Volver a empezar (30 page)

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Authors: Ken Grimwood

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Volver a empezar
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—Stuart —dijo el doctor con tono expansivo—. Tienes unos visitantes inesperados. Hacen negocios contigo, según tengo entendido, son de Nueva York. Te presento a Jeff Winston y a Pamela Phillips. Éste es Stuart McCowan.

El hombre prematuramente calvo sonrió agradablemente y les tendió la mano.

—Por fin —dijo, estrechándole la mano primero a Jeff y luego a Pamela—. Hacía tiempo que esperaba este momento.

—Comprendo cómo se siente —repuso Jeff en voz baja.

—Bien —dijo el doctor Pfeiffer—, los dejaré para que continúen con la reunión. Aunque me temo que Mike tendrá que quedarse. Se trata de un requisito que nos fue impuesto por el tribunal, sobre el que no puedo opinar. Pero no los molestará. Podrán hablar como si estuvieran en privado. El corpulento ayudante asintió, se sentó a la mesa, debajo de la lámpara Tiffany y cuando el médico abandonó la sala, se puso a montar el puzzle.

—Siéntense —les dijo Stuart, indicándoles las sillas que había junto al hogar.

—Dios santo —dijo Jeff de inmediato con tono compasivo—, qué horrible debe de ser esto para usted. Stuart frunció el ceño y repuso:

—No está tan mal. Muchísimo mejor que alguno de los otros lugares.

—No me refiero al lugar en sí, sino al hecho de que le haya ocurrido esto. Haremos lo que podamos para sacarlo de aquí lo antes posible. En Nueva York tengo un excelente abogado; me encargaré de que mañana mismo tome un avión y se venga a verlo. Sé que podrá aclarar esto.

—Agradezco su preocupación, pero llevará su tiempo.

—¿Cómo es que…?

—Té y pastel —anunció Melinda alegremente, entrando por la puerta con una bandeja de plata.

—Gracias, Melinda —le dijo Stuart—. Muy amable de tu parte. Quiero presentarte a mis amigos, Jeff y Pamela. Son de mi misma época, de los años 80.

—Ah —dijo la chica alegremente—, Stuart me lo ha contado todo sobre el futuro. Sobre Patty Hearst y el Ejército Simbionés de Liberación, y sobre lo que pasó en Camboya y…

—No hablemos de eso ahora —la interrumpió Jeff, mirando por encima del hombro hacia el ayudante que seguía enfrascado con el puzzle. Gracias por el té y la tarta. Anda, pásame la bandeja.

—Si queréis más, estaré en la sala de adelante. Ha sido un gusto conoceros.

¿Podremos hablar del futuro después?

—Tal vez —respondió Jeff amablemente.

La chica le sonrió y abandonó la habitación.

—Dios santo, Stuart —dijo Jeff cuando la muchacha se hubo marchado—, no debió haber hecho eso. No debió haber confiado en ella en absoluto y mucho menos hablarle de nosotros. ¿Qué va a pasar si llega a contárselo a alguien?

—Aquí nadie hace caso de lo que decimos. Ey, Mike —gritó, y el ayudante lo miró—. ¿Sabes quién ganará la liga de béisbol por tres años consecutivos a partir de 1972? El Oakland.

El ayudante asintió distraídamente y continuó con su puzzle.

—¿Se da cuenta? —sonrió Stuart—. Ni siquiera escuchan. Cuando el Oakland empiece a ganar, ni siquiera se acordará de que se lo dije.

—De todos modos creo que no es buena idea. Podría dificultar más nuestros esfuerzos por sacarlo de aquí. —El hombre pálido se encogió de hombros.

—No tiene demasiada importancia. —Se volvió hacia Pamela y le preguntó—: Usted hizo Starsea, ¿no es cierto?

—Sí —repuso ella con una sonrisa—. Es agradable saber que alguien se acuerda de mi película.

