Volver a empezar (23 page)

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Authors: Ken Grimwood

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Volver a empezar
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»A continuación, me hice con los servicios de Douglas Trumbull, que había trabajado en los efectos especiales de 2001. Lo orienté de manera tal que inventase el Showscan unos cuantos años antes de lo que lo habría hecho. Rodamos toda la película con ese método aunque…

—Espera un momento —la interrumpió Jeff—, ¿qué es el Showscan? Pamela lo miró con sorpresa y una pizca de orgullo herido.

—¿No has visto Continuum! —Él se encogió de hombros a manera de disculpa y repuso:

—En Redding todavía no la han estrenado.

—No, es verdad. En esta zona sólo la han dado en San Francisco y Sacramento. Tuvimos que adaptar los cines expresamente.

—¿Y por qué?

—El sistema del Showscan reproduce en la pantalla de cine unas imágenes increíblemente realistas, pero para conseguir ese efecto, necesitas un equipo de proyección especial. Conoces los principios básicos de las películas de cine, ¿verdad? Veinticuatro fotogramas, veinticuatro fotografías instantáneas por segundo. Cuando una imagen comienza a desaparecer de la retina, aparece la siguiente creando una impresión de movimiento fluido y continuo. Persistencia retiniana, la llaman. En realidad, hay cuarenta y ocho fotogramas por segundo, porque cada una de las imágenes se repite una vez, con lo que se contribuye a engañar al ojo. Pero en realidad, a quien se engaña no es al ojo, sino al cerebro. Aunque creamos que estamos viendo en pantalla un movimiento ininterrumpido, a un nivel más profundo e inconsciente, captamos las paradas y los arranques. Es uno de los motivos por los que las cintas de vídeo tienen un aspecto más real que las de cine, porque se graban a treinta fotogramas por segundo, para que haya menos huecos.

»Pues bien, el Showscan va un paso más allá. Se rueda a sesenta fotogramas por segundo sin fotogramas superfluos. Trumbull utilizó electroencefalogramas para medir las ondas cerebrales de las personas que veían la película rodada y proyectada a distintas velocidades, y no veas los valores que alcanzaron las respuestas. Parece ser que la corteza visual está programada para percibir la realidad a una determinada velocidad, a unos sesenta impulsos de información visual por segundo. El Showscan es una especie de conducto directo al cerebro. No es lo mismo que el cine tridimensional; el efecto es mucho más sutil. Es como si las imágenes tocaran las fibras profundas del reconocimiento, están cargadas de autenticidad.

»Pues eso, que rodamos la película en Showscan, incluidas las mándalas generadas por ordenador, los decorados de Mandelbrot y demás efectos creados por Whitney y su equipo. Filmamos la mayor parte de la película en los estudios Pinewood de Londres. Todos los actores eran desconocidos pero con talento, en su mayoría procedían de la Real Academia de Arte Dramático. No quería que la presencia o el ego de ninguna estrella le hiciera sombra al tema central…, al mensaje de la película. Se terminó el café y miró en el fondo del pesado tazón marrón.

—Conlinuum se estrenó en todo el mundo el once de junio. Y fue un total fracaso. Jeff frunció el ceño e inquirió:

—¿Cómo has dicho?

—Lo que has oído. La película fue un fiasco. Durante un mes funcionó bastante bien y después nada. Los críticos la detestaron. Igual que el público. Los comentarios de los espectadores fueron peores que las críticas y eso que éstas ya eran bastante malas.

«Restos del misticismo de los sesenta» es una frase que resume bien la reacción general. También la tacharon de «enredada», «incoherente» y «pretenciosa». El único motivo por el que la gran mayoría de la gente fue a verla se debió a la novedad del método Showscan y por los gráficos de ordenador, que pasaron bien, pero prácticamente fue lo único que gustó al público de la película.

Siguió un largo e incómodo silencio.

—Lo siento —dijo finalmente Jeff. Pamela lanzó una amarga carcajada.

—Tiene gracia, ¿verdad? No quisiste tener nada más que ver conmigo porque te preocupaba el impacto potencialmente peligroso de esta película, los cambios mundiales que podía introducir…, y el mundo acabó no haciéndole caso, tratándola como un chiste malo.

—¿Qué fue lo que falló? —inquirió Jeff amablemente.

—En parte influyó el momento, la «generación del yo», las discotecas, la cocaína y todo eso. Nadie quería más sermones sobre la unidad del universo y la cadena eterna del ser. Ya habían oído bastante de todo eso en los años sesenta y lo único que querían hacer era divertirse. Pero principalmente la culpa fue mía. Los críticos tenían razón. Era una mala película. Demasiado abstracta, demasiado esotérica; carecía de argumento, no tenía personajes reales con los que el público pudiera identificarse. Era un puro ejercicio filosófico, una inmoderada «película con mensaje» carente de significado. La gente huyó despavorida y no la culpo. Eres un poco dura contigo misma, ¿no te parece? Giró entre las manos el tazón vacío y no levantó la vista del suelo. Me limito a enfrentarme a los hechos. Me costó aprender la lección, pero he logrado aceptarla. Los dos hemos tenido que aceptar muchas cosas. Y perder muchas más.

