provocativa—. Pero no es broma, sobre todo en esta época. Todavía faltan tres años para lo que se conoció como el «verano del amor», pero ten en cuenta que en 1964 se tomaban muy en serio estas cosas.
—Tienes razón —convino, desalentado—. ¿Qué diablos vamos a hacer, pues?
—Tendremos que esperar un tiempo. Dentro de unos meses cumpliré los dieciséis, tal vez para entonces, mis padres nos permitan que salgamos juntos si por el momento les hago la pelota y desempeño el papel de hija obediente.
—Caray…, ya llevo esperando un año y medio para reunirme contigo.
—No se me ocurre otra solución —le dijo con tono compasivo—. La idea me disgusta tanto como a ti, pero en estos momentos creo que no nos queda otra salida.
—No, es verdad —reconoció él.
—¿Qué haremos mientras tanto?
—Me parece que volveré a Boston, es una bonita ciudad, no está muy lejos de aquí y ya estoy más o menos instalado. Probablemente me dedicaré a conseguir unos ahorrillos para que no tengamos que preocuparnos en hacer dinero cuando podamos vivir juntos.
¿Podré llamarte al menos? ¿O escribirte?
—Aquí creo que no, al menos por el momento. Conseguiré un apartado de correos para que podamos escribirnos y te llamaré todo lo que pueda. Desde fuera de casa, después de la escuela.
—Santo cielo. ¿De veras vas a volver al bachillerato?
—No tengo más remedio —repuso, encogiéndose de hombros—. Creo que podré sobrevivir. Ya lo he hecho tantas veces que me sé las respuestas de todos los exámenes.
—Te echaré de menos… Ya lo sabes. Ella le dio un largo beso apasionado.
—Yo también te echaré de menos, cariño. Pero la espera valdrá la pena.
Pamela se arregló la borla del birrete, miró al público que atestaba el auditorio y vio a Jeff sentado junto a sus padres. Su madre estaba radiante de orgullo y felicidad. Pamela y Jeff intercambiaron una mirada, ella le hizo un guiño y él le lanzó una sonrisa forzada. Los dos eran conscientes de la cómica ironía de aquella ceremonia: a ella que había sido médico, pintora de éxito y famosa productora cinematográfica, por fin iban a darle el título de bachillerato. Por tercera vez. Aquello le había exigido una tenacidad considerable, y se alegraba de que Jeff hubiera comprendido lo tediosos que le habían resultado los tres últimos años. En su segundo replay él ya había pasado por la experiencia de volver al mundo académico a nivel universitario, pero tener que repetir el bachillerato tantas veces era como entrar en un círculo del infierno.
Tal como Pamela había previsto, su perseverancia rindió sus frutos. Al cumplir los dieciséis, sus padres cedieron un poco al comprobar que sacaba sobresalientes y no demostraba ningún interés por salir con chicos que supuestamente tenían su misma edad, por lo que le permitieron que viera a Jeff dos noches a la semana. Jeff alquiló un apartamento en Bridgeport para los fines de semana y fue escrupulosamente puntual, todos los viernes y sábados la devolvía a casa de sus padres a medianoche en punto. Por lo que respecta a los padres de Pamela, la joven pareja se dedicaba a ir mucho al cine, y si alguna vez llegaban a preguntarles algo, podían recitarles fácilmente los argumentos de películas como Morgan, La soltera retozona o Un hombre para la eternidad, que habían visto al menos dos veces en los años anteriores.
Por extraño que pareciera, el arreglo les había resultado divertido cuando comenzó a disminuir la negativa presión paterna. Lo limitado del tiempo que pasaban juntos y lo furtivo de su pasión dio origen a una deliciosa tensión erótica. Se amaron con sus cuerpos frescos y jóvenes como si nunca hubieran tenido contactos íntimos, como si nunca hubieran compartido semejantes placeres ni entre ellos ni con nadie más. Si sus padres sospecharon algo de sus relaciones sexuales con Jeff —a esas alturas era cosa casi segura—, se habían mostrado admirablemente discretos. La tolerancia precavida que habían demostrado al principio hacia Jeff poco a poco fue dando paso a la aceptación, luego a la aprobación y, con el tiempo, a un cariño abierto. La abismal diferencia de cuatro años que al principio tanto había perturbado a sus padres cuando él tenía dieciocho y ella catorce, se había convertido en una discrepancia convencional cuando él cumplió los veintidós y ella los dieciocho. Además, en la era del LSD y del inconformismo promiscuo, los padres de Pamela se sintieron evidentemente aliviados de que ella hubiera cultivado una relación estable con un joven tan educado, tan claro y tan próspero. Entregaron el último diploma y los graduados en ciernes que rodeaban a Pamela abandonaron corriendo el escenario dando vivas alborozados. Pamela se abrió paso tranquilamente hacia el lugar donde la esperaban Jeff y sus padres.