—Me acuerdo muy bien. Estuve a punto de escribirle cuando la vi; supe de inmediato que usted debía de ser una repetidora. La película confirmó un montón de cosas que yo mismo había aprendido. Renovó mi sentido de la determinación.

—Gracias. Habla usted de las cosas que ha aprendido. Me preguntaba si ha…, si ha experimentado la distorsión, la aceleración de las fechas de inicio de los replays o repeticiones, como usted las llama.

—Sí —dijo Stuart—. Esta última se atrasó casi un año.

—La mía un año y medio; y la de Jeff sólo tres meses. Hemos pensado que si lográramos dibujar la curva exacta entre las diferentes fechas de inicio, podríamos predecir…

cuánto tiempo vamos a perder en el ciclo siguiente. Pero tendría que ser muy preciso.

¿Ha llevado un control de…?

—No, no he podido.

—Si comparásemos nuestras tres experiencias, quizá le refrescaríamos la memoria; al menos podríamos acercarnos bastante.

Negó con la cabeza y respondió:

—No funcionaría. Las tres primeras veces que empecé una repetición estaba inconsciente. En estado de coma.

—¿Qué?

—Tuve un accidente de coche en 1963… Porque ustedes también empezaron a volver en 1963, ¿no? —inquirió, mirando primero a Pamela y luego a Jeff.

—Sí —contestó Jeff—. A principios de mayo.

—Bien. Aquel mes de abril en que tuve el accidente, mi coche quedó destrozado. Estuve dos meses en coma y cada vez que recuperaba la conciencia, empezaba una repetición. Lo achaqué siempre al estado de coma, hasta esta última vez. Así que no sé si mi…

¿cómo ha llamado la diferencia en las fechas de inicio?

—Distorsión.

—No sé si las tres primeras veces, la distorsión fue de horas, días o semanas. O si hubo distorsión alguna. Hasta McCowan captó la decepción en la cara de Pamela.

—Lo siento —se disculpó—. Ojalá pudiera ayudarla más.

—No tiene usted la culpa. Sé que debió de haber sido terrible para usted eso de despertar en un hospital y ahora…

—Forma parte de la representación y lo acepto.

—¿La representación? No lo entiendo.

Stuart la miró frunciendo el ceño con gesto cargado de curiosidad.

—¿No han estado ustedes en contacto con la nave?

—No sé a qué se refiere. ¿Qué nave?

—La nave antareana. Vamos, usted hizo Starsea. Yo también soy un repetidor; conmigo no tiene que fingir ignorancia.

—De veras no sabemos de qué nos habla —le aseguró Jeff—. ¿Insinúa que ha estado en contacto con…, con la gente o los seres responsables de todo esto? ¿Que son extraterrestres?

—Por supuesto. Dios santo, es que pensé que… ¿Quieren decir que no han estado haciendo el apaciguamiento?

Su rostro pálido se tornó más blanco.

Jeff y Pamela se miraron y luego lo miraron a él, embargados por la confusión. Los dos habían considerado la posibilidad de que una inteligencia alienígena estuviera detrás de las repeticiones, pero nunca habían recibido la menor indicación de que fuera así.

—Me temo que tendrá que explicárnoslo todo desde el principio —le dijo Jeff. McCowan echó un vistazo hacia el extremo más alejado de la sala, al joven que, impasible, continuaba encorvado sobre el puzzle. Acercó más la silla a la de Jeff y Pamela y habló en voz baja.

—A ellos les trae sin cuidado la repetición o el replay —dijo, indicando con la cabeza al ayudante—. Lo que les preocupa es el apaciguamiento. —Suspiró y miró a Jeff a los ojos como buscando algo—. ¿De veras quieren oír toda la historia, desde el principio?

Capítulo 15

—Me crié en Cincinnati —les contó Stuart McCowan—. Mi padre era obrero de ia construcción, pero como era alcohólico no siempre lograba encontrar trabajo. Cuando yo cumplí los quince, mi padre se emborrachó mientras estaba en el trabajo y se le cayó un cable. Perdió una pierna y después de aquello el único dinero que entraba en casa era el que ganaba mi madre cosiendo a destajo uniformes de policía, y el que ganaba yo en propinas llevando maletas en Kroger's.