—Sé lo que esa película significaba para ti y cuánto creías en lo que estabas haciendo. Lo respeto aunque no estuviera de acuerdo con tus métodos.

Pamela lo miró; sus ojos verdes parecían más suaves de lo que los había visto nunca.

—Gracias. Significa mucho para mí.

Jeff se puso en pie y sacó su parka de la percha que había al lado de la puerta.

—Ponte el abrigo —le dijo—. Quiero enseñarte una cosa.

Estaban de pie, sobre la nieve recién caída, en lo alto de la colina en la que había limpiado el sistema de riego la semana antes que fuera a ver Starsea. El río Pit estaba cubierto de hielo, no había en él salmones y las ramas de los árboles del monte Buck se doblaban bajo el peso de su blancura. A lo lejos se divisaba la majestuosa simetría cónica del monte Shasta que se erguía hasta encontrarse con el claro cielo de noviembre.

—Antes soñaba con esa montaña —le dijo Jeff—. Soñaba que tenía algo muy importante que contarme, una explicación a todo lo que me había ocurrido.

—Parece… irreal —musitó ella—. Hasta sagrada diría yo. Entiendo que una visión así llegara a dominar tus sueños.

—Los indios de esta zona la consideraban sagrada. Y no sólo porque se trate de un volcán; otros picos de la cordillera de las Cascadas son más activos y han producido un impacto más inmediato sobre el medio ambiente. Pero ninguno de ellos tuvo nunca el atractivo que tenía Shasta.

—Y que todavía tiene —murmuró Pamela, mirando en silencio hacia la montaña—. Encierra una…, una fuerza. La siento. Jeff asintió y los dos se quedaron mirando fijamente las lejanas e imponentes laderas.

—Existe un culto de los blancos, no de los indios, que sigue adorando esa montaña. Creen que tiene algo que ver con Jesús y la resurrección. Otros creen que se trata de alienígenas, o de alguna antigua raza de humanos que vivía en los túneles de magma que hay debajo de la montaña. Versiones extrañas, alocadas, pero no sé por qué el monte Shasta inspira ese tipo de pensamientos.

Sopló una ráfaga de viento helado y Pamela se echó a temblar. Automáticamente, Jeff le rodeó los hombros con el brazo y la acercó hacia él.

—Hay momentos —le dijo— en que he imaginado todo tipo de explicaciones, por extrañas que fueran, para esto que me está pasando…, que nos está pasando. Deformaciones en la urdimbre del tiempo, agujeros negros, Dios que se ha vuelto loco. Te he hablado de la gente que cree que el monte Shasta está habitado por alienígenas. Pues bien, en cierta ocasión me convencí de que todo esto era una especie de experimento que llevaba a cabo una raza de extraterrestres.

»En alguna ocasión debes de haber tenido la misma idea; en Starsea encontré algunos elementos. Tal vez sea cierto, tal vez seamos las cobayas sensibles que deben encontrar una salida a este laberinto. O tal vez a finales de 1988 se produce un holocausto nuclear y la voluntad psíquica colectiva de todos los hombres y mujeres que han sido escogió esta forma de impedir que acabe por completo con la humanidad. No lo sé.

—Y ahí radica la cuestión: no puedo saberlo, por lo que he llegado a aceptar mi incapacidad de entenderlo o de modificarlo.

—Eso no significa que no puedas seguir preguntándote —le dijo con la cara pegada a la de Jeff.

—Claro que no, y sigo haciéndolo. No dejo de preguntarme constantemente por qué. Pero ya no me consume esa necesidad de respuestas, hace tiempo ya que no me consume. Nuestro dilema, por extraordinario que sea, no difiere, en esencia, del que se le plantea a todo aquel que ha pisado la tierra: estamos aquí y no sabemos por qué. Podemos filosofar todo lo que queramos, perseguir la clave de ese secreto por miles de senderos diferentes, pero por más que nos empeñemos, jamás lograremos desvelarlo.

«Pamela, nos ha sido concedido un don incomparable, el don de la vida, de un conocimiento y un potencial más grande que el que nadie ha conocido jamás. ¿Por qué no podemos aceptarlo tal como nos lo han dado?

Alguien dijo una vez, creo que fue Platón, que una vida a la que falta el examen no merece ser vivida.

Es cierto. Pero una vida a la que se examina demasiado a fondo conducirá a la locura, si no al suicidio.

Pamela echó un vistazo a sus pisadas en la nieve que, por lo demás, aparecía prístina.

—O al fracaso —dijo en voz baja.

—No has fracasado. Has intentado unir al mundo, y en ese intento has creado magníficas obras de arte. El esfuerzo, la creación son actos que perviven por sí solos.

—Hasta que vuelva a morirme, tal vez. Hasta el siguiente replay. Entonces todo desaparece. Jeff sacudió la cabeza y la abrazó con fuerza.