«Mi padre siempre se metía conmigo porque era delgado y no muy fuerte; él era un hombre grandote y muy fuerte, tenía unos bíceps más gruesos que los de Mike, al que tenéis ahí sentado. Cuando perdió la pierna las cosas empeoraron entre nosotros. No soportaba que por canijo que yo fuera estuviese entero. Había veces en que tenía que llevarle las cosas cuando él no podía con las muletas y un montón de paquetes. Lo detestaba. Al cabo de un tiempo llegó a odiarme y lo de la bebida fue de mal en peor…

«Me marché de casa cuando cumplí los dieciocho años, eso fue en 1954. Me fui al oeste, a Seattle. No era muy fuerte, pero tenía buena vista y el pulso firme. Encontré trabajo en Boeing, aprendí a fabricar algunas piezas más pequeñas del avión, aletas de compensación y cosas así. Conocí a una chica, me casé, tuve un par de hijos. No me iba mal.

«En la primavera de 1963 tuve el accidente del que ya les he hablado. Me había dado por beber, no como lo hacía mi padre, pero unas cuantas cervezas después de salir del trabajo y una o dos copas al llegar a casa, ya saben… iba medio trompa cuando me estrellé contra aquel árbol. No recuperé el conocimiento hasta al cabo de dos meses, y después de aquello la cosa no volvió a ser igual. El golpe me dejó la vista y el pulso a la miseria así que no pude seguir con mi trabajo. Era como si me estuviera pasando lo mismo que a mi padre. Empecé a beber más y a chillarle a mi mujer y a mis hijos, hasta que ella hizo las maletas y se marchó de casa llevándose a los crios.

«El banco no tardó en embargarme la casa por no pagar la hipoteca. Me lancé a la calle, empecé a vagar y a beber. Y así me pasé casi veinticinco años. Era uno de los «sin hogar», como los llaman en los ochenta. Pero sabía muy bien lo que era, un vago, un borracho. Morí en un callejón de Detroit; ni siquiera sabía cuántos años tenía. Pero lo calculé más tarde, tenía cincuenta y dos.

«Entonces cuando me desperté otra vez, me vi en el mismo hospital, saliendo del estado de coma. Como si acabara de soñar todos esos malos años, y me pasé mucho tiempo creyendo que todo había sido un sueño. En realidad, era muy poco lo que recordaba de aquellos años. Pero recordaba lo suficiente, y no tardé en darme cuenta de que algo muy raro estaba pasando. McCowan miró a Jeff con una chispa repentina en los ojos que se habían hastiado de tanto contar la historia de su primera vida.

—¿Es usted forofo del béisbol? —le preguntó—. ¿Apostó en la liga de ese año? Jeff le sonrió.

—Claro que sí.

—¿Cuánto?

—Mucho. Antes había apostado por Chateaugay, en el derby de Kentucky y en Belmont. y saqué una buena tajada.

—¿Cuánto apostó? —insistió Stuart.

—En esa época tenía un socio que no era repetidor, sino alguien que conocí en la universidad y entre los dos apostamos casi ciento veinticinco dólares.

—¿Ciento veinticinco?

Jeff asintió y McCowan soltó por lo bajo un largo silbido.

—Se forró bien pronto —le dijo Stuart—. Yo lo único que pude reunir fue un par de cientos de dólares y mi mujer a punto estuvo de plantarme cuando se enteró, pero no cuando volví con veinte mil; ahí sí que se quedó en casa.

«Y seguí apostando, sólo en los grandes acontecimientos, los más evidentes, las peleas por el título de pesos pesados, las ligas de fútbol, las elecciones presidenciales, todas las cosas de las que ni siquiera un borracho empedernido podía ignorar los resultados. Dejé de beber para siempre. Desde entonces en ninguna de las repeticiones por las que he pasado he vuelto a tomar siquiera una cerveza.

«Nos mudamos a una casa grande en Alderwood Manor, en el condado de Snohomish, al norte de Seattle. Me compré un bonito barco; lo guardaba en el puerto deportivo de la bahía de Shilshole. Todos los veranos recorríamos el Puget Sound, a veces llegábamos hasta Victoria. Nos dábamos la gran vida. Y entonces…, entonces empecé a tener noticias de ellos.

—¿De quién…? —inquirió Jeff, dejando la pregunta inconclusa. McCowan se inclinó hacia adelante en el asiento y bajando la voz respondió:

—De los antareanos, los que están haciendo esto.

—¿Cómo…, cómo se pusieron en contacto con usted? —le preguntó Pamela, tanteando el terreno.

—Al principio a través del televisor. Generalmente cuando daban los noticieros. Así descubrí que se trataba de una representación.

Jeff se iba poniendo cada vez más nervioso.

—¿Qué era una representación?

—Todo, todo lo que salía en las noticias. Y a los antareanos les gustaba tanto que las pasaban una y otra vez, una y otra vez.

—¿Qué era lo que les gustaba? —preguntó Pamela, frunciendo el ceño.

—Los temas sangrientos, los disparos y las matanzas, todo eso. Vietnam; Richard Speck que se cargó a esas enfermeras en Chicago; el asunto de Manson; Jonestown y los terroristas. Caray, se ponían a cien con los terroristas, el aeropuerto de Lod, las bombas del IRA, el coche bomba en el cuartel general de los infantes de marina en Beirut y todo eso. No se cansan nunca de este tipo de cosas.

Jeff y Pamela intercambiaron una mirada veloz y un leve movimiento afirmativo de cabeza.

—¿Por qué? —le preguntó Jeff a McCowan—. ¿Por qué a los extraterrestres les gusta tanto la violencia que hay en la tierra?

—Porque ellos mismos se han debilitado. Son los primeros en reconocerlo. ¡A pesar de todo su poder, a pesar de que controlan el tiempo y el espacio, son débiles!

Dio un golpe en la mesa con su puño delgado haciendo vibrar las tazas y los platos. Mike, el fornido ayudante, los miró un instante enarcando las cejas, pero Jeff le hizo un gesto indicándole que todo estaba en orden y el hombre volvió a enfrascarse en su puzzle.

—Ellos ya no se mueren —prosiguió Stuart apasionadamente—, y han perdido los genes agresivos, así que en el lugar del que ellos provienen ya no existen las guerras ni las matanzas. Pero la parte animal de sus cerebros sigue necesitando todo eso, al menos como sustituto. Y es ahí donde entramos nosotros.

»Somos su entretenimiento, como la televisión o las películas. Y esta parte del siglo XX es la mejor, la más aleatoriamente sangrienta de todas, por eso se pasan el tiempo repitiéndola una y otra vez. Pero los únicos que lo saben son los actores, los que estamos en escena, los repetidores. Manson es uno de nosotros, lo sé; lo veo en sus ojos y los antareanos me lo han confirmado. Lee Harvey Oswald es otro, y Nelson Bennett, aquella vez que mató a Kennedy. Ahora somos muchos.

Cuando Jeff volvió a hablar procuró hacerlo con el tono más calmado y amable de que fue capaz.

—¿Pero qué me dice de usted, de mí, de Pamela? —inquirió, tratando de evocar en aquel hombre algún resto de racionalidad—. No hemos hecho ninguna de esas cosas terribles, ¿por qué entonces estamos metidos en la repetición o replay?

—Ya he aportado mi parte de apaciguamiento —dijo McCowan con orgullo—. Nadie puede acusarme de haberme dejado estar en eso. Jeff se sintió repentinamente enfermo, no quería formular la siguiente pregunta, la que era imprescindible formular:

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