—Sólo desaparecerán los productos de tu trabajo. La lucha y la devoción que has puesto en tus empeños… Es ahí donde radica el verdadero valor y eso es lo que perdurará dentro de ti.

A Pamela se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Pero toda esta pérdida, todo este dolor, los niños…

—Toda vida lleva aparejada una pérdida. He tardado muchísimos años en entenderlo, pero dudo que alguna vez llegue a resignarme del todo a la idea. Eso no significa que debamos alejarnos del mundo o dejar de luchar por lo que podamos hacer y ser. Al menos nos lo debemos a nosotros mismos, y nos merecemos todo lo bueno que pueda resultar. Le besó las mejillas bañadas de lágrimas y luego la besó ligeramente en los labios. Hacia el oeste, un par de halcones volaban en círculos sobre el cañón del Diablo.

—¿Alguna vez has planeado? —le preguntó Jeff.

—¿Te refieres a un planeador de ésos? No, nunca.

Le rodeó la cintura con ambos brazos y la apretó contra su cuerpo.

—Eso haremos —susurró Jeff en la suavidad de su cabellera leonada—. Planearemos juntos. Después de Revelstoke, el tren avanzó raudo junto a enormes y sombríos glaciares mientras iniciaba su ascenso a las montañas Rocosas. Unos densos bosques de cedro rojo y pinabetes cubrían las laderas de las colinas circundantes y, al girar por una curva, atrapado entre dos glaciares, apareció un campo de brezos. Las flores rosadas y violetas se balanceaban bajo la suave brisa primaveral, su belleza efímera era como un callado reproche a los muros impasibles de hielo que las rodeaban.

A Jeff le pareció que aquellas flores tenían un no sé qué de erótico: su caricia frágil, ondulada por el viento, contra el glaciar inflexible, su color llamativo, tan parecido a los labios de una mujer, su…

Le sonrió a Pamela, que iba sentada a su lado, posó la mano sobre su rodilla desnuda y deslizó los dedos debajo del dobladillo de su falda. Se sonrojo cuando él le acarició despacio la parte interior del muslo; ella echó un vistazo al resto del coche panorámico para comprobar si los estaban mirando, pero los demás pasajeros tenían los ojos fijos en el espectáculo exterior.

Jeff subió un poco más la mano y tocó la seda húmeda. Pamela soltó un gemido cuando él le presionó despacio el sexo; ella arqueó el cuerpo hacia atrás, contra el respaldo del asiento de cuero. Jeff retiró la mano despacio, dejando que la punta de sus dedos rozaran ligeramente su pierna.

—¿Quieres dar un paseo? —le preguntó, y ella asintió con la cabeza. La tomó de la mano, la sacó del vagón panorámico y la condujo hacia la parte posterior del tren. Se detuvieron entre el coche salón y el comedor y, manteniendo juntos un precario equilibrio en la oscilante plataforma metálica, se besaron. El viento que entraba a raudales por la ventanilla abierta era al menos quince grados más frío que esa mañana, cuando salieron de Vancouver, y Pamela tembló en sus brazos.

El coche dormitorio estaba vacío; al parecer, todo el mundo se había ido al coche comedor o al vagón panorámico, a disfrutar de las vistas. Una vez dentro de su cabina doble, Jeff bajó una de las camas abatibles y Pamela tendió la mano para bajar la persiana. Jeff se lo impidió y la atrajo hacia sí.

—Dejémonos inspirar por el paisaje —le dijo. Ella se resistió y repuso, provocativa:

—Si no bajamos la persiana, formaremos parte del paisaje.

—Los únicos que van a vernos son los pájaros y algún que otro ciervo. Quiero verte al sol.

Pamela se apartó de él. Contra un fondo de ríos alimentados por el deshielo y unos precipicios glaciales, se desabrochó la blusa y se la quitó. Tiró de la hebilla del cinturón de la falda y la prenda cayó al suelo sin hacer ruido.

—¿Por qué no miras el paisaje? —le preguntó con una sonrisa.

—Lo estoy mirando.

Se quitó el resto de la ropa y se quedó desnuda ante la naturaleza silvestre que pasaba velozmente. Mientras se desvestía, Jeff recorrió con mirada ansiosa aquel cuerpo, se acercó, se unió a ella y la apretó con urgencia contra la silla que había al lado de la ventana abierta, mientras sol de la tarde les iluminaba las caras y las ruedas retumbaban en las vías acunándolos con su ritmo constante.

El tren tardó cuatro días y cuatro noches en llegar a Montreal; una semana más tarde, volvieron a hacer el viaje de vuelta al oeste.

—¿Qué me dices de la Edad Media? —inquirió Pamela—. Imagínate lo que habría sido, repetir una y otra vez lo mismo en ese ambiente.

—La Edad Media no fue tan terrible como cree la mayoría. Sigo pensando que una guerra y los años anteriores a ella, habrían sido algo mucho peor; imagínate tener que volver siempre a la Alemania de 1939.

—Al menos podrías haberte marchado, a Estados Unidos por ejemplo, donde estarías a salvo.

—No si eras judío. ¿Y si ya estuvieras en Auschwitz?

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